Encuentro con discípulos y hombres de relieve conducidos por Manahén. Llegada a Jericó.
Ya las blancas paredes de las casas de Jericó y sus palmas resaltan contra el cielo, azul intenso de cerámica o esmalte, cuando, al pie de un pequeño bosque de tamarices de desordenadas frondas, y de sensibles mimosas y espinos blancos de larguísimas espinas, y de otras plantas en su mayoría espinosas, que parecen haber sido arrojadas allí desde la áspera montaña situada a espaldas de Jericó, Jesús se encuentra con un nutrido grupo de discípulos capitaneados por Manahén. Parece que están esperando. Lo están, efectivamente; y lo dicen, después de haber saludado al Maestro; y añaden que otros han ido hasta otros caminos, para tener noticias, dado que el retraso de toda una noche en llegar a Jericó los había alarmado.
-Yo he venido aquí con éstos. Y no te dejaré hasta que te vea a salvo en casa de Lázaro – dice Manahén.
-¿Por qué? ¿Hay peligro de algo?… – pregunta Judas Tadeo.
-Estáis en Judea… El decreto ya lo conocéis. Y el odio también. Por tanto, todo se puede temer – responde Manahén, quien, dirigiéndose a Jesús, explica:
-He tomado conmigo a los más fuertes, porque era presumible que -si no te habían apresado- pasaras por aquí. Y por la entidad de los discípulos y los hombres confiamos poder impresionar a los malvados y hacer que te respeten.
En efecto, están con él los ex discípulos de Gamaliel, el sacerdote Juan, Nicolái de Antioquía, Juan de Efeso y otros hombres vigorosos -no los conozco- que están en la flor de la vida y tienen un aspecto más noble de lo común. Manahén, rápidamente, presenta a algunos de éstos, mientras que a otros no los presenta. Son hombres procedentes de todas las regiones palestinas (entre ellos hay dos de la corte de Herodes Filipo). Así, nombres de las más antiguas familias de Israel resuenan en el camino, al pie del pequeño bosque de frondas desordenadas, en que el viento hace temblar las hojitas de las mimosas y pliega los tiernos retoños de los espinos blancos.
-Vamos. ¿No hay ninguno con las mujeres, donde Nique? – pregunta Jesús.
-Los pastores. Todos menos Jonatán, que espera a Juana en el palacio de Jerusalén. Pero tus discípulos han crecido de forma desmesurada. Ayer, en Jericó, estaban esperándote unos quinientos; hasta el punto de que los servidores de Herodes se habían impresionado y le habían informado de ello. Y Herodes no sabía si reaccionar temeroso o agresivo. Pero el recuerdo de Juan lo tiene obsesionado y ya no se atreve a levantar la mano contra ningún profeta…
-¡Bien! ¡Esto no te perjudicará! – exclama Pedro frotándose contento las manos.
-De todas formas, es el que menos cuenta. Es un ídolo al que todos pueden mover como les venga en gana. Y quien lo tiene en sus manos sabe moverlo.
-¿Y quién lo tiene en sus manos? ¿Pilato? – pregunta Bartolomé.
-Pilato no necesita a Herodes en sus actos. Herodes es un siervo, los poderosos no se dirigen a los siervos – responde Manahén.
-¿Y entonces quién? – pregunta Bartolomé.
-El Templo – dice sin vacilar uno que está con Manahén.
-Pero si para el Templo Herodes está anatematizado. Su pecado…
-¡Eres muy ingenuo con todo tu saber y tus años, Bartolomé! ¿Es que no sabes que el Templo, con tal de conseguir sus objetivos, sabe superar muchas, demasiadas cosas? Por eso ya no merece permanecer – dice Manahén con gesto de severo desprecio.
-Tú eres israelita. No debes hablar así. El Templo es siempre el Templo para nosotros – dice Bartolomé con tono de reconvención.
-No. Es el cadáver de lo que era. Y un cadáver, cuando lleva ya un tiempo muerto, se transforma en inmunda carroña. Por eso Dios ha mandado al Templo vivo, para que pudiéramos postrarnos ante el Señor sin que ello fuera una pantomima execrable.
-¡Calla! – susurra a Manahén otro que está con él, porque está hablando demasiado claramente (es uno de los que no han sido presentados, uno que está muy tapado).
-¿Y por qué debería callarme, si así habla mi corazón? ¿Piensas que hablando así pueda perjudicar al Maestro? Si es así, me callo: pero no por otro motivo. Aunque me condenaran sabría decir: «Así pienso, y no castiguéis a nadie aparte de mí».
-Manahén tiene razón. Basta ya de callar por miedo. Es ya hora de que cada uno tome su sitio a favor o en contra y diga lo que tiene en su corazón. Yo pienso como tú, hermano en Jesús; y si ello puede causarnos la muerte moriremos perseverando en confesar la verdad – dice Esteban con ímpetu.
-¡Sed prudentes! ¡Sed prudentes! – exhorta Bartolomé – El Templo es siempre el Templo. Está claro que no es perfecto y cometerá errores, pero es… es… Después de Dios no hay personas más grandes ni fuerzas mayores que el Sumo Sacerdote y el Sanedrín… Representan a Dios. Y nosotros debemos ver aquello que representan, y no lo que son. ¿O me equivoco, Maestro?
-No te equivocas. En toda constitución hay que saber ver su origen, en este caso el Eterno Padre, que ha constituido el Templo y las jerarquías, los ritos y las autoridades de los hombres antepuestos para representarlo. Hay que saber dejar en las manos del Padre el juicio. El sabe cuándo y cómo intervenir; qué medidas tomar para que la corrupción, extendiéndose, no corrompa a todos los hombres y les haga dudar de Dios… Y en esto Manahén, viendo la razón de mi venida en esta hora, ha sabido ver con exactitud. En fin, es necesario suavizar tu estaticidad, Bartolmái, con el espíritu innovador de Manahén, para que sea precisa la medida y, por tanto, perfecto el sentir. Todo exceso es siempre dañino, para el agente y para el que lo sufre, o para el que lo percibe y se escandaliza -y, si no es un alma honesta, se sirve de ello para denunciar a los hermanos-. Pero ésta es una acción de Caín y, siendo obra de las Tinieblas, no lo será de los hijos de la Luz.
El que advirtió a Manahén de que no hablara demasiado, y que está cubierto del todo por el manto, de forma que apenas pueden vérsele los ojos negros, vivísimos, se arrodilla, toma la mano de Jesús y dice:
-Tú eres bueno, Maestro. ¡Demasiado tarde te he conocido, oh Palabra de Dios! ¡Pero aún es tiempo, si no de servirte largamente como abría deseado, como ahora quisiera, sí de amarte como mereces!
-Nunca es demasiado tarde para la hora de Dios. Esa hora llega en el momento preciso. Y concede tanto tiempo para servir a la Verdad cuanto la voluntad quiere.
-¿Pero quién es? – se preguntan unos a otros, bisbiseando, los apóstoles; y se lo preguntan a los discípulos. En vano: ninguno sabe quién es, o, sabiéndolo, ninguno quiere decirlo.
-¿Quién es, Maestro? – pregunta Pedro cuando puede acercarse a Jesús, que va en el centro del grupo (detrás de Él, las mujeres; delante, los discípulos; a los lados, sus primos; en torno a Él, los apóstoles).
-Un alma, Simón. Nada más que eso.
-Pero… ¿Te fías de él sin saber quién es?
-Sé quién es. Y conozco su corazón.
-¡Ah, comprendo! Es como en el caso de la Velada de Agua Especiosa… Ya no pregunto más… – y Pedro se pone contento porque Jesús, separándose de Santiago, lo arrima a sí.
Llegan ya a Jericó. Por la puerta de las murallas irrumpe la gente elevando voces de hosanna, y a Jesús le es difícil proseguir para cruzar la ciudad e ir donde Nique, que está fuera de Jericó, en el extremo opuesto. Súplicas para que hable. Niños aupados, que casi forman un seto vivo infranqueable (se cuenta con el amor de Jesús a los pequeños). Gritos de: « ¡Puedes hablar! ¡Ése ya ha huido a Jerusalén!» gestos que, junto con estas palabras, señalan hacia el palacio, espléndido y cerrado, de Herodes.
Manahén confirma:
-Es verdad. Se ha marchado durante la noche, silenciosamente. Tiene miedo.
Pero nada detiene a Jesús, que camina diciendo:
-¡Paz! Paz! El que tenga alguna pena o algún dolor que vaya a casa de Nique. El que quiera oírme que vaya a Jerusalén. Aquí soy el Peregrino, como todos vosotros. En la casa del Padre hablaré. ¡Paz! ¡Paz y bendición! ¡Paz!
Es ya un pequeño triunfo, un preludio de la entrada en Jerusalén, ya tan cercana.
Me sorprende la ausencia de Zaqueo. Pero luego lo veo, erguido en la linde de la propiedad de Nique, rodeado de sus amigos y con los pastores y las discípulas. Todos acuden presurosos al encuentro de Jesús, y le abren paso disponiéndose en dos filas, y se postran, mientras Él, bendiciendo, se adentra en el huerto en dirección a la casa que, hospitalaria, lo recibe.