El saforim Samuel, de sicario a discípulo.
Jesús está solo, todavía en la caverna. Una lumbre resplandece dando luz y calor, un fuerte olor de resinas y ramajes se esparce, entre chasquidos y chisporroteos, por el antro. Jesús se ha retirado al fondo, a una concavidad en cuyo suelo hay ramajes secos; allí está meditabundo. La llama, de vez en cuando, ondea y merma y aumenta, alternativamente, debido a rachas de viento que enfilan la espesura de las plantas para introducirse silbando en la caverna, que resuena como una bocina. No es un viento continuo: cesa, luego se levanta de nuevo, como las olas de un mar en momentos de ola larga. Cuando silba fuerte, impulsa las cenizas y hojas secas hacia el estrecho pasillo rocoso por el que Jesús ha ido a la gruta más grande, y la llama se pliega hasta lamer el suelo en aquella dirección; luego, cuando cesa la racha de viento, la llama se eleva de nuevo, todavía ondulante, para resplandecer otra vez enhiesta. Jesús no hace caso. Medita.
Luego, al sonido del viento se une el de la lluvia, que golpea, primero rala, luego más densa, contra el ramaje y hojas de las plantas. Un verdadero turbión transforma pronto los senderos de las laderas en ruidosos torrentes. Y ahora es la voz del agua la que predomina porque el viento lentamente calla. La luz, muy relativa, del crepúsculo borrascoso, y la del fuego, que, terminada la hojarasca, rojea, pero sin llama, apenas dan claridad a la caverna, cuyos rincones ya están totalmente en sombra. A Jesús, que está vestido de oscuro, ya no se le distingue; a duras penas, si levanta la cara -la tiene agachada, sobre las rodillas dobladas-, se ve un blancor que contrasta con la pared oscura.
Fuera de la gruta, en el sendero, ruido de pasos y palabras entrecortadas por jadeo, propias de uno cansado y agitado. Luego una sombra oscura que chorrea agua por todas partes se proyecta en el vacío de la entrada.
El hombre, porque es un hombre, y de barba tupida y negra, emite un «¡oh!» de alivio y arroja al suelo la prenda – empapada de agua- que cubre su cabeza, sacude el manto y monologa: «¡Mmm’. ¡Bien vas a tener que sacudirlo, Samuel! ¡Parece que se hubiera caído en la hoya de un batanero! ¿Y las sandalias? ¡Barcas! ¡Barcas en el fondo del río! ¡Estoy mojado hasta los huesos! ¡Fíjate qué regueros de los pelos! Parezco un canalón roto que suelte agua por mil agujeros. ¡Pues bien empezamos! ¿Será que Belcebú está de su parte y lo defiende? ¡Mmm! ¡La recompensa es alta… pero…!
Se sienta dejándose caer sobre una piedra cercana al fuego, cuyos tizones, terminada ya la llama, rojean formando esos dibujos extraños que constituyen la última vida de la leña quemada, y trata de reavivarlo soplando. Se quita las sandalias y trata de secarse los pies fangosos con algunas partes del manto que están menos mojadas que el resto. Pero se seca con agua. Su esfuerzo sirve sólo para quitar el barro de los píes y pasarlo al manto.
Sigue monologando:
-¡Malditos sean ellos, él y todos! Y he perdido incluso la bolsa. ¡Claro! Mucho es ya que no haya perdido la vida… «Es el camino más seguro» dijeron. ¡Ya! ¡Pero ellos no lo recorren! ¡Si no hubiera visto esta llama! ¿Quién la habrá encendido? Algún desgraciado como yo. Pero ¿dónde estará ahora? Allí hay un agujero… Quizás otra gruta… ¿No serán bandoleros? ¡Pero… qué tonto! ¡Qué me van a robar, si no tengo ni una perra? Bueno, no importa. Este fuego es más que un tesoro. ¡Si tuviera algo de ramaje para reavivarlo! Me quitaría y me secaría la ropa. ¡Digo yo, ¿no?! ¡No tengo otra cosa hasta el regreso!…
-Si quieres ramas, amigo, aquí hay – dice Jesús sin moverse de su sitio.
El hombre, que estaba vuelto de espaldas respecto a Jesús, se sobresalta por esa voz imprevista; se pone inmediatamente en pie y se vuelve. Parece muy asustado. -¿Quién eres? – pregunta abriendo desmesuradamente los ojos para tratar de ver.
-Un viandante como tú. He sido Yo el que ha encendido el fuego, y me alegro de que te haya servido de guía. Jesús se acerca con un haz de leña en los brazos y lo deja caer al lado del fuego. Dice:
-Reaviva la llama antes de que la ceniza cubra todo. No tengo ni yesca ni eslabón, porque el que me los prestó se ha marchado después de la puesta del sol.
Jesús habla en tono amistoso, pero no se acerca hasta el punto de que el fuego lo ilumine. A1 contrario, vuelve a su rincón y permanece allí, más envuelto que antes, en su manto.
El hombre, mientras, se agacha para soplar en las hojas que ha arrojado al fuego, y está ocupado en eso hasta que la llama resurge. Ríe mientras sigue echando ramas cada vez más gruesas que reaniman la llama. Jesús se ha vuelto a sentar en su sitio y lo observa.
-Ahora tendría que desnudarme para secar la túnica. Prefiero estar desnudo antes que mojado como estoy. Pero ni puedo quitármela. Se ha venido abajo un trozo de ladera y me he visto debajo de una cascada de tierra y agua. ¡Ah, ahora estoy bien! ¡Fíjate! He roto la túnica. ¡Maldito viaje! ¡Si, al menos, hubiera transgredido el sábado! Pero no. Hasta la puesta del sol he
estado parado. Después… ¿Y ahora cómo me apaño? Para salvarme he soltado la bolsa, que se habrá caído hacia el valle o se habrá quedado enganchada en algún matorral, ¡a saber dónde!…
-Aquí tienes mi túnica. Está seca y caliente. A mí me basta con el manto. Tómala. Estoy sano. No temas. -Y también eres bueno. Un buen amigo. ¿Cómo agradecértelo?
-Queriéndome como a un hermano.
-¿Queriéndote como a un hermano? Pero si no me conoces. ¿Querrías mi estima aunque fuera un malvado? -La querría para hacerte bueno.
El hombre, que es joven, más o menos de la edad de Jesús, agacha la cabeza y reflexiona. Tiene la túnica de Jesús en sus manos, pero no la ve. Piensa. Y, instintivamente, se la pone sobre la piel desnuda (y es que se ha quitado todo, incluso la túnica de debajo).
Jesús, que había vuelto a su rincón, pregunta:
-¿Cuándo has comido?
-A la hora sexta. Hubiera debido comer al llegar al pueblo, abajo en el valle. Pero he perdido el camino, la bolsa y el
dinero.
-Mira. Tengo aquí todavía algo de comida. Debía servirme para mañana. Pero tómalo. A mí no me pesa el ayuno. -Pero… si tienes que andar, necesitarás fuerzas…
-No voy lejos. Sólo a Efraím…
-¿A Efraím?! ¿Eres samaritano?
-¿Sientes repulsa? No soy samaritano.
-Efectivamente… tu acento es galileo. ¿Quién eres? ¿Por qué no muestras tu cara? ¿Necesitas ocultarte por algún delito? No te voy a denunciar.
-Soy un viandante, lo he dicho antes. Mi Nombre no te diría nada, o te diría demasiado. Y, además, ¿qué es el nombre? ¿Si te ofrezco una túnica para tu cuerpo aterido, un pan para tu hambre y, sobre todo, mi piedad para tu corazón, acaso necesitas saber mi Nombre para sentir el alivio de la ropa seca, la comida y el afecto? Pero, si quieres darme un nombre, llámame «Piedad». No tengo nada vergonzoso que me obligue a ocultarme. Pero no por ello no me denunciarías, porque tu corazón tiene dentro un pensamiento no bueno y los malos pensamientos dan frutos de malas acciones.
El hombre se sobresalta y va donde Jesús, pero de Jesús se ven solamente los ojos, y, además, velados por los párpados semicerrados.
-Come, come, amigo. No hay otra cosa que hacer.
El hombre se acerca de nuevo al fuego y come lentamente, sin decir nada. Está pensativo. Jesús está todo aovillado en su rincón. El hombre va reponiéndose. El calor de la hoguera, el pan y la carne asada que Jesús le ha dado lo ponen contento. Se levanta, se estira, extiende desde una punta de roca hasta una gruesa escarpia oxidada – a saber quién, y cuándo, la clavó allí- el cordón que llevaba como cinto y tiende encima, para que se sequen, túnica, manto y gorro; sacude las sandalias, las acerca a la llama a la que alimenta generosamente.
Jesús parece estar adormilado. El hombre también se sienta, y piensa. Luego se vuelve y mira al Desconocido. Pregunta: -¿Duermes?
Jesús responde:
-No. Pienso y oro.
-¿Por quién?
-Por todos los necesitados, de todas las clases. ¡Y son muchos!»
-¿Eres un penitente?
-Soy un penitente. La Tierra tiene mucha necesidad de penitencia, para que los débiles en ella reciban la fuerza para rechazar a Satanás.
-Es como has dicho. Hablas como un rabí. Sé distinguir porque soy saforim. Estoy con el rabí Jonatán ben Uziel. Soy su discípulo preferido. Y ahora, si el Altísimo me asiste, me apreciará todavía más. Todo Israel alabará mi nombre.
Jesús no replica.
E1 otro, pasado un rato, se alza y va a sentarse al lado de Jesús. Dice, mientras se alisa con la mano el pelo, que casi lo tiene ya seco, ordenándose la barba:
-Oye, has dicho que vas a Efraím. Pero ¿vas por azar o es que estás allí?
-Vivo en Efraím.
-¡Pero has dicho que no eres samaritano!
-Lo repito: no soy samaritano.
-¿Y quién puede vivir allí si no…? Oye, se dice que en Efraím se ha refugiado el Rabí de Nazaret, el proscrito, el maldito. ¿Es verdad?
-Es verdad. Jesús, el Cristo del Señor, está allí.
-¡No es el Cristo del Señor! ¡Es un embustero! ¡Un blasfemo! ¡Un demonio! Es la causa de todos nuestros males. ¡Y no surge un vengador de todo el pueblo que lo derribe! – exclama, fanático de odio.
-¿Acaso te ha hecho algún mal, que hablas de Él con tanto odio en la voz?
-A mí no. Sólo lo vi una vez, en los Tabernáculos, y en medio de un gentío tal, que me costaría reconocerlo. Porque aunque sea discípulo del gran rabí Jonatán ben Uziel, hace poco que estoy definitivamente en el Templo. Antes… no podía por muchas razones, y sólo cuando el rabí estaba en su casa estaba a sus pies bebiendo justicia y doctrina. Pero tú… me has preguntado si lo odio, y he sentido una celada reprensión en tus palabras. ¿Es que eres un seguidor del Nazareno?
-No lo soy. Pero cualquiera que sea justo condenará el odio.
-El odio es santo cuando va contra un enemigo de Dios y de la Patria. El Rabí nazareno es eso. Destruirlo y odiarlo es
santo.
-¿Destruir al hombre o a la idea que representa y la doctrina que proclama?
-¡Todo! ¡Todo! No se puede destruir una de esas cosas si se pasa por alto otra. En el hombre está su doctrina y su idea. O se abate todo o no sirve para nada. Cuando se abraza una idea se abraza conjuntamente al hombre que la representa y a su doctrina. Esto lo sé porque lo experimento respecto a mi maestro. Sus ideas son las mías; sus deseos, leyes para mí.
-Efectivamente, un buen discípulo actúa así. Pero hay que saber distinguir si es bueno el maestro, y seguir sólo a un maestro bueno. Porque no es lícito perder la propia alma por amor hacia un hombre.
-Jonatán ben Uziel es bueno».
-No. No lo es.
-¿Qué dices? ¿Me dices a mí eso estando aquí solos y pudiendo matarte para vengar a mi maestro? Ten en cuenta que soy robusto.
-No tengo miedo. No tengo miedo de la violencia. Y no tengo miedo ni aun sabiendo que, si arremetes contra mí, no voy a reaccionar.
-¡Ah, ahora entiendo! Eres un discípulo del Rabí, un «apóstol». Él llama así a sus discípulos más fieles. Y vas donde Él. Quizás el que estaba contigo era un compañero tuyo y estás esperando a algún otro compañero.
-Espero a alguien, sí.
-¡A1 Rabí!
-No hay necesidad de que lo espere. Él no necesita mi palabra para ser curado de su enfermedad: no tiene ni el alma ni el cuerpo enfermos. Espero a una pobre alma envenenada, delirante, para curarla.
-¡Eres un apóstol! Porque se sabe que Él los manda a evangelizar, ya que Él tiene miedo de ir desde que ha sido condenado por el Sanedrín. ¡Por eso tú tienes sus doctrinas! No reaccionar contra el que ofende es una de sus doctrinas.
-Es una de sus doctrinas porque enseña el amor, el perdón, la justicia, la mansedumbre. Ama a los enemigos y no sólo a los amigos. Porque lo ve todo en Dios.
-Si me encontrara… si, como espero, lo encuentro, no creo que a mí me ame. ¡Sería un necio! Pero no puedo hablar
contigo, que eres un apóstol suyo. Y me arrepiento de haber dicho lo que he dicho, porque se lo referirás a Él.
-No hay necesidad. Pero, en verdad te digo que te amará; es más, que te ama, a pesar de que vayas a Efraím para
tenderle una trampa y entregarlo al Sanedrín, que ha prometido un cuantioso premio al que haga eso.
-¿Eres… profeta o tienes espíritu pitón? ¿Te ha comunicado Él su poder? ¿Eres un maldito tú también? ¡Y yo he aceptado tu pan, tu túnica! ¡Te has comportado conmigo como amigo! Está escrito: «No alzarás tu mano contra el que te ha hecho el bien». ¡Y tú esto has hecho! Porque, si sabías que yo… ¿Quizás para impedirme actuar? Bueno pues, si contigo voy a ser clemente por haberme dado pan, sal, fuego y vestido, y faltaría contra la justicia haciéndote un mal, no voy a ser clemente con tu Rabí, porque a Él no lo conozco y no me ha hecho el bien sino el mal.
-¡Desdichado! ¿No te das cuenta de que deliras? ¿Cómo puede uno que no conoces haberte hecho el mal? ¿Cómo puedes respetar el sábado si no respetas el precepto de no matar?…
-Yo no mato.
-Materialmente, no. Pero no hay diferencia entre quien mata y quien pone la víctima en las manos del que mata. Respetas la palabra de un hombre, que dice que no se debe perjudicar a quien te ha echo un bien, y luego no respetas la palabra de Dios y, tendiendo una trampa, por un puñado de monedas, por un poco de honor, el sucio honor de haber sabido traicionar a un inocente, te preparas a cometer un delito…
-No lo hago sólo por las monedas y el honor, sino por hacer una cosa grata a Yeohveh y beneficiosa para la Patria. Repito el gesto de Yael y Judit (el gesto de Yael (contra Sisara) en Jueces 4, 17-22, y Judit (contra Holofernes) en Judit 12, 10-20; 13).
Está más exaltado que antes.
-Sisara y Holofernes eran enemigos de nuestra Patria. Eran invasores. Eran crueles. ¿Pero qué es el Rabí de Nazaret? ¿Qué invade? ¿Qué usurpa? Es pobre y no quiere riquezas, es humilde y no quiere honores, es bueno, bueno con todos. Los que se han visto agraciados por Él se cuentan a millares. ¿Por qué lo odiáis? ¿Tú por qué lo odias? No te es lícito hacer el mal a tu prójimo. Sirves al Sanedrín. Pero ¿será el Sanedrín el que te juzgue en la otra vida, o será Dios? ¿Y cómo te juzgará? No te digo que te vaya a juzgar por haber matado al Cristo, pero sí te digo que te juzgará por haber matado a un inocente. Tú no crees que el Rabí de Nazaret sea el Cristo, y por eso, por tu idea de que no lo es, no se te imputará este delito. Dios es justo y no juzga como culpa el acto llevado a cabo sin plena advertencia. No te juzgará, por tanto, por haber matado al Cristo, porque para ti Jesús de Nazaret no es el Cristo. Pero sí que te acusará de haber matado a un inocente. Porque tú sabes que es inocente. Te han envenenado, embriagado con palabras de odio; pero no lo estás tanto como para no entender que Él es inocente. Sus obras hablan en su favor. Vuestro miedo -más el de los maestros que el vuestro de discípulos- teme y ve lo que no existe; es el miedo de quienes temen que Él los suplante. ¡No temáis, que Él os abre los brazos para deciros: «Hermanos»! No envía soldados contra vosotros. No os maldice. Lo único que quisiera sería salvaros, salvaros a vosotros, a los grandes y a los discípulos de los grandes, de la misma forma que quiere salvar al último de Israel; a vosotros más que al ínfimo de Israel, más que al niño que todavía no sabe lo que es el odio y el amor. Porque vosotros tenéis más necesidad de ser salvados que los ignorantes y los niños, porque sabéis, y pecáis sabiendo. ¿Tu conciencia de hombre, si la despojas de las ideas que en ella han metido, si la depuras de los venenos que te hacen delirar, te puede decir que Él es culpable? ¡Dilo! Sé sincero. ¿Acaso lo has visto un solo día faltar contra la Ley, o aconsejar que se falte contra ella? ¿Lo has visto pendenciero, ávido, lujurioso, calumniador, duro de corazón? ¡Habla! ¿Lo has visto, acaso, irrespetuoso para con el Sanedrín? Vive como un proscrito por obedecer al veredicto del Sanedrín. Podría lanzar un grito y toda Palestina lo seguiría para marchar contra los pocos que lo odian, y, sin embargo, aconseja a sus discípulos
paz y perdón. Podría -de la misma manera que da vida a los muertos, vista a los ciegos, movimiento a los paralíticos, oído a los sordos, liberación a los endemoniados, porque ni el Cielo ni el Infierno son insensibles a su voluntad- podría fulminaros con el rayo divino y liberarse así de sus enemigos. Y, sin embargo, ruega por vosotros y os cura a vuestros parientes, os cura el corazón, os da pan, vestidos, fuego. Porque Yo soy Jesús de Nazaret, el Cristo, Aquel que tú buscas para recibir la recompensa prometida a quien lo entregue al Sanedrín y ganarte los honores de liberador de Israel. Yo soy Jesús de Nazaret, el Cristo. Aquí me tienes. Préndeme, pues. Como Maestro y como Hijo de Dios te libero y te absuelvo de la obligación y del pecado de no alzar o de haber alzado la mano contra quien te ha favorecido.
Jesús se ha levantado quitándose de la cabeza el manto, y extiende las manos como para ser capturado, atado. Pero con su altura -y, habiéndose quedado sólo con la túnica interna, corta y ceñida, con el manto oscuro pendiéndole de los hombros, y bien erguido, parece incluso más esbelto-, con sus ojos clavados en el rostro de su perseguidor, el reflejo móvil de las llamas que le encienden puntos luminosos en sus cabellos sueltos y hacen brillar sus grandes pupilas dentro del círculo zafíreo de los iris, y con esa majestad suya y lealtad sin miedo, infunde más respeto que si estuviera rodeado de un ejército que l defendiera.
El hombre está como hechizado… paralizado de estupor. Sólo al cabo de un rato logra susurrar:
-¡Tú! ¡Tú! ¡Tú!
Parece como si no supiera decir nada más.
Jesús insiste:
-¡Captúrame, pues! Quita esa inútil cuerda extendida para sostener una túnica sucia y desgarrada, y ata mis manos. Te seguiré como un cordero sigue al matarife. Y no te voy a odiar porque me lleves a la muerte. Ya te lo he dicho. Es el fin el que justifica la acción y transforma su naturaleza (Jesús quiere corroborar lo que ya había sido dicho sobre el caso de su interlocutor (el cual pensaba matarlo porque no creía que fuera el Mesías y porque estaba instigado por otros y convencido de obrar bien) sin querer afirmar un principio moral, que, no obstante, encontraremos, en cierto sentido, formulado y aclarado en 580.3) Para ti Yo soy la ruina de Israe1 y tú crees salvar a Israel matándome. Para ti Yo soy responsable de todo delito, y, por tanto, sirves a la justicia eliminando a un malhechor. No eres, pues, más culpable que el verdugo que ejecuta una orden recibida. ¿Quieres inmolarme aquí en el sitio? Ahí, a mis pies, está el cuchillo con el que te he rebanado la comida. Cógelo. Puede transformarse, de hoja que ha servido para el amor a mi prójimo, en cuchillo de sacrificador. Mi carne no es más dura que la carne de cordero asado que mi amigo me había dejado para que saciara mi hambre y que Yo te he dado a ti, enemigo mío, para saciar tu hambre. Pero tienes miedo de las patrullas romanas, que arrestan al que ata a un inocente y que no permiten que nosotros administremos la justicia porque nosotros somos los súbditos y ellos los dominadores. Por eso no te atreves a matarme y luego ir adonde los que te han enviado, con el Cordero degollado cargado sobre tus hombros cual mercancía que hace ganar dinero. Bueno, pues deja aquí mi cadáver y ve a advertir a tus amos. Porque tú tanto has renunciado a esa soberana libertad de pensamiento y voluntad que el propio Dios deja a los hombres, que no eres un discípulo, sino un esclavo. Y sirves, rendidamente sirves, a tus amos; hasta llegar al delito, los sirves. Pero no eres culpable. Estás «envenenado». Tú eres esa alma envenenada que Yo esperaba. ¡Ánimo, pues! La noche y el lugar son propicios para el delito. ¡Mejor dicho: para la redención de Israel! ¡Oh, pobre niño’. ¡Dices palabras proféticas sin saberlo! Verdaderamente mi muerte significará redención, y no de Israel solamente, sino de toda la Humanidad. Y Yo he venido para ser inmolado. Ardo en deseos de serlo para ser Salvador. De todos. Tú, saforim del docto Jonatán ben Uziel, ciertamente conoces Isaías (Isaías 52, 13-15; 53, 1-12). Pues mira, tienes delante de ti al Varón de dolores. Y si no lo parezco, si no parezco aquel que fue visto también por David (Salmo 22), con los huesos descubiertos y dislocados, si no soy como el leproso visto por Isaías, es porque no veis mi corazón. Soy todo una llaga. Vuestro desamor y odio, vuestra dureza e injusticia me han llagado y quebrantado por entero. ¿Y no tenía escondido mi rostro mientras me vejabas por ser lo que realmente soy: el Verbo de Dios, el Cristo? ¡Pero soy el hombre avezado a padecer! ¿Y no me juzgáis como hombre castigado por Dios? ¿Y no me sacrifico porque quiero hacerlo para, con mi sacrificio, devolveros la salud? ¡Animo! ¡Descarga tu mano! Mira: no tengo miedo y tú tampoco debes tenerlo: Yo porque soy el Inocente y no temo el juicio de Dios; Yo porque, ofreciendo mi cuello para tu cuchillo hago que se cumpla la voluntad de Dios, anticipando un poco mi hora para bien vuestro. También cuando nací anticipé la hora por amor a vosotros, para daros la paz antes de su tiempo. Pero vosotros, de esta ansia mía de amor, hacéis arma para negar… ¡No temas! No invoco para ti el castigo de Caín ni los rayos divinos. Oro por ti. Te amo. Nada más. ¿Soy demasiado alto para tu mano de hombre? ¡Así es! ¡Es verdad! El hombre no podría asestar golpe alguno contra Dios si Dios no se pusiera voluntariamente en las manos del hombre. Pues bien, Yo me arrodillo ante ti. El Hijo del hombre está delante de ti, a tus pies. ¡Descarga el golpe, pues!
Y Jesús, efectivamente, se arrodilla y ofrece a su perseguidor el cuchillo sujetándolo por la hoja. El hombre retrocede susurrando:
-¡No! ¡No!
-¡Animo! Un momento de valor… ¡y serás más célebre que Yael y Judit! Mira, oro por ti. Lo dice Isaías: «… y oró por los pecadores». ¿No vienes todavía? ¿Por qué te alejas? ¡Ah!, ¿es porque temes no ver cómo muere un Dios? Pues mira, voy ahí, al lado del fuego. El fuego no falta nunca en los sacrificios. Forma parte de ellos. Mira, ahora me ves bien.
-Se ha arrodillado cerca del fuego.
-¡No me mires! ¡No me mires! ¡Oh! ¿A dónde huyo para no ver tu mirada? – grita el hombre.
-¿A quién? ¿A quién quieres no ver?
-A ti… y tampoco mi delito. ¡Verdaderamente mi pecado está frente a mí! ¿A dónde, a dónde huir?
El hombre está aterrorizado…
-¡A mi corazón, hijo! Aquí, en estos brazos cesan las pesadillas y los miedos. Aquí hay paz. ¡Ven! ¡Ven ! ¡Hazme feliz!
Jesús se ha levantado y ahora alarga los brazos. El fuego los separa. Jesús centellea con el reflejo de las llamas. El hombre cae de rodillas, se cubre el rostro y grita:
-¡Piedad de mí, oh Dios¡ ¡Piedad de mí¡ ¡Borra mi pecado¡ ¡Quería matar a tu Cristo¡ ¡Piedad¡ ¡Ah, no puede haber piedad para un delito de esta naturaleza¡ ¡Estoy condenado¡
Llora rostro en tierra, convulso por los sollozos, y gime:
-¡Piedad¡ – e impreca:
-¡Malditos!.
Jesús da la vuelta a la llama y va donde él; se agacha, le toca en la cabeza, le dice:
-No maldigas a los que te pervirtieron. Te han procurado el mayor de los bienes: el que Yo te hablara, así, y te tuviera así, entre mis brazos.
Lo ha tomado de los hombros y lo ha levantado. Se ha sentado en el suelo y lo ha acercado a su corazón. El hombre se relaja sobre las rodillas de Jesús, con un llanto menos delirante. Pero ¡qué llanto tan purificador¡ Jesús acaricia su cabeza morena mientras lo deja calmarse.
E1 hombre, al fin, alza la cabeza y, cambiada su cara, gime:
-¡Tu perdón¡
Jesús se inclina y lo besa en la frente. El hombre le echa los brazos al cuello y, reclinada su cabeza sobre el hombro de Jesús, llora y narra, quisiera narrar, cómo lo habían persuadido a que cometiera el delito. Pero Jesús no deja que lo haga, diciéndole: -¡Calla¡ ¡Calla¡ No ignoro nada. Cuando has entrado te he conocido, respecto a lo que eras y a lo que querías hacer. Habría podido alejarme de allí y evitarte. Me he quedado allí para salvarte. Salvado estás. El pasado ha muerto. No lo evoques ya.
-Pero… ¿te fías así? ¿Y si pecara de nuevo?
-No, no pecarás de nuevo. Lo sé. Tú estás curado.
-Sí, estoy curado, pero son muy astutos; no me mandes otra vez con ellos.
-¿Y a dónde vas a ir que ellos no estén?
-Contigo, a Efraím. Si ves lo que hay en mi corazón, verás que no estoy tendiendo una trampa, sino que sólo hay una súplica de ser protegido.
-Lo sé. Ven. Pero te advierto que allí está Judas de Keriot, que está vendido al Sanedrín y es un traidor del Cristo. -¡Divina Misericordia¡ ¿También sabes eso?
El estupor alcanza su punto máximo.
-Sé todo. Él cree que Yo no lo sé. Pero sé todo. Y sé también que tú estás tan convertido, que no hablarás a Judas ni a ningún otro de esto. Pero piensa que si Judas sabe traicionar a su Maestro, ¿qué no habrá hacer en perjuicio tuyo?
El hombre piensa durante un largo rato. Luego dice:
-¡No importa¡ Si no me rechazas, me quedo contigo; al menos durante un tiempo, hasta la Pascua, hasta que vuelvas a reunirte con tus discípulos. Yo me uniré a ellos. ¡Oh, si es verdad que me has perdonado, no me rechaces¡
-No te rechazo. Ahora vamos allá. Esperaremos sobre esas hojas a que llegue la mañana. A1 amanecer iremos a Efraím. Diremos que el azar nos ha unido y que vienes con nosotros. Es la verdad.
-Sí, es la verdad. A1 amanecer estará seca mi ropa y te devolveré tu túnica…
-No. Deja ahí esa ropa. Son un símbolo: el hombre que se despoja de su pasado y viste el nuevo uniforme. La madre de Samuel, el antiguo, cantó jubilosa (1 Samuel 2, 6): «El Señor da la muerte y la vida, conduce a la morada de los muertos y de ella hace regresar». Tú has muerto y has renacido. Vienes de la morada de los muertos a la verdadera Vida Deja la indumentaria que ha estado en contacto con los sepulcros llenos de inmundicia. ¡Y vive¡ Vive para tu verdadera gloria: servir a Dios con justicia, poseerle eternamente.
Se sientan en la concavidad de la roca, donde están amontonadas las hojas, y pronto el silencio desciende, porque el hombre, cansado, se duerme con la cabeza relajada sobre el hombro de Jesús, que sigue orando.
…Y en una hermosa mañana de primavera llegan frente a la casa de María de Jacob, por el sendero del torrente, que está poniéndose otra vez cristalino después del aguacero, y canta más fuerte por el mayor nivel del agua, y brilla bajo el sol, enmarcado entre las luminosas orillas todavía brillantes de lluvia.
Pedro, que está en la puerta, da un grito y corre al encuentro de ellos. Se abalanza sobre Jesús -el cual está bien arropado en su manto- y lo abraza. Dice:
-¡Oh, Maestro mío bendito¡ ¡Qué triste sábado me has hecho pasar¡ No me decidía a marcharme sin haberte visto antes. ¡Si me hubiera marchado con la incertidumbre en el corazón y sin tu despedida, habría estado toda la semana atolondrado¡
Jesús lo besa sin liberarse del manto. Pedro está tan atento a contemplar a su Maestro, que no advierte la presencia del extraño que le acompaña. Pero, entretanto, también los demás han llegado, y Judas de Keriot exclama:
-¡Tú, Samuel¡
-Yo. El Reino de Dios está abierto a todos en Israel. He entrado en él – responde seguro el hombre.
Judas se ríe extrañamente, pero no replica.
La atención de todos converge hacia el que ha venido nuevo. Pedro pregunta: -¿Quién es?
-Un nuevo discípulo. El azar ha hecho que nos encontráramos. O sea, Dios ha hecho que nos encontráramos, y, como persona enviada a mí por el Padre mío, lo he acogido, y lo mismo os digo a vosotros acogedlo. Y, dado que hay gran fiesta cuando uno entra a formar parte del Reino de los Cielos, dejad las bolsas y los mantos, vosotros que estabais para salir, y vamos a estar juntos hasta mañana. Ahora déjame, Simón, porque le he dado mi túnica y, estando aquí parado, el aire de la mañana muerde mis carnes.
-¡Ya decía yo¡ ¡De esa manera, Maestro, vas a enfermar¡
-Yo no quería, pero Él quiso – se disculpa el hombre.
-Sí. Le había pillado una avalancha y se había salvado por su voluntad. Y, para que nada de ese penoso momento perdurase en él, y viniera a nosotros sin suciedades, le he dicho que dejara donde nos hemos encontrado su túnica desgarrada y sucia, y lo he vestido con mía – dice Jesús, y mira a Judas de Keriot, el cual repite su risita extraña de antes, la misma también de cuando Jesús ha dicho que se hace una gran fiesta cuando uno entra a formar parte del Reino de los Cielos. Luego entra en casa sin demora para irse a vestir.
Los otros se acercan al nuevo y le dan el saludo de la paz.