En Enón, rescatado y acogido el pastorcillo Benjamín. Hacia Tersa.
Enón, un puñado de casas, está más arriba, hacia el Norte. Conserva el lugar en que estuvo Juan el Bautista: es una gruta rodeada de exuberante vegetación. Poco distantes, unos manantiales gotean, para formar después un regato bien nutrido de aguas que van hacia el Jordán. Jesús está solo, sentado fuera de la gruta, en el lugar en que se despidió de su primo. La aurora apenas pone rosicler el oriente y las frondas se desadormecen con los trinos de los pájaros que se despiertan. Balidos llegan de los apriscos de Enón. Un rebuzno rasga ambiente sereno.
Rumor confuso de pasitos por el sendero. Pasa un rebaño de cabras guiadas por un adolescente que, titubeante, se detiene un momento a mirar a Jesús. Luego se marcha. Pero, al cabo de poco, vuelve, porque una cabrita se ha emperrado en quedarse ahí, observando a ese hombre al que no estaba acostumbrada a ver en ese lugar y que ahora extiende su larga mano para ofrecerle un tallo de mejorana y le acaricia su cabeza inteligente. El pastorcillo titubea. No sabe si alejar al animal o dejar que Jesús lo acaricie, sonriendo, como contento de que sin temor haya ido a acurrucarse a sus pies y le haya puesto la cabeza en las rodillas. También las otras cabras vuelven, comiendo la hierba tachonada de florecillas.
El pastorcillo pregunta:
-¿Quieres leche? No he ordeñado todavía a dos cabras rebeldes, que si no están bien llenas de comida amochan al que les aprieta en el pecho; son iguales que su amo, que si no está bien lleno de ganancias, nos da de palos.
-¿Eres siervo, pastor?
-Soy huérfano. Estoy solo. Y soy siervo. Él es pariente mío porque es el marido de la hermana de la madre de mi madre. Y mientras vivía Raquel… Pero hace muchos meses que murió… Y yo soy muy infeliz… ¡Tómame contigo! Estoy acostumbrado a vivir de nada… Te serviré… Un poco de pan me basta como paga. Tampoco aquí tengo nada… Si me pagara, me iría. Pero dice: «¿Tu dinero? No. Me lo quedo yo, porque te visto y te doy de comer». ¡Me viste! Ya lo ves. ¡Me da de comer!… Mírame… Y éstos son los palos… Mi pan de ayer, éste…
Enseña unos cardenales en los brazos y hombros delgadísimos.
-¿Qué habías hecho?
-Nada. Tus compañeros, los discípulos quiero decir, hablaban del Reino de los Cielos, y yo estaba escuchando… Era
sábado. Aunque no trabajara, no estaba ocioso, porque era sábado… Me pegó fuerte, tanto que… que no quiero seguir con él.
Tómame contigo. Si no huyo… He venido adrede aquí esta mañana. Tenía miedo de hablar. Pero Tú eres bueno y hablo. -¿Y el rebaño? No querrás huir con él, claro…
-Lo llevo al aprisco… El hombre, dentro de poco, irá al bosque para cortar leña… Yo llevo el rebaño y huyo. ¡Tómame
contigo!
-¿Pero tú sabes quién soy?
-¡Eres el Cristo! El Rey del Reino de los Cielos. El que te sigue es feliz en la otra vida. Aquí nunca he tenido alegría… pero, no me rechaces… que tenga alegría allí… Llora echado a los píes de Jesús, cerca de la cabrita.
-¿Cómo me conoces tan bien? ¿Es que me has oído hablar?
-No. Sé desde ayer que aquí, donde estaba el Bautista, estabas Tú. Pero alguna vez pasaban por Enón discípulos tuyos. Les he oído a ellos. Se llaman Matías, Juan, Simeón, y estaban a menudo porque Juan el Bautista había sido su maestro antes de ti. Y luego Isaac… En Isaac yo sentía a mi padre y a mi madre. Isaac quería liberarme del patrón, y dio dinero. ¡Pero él! Cogió el dinero, eso sí, pero luego no me libertó, y se burló de tu discípulo.
-Sabes muchas cosas. Pero ¿sabes a dónde voy?
-A Jerusalén. Pero no llevo escrito en la cara que sea de Enón.
-Voy más lejos. Pronto me marcharé y no podré tomarte conmigo.
-Tómame el poco tiempo que puedas.
-¿Y luego?
-Y luego… Lloraré, pero iré con los de Juan, que fueron los primeros que dijeron a este pobre muchacho que la alegría que los hombres no dan en la Tierra la da Dios en el Cielo a quien ha tenido buena voluntad. Yo, por tenerla, me he llevado muchos palos y he pasado mucha hambre, pidiendo a Dios que me diera esta paz. Ya ves que he tenido buena voluntad… Pero ahora, si me rechazas… ya no podré tener esperanza… Llora quedo, suplicando a Jesús más que con los labios con los ojos llorosos.
-No tengo dinero para tu rescate. Ni sé si tu patrón daría el consentimiento.
-Pero ya han pagado por mí. Tengo testigos. Elí, Leví y Jonás lo vieron, y se enfadaron con el hombre. ¡Y son los más importantes de Enón, eh!
-Sí es así… Vamos. Levántate y ven.
-¿A dónde?
-Donde tu patrón.
-¡Tengo miedo! Ve Tú solo. Está allí, en aquel monte, entre los árboles cortando madera. Yo espero aquí.
-No tengas miedo. Mira, vienen mis discípulos. Seremos muchos para él. No te hará ningún daño. Levántate. Iremos a Enón, a buscar a los tres testigos y luego vamos donde tu patrón. Dame la mano. Después te confiaré a los discípulos que conoces. ¿Cómo te llamas?
-Benjamín.
-Tengo otros dos pequeños amigos que se llaman así. Tú serás el tercero.
-¿Amigo? ¡Demasiado! Soy siervo.
-Del Señor Altísimo. De Jesús de Nazaret eres el amigo. Ven. Recoge el rebaño y vamos.
Jesús se levanta y, mientras el pastorcito reúne y empuja a las cabras reacias hacia el camino de regreso, hace señas a los apóstoles (que vienen por el sendero y miran hacia Jesús) de que se apresuren. Ellos aceleran el paso. Mas ya el rebaño está en camino y Jesús, con el pastorcito de la mano, va hacia ellos…
-¡Señor! ¿Te has hecho pastor de cabras? Verdaderamente Samaria puede ser llamada la cabra… Pero Tú…
-Yo soy el Buen Pastor y transformo las cabras en corderos. Además, todos los niños son corderos, y éste es poco más que niño».
-¿No es el niño al que aquel hombre se llevó ayer con tan malos modales? – dice Mateo observándolo. -Creo que es él. ¿Eres tú?
-Soy yo.
-¡Oh, pobre muchacho! ¡Tu padre está claro que no te quiere! – dice Pedro.
-Mí patrón. No tengo más padre que a Dios.
-Sí. Los discípulos de Juan instruyeron su ignorancia y confortaron su corazón, y en el momento preciso el Padre de todos hizo que nos encontráramos. Vamos a Enón para tomar con nosotros a tres testigos, y luego vamos donde su patrón… – dice Jesús.
-¿Para que nos dé al muchacho? ¿Y dónde está el dinero? María ha distribuido lo último que tenía… – observa Pedro.
-No hay necesidad de dinero. No es esclavo y ya han dado dinero para que el patrón lo deje libre. Lo dio Isaac, que sintió compasión del niño.
-¿Y por qué no recibió el niño?
-Porque muchos son los burladores de Dios y del prójimo. Ahí está mi Madre con las mujeres. Id a decirles que no sigan viniendo.
Santiago de Zebedeo y Andrés se echan a correr, raudos como gacelas. Jesús acelera el paso hacia su Madre y las discípulas, y cuando llega ellas ya saben y observan con compasión al jovencito.
Regresan a buen paso hacia Enón. Entran. Van, guiados por el muchacho, a la casa de Elí, que es un hombre añoso, de ojos enturbiados por los años, pero todavía vigoroso. De joven debió ser robusto como una encina de estos lugares.
-Elí, el Rabí de Nazaret me toma consigo si…
-¿Te toma consigo? Obra mejor no podría hacer. Estando aquí acabarías haciéndote malo. El corazón se endurece cuando dura demasiado la injusticia. Y es demasiado dura. ¿Lo has encontrado? El Altísimo, entonces, escucha tu llanto, aunque sea llanto de un niño samaritano. Dichoso tú, entonces, que por la edad careces de cadenas y puedes seguir a la Verdad sin que nada te retenga, ni siquiera la voluntad de un padre o de una madre. Lo que durante tantos años parecía un castigo ahora se muestra como providencia. Dios es bueno. Pero ¿qué quieres de mí, que has venido aquí? ¿Mi bendición? Como Anciano del lugar, te la doy.
-Tu bendición quiero. Porque eres bueno. Y también he venido para que tú, con Leví y Jonás, vinierais, junto con el Rabí, donde mi patrón, para que no pida más dinero.
-¿Pero dónde está el Rabí? Soy viejo y veo poco, y reconozco sólo a los que conozco mucho. No conozco al Rabí. -Aquí está. Delante de ti.
-¿Aquí? ¡Poder eterno!
El anciano se levanta y se inclina ante Jesús diciendo:
-Perdona a este viejo de ojos empañados. Yo te saludo, porque sólo uno es justo en todo Israel. Y eres Tú. Vamos. Leví está ocupado con una tina, en su huerto, y Jonás dedicado a sus quesos.
E1 anciano se endereza -es tan alto como Jesús, a pesar de que la edad lo encorve- y se encamina, bordeando la tapia, evitando, con la ayuda de su bastón, los posibles tropiezos del camino.
Jesús, que lo ha saludado con su paz, le ayuda en un punto en que tres rudimentales peldaños hacen peligroso el camino para un semiciego. Antes de empezar a andar, Jesús había dicho a las discípulas que lo esperaran en ese lugar. Benjamín, entretanto, va a su redil.
El anciano dice:
-Eres bueno. Pero Alejandro es un desalmado. Es un lobo. No sé si… Pero mi caudal llega a poderte dar dinero por Benjamín, si Alejandro quiere más. Mis hijos no tienen necesidad de mi dinero. Yo ya estoy cerca del siglo y el dinero no sirve para la otra vida; una acción de humanidad, sí, tiene valor…
-¿Por qué no lo has hecho antes?
-No me reprendas, Rabí. Yo daba comida al niño y lo confortaba, para que no acabara siendo un malhechor. Alejandro es capaz de transformar a una tortolita en animal feroz. Pero no podía, ninguno podía, quitarle el niño. Tú… te marchas lejos. Pero nosotros… nos quedamos aquí, y tememos sus venganzas. Un día, uno de Enón se interpuso porque Alejandro estaba borracho y estaba pegando salvajemente al niño, y él, no sé cómo, logró envenenarle el rebaño.
-¿No es un mal pensamiento?
-No. Esperó muchos meses. A que llegara el invierno, cuando las ovejas están en el aprisco. Y envenenó el agua del pilón. Bebieron. Se hincharon. Murieron. Todas. Somos todos pastores aquí, y comprendimos lo que había pasado… Para mayor seguridad, se puso aquella carne como comida a un perro, y el perro murió. Y alguien había visto a Alejandro entrar furtivamente en el aprisco. ¡Sí, es un malhechor! Nosotros le tenemos miedo… Es cruel. Por la noche, siempre borracho. Despiadado con todos los suyos. Ahora que todos se han muerto, tortura al muchacho.
-Pues entonces no vengas si…».
-¡No! Voy. La verdad se debe decir. ¡Ah!, oigo el sonido del martillo. Es Leví. Y, junto a un seto, llama con voz fuerte:
-¡ Leví! ¡Leví! Sale un anciano menos viejo que el primero, ceñidas las vestiduras y con un mazo en la mano. Saluda a Elí y le pregunta:
-¿Qué quieres, amigo?
-Aquí a mi lado está el Rabí de Galilea. Ha venido a tomar consigo a Benjamín. Ven, que en el bosque está Alejandro. A testificar que ya recibió de aquel discípulo aquel dinero por Benjamín.
-Voy. Siempre me decían que el Rabí era bueno. Ahora lo creo. ¡Paz a ti!
Deja el mazo, grita a no sé quién que lo espere, y se marcha con Elí y Jesús.
Pronto llegan al aprisco de Jonás. Lo llaman. Explican…
-Voy. Tú – ordena a un mozo – sigue con el trabajo.
Se seca las manos en un paño que luego deja en una estaca, y sigue a Jesús, después de haberlo saludado, junto con Leví y Elí.
Jesús va hablando con el primer anciano. Le dice:
-Eres un hombre justo. Dios te dará paz.
-Lo espero. ¡El Señor es justo! No tengo la culpa de haber nacido en Samaria…
-No tienes culpa de ello. En la otra vida no hay fronteras para los justos. Sólo la culpa alza una separación entre el Cielo y el Abismo.
-Es verdad. ¡Cuánto me gustaría verte! Tu voz es dulce, y delicada es tu mano guiando a este viejo ciego. Delicada y fuerte. Parece la de mi hijo predilecto, Elí como yo, hijo de mi hijo José. Si tu figura es como tu mano, dichoso quien te ve.
-Mejor es oírme que verme: hace más santo el espíritu.
-Es verdad. Yo escucho a los que hablan de ti. Pero pasan sólo de vez en cuando… Pero ¿no es esto ruido de hachas contra troncos?
-Lo es.
-Entonces… Alejandro está aquí cerca… Llámalo.
-Sí. Vosotros quedaos aquí. Si me arreglo Yo solo, no os llamo. No aparezcáis si no os llamo.
Se adelanta y llama con voz fuerte.
-¿Quién es? ¿Quién eres? – dice un hombre anciano, robustísimo, de facciones duras y pecho y extremidades de luchador. Un golpe de esas manos debe ser como un golpe de clava: brutal.
-Soy yo. Un desconocido que te conoce. Vengo a tomar lo que es mío.
-¿Tuyo? ¡Ja! ¡Ja! ¿Qué es tuyo en este bosque mío?
-Nada del bosque. De tu casa. Benjamín es mío.
-¡Tú estás loco! Benjamín es mi siervo.
-Y también pariente. Y tú eres su cómitre. Un enviado mío te dio el dinero que pedías por el rescate del muchacho. Cogiste el dinero y te negaste a entregar al muchacho. Mi enviado, hombre de paz, no reaccionó. Yo vengo ahora movido por la justicia.
-Tu enviado se habrá bebido el dinero. No he recibido nada. Y me quedo con Benjamín. Lo aprecio.
-No. Lo odias. Tu amor está en el salario que no le das. No mientas. Dios castiga a los que mienten.
-Yo no he recibido dinero. Si has hablado con mi siervo, has de saber que es un astuto embustero. Y voy a pegarle por calumniarme. ¡Adiós! – le da la espalda y hace ademán de marcharse.
-Cuidado, Alejandro, que Dios está presente. No desafíes su bondad.
-¡Dios! ¿Dios tiene que tutelar mis intereses, acaso? Yo soy el único que los debe tutelar, y los tutelo. -¡Cuidado!
-¿Pero quién eres, miserable galileo? ¿Cómo te atreves a echarme algo en cara? No te conozco.
-Me conoces. Soy el Rabí de Galilea y…
-¡Ah! ¡Sí! Y crees que me das miedo. Yo no temo ni a Dios ni a Belcebú. ¿Y pretendes que te tema a ti, un loco? ¡Vete, vete! Déjame trabajar. Te he dicho que te marches. No me mires. ¿Crees que tus ojos me pueden meter miedo? ¿Qué quieres ver?
-Tus delitos no, porque los conozco todos. Todos. Incluso los que ninguno conoce. Lo que quiero es ver si no comprendes siquiera que ésta es la última hora de misericordia que Dios te da para arrepentirte. Quiero ver si el remordimiento no surge y te abre ese corazón de piedra; si…
El hombre, que tiene el hacha en la mano, la lanza contra Jesús, que se agacha rápido. El hacha describe un arco por encima de su cabeza y va contra una joven encina, que queda cortada de un tajo y cae acompañada de fuerte ruido de vegetación y batir de alas de pájaros asustados.
Los tres que están escondidos cerca salen al improviso, gritando, temiendo que también Jesús haya sido alcanzado por el hacha. El que no ve grita:
-¡Oh, ver! ¡Ver si realmente no ha sido herido! ¡La vista sólo para esto, Dios Eterno!
Y, sordo a todas las afirmaciones los otros, avanza, dando tumbos porque ha perdido el bastón, y quiere tocar a Jesús para sentir si no sangra por alguna parte del cuerpo, y gime:
-Un rayo de luz clara, y luego las tinieblas. Pero ver, ver, sin este velo que apenas me concede adivinar los obstáculos… -No tengo nada, padre. Tócame – dice Jesús, tocándolo y dejándose tocar.
Entretanto, los otros dos dirigen duras palabras al bruto, y le echan en cara culpas y mentiras. Él, ya sin hacha, saca un cuchillo y arremete, blasfemo contra Dios, burlón contra el ciego, amenazador contra los otros, verdaderamente similar a una fiera enfurecida. Pero se tambalea, se para, deja caer el puñal, se restriega los ojos, los abre, los cierra, y lanza un tremendo grito:
-¡No veo! ¡Auxilio! ¡Mis ojos!… Las tinieblas… ¿Quién me salva?
Gritan también los otros. De estupor. Y… se burlan de él, diciendo:
-Dios te ha escuchado. En efecto, entre sus blasfemias, se oían éstas: «Que Dios me ciegue si miento y si he pecado. ¡Que me quede ciego antes que adorar a un loco nazareno! Y a vosotros… me vengaré y partiré en dos a Benjamín como a ese árbol… Y se burlan de él diciendo también:
-Véngate ahora…
-No seáis como él. No odiéis – aconseja Jesús, y acaricia al anciano añoso, que no se preocupa de nada sino de la incolumidad de Jesús, y para tranquilizarle dice: -¡Alza la cara! ¡Mira!
El milagro se cumple. Como antes para el violento las tinieblas, ahora para el justo la luz. Y el grito que ahora se alza entre los robustos árboles es distinto, dichoso: « ¡Veo! ¡Mis ojos! ¡La Luz! ¡Bendito seas!» – y el anciano mira fijamente a Jesús con ojos bien claros por nueva vida, y luego se postra para besar sus pies.
-Vamos nosotros dos. Vosotros llevaréis a Enón a este desdichado. Sed compasivos porque Dios ya lo ha castigado. Y basta Dios. El hombre debe ser bueno ante cualquier desgracia.
-Toma contigo al niño, y las ovejas, el bosque, la casa, el dinero. Pero devuélveme la vista. No puedo quedarme así.
-No puedo. Te dejo todo aquello por lo que te hiciste pecador. Tomo conmigo al inocente porque ya ha padecido el martirio. Que en las tinieblas pueda tu alma abrirse a la Luz.
Jesús saluda a Leví y Jonás y baja raudo con el anciano añoso, que parece rejuvenecido y que cuando llega a las primeras casas grita su alegría… Toda Enón se agita…
Jesús se abre paso. Va donde el pastorcito, que está con los apóstoles, y dice: -¡Ven! Vamos, que en Tersa nos esperan. -¿Libre? ¿Libre? ¿Contigo? ¡Oh! ¡No creía…! Me despido de Elí. ¿Y los otros? El muchacho está inquieto…
Elí lo besa y bendice, y le dice:
-Y perdona al desdichado.
-¿Por qué? Perdonar, sí. Pero, ¿por qué, desdichado?
-Porque blasfemó contra el Señor y la luz se apagó en sus ojos. Ninguno de nosotros tendrá motivo para temerle. Está en las tinieblas y en el quebranto. ¡Tremendo poder de Dios!…
El anciano, con los brazos levantados, mirando hacia el cielo, pensativo por lo que ha visto, parece un profeta inspirado.
Jesús se despide de él y se abre paso entre la pequeña muchedumbre inquieta. Se marcha. Detrás de Él, los apóstoles y las discípulas; y también se marcha Benjamín, con el saludo de las mujeres, que quieren ofrecer algún detalle al que ha sido amado con predilección por el Señor: una pieza de fruta, una bolsa, un pan, una túnica… lo que encuentran a mano. Y él, feliz, se despide de ellas, les da las gracias, dice:
-¡Siempre buenas conmigo! Lo recordaré. Oraré por vosotras. Mandad a vuestros hijos al Señor. Es hermoso estar con Él. Es la Vida. ¡Adiós! ¡Adiós!…
Enón queda atrás. Bajan hacia el Jordán, hacia la llanura del valle del Jordán, hacia nuevos acontecimientos, desconocidos todavía…
Pero el niño no se vuelve para mirar. No hace comentarios. No piensa. No suspira. Sonríe. Mira a Jesús, allá, delante de todos, verdadero Pastor seguido por su rebaño, por ese rebaño del que ahora él, e1 pobre muchacho, también forma parte… Y de improviso canta, a voz en grito…
Sonríen los apóstoles diciendo:
-El muchacho se siente feliz.
Sonríen las mujeres diciendo:
-El ave prisionera ha vuelto a encontrar libertad y nido.
Sonríe Jesús volviéndose para mirarlo, y su sonrisa, como siempre, parece hacer todo más luminoso, y lo llama diciendo:
-Ven aquí, corderito de Dios. Quiero enseñarte una bella canción.
Y entona, seguido por los otros, el salmo: «El Señor es mi Pastor. Nada me faltará. Me ha puesto en un lugar de abundantes pastos» etc. (salmo 22 que en la Neovulgata es el 23). La hermosísima voz de Jesús se extiende por la campiña feraz, una voz tan potente por su carga de alegría, que resalta sobre las otras, incluso sobre las mejores.
-Se siente feliz tu Hijo, María – dice María de Alfeo.
-Sí, se siente feliz. Todavía le queda algo de alegría…
-Ningún viaje es infructífero. Jesús pasa derramando gracias, y siempre hay alguno que verdaderamente encuentra al Salvador. ¿Recuerdas aquel atardecer en Belén de Galilea? – pregunta María de Magdala.
-Sí. Pero no quisiera recordar a aquellos leprosos, ni a este ciego…
-Tú perdonarías siempre. ¡Eres muy buena! Pero también es necesaria la justicia – observa María Salomé.
-Es necesaria. Pero buena cosa es para nosotros que sea mayor la misericordia – interviene de nueva María Magdalena. -Tú puedes decir eso, pero María… – responde Juana.
-María no quiere otra cosa sino perdón, aunque Ella no lo necesita. ¿No es verdad, María? – dice Susana.
-No quisiera otra cosa sino perdón. Sí, sólo perdón. Ya el hecho de ser malo debe ser un terrible sufrimiento… – y suspira al decirlo.
-¿Tú perdonarías a todos? ¿Sin excepción alguna? Y… ¿sería justo hacerlo? Hay quien se obstina en el mal y echa a perder todo género de perdón burlándose de él por tacharlo de debilidad – dice Marta.
-Yo perdonaría. Por mí perdonaría. No por necedad, sino porque a todas las almas las veo como a un niño más o menos bueno, como a un hijo… Una madre siempre perdona… aunque diga: «La justicia requiere un justo castigo». Si una madre pudiera morir por engendrar un corazón nuevo, bueno, para el hijo malo, ¿vosotras creéis que no lo haría? Pero no se puede. Hay corazones que rechazan toda ayuda… Y yo pienso que incluso a ésos la piedad ha de concederles perdón. Porque ya grande es el peso que tienen en su corazón: el de sus culpas, el del rigor de Dios… ¡Oh, perdonemos, perdonemos a los culpables!… ¡Ah… si quisiera Dios acoger nuestro absoluto perdón para disminuir la deuda de los culpables!…
-¿Pero por qué lloras siempre, María, incluso ahora que tu Hijo ha tenido un momento de alegría? – dice, no sin tono de queja, María de Alfeo.
-No ha sido alegría completa, porque el culpable no se ha arrepentido. La alegría de Jesús es completa cuando puede redimir…
Y no sé por qué Nique, que ha estado siempre callada, de improviso dice: -Dentro de poco estaremos de nuevo con
Judas de Keriot.
Las mujeres se miran, como si esta frase sencilla fuera una cosa extraordinaria, como si detrás de ella se escondiera… no sé, algo grande. Pero ninguna dice nada.
Jesús se ha parado en un olivar hermosísimo. Se paran todos. Jesús bendice y parte el alimento, y lo reparte.
Benjamín mira todo lo que le han dado y pone orden en ello: túnicas demasiado largas o demasiado anchas, sandalias no adecuadas para su pie, almendras todavía con su cáscara verde, las últimas nueces, un quesito, algunas manzanas rugosas, un cuchillito. Está contento con sus tesoros. Ofrece lo de comer, y las prendas de vestir las dobla y dice:
-Me pondré la más bonita para Pascua.
María de Alfeo promete:
-En Betania te la arreglaré perfectamente. De momento deja ésta fuera. En Tersa se le podrá dar un agua y más adelante habrá hilo para componerla. Respecto a las sandalias… no sé qué solución encontrar.
-Se dan éstas al primer pobre que encontremos y que tenga un pie tan grande, y se compra un par nuevo en Tersa – dice tranquilamente María de Magdala.
-¿Con qué dinero, hermana? – le pregunta Marta.
-¡Ah, es verdad! No tenemos ya una perra… Pero Judas tiene dinero… Así Benjamín no puede recorrer mucho camino. Y además, ¡pobre niño! Su alma ha recibido la gran alegría, pero también su humanidad debe recibir una sonrisa… Ciertas cosas agradan.
Susana, joven y alegre, ríe diciendo:
-¡Hablas como si supieras por experiencia que un par de sandalias nuevas constituyen la alegría de uno que no las haya tenido nunca!
-Es verdad. Pero es porque en realidad sé lo que puede agradar un vestido seco cuando estamos mojados, y uno fresco cuando sólo se tiene uno. Yo lo recuerdo…
Y reclina la cabeza en el hombro de María Santísima diciendo:
-¿Te acuerdas, Madre? – y la besa con ternura.
Jesús da la orden de reanudar la marcha, para estar en Tersa antes del anochecer: -Estarán preocupados aquellos
dos, que no saben…
-¿Quieres que nos adelantemos y les digamos que estás llegando? – propone Santiago de Alfeo.
-Sí. Id todos menos Juan y Santiago y mi hermano Judas. Tersa no está lejos… Id, pues. Preguntad por Judas y Elisa y, entretanto id preparando los lugares para nosotros, porque, habiendo tardado tanto y trayendo con nosotros a las mujeres, conviene que nos quedemos por la noche… Nosotros, entretanto, os seguiremos. Esperad junto a las primeras casas…
Los ocho apóstoles se marchan raudos, y Jesús, más lentamente, los sigue.