En Betania en la casa de Lázaro.
Deben haber hecho un alto a mitad de camino en la vía que va de Jericó a Betania; en efecto, cuando llegan a las primeras casas de Betania, el rocío está acabando de evaporarse en las hojas y en las hierbezuelas de los prados, y el sol todavía asciende en la bóveda del cielo.
Los agricultores de la zona dejan sus aperos y van sin demora junto a Jesús, que pasa bendiciendo a hombres y árboles (como piden, con insistencia, los agricultores). Y mujeres y niños acuden con las primeras almendras -envueltas todavía en la leve felpa verde-plata de la cáscara- y las últimas flores de los árboles frutales de florescencia más tardía. Pero observo que aquí, en la zona de Jerusalén, quizás por la altitud, quizás por los vientos que provienen de 1as cimas más altas de Judea, o no sé por qué otro motivo (quizás también por una diferencia en el tipo de plantas), muchos son los árboles frutales todavía florecidos en graduaciones blanco-rosadas suspendidas como nubes ligeras por encima del verde de los prados. Palpitan bajo los altos troncos las tiernas hojas de las vides, como grandes mariposas de precioso color esmeralda, mantenidas ligadas por un hilo a los ásperos sarmientos.
Mientras Jesús está parado en la fuente -que es donde el campo se transforma ya en ciudad- y recibe el respetuoso saludo de casi toda Betania, vienen Lázaro y sus hermanas, y se postran ante su Señor. Y aunque haga poco más de dos días que María ha dejado a su Maestro, tan incansablemente besa sus pies calzados con las polvorientas sandalias, que parece que hiciera siglos que no lo veía.
-Ven, Señor mío. La casa te espera para alegrarse de tu presencia – dice Lázaro poniéndose al lado de Jesús mientras caminan, lentamente, al ritmo consentido por la gente que se arremolina en torno, y por los niños que se agarran a las vestiduras de Jesús y caminan delante de Él, vueltos hacia Él, con la cara alzada, de forma que tropiezan y hacen tropezar (tanto que primero Jesús y luego Lázaro y los apóstoles suben en brazos a los más pequeños para poder andar más ligeros).
En el lugar donde una callecita conduce a la casa de Simón Zelote están María y su cuñada, y Salomé y Susana. Jesús se detiene para saludar a su Madre y luego prosigue hasta la gran cancilla, abierta de par en par, donde están Maximino, Sara y Marcela, y, detrás de éstos, los numerosos siervos de la casa, empezando por los domésticos y terminando por los de los campos. Todos ordenados, alegres; con una alegría inquieta que se manifiesta impetuosa en exclamaciones de hosanna y agitando gorros y velos, y arrojando flores y ramas de arrayán y laurel, de rosas y jazmines, que resplandecen bajo el sol con sus pomposas corolas o se esparcen como cándidas estrellas sobre el color pardo de la tierra. Un olor de flores deshojadas y de hojas aromáticas pisadas sube del suelo calentado por el sol. Jesús pasa por esa alfombra de fragancias.
María de Magdala, que, mirando al suelo, lo sigue, se agacha a cada paso -parece una espigadora siguiendo al que va atando las gavillas- recogiendo ramas y corolas, y también pétalos deshojados, pisados por los pies de Jesús.
Maximino, para poder cerrar la cancilla y dar sosiego a los huéspedes, ordena que den a los niños unos dulces que ya están preparados (práctica manera de distraer del Señor a los niños y de poder hacer que se marchen sin suscitar coros de llantos). Y los criados llevan esto a cabo sacando a la calle cestas colmadas de pequeñas tortas que tienen encima una almendra blanco-parda.
Y mientras los pequeñuelos se apiñan allí, otros servidores echan hacia atrás a los adultos, entre los cuales están todavía Zaqueo y los cuatro (Joel, Judas, Eliel y Elcana) con otros que no sé quiénes son porque están del todo tapados, incluso por protegerse del sol ya fuerte y del polvo que un viento más bien vigoroso levanta.
Pero Jesús, ya muy adelante, se vuelve y dice:
-¡Esperad! Tengo que decir algo a alguien.
Se dirige a los hermanos de Juana, los toma aparte y les dice:
-Por favor, id donde Juana y decidle que venga con todas las mujeres que están en su casa y con Analía, la discípula de Ofel. Que venga mañana, porque con el ocaso de mañana empieza e1 sábado y quiero pasarlo en paz con los amigos de Betania. -Se lo diremos, Señor. Juana vendrá.
Jesús se despide de ellos. Luego pasa a Joel:
-Dirás a José y a Nicodemo que he venido y que al día siguiente del sábado entraré en la ciudad.
-¡Oh! ¡Ten cuidado, Señor! – dice acongojado el escriba, que es bueno.
-Márchate, y sé fuerte. No debe tener miedo quien sigue la justicia y cree en mi verdad. A1 contrario, debe sentirse gozoso porque ha llegado el cumplimiento de la antigua Promesa.
-¡Huiré de Jerusalén, Señor! Ya ves que soy un hombre de débil constitución; Tú lo sabes; y se burlan de mí por esto. Yo no podría ver esos… esas…
-Tu ángel te guiará. Ve en paz.
-¿Te… te volveré a ver, Señor?
-Claro que me volverás a ver. De todas formas, hasta que me veas, piensa que tu amor me ha producido mucha alegría en las horas del dolor.
Joel toma la mano que Jesús le había puesto en el hombro y la aprieta contra sus labios; a través del sutil velo que cubre su cabeza, besos y lágrimas van a la mano de Jesús.
Luego se aleja. Jesús entonces se acerca a Zaqueo:
-¿Dónde están los tuyos?
-Se han quedado en la fuente, Señor. Les he dicho que esperen allí.
-Vuelve y ve con ellos a Betfagé, donde están mis discípulos más antiguos y fieles. Dile a Isaac, que es su jefe, que se distribuyan por la ciudad para avisar a todos los grupos de los discípulos, porque en la mañana del día siguiente del sábado, hacia la hora tercera, pasando por Betfagé, entraré en Jerusalén y subiré solemnemente al Templo. Le dirás a Isaac que este aviso es sólo para los discípulos. Isaac comprenderá lo que quiero decir.
-También yo lo comprendo, Maestro. Quieres sorprender a los judíos para que no puedan obstaculizar tu entrada. -Así. Haz esto. Recuerda que te estoy dando un encargo de confianza. Me sirvo de ti y no de Lázaro.
-Esto me dice que tu bondad hacia mí no tiene medida. Gracias. Señor.
Besa la mano al Maestro y se marcha.
Jesús va a volver ya con sus huéspedes. Pero, en ese momento, un joven se separa de la cancilla donde las últimas personas, rechazadas por los criados, están saliendo, y corre a echarse a los pies de Jesús. Grita:
-¡Una bendición, Maestro! ¿Me reconoces? – dice levantando la cara, libre de todo velo.
-Sí. Eres José, llamado Bernabé, el discípulo de Gamaliel que salió a mi encuentro cerca de Yiscala.
-Y que te sigue desde hace muchos días. Estaba en Silo. Llegué allí de Yiscala, adonde había ido con el rabí en el tiempo de tu ausencia. En Yiscala había estado estudiando los libros hasta la luna de Nisán. Estaba en Silo cuando hablaste, y te seguí a Lebona y a Siquem; luego te esperé en Jericó porque había sabido que Tú…
Al improviso se calla, como si se hubiera dado cuenta de que estaba diciendo algo de lo que debería guardar silencio. Jesús sonríe mansamente y dice:
-La verdad brota impetuosa de los labios veraces, y muchas veces supera los diques que la prudencia pone delante de las bocas. Pero voy a terminar Yo tu pensamiento… “porque habías sabido por Judas de Keriot, que se había quedado en Siquem, que Yo iba a Jericó para reunirme con mis discípulos y darles mis indicaciones.” Y fuiste allí para esperarme, sin preocuparte de ser visto, de perder tiempo y de faltar del lado de tu maestro Gamaliel.
-Él no me reprenderá cuando sepa que me he retrasado por seguirte. Lo llevaré como regalo tus palabras… -El rabí Gamaliel no tiene necesidad de palabras! ¡Es el rabí sabio de Israel!
-Sí. Ningún otro rabí puede enseñarle nada de lo antiguo, nada, porque de lo antiguo sabe todo. Pero Tú sí, porque tienes palabras nuevas, llenas de la fresca vida de lo nuevo. Tu palabra es como savia de primavera. Es el rabí Gamaliel el que dice esto, y dice también que la sabiduría cubierta por el polvo de los siglos, y, por tanto, desecada y opaca, adquiere nueva vida y luz cuando tu palabra la explica. ¡Le llevaré tus palabras!
-Y mi saludo. Dile que abra su corazón, su intelecto, su vista, su oído; y su pregunta de ya hace más de dos decenios recibirá respuesta. Ve, que Dios esté contigo.
El joven se encorva de nuevo para besar los pies del Maestro y se marcha.
Los criados, definitivamente, pueden cerrar la cancilla. Jesús puede reunirse con sus amigos.
-Me he permitido invitar aquí, para mañana, a las discípulas – dice Jesús, acercándose a Lázaro y poniéndole un brazo en los hombros.
-Has hecho bien, Señor. Tú sabes que mi casa es la tuya. Tu Madre ha preferido residir en la casa de Simón, y he respetado su deseo; pero espero que Tú estés bajo mi techo.
-Sí. Aunque… es techo tuyo también la otra casa. Uno de tus primeros actos de generosidad hacia mí y hacia mis amigos. ¡Cuántos actos de generosidad has tenido conmigo, amigo mío!
-Y espero poder tenerlos todavía durante mucho tiempo. Aunque, Maestro sabio, esta palabra es incorrecta. No soy yo generoso contigo. Eres Tú el que eres generoso conmigo. Yo soy el deudor. Y si ante los tesoros que me has dado deposito una moneda para ti, ¿que será esa mísera ofrenda mía comparada con tus tesoros? «Dad y se os dará» dijiste. «Os será vertida en vuestro seno una medida generosa y colmada, y tendréis el céntuplo de lo que disteis», dices. Yo he recibido el céntuplo del céntuplo ya desde cuando todavía no te había dado nada. ¡Ah, recuerdo nuestro primer encuentro! Tú, Señor y Dios al que no son dignos de acercarse los serafines, viniste a mí, que estaba solo y afligido… cerrado dentro de estas paredes, dentro de mis tristezas; viniste a ese hombre que era Lázaro, un hombre al que todos evitaban, si exceptúo a José y Nicodemo y a mi fiel amigo Simón, que desde su tumba de vivo no dejaba de quererme… No quisiste que mi alegría de verte quedara turbada por las salpicaduras corrosivas del desprecio del mundo… ¡Ah, nuestro primer encuentro! Podría repetirte todas tus palabras de entonces… ¿Qué te había dado, entonces, si nunca te había visto, para recibir de ti inmediatamente el céntuplo de cien?
-Tus oraciones al Altísimo, nuestro Padre. Nuestro, Lázaro. Mío. Tuyo. Mío como Verbo y como Hombre. Tuyo como hombre. ¿Cuando orabas con tanta fe, no me estabas dando ya todo tu ser? Tú mismo puedes ver que te di el céntuplo, como es justo, de lo que tú me dabas.
-Tu bondad es infinita, Maestro y Señor. Premias anticipadamente, y con divina generosidad, a los que tu pensamiento conoce como siervos tuyos, aun antes de que ellos sepan que lo son.
-Amigos míos, no siervos. Porque, en verdad, los que hacen la voluntad del Padre mío y siguen a la Verdad que ha sido enviada por Él son mis amigos, no ya mis siervos. Más todavía: son mis hermanos, siendo así que Yo soy el primero en hacer la voluntad del Padre. Así pues, el que hace lo que Yo hago es mi amigo porque solamente el amigo hace espontáneamente lo que hace su amigo.
-Que así sea siempre entre Tú y yo, Señor. ¿Cuándo vas a la ciudad?
-Después del sábado. A1 día siguiente por la mañana.
-Iré yo también.
-No, no vendrás conmigo. Ya te diré Yo. Tengo otras cosas que pedirte…
-Sigo tus órdenes, Maestro. Yo también tengo que hablar contigo…
-Hablaremos.
-¿Prefieres que el sábado lo pasemos nosotros solos o puedo invitar a amigos comunes?
-Te pediría que no. Deseo vivamente pasar estas horas en vuestra amistad prudente y pacífica, sólo la vuestra, sin forzamientos de pensamientos ni de formas; pasarlas en la dulce libertad de quien está rodeado de amigos tan queridos, que se siente entre ellos como en su propia casa.
-Como quieras, Señor. Es más… yo deseaba esto, pero me parecía egoísmo hacia mis amigos, todos inferiores en amistad respecto a ti, Amigo único, pero, de todas formas, queridos. Pero si lo quieres así… Quizás estás cansado, Señor; o pensativo…
Lázaro pregunta más con la mirada que con las palabras a su Amigo y Maestro, que le responde solamente con la luz de sus ojos, un poco tristes, un poco absortos, y con la parca sonrisa de su boca.
Se han quedado solos junto al pilón que canta con su chorrillo… Los otros, todos, han entrado en casa, donde se oye sonido de voces y de vajilla…
María de Magdala, dos o tres veces, asoma su cabeza rubia por la puerta, por la puerta tapada con una tupida cortina que ondea levemente con el viento, con el viento que aumenta mientras el cielo se va cubriendo de nubes deshilachadas cada vez más oscuras.
Lázaro alza la cabeza para examinar el cielo.
-Quizás tengamos tormenta – dice.
Y añade:
-Servirá para abrir las yemas rebeldes, que este año se resisten mucho… Quizás han sido las inclemencias tardías las que han retardado los vástagos. También mis almendros han sufrido, y mucho fruto se ha perdido. Me decía José que un huerto suyo que está fuera de la Judiciaria parece este año completamente estéril: los árboles retienen las yemas, como bajo el influjo de algún sortilegio; tanto que se duda si dejarlos o venderlos como leña. Nada. Ni una flor. Como estaban en Tébet siguen ahora. Cabecitas de yemas, duras, cerradas, que no se hinchan nunca. Es verdad que el viento de septentrión sopla fuerte en ese lugar, y que ha habido mucho viento en invierno. También los frutos del huerto que tengo más allá del Cedrón han sufrido daños. Pero el fenómeno del huerto de José es tan extraño, que muchos van a ver ese lugar que no quiere despertarse en primavera.
Jesús sonríe…
-¿Sonríes? ¿Por qué?
-Por el infantilismo de esos niños eternos que son los hombres. Todo lo que tiene apariencia extraña los hechiza… Pero el huerto florecerá. En su debido momento.
-Ya ha pasado el debido momento, Señor. ¿Cuándo ha sucedido que en la Luna de Nisán un grupo numeroso de árboles de un mismo lugar no haya dado muestras de florescencia? ¿A qué tiempo tiene que esperar ese lugar para que sea el debido momento?
-A1 tiempo de dar gloria a Dios floreciendo.
-¡Ah, comprendo! ¡Irás allí a bendecir el lugar, por amor a José; y los árboles florecerán, dando así nueva gloria a Dios y a su Mesías con un nuevo milagro! ¡Así es! Tú vas allí. Si veo a José, ¿se lo puedo decir?
-Si crees que se lo debes decir… Sí, iré allí…
-¿Qué día, Señor? Quisiera estar yo también.
-¿También tú eres un eterno niño?
Jesús sonríe más vivamente, meneando la cabeza manso y sencillo ante la curiosidad de su amigo, que exclama:
-¡Me siento feliz de haberte alegrado, Señor! Vuelvo a ver tu cara con esa sonrisa luminosa que hacía tiempo que no veía. ¿Entonces… voy?
-No, Lázaro. Para la Parasceve me serás necesario aquí.
-¡Pero en la Parasceve uno se ocupa sólo de la Pascua! Tú… Maestro, ¿por qué quieres hacer algo que te será censurado? Ve allá otro día…
-Me veré obligado a ir justo en la Parasceve. Pero no seré Yo el único que haga cosas que no sean preparación para la Pascua antigua; también los más rigurosos de Israel (un Elquías, un Doras, un Simón, y Sadoq e Ismael, y hasta Caifás y Anás) harán cosas completamente nuevas…
-¡¿Se está volviendo loco Israel?!
-Tú lo has dicho.
-Pero Tú… ¡Ah, está lloviendo! Vamos a la casa, Maestro… Yo… estoy preocupado… ¿No me vas a explicar…?
-Sí. Antes de dejarte te diré… Mira, aquí viene con una tela gruesa tu hermana, que teme el agua por nosotros… ¡Marta, tú siempre previsora y activa! Pero no es mucha la lluvia.
-¡Mi querida hermana! ¡Mis queridas hermanas! Porque ahora son las dos como dos tiernas niñas que ignoran cualquier tipo de malicia. Tanto María como Marta. Y cuando, anteayer, vino de Jericó María, parecía -cayéndole por los hombros las trenzas, porque había vendido sus horquillas para comprar unas sandalias a un niño y las horquillas delgadas de hierro eran insuficientes para sujetar sus cabellos-, parecía verdaderamente una niña. Se rió y, al bajar del carro, me dijo: «Hermano mío, ahora sé lo que es tener que vender para comprar, y lo difíciles que son para el pobre hasta las cosas más simples, como es sujetarse el pelo con horquillas de veinte por un didracma. Lo recordaré para ser todavía más misericordiosa en el futuro para con los pobres». ¡Cómo la has cambiado, Señor!
La mujer de que hablan mientras ponen pie en la casa está ya preparada con ánforas y barreños para servir a su Señor. No cede a nadie el honor de servirle, y no se siente satisfecha hasta que no ha proporcionado todo alivio a los miembros y vísceras de su Maestro, y hasta que no le ve irse con sandalias frescas a la habitación que le han reservado, donde lo espera su Madre con una fresca túnica de lino todavía fragante de sol…