En Lebona, la parábola de los mal aconsejados.
Están para entrar en Lebona, ciudad que no me parece muy importante ni bonita, pero que, en cambio, está muy llena de gente, la razón es que ya están en movimiento las caravanas que para la Pascua bajan a Jerusalén, procedentes de Galilea, Iturea, la Gaulanítida, la Traconítida, la Auranítida y la Decápolis. Yo diría que es que Lebona está situada en un camino de caravanas; es más, diría que es un nudo de caminos, caminos de caravanas, que vienen de esas regiones (del Mediterráneo y del este y norte de Palestina), para confluir en este lugar, en la vasta vía que conduce a Jerusalén. Probablemente la preferencia de la gente se debe al hecho de que esta vía está muy patrullada por los romanos, de forma que se sienten más seguros del peligro
de malos encuentros con bandidos. Pienso esto, pero quizás la preferencia se debe a otras causas, a recuerdos históricos o sagrados, no lo sé.
Las caravanas se están poniendo en movimiento -la hora es propicia por el sol, opino que son aproximadamente las ocho de la mañana- en medio de un gran rumor de voces, gritos, rebuznos, cascabeles, ruedas. Mujeres que llaman a los niños. Hombres que azuzan a los animales. Vendedores ofreciendo mercancías. Tratos entre vendedores samaritanos y gente… menos hebrea, o sea, de la Decápolis y de otras regiones, poco intransigentes por estar más fundidas con el elemento pagano; rechazos desdeñosos, incluso con improperios, cuando un desdichado vendedor de Samaria se acerca a ofrecer su género a algún campeón del judaísmo. Tanto gritan éstos sus anatemas, que parece como si se les hubiera acercado el diablo en persona… lo cual suscita vivísimas reacciones de los samaritanos ofendidos y se produciría algún tumulto si no estuvieran los soldados romanos vigilando bien.
Jesús avanza en medio de este jaleo. En torno a Él, los apóstoles; detrás, las discípulas; detrás de éstas, la fila de los de Efraím engrosada por muchos de Silo.
Un murmullo precede al Maestro, y se propaga desde los que lo ven hasta los que están más lejos y todavía no lo ven. Un murmullo más fuerte le sigue. Y muchos suspenden la salida para ver lo que sucede.
Se preguntan:
-¿Cómo? ¿Se aleja cada vez más de Judea? ¿Es que predica ahora en Samaria?
Una voz cantarina de Galilea:
-Los santos lo han rechazado y se dirige a los no santos para santificarlos, para bochorno de los judíos. Una respuesta más mordaz que un ácido venenoso:
-Ha encontrado ya su nido, y también a quien entiende sus palabras de demonio. Otra voz:
-¡Callad, asesinos del Justo! ¡Esta persecución os marcará con el más triste nombre para todo el futuro; a vosotros, tres veces más corrompidos que nosotros los de la Decápolis!
Otra voz, de anciano, también mordaz:
-Es tan justo, que huye del Templo en la Fiesta de las fiestas. ¡Je! ¡Je! ¡Je!
Uno de Efraím, rojo de ira:
-No es verdad. ¡Mientes, vieja serpiente! Va ahora a su Pascua.
Un barbado escriba, con desprecio:
-Por el camino del Garizim.
-No. Del Moria. Viene a bendecirnos porque sabe amar; luego subirá hacia vuestro odio, ¡malditos!
-¡Calla, samaritano!
-¡Calla tú, demonio!
-Quien cree tumulto irá a las galeras. Así lo tiene ordenado Poncio Pilato. No lo olvidéis. Y desalojad este lugar – impone un suboficial romano haciendo maniobrar a sus subordinados para separar a algunos que están ya para enzarzarse por una de esas muchas disputas regionales y religiosas que fácilmente surgían en la Palestina de los tiempos de Cristo.
La gente se separa, pero ya ninguno parte. Llevan a los asnos a las caballerizas, a los encaminan hacia el lugar a donde se ha dirigido Jesús. Mujeres y niños se apean y siguen a sus maridos o padres, o bien se quedan en grupo charlador, si el estado de ánimo del marido o del padre así lo ordena, “para que no oigan hablar al demonio”. Pero los hombres, amigos, enemigos, o simplemente curiosos, se apresuran a ir al lugar a donde se ha dirigido Jesús. Y, mientras van, se miran mal, o se gozan de esta inesperada alegría, o hacen preguntas: según sean amigos y enemigos, o amigos entre sí, o curiosos.
Jesús se ha parado en una plaza, junto a la inevitable fuente ubicada a la sombra de algún árbol. Está allí, contra la húmeda pared de la fuente, que aquí está como cubierta por un pequeño pórtico abierto solamente por un lado. Quizás es un pozo, más que una fuente. Se parece al pozo de En Royel.
Está hablando con una mujer, que le muestra al hijito que lleva en sus brazos. Veo que Jesús asiente y pone su mano en la cabeza del niño. Enseguida veo que la madre alza al niño y grita:
-¡ Malaquías!, ¡Malaquías!, ¿dónde estás? Nuestro hijo ya no es deforme – y la mujer, eleva cantarina su hosanna, al que se une el de la gente mientras un hombre se abre paso y va a postrarse ante el Señor.
La gente comenta lo sucedido. Las mujeres -la mayor parte de ellas, madres- se congratulan con la mujer agraciada. Los más lejanos, después de haber gritado «^hosanna!» para unirse a los que saben lo que ha sucedido, alargan el cuello y preguntan: «¿Pero qué ha pasado?».
-Un niño jorobado. Tan jorobado, que a duras penas podía sostenerse sobre sus piernas. Era así de alto sólo. No exagero, así, de lo encorvado que estaba. Parecía de tres años y tenía siete. ¡Miradlo ahora! Tiene la altura de todos, está derecho como una palma, y ágil. Mirad cómo se encarama al murete de la fuente para que lo vean y para ver. ¡Mirad cómo ríe feliz!
Un galileo se vuelve a uno que, a juzgar por los esponjosos caireles del cinturón, creo adivinar sí digo que es un rabí; le pregunta:
-¡Eh! ¿Tú que piensas? ¿También esto es una obra del demonio? Verdaderamente, si así actúa el demonio, o sea, eliminando tantas desventuras para hacer felices a los hombres y hacer que Dios sea alabado, ¡habrá que decir que es el mejor siervo de Dios!
-¡Blasfemo, calla!
-No estoy blasfemando, rabí. Comento lo que veo. ¿Por qué vuestra santidad nos acarrea sólo pesos y desventuras, y nos trae improperios a los labios, y pensamientos de desconfianza en el Altísimo, mientras que las obras del Rabí de Nazaret nos dan la paz y la certeza de que Dios es bueno?
E1 rabí no responde. Se separa y va a cuchichear algo con otros, amigos suyos. Y uno de ellos se separa del grupo. Se abre paso entra la gente y, llegado frente a Jesús, le pregunta sin saludarlo antes:
-¿Qué piensas hacer?
-Hablar a los que piden mi palabra – responde Jesús mirándole a los ojos, sin desprecio, pero también sin miedo. -No te es lícito. El Sanedrín no quiere.
-Lo quiere el Altísimo, del que el Sanedrín debería ser siervo.
-¿Sabes que has sido condenado. Calla, o…
-Mi nombre es Palabra. Y la Palabra habla.
-A los samaritanos. Si fuera verdadero que eres quien dices ser, no darías a los samaritanos tu palabra.
-Se la he dado, y seguiré dándosela, a galileos, a judíos, a samaritanos, porque a los ojos de Dios no hay diferencia. -¡Intenta hablar en Judea, si te atreves!…
-En verdad, hablaré. Esperadme. ¿No eres Eleazar ben Parta? Entonces verás antes que Yo a Gamaliel. Dile en nombre mío que también a él le daré, después de veintiún años, la respuesta que espera. ¿Comprendes? Recuérdalo bien: también a él le daré, después de veintiún años, la respuesta que espera. Adiós.
-¿Dónde? ¿Dónde quieres hablar? ¿Dónde quieres responder al gran Gamaliel? Seguro que ha dejado Gamala de Judea para entrar en Jerusalén. Pero, aunque estuviera todavía en Gamala, no podrías hablar con él.
-¿Dónde? ¿Y dónde se reúnen los escribas y rabíes de Israel?
-¿En el Templo? ¿Tú en el Templo? ¿Te atreverías? ¿Pero no sabes…?
-¿Qué me odiáis? Lo sé. Me basta con no ser odiado por mi Padre. Dentro de poco el Templo se estremecerá por mi
palabra.
Y, sin preocuparse ya más de su interlocutor, abre los brazos para imponer silencio a la gente, alterada entre opuestas corrientes y alborotada contra los perturbadores. Se produce enseguida silencio, y en el silencio Jesús habla:
-En Silo he hablado de los malos consejeros, y de lo que puede realmente hacer, de un consejo, un bien o un mal. A vosotros, que no sois sólo de Lebona, sino que ya sois de todas las partes de Palestina, propongo ahora esta parábola. La llamaremos: «La parábola de los mal aconsejados».
Oíd. Había una familia numerosísima. Tan numerosa, que era una tribu. Numerosos hijos se habían casado y habían formado, en torno a la primera familia, muchas otras familias ricas en hijos, los cuales, casándose, a su vez habían formado otras familias. De manera que el anciano padre se había encontrado como a la cabeza de un pequeño reino donde él era el rey.
Como siempre sucede en las familias, los muchos hijos, y los hijos de los hijos, tenían caracteres distintos. Unos eran buenos y justos, otros avasalladores e injustos. Unos estaban contentos con su estado, otros eran envidiosos y les parecía menor su parte que la de su hermano o pariente. Y, junto al peor, estaba el mejor de todos. Era natural que este bueno fuera el más amado, el más tiernamente amado, por el padre de toda esa gran familia. Y, como siempre sucede, el malvado y los que más se parecían a él odiaban al bueno, porque era el más amado, no reflexionando en que también ellos habían podido ser amados, si hubieran sido buenos como éste. Y al bueno, a quien el padre confiaba sus pensamientos para que, a su vez, los manifestara a todos, le seguían los otros buenos. De manera que, pasada una serie de años, esa gran familia se había divido en tres partes: la de los buenos y la de los malos, y entre ésta y aquélla, la tercera, compuesta por los titubeantes (los cuales se sentían atraídos hacía el hijo bueno pero temían al hijo malo y a los de su partido). Esta tercera parte oscilaba entre las dos primeras y no sabía decidirse con firmeza por una o por otra.
Entonces el anciano padre, viendo esta incertidumbre, dijo a su hijo amado: «Hasta ahora has dedicado tu palabra especialmente a los que la aman y a los que no la aman, porque los primeros te la piden para amarme cada vez más con justicia, y los otros son necios que deben ser corregidos en orden a la justicia. Pero, como ves, éstos, los necios, no sólo no la acogen -de forma que siguen siendo lo que eran-, sino que a su primera injusticia, respecto a ti, portador de mi deseo, añaden la de corromper con malos consejos a aquellos que todavía no saben decidirse fuertemente por el camino mejor. Ve, pues, donde estos últimos y háblales de lo que soy yo y de lo que eres tú, y de lo que deben hacer para estar conmigo y contigo».
El hijo, siempre obediente, fue, como quería el padre. Y cada día que pasaba conquistaba algún corazón. De forma que el padre vio así con claridad quiénes eran los verdaderos hijos suyos rebeldes, y los miraba con severidad, aunque no los increpaba, porque era padre y quería atraerlos a sí con la paciencia, el amor y el ejemplo de los buenos.
Pero los malos, al verse solos, dijeron: «De esta forma, demasiado claramente se ve que nosotros somos los rebeldes. Antes nos camuflábamos entre los que no eran ni buenos ni malos. ¡Ahora ahí los veis! Van todos detrás del hijo predilecto. Hay que hacer algo. Destruir su obra. Vamos, fingiendo que hemos cambiado, y nos introducimos entre los recién convertidos, y también entre los más simples de los mejores, y difundimos la voz de que el hijo predilecto finge servir al padre, pero que en realidad se está atrayendo seguidores para sublevarse contra él; o también decimos que el padre tiene intención de eliminar al hijo y a sus seguidores porque triunfan demasiado y empañan su gloria de padre-rey, y que, por tanto, para defender al hijo predilecto traicionado, debemos retenerlo con nosotros, lejos de la casa paterna donde le espera la traición».
Y se pusieron en marcha. Y fueron tan astutamente sutiles en sugerir y extender voces y consejos, que muchos cayeron en la celada, especialmente los que hacía poco que se habían convertido, a los que los malos consejeros daban este mal consejo: «¿Veis cuánto os ha amado? Ha preferido venir a vosotros antes que estar junto a su padre, o, cuando menos, junto a los buenos hermanos. Tanto ha hecho, que ante los ojos del mundo os ha levantado de la abyección en que os encontrabais: erais personas que no sabían lo que querían y, por eso, erais objeto de burla por parte de todos. Por esta predilección que ha mostrado hacia vosotros, tenéis el deber de defenderlo, incluso tenéis el deber de retenerlo con la fuerza, si no bastan vuestras palabras de persuasión para que se quede en vuestros campos. O… sublevaros. Proclamadlo vuestro caudillo y rey y marchad contra el inicuo padre y sus hijos, inicuos como él».
Y a los que titubeaban haciendo esta observación: «Pero él quiere, ha querido que le acompañáramos a rendir honor al padre, y nos ha obtenido bendiciones y perdón», a éstos, les decían: «¡No lo creáis! os ha dicho toda la verdad, ni el padre os ha mostrado toda la verdad. El hijo ha actuado así porque siente que el padre está para traicionarlo y ha querido probar vuestros corazones para saber dónde encontrar protección y refugio. Pero, quizás… ¡es tan bueno!… quizás luego se arrepienta de haber dudado de su padre y quiera volver donde él. No se lo permitáis».
Y muchos prometieron: «No lo permitiremos» y se pusieron, apasionadamente, a buscar planes adecuados para retener al hijo predilecto, sin darse cuenta de que mientras los malos consejeros decían: les ayudaremos a salvar al bendito» sus ojos estaban llenos de luces de falsedad y crueldad, y sin darse cuenta de que éstos se intercambiaban miradas frotándose las manos y bisbiseando: «¡Caen en la trampa! ¡Triunfaremos!» cada vez que alguno se adhería a sus subrepticias palabras.
Luego se marcharon los malos consejeros. Se marcharon esparciendo por otros lugares la voz de que pronto tendría lugar la traición del hijo predilecto, que había salido de las tierras de su padre para crear un reino, contrario al padre, con aquellos que odiaban a su padre, o que, por lo menos, le profesaban incierta estima. Y, entretanto, los que habían sido sugestionados por los malos consejeros tramaban cómo podrían inducir al hijo predilecto al pecado de rebelión que habría de escandalizar al mundo.
Sólo los más sabios de entre ellos -aquellos en que había penetrado más profundamente la palabra del justo, aquellos en que la palabra del justo había arraigado por haber caído en terreno deseoso de acogerla-, tras haber reflexionado, dijeron: «No. Hacer eso no es bueno. Es un acto de maldad hacia el padre, hacia el hijo y también hacia nosotros. Conocemos la justicia y sabiduría del uno y del otro, las conocemos aunque, por desgracia, no siempre las hayamos seguido. Y no debemos pensar que los consejos de los que han estado siempre abiertamente contra el padre y la justicia, y también contra el hijo predilecto del padre, pueden ser más justos que los que nos ha dado el hijo bendito». Y no los siguieron. Es más, con amor y dolor, dejaron marcharse al hijo a donde debía ir, limitándose a acompañarlo con signos de amor hasta los confines de sus campos, y a prometerle en la despedida: «Vete. Nosotros nos quedamos. Pero tus palabras están en nosotros, y de ahora en adelante haremos lo que el padre quiere. «Ve tranquilo. Tú nos has sacado para siempre del estado en que nos hallaste. Ahora, de nuevo en el buen camino, sabremos ir por él hasta llegar a la casa paterna, y así recibir la bendición del padre».
Por el contrario, algunos prestaron su adhesión a los malos consejos y pecaron, tentando a pecar al hijo predilecto y burlándose de él como necio por obstinarse en cumplir con su deber.
Ahora Yo os pregunto: «¿Por qué el mismo consejo obró en manera distinta?». ¿No respondéis? Os lo diré Yo, como lo dije en Silo. Porque los consejos adquieren valor o resultan nulos según que sean o no acogidos. Si uno no quiere pecar, no pecará. Inútilmente será tentado con malos consejos. Y no será castigado por haber tenido que oír las insinuaciones de los malvados. No será castigado porque Dios es justo y no castiga por culpas no cometidas. Será castigado sólo si, después de haber debido escuchar el Mal que tienta, sin hacer uso del intelecto para meditar sobre la naturaleza y origen del consejo, lo pone en práctica. Y no tendrá disculpa por decir: «Lo consideré bueno». Bueno es lo que agrada a Dios. ¿Puede, acaso, Dios aprobar y aceptar con agrado una desobediencia o algo que induzca a la desobediencia? ¿Puede Dios bendecir algo que se oponga a su Ley, o sea, a su Palabra? En verdad os digo que no. Y os digo también en verdad que hay que saber morir, antes que transgredir la Ley divina.
En Siquem seguiré hablando para haceros justos en orden a saber querer o no querer practicar el consejo que se os ofrece. Podéis iros.
La gente se marcha haciendo comentarios.
-¿Has oído? ¡Sabe lo que nos dijeron! Y nos ha dado un toque de atención en orden a la rectitud – dice un samaritano. -Sí. ¿Y has visto cómo se han inquietado los judíos y los escribas que estaban presentes?
-Sí. Ni siquiera han esperado al final para marcharse.
-¡Malas víboras! Pero… Él dice lo que quiere hacer. Hace mal. Podría causarse problemas. ¡Los del Ebal y el Garizim se han exaltado mucho!…
-Yo… nunca me he forjado una falsa idea. El Rabí es el Rabí. Y diciendo esto está dicho todo. ¿Puede, acaso, pecar el Rabí no subiendo al Templo de Jerusalén?
-Encontrará la muerte. ¡Ya verás!… ¡Y será el final!…
-¿Para quién? ¿Para Él? ¿Para nosotros? ¿O… para los judíos?
-Para Él. ¡Si muere!
-Eres un necio. Yo soy de Efraím. Lo conozco bien. He vivido a su lado dos lunas enteras. Más de dos lunas. Siempre hablaba con nosotros. Será doloroso… pero no será el final, ni para Él ni para nosotros. No puede morir, acabar, el Santo de los santos. Ni puede acabar así para nosotros. Yo… soy un ignorante, pero siento que el Reino vendrá cuando los judíos crean que ha acabado… Y serán ellos los que encontrarán su final…
-¿Piensas en una venganza del Maestro por parte de los discípulos? ¿Una rebelión? ¿Una matanza? ¿Y los romanos?…
-¡ No hay necesidad de discípulos, de venganzas humanas, de matanzas! Será el Altísimo el que los vencerá. ¡Bien nos ha castigado a nosotros, durante siglos, y por mucho menos! ¿Piensas que no los castigará por su pecado de atormentar a su Cristo?
-¡Verlos derrotados! ¡Ah!
-Tienes un corazón como no querría el Maestro que lo tuvieras. Él ora por sus enemigos…
-Yo… mañana lo seguiré. Quiero oír lo que dirá en Siquem.
-Yo también.
-Y yo también…
Muchos de Lebona tienen el mismo pensamiento y, fraternizando con los de Efraím y Silo, van a prepararse para la partida del día siguiente.