El sábado anterior a la entrada en Jerusalén. Parábola de las dos lámparas y parábola viva del pequeño deforme sanado. El futuro de la Humanidad.
El tiempo, de nuevo sereno después de las lluvias de los días pasados, muestra un cielo tersísimo y un sol fúlgido. La tierra, lavada por las lluvias, está tan limpia como el aire, tan fresca y limpia, que parece creada pocas horas antes. Todo resplandece y canta en esta mañana serena.
Jesús pasea lentamente por los senderos más lejanos del jardín. Sólo algún criado jardinero observa este solitario paseo de las primeras horas de la mañana. Nadie interrumpe al Maestro; al contrario, se retiran silenciosamente, para respetar su paz. Además, es sábado, día de descanso, y los jardineros no están trabajando, aunque, por una costumbre que es tan larga como su vida, están afuera observando las plantas o las colmenas o las flores -para estas cosas no hay sábado-, que ponen fragancias, susurros o zumbidos, bajo el sol o la brisa abrileña.
Luego el jardín se va animando lentamente. Primero los domésticos y criadas, luego los apóstoles y las discípulas, por último Lázaro. Jesús se acerca a ellos y los saluda.
-¿Desde cuándo estás aquí, Maestro? – pregunta Lázaro sacudiendo de los mechones de los cabellos de Jesús algunas gotas de rocío.
-Desde la aurora. Me han llamado a alabar a Dios tus pájaros, y he venido aquí afuera. Contemplar a Dios en las bellezas de la Creación significa darle honor y orar con espíritu conmovido. Es hermosa la Tierra. Y en estas primeras horas del día, de un día como éste, se nos muestra con la frescura que tenía en los primeros días de su existencia.
-Verdaderamente tiempo de Pascua. Y se ha estabilizado. Se mantendrá porque se ha estabilizado en el primer período lunar con viento propicio – sentencia Pedro.
-Me alegro mucho. La Pascua con agua es triste.
-Y peor todavía es para la mies. El trigo requiere sol, ahora que se va acercando a la siega – dice Bartolomé.
-Estoy contento de estar aquí en paz. Hoy es sábado y no vendrá nadie. Ningún extraño entre nosotros – dice Andrés. -Te equivocas. Hay un huésped, un pequeño huésped. Está durmiendo todavía, Maestro. La cama blanda y el estómago
saciado le dan largo sueño. He pasado a verlo. Noemí lo está velando – dice Lázaro.
-¿Pero quién es? ¿Cuándo ha venido? ¿Quién lo ha traído? Porque hablas como si se tratara de un niño – preguntan hombres y mujeres
-Es un niño. Un pobre niño. Lo ha traído aquí su dolor. Estaba allí, contra las barras de la cancilla, mirando hacia la casa. Y el Maestro lo ha acogido.
-No sabíamos nada… ¿Por qué?
-Porque la criatura tenía necesidad de paz – responde Jesús, y su rostro se sume en un pensamiento profundo mientras termina diciendo:
-Y en casa de Lázaro se sabe guardar silencio.
Un criado viene a decir algo a Marta y se retira, para volver luego con otros, trayendo ánforas de leche y tazas, y pan con mantequilla y miel. Se sirven todos y se sientan acá o allá en los asientos diseminados.
Pero luego desean reunirse de nuevo en torno al Maestro y piden una parábola, «una bonita parábola» dicen «serena como este día de Nisán».
-No una. Os voy a proponer dos. Escuchad.
Un día, en una fiesta del Señor, un hombre quiso encender dos lámparas para honrarlo. Así pues, tomó dos recipientes de la misma anchura y metió en ellos la misma cantidad y el mismo tipo de aceite, metió una mecha igual y las encendió a la misma hora, para que oraran por él mientras trabajaba como estaba permitido.
Volvió pasado un cierto tiempo y vio que una lámpara ardía fuerte mientras que la otra tenía una llamita muy quieta y que apenas emitía un punto de luz en el rincón donde ardían las lámparas. El hombre pensó que estaría mal hecha la mecha. La observó. No, iba bien. Pero no quería arder tan alegremente como la otra lamparita, que tan alegremente ardía que parecía una lengua la llama que lanzaba, y era como si verdaderamente musitase palabras (en efecto, al agitarse ardiendo con tanta vehemencia, hasta emitía un leve susurro). «¡Esta lamparita verdaderamente canta las alabanzas del Señor altísimo!» dijo para sí. «¡Sin embargo, esta otra! ¡Mírala, alma mía! ¡Lo hace con tan poco ardor, que parece que le pesara el tener que honrar al Señor!», y volvió a sus trabajos.
Pasado un rato, regresó. Una llama se había alzado todavía más, y la otra se había bajado aún más y, cuanto más vibraba la otra resplandeciendo, ésta ardía cada vez más quieta y calmosa. Volvió otra vez, y lo mismo. Por tercera vez volvió, y lo mismo. Pero, al volver la cuarta vez, vio la habitación llena de humo maloliente y oscuro, y vio que una única llamita lucía a través de los velos del humo denso. Fue a la repisa donde estaban las lamparillas y vio que la que tanto ardía antes estaba ennegrecida y se había consumido totalmente. Vio que incluso había manchado con su lengua la pared blanca. La otra, por el contrario, seguía honrando al Señor con su constante luz.
Estaba para poner remedio a lo que había sucedido, cuando una voz le resonó cercana: «No cambies las cosas de como están, sino medita en ellas, que son un símbolo. Yo soy el Señor».
El hombre se arrojó rostro en tierra al suelo, adorando, y con gran temor, se atrevió a decir: «Soy un ignorante. Explícame, oh Sabiduría, el símbolo de las lamparillas, de las cuales, la que parecía más activamente honrarte ha causado un daño y la otra mantiene su luz».
«Lo haré. En los corazones de los hombres sucede como con estas dos lamparitas. Hay corazones que al principio arden y resplandecen y resultan admirables para los hombres, pues muy perfecta y constante parece su llama. Y hay corazones que resplandecen tenuemente, con un resplandor que no llama la atención y que puede parecer tibieza en lo relativo a honrar al Señor. Pero, pasada la primera efusión de llama, o la segunda o la tercera, entre la tercera y la cuarta causan daño, y luego se apagan, con quebranto, porque la luz de esos corazones no era segura. Quisieron brillar más por los hombres que por el Señor, y la soberbia los consumió en breve tiempo, en medio de un humo negro y denso que entenebreció incluso el aire. Los otros tuvieron una voluntad única y constante: honrar sólo a Dios; y, sin preocuparse de si el hombre los alababa, se fueron consumiendo a sí mismos con una larga y clara llama, exenta de humo y de hedor. Que sepas imitar a esa lamparita constante, porque sólo ésa es grata al Señor».
El hombre alzó la cabeza… El aire había quedado limpio de humo y la estrella de la lamparita fiel resplandecía, ella sola, pura, firme, en honor de Dios, haciendo brillar el metal de la lamparilla como si fuera de oro puro. Y la miraba resplandecer, siempre igual, durante horas y horas, hasta que dulcemente, sin humo ni mal olor, sin ensuciar el recipiente que la contenía, la llama expiró en un repentino resplandor pareciendo subir al cielo para fijarse entre las estrellas, habiendo honrado dignamente al Señor hasta la última gota y la última hebra de su vida.
En verdad, en verdad os digo que son muchos los que arden con intensa llama al principio y llaman la atención del mundo, el cual sólo ve la superficie de las acciones humanas; pero después mueren carbonizándose y ahumando con su acre humo. Y en verdad os digo que Dios no observa su llama porque ve que es un arder orgulloso que tiene un fin humano. ¡Bienaventurados los que saben imitar a la segunda lamparita y no carbonizarse sino subir al Cielo con el último latido de su constante amor.
-¡Es una curiosa parábola! ¡Pero verdadera! ¡Bonita! ¡Me gusta! Yo querría saber si nosotros somos esas lamparitas que suben al Cielo.
Los apóstoles intercambian sus expresiones.
Judas encuentra la forma de morder. Y su mordisco va a María de Magdala y a Juan de Zebedeo:
-¡Cuidado, María, y tú, Juan! Vosotros sois entre nosotros las lamparitas que emitís intensa llama… ¡No os vaya a suceder un mal!
María de Magdala está a punto de responder, pero se muerde los labios para no decir las palabras que le habían subido del corazón Mira a Judas. Se limita a mirarlo. Pero es tan ardiente esa mirada que Judas deja de reírse y de mirarla.
Juan, manso de corazón aunque ardiente de caridad, responde dulcemente:
-Por mí solo, eso podría suceder; pero confío en la ayuda del Señor, y espero poder consumirme hasta la última gota y la última hebra para honrar al Señor Dios nuestro.
-¿Y la otra parábola? Has prometido dos – recuerda Santiago de Alfeo.
-Ésta es mi segunda parábola. Está llegando… – y señala hacia la puerta de la casa, tapada por una cortina que con el viento se mueve levemente y que la mano de un criado descorre para dejar paso a la anciana Noemí, la cual se arroja a los pies de Jesús diciendo
-¡El niño está sano! ¡Ya no está deforme! Lo has curado durante la noche. Se había despertado y yo estaba preparando el baño para lavarlo antes de ponerle la blusa y la túnica que había cosido durante la noche tomando una túnica que Lázaro ya no usaba. Pero cuando le he dicho: «Ven, niño» y he alzado las mantas, he visto que su pequeño cuerpo, tan contrahecho ayer, ya no era así. Y he gritado. Inmediatamente han ido Sara y Marcela, que ni tenían noticia de que el niño estuviera en mi cama durmiendo, y las he dejado allí para venir inmediatamente a decírtelo…
La curiosidad envuelve a todos. Preguntas, ansias de ver.
Jesús aplaca el rumor con un gesto. Ordena a Noemí:
-Vuelve donde el niño. Lávalo, vístelo y tráelo aquí.
Y dirige su palabra a los discípulos:
-Ésta es la segunda parábola, que puede enunciarse así: «La verdadera justicia ni se toma venganza ni hace distinciones». Un hombre, es más: el Hombre, el Hijo del hombre, tiene enemigos y amigos; pocos amigos, muchos enemigos. Y de sus enemigos no ignora ni el odio ni los pensamientos; y conoce la voluntad de sus enemigos, una voluntad que no cederá ante ninguna acción, por horrenda que sea. En esto sus enemigos son más fuertes que sus amigos, para los cuales el abatimiento o la desilusión son como arietes que derruyen su fortaleza. Este Hijo del hombre, que tiene tantos enemigos, y al cual se echan en cara tantas cosas no verdaderas, encontró ayer a un pobre niño, el más desolado de los niños, hijo de uno que es enemigo suyo. Este niño estaba contrahecho y tullido y pedía una gracia extraña, la de morir. Todos piden al Hijo del hombre honores y alegrías, piden salud, piden vida. Este pobre niño pedía morir para no sufrir más. Ha conocido ya todo el dolor de la carne y del corazón, porque el que le engendró, que además me odia sin razón, odia también al inocente infeliz al que engendró. Y Yo lo he curado para que deje de sufrir, para que además de la salud física pueda alcanzar la salud espiritual. También su pequeña alma está enferma. El odio del padre y las burlas de los hombres se la han llagado y yermado en orden al amor. Sólo le ha quedado la fe en el Cielo y en el Hijo del hombre, al cual -mejor: a los cuales- pide la muerte. Aquí está. Ahora lo oiréis hablar.
El niño, arreglado, vestido de limpio con la tuniquita de lana blanca que Noemí, veloz, le ha cosido durante la noche, se acerca de la mano de la anciana nodriza. Es pequeño, a pesar de que, no estando ya encorvado y contrahecho, parezca más alto que el día anterior. Su carita es la de una criatura precozmente adulta por el dolor: irregular y un poco ajada. Pero ya no está deforme. Sus piececitos descalzos pisan seguros en el suelo, con un paso que ya no cojea como el le los rencos. Sus espaldas están flacas, pero bien rectas. El cuello, delgado, sobresale de ellas y parece más largo que ayer, cuando se le hundía entre las clavículas asimétricas.
-¡Pero… pero si es el hijo de Anás de Nahúm! ¡Qué forma de desperdiciar un milagro! ¿Piensas que así se van a volver amigos tuyos su padre y Nahúm? ¡Más odio vas a crear en ellos! Porque sólo deseaban la muerte de este niño, fruto de un matrimonio infausto – exclama Judas de Keriot.
-No obro milagros para conseguir amigos, sino por compasión hacia las criaturas y para dar honor al Padre mío. No hago distinciones ni cálculos, nunca, cuando me inclino compasivo hacia una miseria humana. No me vengo de quien me persigue… -Nahúm considerará venganza este acto tuyo.
-Ni siquiera tenía noticia de este niño, cuyo nombre todavía ignoro.
-Por desprecio lo llaman Matusala, o Matusalén.
-Mi madre me llamaba Salem. Mi madre me quería. No era mala: como eres tú y como son los que me odian – dice el niño con una luz en los ojos, esa luz de ira impotente que tienen los hombres y los animales que han sido largamente vejados. -Ven aquí, Salem. Aquí, conmigo. ¿Estás contento de estar sano?
-Sí… pero hubiera preferido morir, porque seguirán sin quererme. Si hubiera vivido mi madre, habría sido bonito. ¡Pero así!… Seré siempre infeliz.
-Tiene razón. Ayer encontramos a este niño. Nos preguntó si estabas en Betania, en casa de Lázaro. Queríamos darle una limosna porque pensamos que sería un mendigo. Pero no la aceptó. Estaba en la linde de una parcela de tierra… – dice el Zelote.
-¿Tú tampoco lo conocías? Es extraño – dice Judas de Keriot.
-Más extraño es que tú sepas tan bien estas cosas. ¿Olvidas que me contaba entre el número de los perseguidos y luego de los leprosos hasta que vine con el Maestro?
-¿Y tú olvidas que soy amigo de Nahúm, que es el apoderado de Anás? Nunca os lo he ocultado.
-¡Bien! ¡Bien! Esto no tiene importancia. Lo importante es saber qué hacemos ahora con este niño. Su padre no lo estima, es verdad pero sigue teniendo derechos sobre él. No podemos arrebatarle el hijo, así, sin decírselo. Tenemos que ser cautos y no irritarlos, porque ahora parecen mejores con nosotros – dice Natanael.
Judas se ríe alto, sarcásticamente, y no da ninguna explicación de por qué se ríe.
Jesús, que ha puesto sobre sus rodillas al niño, dice lentamente
-Haré frente a Nahúm… No seré más odiado por esto. No puede aumentar su odio. No puede. Es ya completo.
Analía, que no ha hablado en todo este tiempo, absorta por completo en un pensamiento suyo que le infunde beatitud, abre sus labios para decir:
-Si me hubiera quedado, me habría gustado tomarlo conmigo. Soy joven, pero tengo corazón de madre… -¿Te marchas? ¿Cuándo? – preguntan las mujeres.
-Pronto.
-¿Para siempre? ¿Y a dónde vas? ¿Fuera de Judea?
-Sí. Lejos. Muy lejos. Para siempre. Y me siento muy feliz.
-Lo que tú no puedes hacer otras podrán, si su padre lo cede.
-Si estáis tan interesados, se lo digo a Nahúm. Es él el que cuenta. Más que el padre verdadero. Mañana se lo diré – promete Judas e Keriot.
-Si no fuera sábado… iría a casa de ese Josías al que se lo habían entregado – dice Andrés.
-¿Para ver si están apenados por haberlo perdido? – pregunta Mateo.
-Creo que si una de sus abejas se perdiera estarían más afligidos… – dice entre dientes y con enfado Maximino, que hace un rato que se ha acercado.
E1 niño no habla. Está bien junto a Jesús, y estudia las caras que tiene a su alrededor, con esa mirada aguda que
frecuentemente tienen los niños enfermizos y que han vivido en el dolor. Parece escudriñar más los corazones que las caras, y
cuando Pedro pregunta: “¿Qué te parecemos nosotros?”, el niño, poniéndole una mano en su mano, le responde diciendo: -Tú eres bueno.
Luego aclara:
-Todos menos. Pero… hubiera preferido no ser reconocido. Tengo miedo… – y mira a Judas de Keriot.
-De mí, ¿no es verdad? ¿Miedo a que hable con tu padre? Está claro que tendré que hacerlo, si tengo que consultarle si te confía a nosotros. De todas formas… no te llevará.
-Ya lo sé. Es otra cosa… Lo que quisiera es estar muy lejos… como esa mujer… Ir a la tierra de mi madre. Hay un mar azul rodeado de montes muy verdes. Se le ve abajo. Y muchas velas blancas lo surcan. Y tiene bonitas ciudades alrededor. Luego, en los montes, hay muchas grutas donde las abejas silvestres hacen una miel dulcísima. Desde que se murió mi madre y me dieron a Josías no he vuelto a comer miel. Felipe, José, Elisa y los otros niños sí que comían miel, pero yo no. Tenía tantas ganas de miel, que, si hubieran puesto el recipiente de la miel en un lugar bajo, habría hurtado. Pero lo tenían en los estantes altos, y yo no podía subir a las mesas como hacía Felipe. ¡Tengo muchas ganas de comer miel yo!
-¡Pobre hijo! ¡Voy a traerte toda la que quieras! – dice Marta conmovida, y se marcha rápida.
-¿Pero de dónde es su madre? – pregunta Pedro.
-Tenía casas y propiedades en Sefet. Era hija única, huérfana y única heredera. Ya de una cierta edad, fea y levemente contrahecha. Pero muy rica. Siendo el paraninfo el viejo Sadoq, el hijo del favorito de Anás consiguió casarse con ella… Un contrato que fue un verdadero comercio indigno, puro cálculo y cero amor. Vendió los bienes de la mujer diciendo que estaban demasiado lejos de aquí, excepto una pequeña casa que antes era del administrador, que la había recibido como regalo del viejo patrón para toda su vida y la de sus herederos hasta la cuarta generación. Lo vendió todo y lo consumió todo en especulaciones desafortunadas. De todas formas… esto no lo creo, porque sé que tiene bonitas tierras hacia la parte de la ribera… que antes no tenía… Luego, después de algunos años de matrimonio, estando ya la mujer al borde de su ocaso, nació este hijo… y fue pretexto para repudiar a la mujer y tomar otra, de la llanura de Sarón, joven, guapa y rica… La divorciada se refugió en la casa del viejo administrador y allí murió. No sé por qué no se quedaron con este niño. El padre pensaba que moriría – explica el Iscariote.
-Porque Juan había muerto, y también María, y los hijos se habían marchado a servir a otros lugares. ¿Quién se iba a hacer cargo de mí, no siendo hijo y no pudiendo trabajar? De todas formas, Micael e Isaac eran buenos, y también Ester y Judit. Y son buenos. Cuando vienen para las fiestas me traen cosas, pero Josías me las quita para sus hijos.
-Pero no quieren tenerte – rebate Judas.
-Ahora que estoy derecho y fuerte, me querrán tener. ¡Ellos son siervos! Ya he dicho que no podían decir al patrón: «Hazte cargo de este tullido enfermo». Pero ahora pueden.
Bartolomé le hace reflexionar:
-Lo que pasa es que si has huido de casa de Josías no te podrán encontrar.
La cabal observación toca al niño, que reflexiona (y es que la enfermedad le ha dado una mente precozmente reflexiva, como también un rostro precozmente adulto). Desanimado, dice:
-Es verdad. En eso no había pensado.
-Vuelve allí. En estos días irán…
-¡Allí! No. No vuelvo allí. No quiero volver allí. ¡Antes me mato’ – Una furia salvaje lo altera profundamente. Pero rompe a llorar y se vuelca sobre las rodillas de Jesús, y dice:
-¿Por qué no me has quitado la vida?
Marta, que está volviendo con un tarro de miel, se queda estupefacta ante esta desolación. Bartolomé, por su parte, afligido por haberla provocado, se disculpa:
-Creía que estaba dando un buen consejo. Un consejo bueno para todos. Para el niño, para ti, Maestro, para Lázaro… Ninguno de vosotros ni de nosotros tiene necesidad de nuevo odio…
-¡Es verdad! ¡Un problema bien serio! – exclama Pedro, y, meditando en el caso, saca sus conclusiones, que concluye con su típico silbido, exponente para él de su estado de ánimo ante problemas difíciles, graves de resolver.
Unos proponen una cosa, otros otra. Ir donde Nahúm. Ir donde Josías y decirle que mande a estos Micael e Isaac a casa de Lázaro, o a otra parte donde esté el niño (porque es prudente no hacer odiar más a Lázaro de lo que ya lo odian por su amistad con Jesús). No decir nada a nadie y hacer desaparecer al niño dándolo a algún discípulo seguro.
Judas de Keriot no habla. Es más, parece ajeno al intercambio de pareceres; juguetea con los caireles de su túnica, peinándolos y despeinándolos con los dedos.
Tampoco Jesús habla. Acaricia y calma al niño. Le alza la cara y pone entre sus manos el tarrito de miel.
1 Salem es un niño, un pobre niño de diez años que ha sufrido siempre. Pero, aunque el dolor lo haya madurado, sigue
siendo un niño; de forma que ante tanto tesoro de miel cambia sus últimas lágrimas por un estupor extático. Pregunta, alzando
esos ojos suyos -única belleza suya- tan castaños, tan grandes e inteligentes; pregunta: -¿Cuánta puedo coger? ¿Un
cacillo de éstos, o dos? – y señala a la redonda cuchara de plata que lentamente se hunde en la dorada miel.
-Toda la que quieras, niño. Toda la que desees. El resto te lo tomarás mañana, y después. ¡Es toda tuya¡ – dice Marta acariciándolo.
-¡¡¡Toda mía¡¡¡ ¡¡Nunca he tenido tanta miel¡¡ ¡Toda mía¡ – y aprieta con reverencia el tarrito contra su pecho como si fuera un tesoro.
Pero luego siente que más precioso que el tarro es el amor que se lo ofrece, y deja el tarrito en las rodillas de Jesús para alzar los brazos queriendo ceñir el cuello de Marta, que está inclinada hacia él, y besarla. Es todo lo que puede su agradecimiento, todo lo que él, un desamparado que no tiene nada que ofrecer, puede dar.
Los otros dejan de proponer planes, para observar la escena. Pedro dice:
-¡Éste es todavía más infeliz que Margziam, que tenía al menos el amor de su abuelo y de los otros campesinos¡ ¡Verdaderamente hay que decir que hay siempre dolores mayores que los que hemos juzgado grandísimos¡
-Sí. No ha sido tocado aún el fondo del abismo del dolor humano. ¿Quién sabe cuántos secretos oculta todavía… y ocultará en los siglos futuros? – dice Bartolomé pensativo.
-¿Entonces no tienes fe en la Buena Nueva? ¿No crees que la Buena Nueva cambiará el mundo? Lo dicen los profetas, y el Maestro lo repite. Eres un incrédulo, Bartolmái – dice Judas Iscariote con leve ironía.
El Zelote le responde:
-No veo dónde está la incredulidad de Bartolomé. La doctrina del Maestro dará consuelo a todas las desventuras, modificará incluso la crueldad de los usos y costumbres, pero… no eliminará el dolor; lo hará soportable con sus divinas promesas de alegría futura. Para que fuera abolido el dolor -o, al menos, mucha parte de dolor, porque, en todo caso, seguiría habiendo enfermedades y muertes y cataclismos naturales-, haría falta que todos tuvieran el corazón que tiene el Cristo, pero…
Le interrumpe Judas Iscariote:
-Efectivamente, eso debe suceder. Si no, ¿para qué habría servido el que el Mesías hubiera venido a la Tierra?
-Digamos que así debería ser. Pero, dime, Judas, ¿esto se ha verificado entre nosotros? Somos doce y vivimos con Él desde hace tres años, y absorbemos su doctrina como el aire que respiramos. ¿Y bien? ¿Somos ya santos los doce? ¿Qué hacemos nosotros que no lo hagan Lázaro, Esteban, Nicolái, Isaac, Manahén, José, Nicodemo, las mujeres o los niños? Hablo de los justos de esta Patria nuestra. Todos éstos, tanto sí son sabios y ricos como si son pobres e ignorantes, hacen lo que hacemos nosotros: un poco de bien, un poco de mal, pero sin renovarnos totalmente. Es más, te digo que muchos, muchos, nos superan. Sí, muchos seguidores nos superan a nosotros, apóstoles… ¿Y pretendes que todo el mundo tome el corazón que tiene el Cristo, si nosotros, los apóstoles, no lo hemos tomado? Hemos mejorado más o menos… al menos, eso esperamos, porque difícilmente el hombre se conoce y conoce al hermano que vive a su lado. Es demasiado opaco y espeso el velo de la carne, y demasiado atento está el corazón del hombre a no ser escrutado, como para que el hombre comprenda al hombre. Siempre, observándose u observando, uno se queda en la superficie: cuando se trata del examen nuestro porque no queremos conocernos para no sufrir en nuestro orgullo o en la necesidad de cambiar; cuando se trata del examen de los demás, porque nuestro orgullo de examinadores nos hace jueces injustos y el orgullo del examinado se cierra, como hace una ostra con sus valvas respecto a lo que tiene en su interior – dice el Zelote.
-¡Así es¡ Simón, verdaderamente has pronunciado palabras de sabiduría – aprueba Judas Tadeo. Y los otros le hacen
coro.
-¿Y entonces a qué ha venido si nada debe cambiar? – rebate Judas Iscariote.
Jesús toma la palabra:
-Muchas cosas cambiarán. No todo. Porque contra mi Doctrina habrá en el futuro lo que ahora es ya una realidad: odio, el odio de los que no estiman la Luz. Porque contra la fuerza de mis seguidores estará la de los seguidores de Satanás ¡Cuántos¡ ¡Con cuántos aspectos¡ Y ¡cuántas doctrinas heréticas irán surgiendo nuevas, opuestas a mi Doctrina, inmutable por ser perfecta¡ ¡Cuánto dolor generarán esas doctrinas¡ Vosotros no conocéis el futuro. A vosotros os parece mucho el dolor que ahora hay en el mundo… Pero Aquel que conoce ve horrores que no serían comprendidos, aunque Yo os los explicara… ¡Ay, si Yo no hubiera venido, si no hubiera venido para dar a los que han de venir un código que frene los instintos en los mejores, y para dar una promesa de paz futura¡ ¡Ay, si el hombre no tuviera, por mi venida, elementos espirituales que pueden mantenerlo «vivo» en la vida del espíritu, mantenerlo con la seguridad de un premio¡… Si no hubiera venido, con el paso de los siglos la Tierra se transformaría en un vasto infierno terrestre y la raza humana se despedazaría y perecería maldiciendo al Creador…
-El Altísimo prometió no volver a mandar castigos universales como el diluvio. Una promesa de Dios no falla – dice
Judas.
-Sí, Judas de Simón. Es verdad. El Altísimo no volverá a mandar calamidades universales como el diluvio. Pero los hombres se crearán por sí mismos calamidades cada vez más atroces, unas calamidades respecto a las cuales el diluvio y la lluvia de fuego que exterminó a Sodoma y Gomorra tendrán aspecto de castigos piadosos. ¡Oh¡…
Jesús se pone en pie con un gesto de angustiosa piedad por las gentes futuras.
-¡Bien! ¡Bien! Tú sabes… ¡Pero ahora qué hacemos respecto a éste? – pregunta Judas Iscariote señalando al niño, que está saboreando en pequeñas dosis su miel y está todo contento.
-A cada día su afán. Ya dirá el mañana. Preocuparse del mañana es vano, considerando que ni siquiera sabemos quién estará vivo todavía mañana.
-No pienso como Tú. Y lo que digo es que habría que saber dónde vamos a alojarnos, dónde comeremos la Cena… Muchas cosas. Si esperamos y esperamos, pues la ciudad se llena; ¿y a dónde iremos nosotros? A Getsemaní, no; a casa de José, no; a casa de Juana, no; donde Nique, no; donde Lázaro, tampoco. ¿A dónde entonces?
-A donde el Padre prepare un refugio para su Verbo.
-¿Crees que quiero saberlo para decirlo?
-Tú lo dices. Yo no he dicho nada. Ven, Salem. Mi Madre tiene noticia de ti pero todavía no te ha visto. Ven, voy a llevarte donde Ella.
-¿Pero está enferma tu Madre? – pregunta Tomás.
-No. Está orando. Tiene mucha necesidad de orar.
-Sí. Sufre mucho. Llora mucho. Y el único consuelo de María es la oración. Siempre la he visto orar mucho. Podría decir que en los momentos de mayor dolor vive de oración… – explica María de Alfeo mientras Jesús se aleja llevando de la mano al niño y teniendo al otro lado a Analía, a la que ha invitado a ir con Él donde María.