En Efraím, peregrinos de la Decápolis y misión secreta de Manahén.
La noticia de que Jesús está en Efraím, quizás por jactancia de los propios habitantes de la ciudad, quizás por otros motivos por mí ignorados, debe haberse difundido porque ya son muchos los que vienen a buscarlo: la mayor parte, enfermos; alguna persona afligida por algo o que tiene deseos de verlo. Comprendo esto porque oigo a Judas Iscariote decir a un grupo de peregrinos venidos de la Decápolis:
-El Maestro no está. Pero estamos yo y Juan y es lo mismo. Decid, pues, qué deseáis y nosotros lo haremos. -Pero jamás podréis enseñar lo que Él enseña – objeta uno.
-¡Piensa que nosotros somos otro Él! Recuerda esto siempre. Pero si quieres oír al Maestro en persona vuelve antes del sábado y márchate después del sábado. El Maestro ahora es un verdadero maestro. Ya no habla en todos los caminos, en los bosques o encima de las peñas como un errante, y a todas horas como un siervo. Habla aquí, el sábado, como le corresponde. ¡Y hace bien! ¡Para lo que le ha servido agotarse de fatigas y amor!
-Pero nosotros no tenemos la culpa de que los judíos…
-¡Todos! ¡Todos! ¡Judíos y no judíos! Todos habéis sido, y seréis, iguales; Él, todo a vosotros; vosotros, nada a Él. Él, dar; vosotros, no dar: ni siquiera el óbolo que se da al mendigo.
-Tenemos dádivas para Él. Míralas, si no nos crees.
Juan, que ha estado todo este tiempo callado, pero con visible sufrimiento y mirando a Judas con ojos de súplica y reproche (o, mejor: de amonestación), ya no sabe contenerse, y, mientras Judas alarga la mano para tomar las dádivas, él lo para poniéndole una mano en el brazo, y le dice:
-No, Judas, esto no. Tú sabes cuál es la orden del Maestro – y se dirige a los peregrinos; dice:
-Judas se ha explicado mal y vosotros habéis comprendido mal. No es eso lo que quería decir mi compañero. Lo que nosotros -yo, mis compañeros, vosotros, todos- debemos dar por lo mucho que el Maestro nos da es sólo una ofrenda de sincera fe, de amor fiel. Cuando peregrinábamos por Palestina, Él aceptaba vuestras dádivas porque eran necesarias para nuestro camino y porque encontrábamos a muchos mendigos en él, o veníamos a enterarnos de situaciones ocultas de miseria. Ahora, aquí, no tenemos necesidad de nada -alabada sea por ello la Providencia-, y tampoco encontramos mendigos. Quedaos con vuestras dádivas y dádselas en nombre de Jesús a personas desdichadas. Éstos son los deseos del Señor y Maestro nuestro, y las órdenes que ha dado a nuestros compañeros que van evangelizando por las distintas ciudades. Y, si tenéis enfermos entre vosotros, o a alguno que tenga verdadera necesidad de hablar con el Maestro, pues decidlo, que yo voy y lo busco donde se aísla en oración porque su espíritu tiene grandes deseos de recogerse en el Señor.
Judas murmulla entre dientes algo, pero no se opone abiertamente. Se sienta junto a la lumbre como desinteresándose de la cosa.
-Verdaderamente… no tenemos grandes necesidades. Pero hemos sabido que estaba aquí y hemos cruzado el río para venir a verlo. De todas formas, si hemos hecho mal…
-No, hermanos. No es ningún mal amarlo y buscarlo, incluso no sin incomodidades y esfuerzo. Y vuestra buena voluntad recibirá recompensa. Voy a decirle al Señor que habéis venido. Él seguro que viene. Pero, aun en el caso de que no viniera, yo os traería su bendición.
Y Juan sale al huerto para ir a buscar al Maestro.
-¡Deja! Voy yo – dice Judas imperiosamente, y se levanta y sale afuera raudo. Juan lo ve marcharse, pero no objeta
nada.
Entra de nuevo en la cocina, donde están, bastante estrechos, los peregrinos. Pero casi inmediatamente les propone: -¿Qué os parece si vamos al encuentro del Maestro?
-Y si Él no quisiera…
-¡No deis a un malentendido más importancia de la que tiene, os lo ruego! Vosotros sabéis cuáles son las razones de nuestra presencia aquí. Son los demás los que obligan al Maestro a estas medidas de discreción. Ciertamente, no es la voluntad de su corazón, que siempre guarda los mismos sentimientos de afecto para todos vosotros.
-Lo sabemos. Los primeros días que siguieron a la lectura del decreto se dieron a buscarlo afanosamente en la Transjordania y en los lugares donde pensaban que pudiera estar. En Betabara, Betania. Pel.la, Ramot Galaad, e incluso más allá. Y sabemos que lo mismo hicieron en Judea y Galilea. Las casas de sus amigos han estado muy vigiladas, porque… si bien es cierto que son muchos sus amigos y discípulos, muchos son también los que no son amigos y creen servir al Altísimo persiguiendo al Maestro. Luego, enseguida, la búsqueda ha cesado, y ha corrido la voz de que estaba aquí.
-¿Pero vosotros por quién lo habéis sabido?
-A través de discípulos suyos.
-¿Mis compañeros? ¿Dónde?
-No. Ninguno de ellos. Otros. Nuevos, porque no los hemos visto nunca ni con el Maestro ni con discípulos antiguos. Es más, nos extrañó el que Él hubiera mandado a unos desconocidos con el encargo de decir dónde estaba; pero también pensamos después que quizás lo hubiera hecho porque los judíos no conocían a los nuevos como discípulos.
-Yo no sé lo que os dirá el Maestro, pero por mi parte os digo que de ahora en adelante no debéis fiaros sino de los discípulos conocidos. Sed prudentes. Todos los habitantes de esta nación saben lo que sucedió al Bautista…
-¿Crees que…?
-Si Juan, odiado sólo por una, fue capturado y muerto, ¿qué no le sucederá a Jesús, a quien odian por igual el Palacio y el Templo, fariseos, escribas, sacerdotes y herodianos? Así que estad muy atentos para no tener luego remordimientos… Pero, ahí viene. Vamos a su encuentro.
Es plenamente de noche. Una noche sin Luna, aunque clara de estrellas. No podría decir la hora que es, pues no veo la posición de la Luna ni su fase. Veo sólo que es una noche serena. Todo Efraím ha desaparecido bajo el velo negro de la noche. El torrente también, y ahora no es sino una voz; sus espumas y reflejos han quedado totalmente anulados bajo la bóveda verde de los árboles de las orillas, que son obstáculo incluso para esa luz no luz que viene de las estrellas.
Un pájaro nocturno se lamenta en algún lugar. Luego se calla a causa de un rumor de ramajes y crujir de cañas, un rumor proveniente de la parte de la montaña y que se va acercando a la casa siguiendo el torrente. Luego una forma alta y robusta surge de la orilla por el sendero que sube hacia la casa. Se detiene un poco como para orientarse. Pasa al ras de la pared, tanteándola con las manos; encuentra la puerta. La roza, pero sigue adelante. Dobla, aún tanteando, la esquina de la casa. Llega a la pequeña puertecita del huerto. La palpa, la abre, la empuja, entra. Ahora va al ras de las paredes que dan al huerto. En llegando a la puerta de la cocina, vacila; pero luego continúa hasta la escalerita externa. Sube ésta a tientas. Se sienta -sombra oscura en la sombra- en el último escalón. Pero, por el Oriente, el color del cielo nocturno -un entrecielo oscuro percibido como tal sólo por estar tachonado de estrellas- empieza a cambiar de tonalidad, a tomar un color que el ojo logra percibir como tal: un color ceniciento oscuro de pizarra, que parece bruma densa y humosa y es -no otra cosa- el claror del alba que avanza: se produce lentamente el cotidiano milagro nuevo de la luz que regresa.
La persona, acurrucada en el suelo, toda aovillada y cubierta con el manto oscuro, se mueve, ahora se desovilla, alza la cabeza, echa un poco hacia atrás el manto. Es Manahén. Está vestido como un hombre cualquiera, con una gruesa túnica marrón y un manto igual; es una tela basta, de trabajador o peregrino, sin franjas ni hebillas ni cinturones. Un cordón de lana trenzada sujeta la túnica a la cintura. Se pone en píe. Se desentorpece. Mira al cielo, donde la luz avanza y ya permite ver lo que hay alrededor.
Una puerta, abajo, se abre chirriando. Manahén se asoma, sin hacer ruido, para ver quién sale de casa. Es Jesús, que suavemente cierra de nuevo la puerta y se dirige hacia la escalera. Manahén se retira un poco y carraspea para llamar la atención de Jesús, que alza la cabeza y se detiene a media escalera.
-Soy yo, Maestro. Soy Manahén. Ven, ven, que tengo que decirte algo. Te esperaba… – susurra Manahén, y se inclina saludando.
Jesús sube los últimos escalones:
-Paz a ti. ¿Cuándo has venido? ¿Cómo? ¿Por qué?» pregunta.
-Creo que apenas había pasado el galicinio cuando he puesto pie aquí. Pero en los matorrales, allá al fondo, estaba desde la segunda vigilia de ayer.
-¡Toda la noche al raso!
-No había otra solución. Tenía que hablar contigo a solas. Tenía que conocer el camino para venir, y la casa, sin ser visto. Por eso vine de día y me metí entre la espesura allá arriba. Vi aquietarse la actividad en la ciudad. Vi a Judas y a Juan volver a casa. Es más, Juan pasó casi a mi lado con su carga de leña. Pero no me vio porque yo estaba bien adentro en la espesura. Vi, mientras hubo luz para ver, a una anciana entrar y salir, y vi que lucía la lumbre en la cocina, y que Tú bajabas de aquí arriba ya en pleno crepúsculo. Y vi que cerrabais la casa. Entonces vine con la luz de la Luna nueva y estudié el camino. Entré incluso en el huerto. Aquella puertecita es menos útil que si no estuviera. Oí que hablabais. Pero tenía que hablarte a solas. Me marché para volver a la tercera vigilia y estar aquí. Sé que normalmente te levantas a orar antes de que se haga de día. Y esperaba que también hoy lo hicieras. Alabo al Altísimo porque haya sido así.
-¿Pero cuál es el motivo de tener que verme con tanta incomodidad?
-Maestro, José y Nicodemo quieren hablar contigo, y han pensado hacerlo eludiendo todo tipo de vigilancia. Han intentado ya otras veces hacerlo, pero Belcebú debe ayudar mucho a tus enemigos. Han tenido que renunciar siempre a venir, porque ni su casa ni la de Nique dejaban de ser vigiladas. Es más, la mujer iba a haber venido antes que yo. Es una mujer fuerte y se había puesto en camino, ella sola, a través del Adomín. Pero la siguieron y la pararon en la Cuesta de la Sangre (Llamaban
«Cuesta de la Sangre»-observa MV en una copia mecanografiada- a un punto del monte Adomín por los delitos que en ese lugar llevaban a cabo los bandoleros). Ella, para no revelar el lugar en que estabas y para justificar las provisiones que llevaba en su cabalgadura, dijo: «Subo adonde un hermano mío que está en una gruta arriba en los montes. Si queréis venir, vosotros que enseñáis sobre Dios, haríais una obra santa porque está enfermo y tiene necesidad de Dios». Y con esta argucia los convenció de que se marcharan. Pero ya no se atrevió a venir aquí y fue verdaderamente donde uno que dice que está en una gruta y que Tú lo has confiado a ella.
-Es verdad. Pero, ¿y cómo ha hecho Nique para decírselo a los otros?
-Yendo a Betania. Lázaro no está, pero sí las hermanas. Está María. ¿Y María es acaso mujer que se encoja por alguna cosa? Se vistió como quizás no lo hizo Judit para ir donde el rey, y fue a la vista de todos al Templo junto con Sara y Noemí, y luego a su palacio de Sión. Y desde allí envió a Noemí donde José con las cosas que había que decir. Y, mientras… taimadamente los judíos iban o mandaban a alguien donde ella para… honrarla, y así podían verla como señora en su casa, Noemí, anciana y vestida modestamente, iba a Beceta, donde el Anciano. Nos pusimos, entonces, de acuerdo en mandarme a mí aquí; a mí, al nómada que no levanta sospechas si se le ve cabalgar a rienda suelta de una a otra residencia de Herodes; mandarme aquí, a decirte que la noche del viernes al sábado José y Nicodemo, yendo uno desde Arimatea y el otro desde Rama, antes del ocaso, se encontrarán en Gofená y te esperarán allí. Conozco el lugar y el camino, y vendré aquí al atardecer para guiarte. De mí te puedes fiar. Pero fíate sólo de mí, Maestro. José advierte que ninguno tenga noticia de este encuentro nuestro. Por el bien de todos.
-¿También por el tuyo, Manahén?
-Señor… yo soy yo. Pero no tengo bienes e intereses familiares que tutelar, como José.
-Esto confirma lo que digo, que las riquezas materiales son siempre un peso… Pero puedes decir a José que ninguno tendrá noticia de nuestro encuentro.
-Entonces puedo marcharme, Maestro. El sol ya ha salido y podrían levantarse tus discípulos.
-Bien, márchate, y que Dios esté contigo. Es más, te voy a acompañar para mostrarte el punto donde nos encontraremos la noche del sábado…
Bajan sin hacer ruido y salen del huerto. Y, enseguida, están abajo, en las orillas del torrente.