El sábado anterior a la entrada en Jerusalén. La cena en Betania. Judas de Keriot ha decidido.
La cena ha sido preparada en esa sala enteramente blanca en que Jesús habló con las discípulas. Y todo es esplendor de blanco y plata, en el que ponen una pincelada menos nívea y fría unos haces de ramas de manzano o peral, o de otro árbol frutal, cándidos come la nieve pero con un levísimo toque de color rosa; tan leve, que hace pensar en la nieve acariciada por un beso de lejana aurora: sobresalen, enhiestos, de jarrones abombados o de estrechas ánforas de plata, y están colocados en las mesas y sobre las arcas y aparadores que hay junto a las paredes de la sala. Las flores esparcen por toda la sala el típico olor de flores de árbol frutal, un olor fresco, amargoso, de primavera pura…
Lázaro entra en la sala al lado de Jesús. Detrás, de dos en dos o en grupos más nutridos, los apóstoles. Por último, las dos hermanas de Lázaro con Maximino. No veo a las discípulas. Tampoco a María. Quizás han preferido quedarse en la casa de Simón con la Madre afligida. El día se encamina hacia el crepúsculo. Pero un vestigio de sol incide aún en la copa susurradora de algunas palmas que se alzan agrupadas a pocos metros de la sala, y en la cima de un gigantesco laurel en cuyas frondas pugnan los pardales antes de entregarse al descanso. Y más allá de las palmas y del laurel, más allá de los setos de rosas y de jazmines, más allá de los cuadros de muguetes y de otras flores y pequeñas plantas aromáticas, más allá de todo ello, se ve la blanca extensión de un grupo tardío de manzanos o perales del huerto, moteada del verde tierno de sus primeras hojas: parece una nube apresada entre las ramas.
Jesús, al pasar cerca de un ánfora llena de ramas, observa:
-Tenían ya los primeros pequeños frutos. ¡Fíjate! Arriba hay flores y más abajo se ha caído ya la flor y se está agrandando el ovario.
-Ha sido María la que ha querido cogerlas. Ha llevado también otros haces como éstos a tu Madre. Se ha levantado con el alba, creo, por miedo a que un día más de sol consumiera estas frágiles corolas. Yo, hace poco, he tenido noticia de este estrago. Pero no he sentido el rechazo que sintieron los criados agricultores; al contrario, he pensado que era justo ofrecerte todas las bellezas de la Creación a ti, Rey de todas las cosas.
Jesús se sienta en su sitio sonriendo, y mira a María, la cual, junto con su hermana, se apresta a servir cual si fuera una criada, y acerca los cuencos de la purificación y los paños para secarse, y luego echa vino en las copas y pone sobre la mesa las bandejas con la comida, a medida que los criados las van trayendo de las cocinas o las acercan después de haber trinchado en los aparadores.
Naturalmente, si bien las dos hermanas sirven con cortesía a todos los comensales, su esmero se concentra especialmente en sus dos comensales predi lectísi mos: Jesús y Lázaro.
En un momento dado de la cena, Pedro, que come con satisfacción, observa: -¡Fíjate! ¡Me doy cuenta ahora! Los platos son todos como es usanza en Galilea… Me da la impresión como de… ¡Sí, claro!… Es como estar en un banquete de boda. Pero aquí no falta el vino como faltó en Caná.
María sonríe mientras le llena de vino al apóstol de nuevo la copa, un vino ambarino limpísimo. Pero no habla. Es también esta vez Lázaro el que explica:
-Efectivamente, éste ha sido el pensamiento de mis hermanas, especialmente de María: ofrecer una cena en que el Maestro tuviera la impresión de estar en su Galilea, sin duda mejor, mucho mejor, que estos lugares, aunque también imperfecta…
-Pero para hacerle pensar esto se habría requerido la presencia de María en esta mesa. En Caná estaba. Por Ella se produjo el milagro – observa Santiago de Alfeo.
-¡Aquél debió ser un gran vino!
-El vino es símbolo de alegría y debería serlo también de fecundidad, porque el vino es jugo de la fecunda vid. Pero no veo que haya fecundado mucho porque Susana no tiene hijos – dice Judas Iscariote
-¡Vaya que si era un gran vino! Nos fecundó en el espíritu… — dice Juan, con un cierto aspecto soñador, como siempre cuando contempla en su interior los milagros obrados por Dios. Y termina:
-Por una virgen fue hecho… y sobre el que lo probó descendió un influjo de pureza.
-¿Pero tú crees que Susana es virgen? – pregunta, riéndose, Judas Iscariote.
-No he dicho eso. Virgen es la Madre del Señor. Virginidad emana todo lo que por Ella se ha llevado a cabo. Yo siempre pienso lo virginizadoras que son todas las cosas que se hacen a través de María… – y sueña de nuevo, sonriendo ante quién sabe qué visión.
-¡Dichoso ese muchacho! Creo que ahora ni se acuerda del mundo. Observadlo – dice Pedro señalando a Juan, que, echado en su triclinio, mueve absorto unos pedacitos de pan olvidándose de comer.
También Jesús se inclina un poco para mirar a Juan, que está en una esquina de uno de los lados de la mesa dispuesta en forma de U (por tanto, un poco detrás del Señor, a espaldas de Él, que a su vez está en el medio del lado central y que tiene a su primo Santiago a 1a izquierda y a Lázaro a la derecha). Después de Lázaro están el Zelote y Maximino, como después de Santiago el otro Santiago y Pedro. Juan está entre Andrés y Bartolomé, y después Tomás, que tiene enfrente a Judas, a Felipe, a Mateo y a Judas Tadeo, el cual está justo en la esquina donde la larga mesa central empieza.
María de Lázaro sale de la estancia mientras Marta pone en la mesa unas bandejas colmadas de higos nuevos, de verdes tallos de hinojo, de frescas almendras peladas, y fresones o frambuesas, no lo sé, que parecen aún más rojos estando en medio de esas pálidas esmeraldas de los hinojos y de los higos, y del color lácteo de las almendras; y bandejas colmadas de pequeños melones u otro fruto similar -a mí me recuerdan a los melones verdes de la baja Italia- y de doradas naranjas.
-¿Ya estas frutas? En ningún lugar he visto estas frutas ya maduras – dice Pedro abriendo desorbitada mente los ojos y señalando a las fresas y los melones.
-Han venido, en parte, de las riberas de más allá de Gaza, donde tengo un huerto de estos productos, y, otra parte, de las terrazas solaneras que tengo encima de la casa, los invernaderos de las plantas más delicadas, las que hay que proteger del frío intenso. Me enseñó su uso un amigo romano… Fue lo único bueno que me enseñó…
Lázaro se entristece. Marta suspira… Pero Lázaro, enseguida, vuelve a ser ese perfecto huésped que no da tristeza a sus invitados.
-Es muy usual en las quintas de Baya y Siracusa, y a lo largo del arco de Síbaris, el cultivar estas delicias con este método para tenerlas precozmente. Con las naranjas libias coméis los últimos frutos, con los melones de Egipto que han crecido en las solanas, y con estos frutos latinos, coméis los primeros; y coméis almendras blancas de nuestra patria y tiernas habas y digestivos tallos que saben a anises… Marta, ¿has pensado en el niño?
-He pensado en todos. María se ha conmovido al recordar Egipto…
-Tenías algunas de estas plantas en aquel pobre huerto. En los períodos de calor sofocante era una fiesta sumergir los melones en el pozo del vecino, un pozo hondo y fresco, y comerlos al atardecer… Me acuerdo… Y tenía una cabrita golosa a la que había que vigilar, porque le gustaban mucho las plantas y frutos tiernos…
Jesús, que estaba hablando con la cabeza un poco agachada, alza la cara y mira a las palmas, susurradoras con el viento del atardecer:
-Cuando veo esas palmas… siempre que veo las palmas, veo de nuevo Egipto, esa tierra suya amarilla y arenosa que el viento tan fácilmente movía… y a lo lejos vibraban las pirámides en el aire enrarecido… y veo los altos tallos de las palmas… y veo la casa donde… Pero es inútil evocar. Cada momento tiene su afán… y con su afán su alegría… Lázaro, ¿te importaría darme algunos frutos de éstos? Quisiera llevárselos a María y Matías. No creo que Juana los tenga.
-No los tiene. Ayer lo decía, proponiéndose plantarlos en Béter mandando construir las solanas. Pero no te los doy ahora. He cogido todos los que tenía y durante algunos días faltarán los frutos maduros. Te los mandaré; o, si no, manda a alguno por ellos antes del viernes. Prepararemos un bonito cesto para esos niños. ¿Verdad, Marta?
-Sí, hermano mío. Y meteremos también esos pequeños lirios de los valles que a Juana tanto le gustan.
Regresa María Magdalena. Trae en las manos un recipiente de cuello estrecho y terminado en un piquito, elegante como el cuello de un ave. El alabastro es de un precioso color amarillo-rosado, como la carne de ciertas rubias.
Los apóstoles la miran, quizás pensando que trae alguna gollería rara. Pero María no va al centro, a donde está su hermana, al interior de la U que forman las mesas. No. Pasa por detrás de los triclinios y va a colocarse entre el de Jesús y Lázaro y el de los dos Santiagos. Destapa el recipiente de alabastro y pone la mano debajo del pico y recoge algunas gotas de un líquido de aspecto filamentoso que sale lentamente del esenciero abierto. Un penetrante olor de tuberosas y de otras esencias, un perfume intenso y exquisito, se esparce por la sala. Pero María no se siente satisfecha con eso poco que sale. Se agacha y rompe con un golpe seguro el cuello del esenciero contra el ángulo del triclinio de Jesús. El estrecho cuello cae al piso esparciendo sobre los mármoles del suelo gotas perfumadas. Ahora el recipiente tiene una amplia boca y la exuberancia del ungüento fluye en densos hilos.
María se pone detrás de Jesús y extiende sobre la cabeza de Él el espeso óleo; unta todos los bucles de los cabellos de Jesús, los extiende y luego los ordena con un peine que se quita de sus propios cabellos, y repeina la cabeza adorada. La cabeza rubio-rosada de Jesús resplandece como oro viejo brillantísimo después de esta unción. La luz de la lámpara que los criados han encendido se refleja en la cabeza rubia de Cristo como en un casco de un bronce cobreño hermosísimo. El perfume es
embriagador. Penetra en las fosas nasales, sube a la cabeza; tan penetrante es, esparcido de esa manera, sin medida, que casi irrita como polvo estornutatorio.
Lázaro, que tiene la cabeza vuelta hacia atrás, sonríe al ver con qué esmero María unge y peina los bucles de Jesús, para que su cabeza, después de la olorosa fricción, se vea ordenada, mientras que no se preocupa de que sus propios cabellos, no sujetos ya por el ancho peine que ayudaba a las horquillas en su función, estén descendiendo cada vez más por el cuello y ya estén próximos a soltarse del todo y caer sobre los hombros. También Marta mira y sonríe. Los demás hablan entre sí, en voz baja y con distintas expresiones de sus caras.
Pero María no está satisfecha todavía. Hay todavía mucho ungüento en el esenciero roto, y los cabellos de Jesús, a pesar de ser tupidos, están ya saturados. Entonces María repite el gesto de amor de un atardecer ya lejano. Se arrodilla a los pies del triclinio, suelta las hebillas de las sandalias de Jesús y le descalza los pies; luego, hundiendo los largos dedos de su bellísima mano en el recipiente, saca toda la cantidad que puede de ungüento, y lo extiende, lo distribuye sobre los pies desnudos, dedo por dedo; luego en la planta y el calcañar; y, más arriba, en el tobillo, que ha descubierto retirando la túnica de lino; por último, sobre el empeine de los pies, y se detiene allí, en los metatarsos, en el lugar por donde entrarán los clavos tremendos, e insiste hasta que ya no encuentra bálsamo en el hueco del recipiente. Entonces rompe el esenciero contra el suelo, y, libres ya las manos, se saca las gruesas horquillas, se suelta rápidamente las pesadas trenzas, y quita con esa madeja de oro viva, suave, fluyente, de los pies de Jesús, que gotean bálsamo, lo que sobra de la unción.
Judas alza su voz. Hasta este momento había guardado silencio, observando con mirada impura de lujuria y de envidia a la hermosísima mujer y al Maestro, cuya cabeza y cuyos pies estaban siendo ungidos por ella. Es la única voz de abierto reproche; los otros, no todos, pero sí algunos, habían susurrado algo o habían expresado algún gesto de sorprendida, aunque tímida, desaprobación. Pero Judas, que incluso se había puesto en pie para ver mejor la unción derramada sobre los pies de Cristo, dice con desaire: -¡Qué inútil y pagano derroche! ¿Qué necesidad había de hacerlo? ¡Y luego no queremos que los Jefes del Sanedrín murmuren que hay pecado! Éstos son gestos propios de una cortesana lasciva y desdicen, mujer, de la nueva vida que llevas. ¡Demasiado recuerdan tu pasado!
El insulto es de tal naturaleza, que todos se quedan atónitos; es tal, que todos se agitan (unos se sientan en los
triclinios, otros se ponen bruscamente en pie, todos miran a Judas como a uno que, al improviso, se hubiera vuelto loco).
Marta se pone roja. Lázaro se pone en pie como movido por un resorte y pega un puñetazo en la mesa, y dice: -¡En mi casa…! – pero luego mira a Jesús y se contiene.
-Sí. ¿Me miráis? Todos habéis murmurado en vuestro corazón. Pero ahora, por haberme hecho eco vuestro y haber dicho abiertamente lo que pensabais, sin titubear os oponéis a mí. Repito lo que he dicho. No quiero, ciertamente, decir que María sea la amante del Maestro. Pero sí digo que ciertos actos no sintonizan ni con Él ni con ella. Es una acción imprudente. Y también injusta. Sí. ¿Por qué este derroche? Si ella quería destruir los recuerdos de su pasado, hubiera podido darme a mí ese esenciero y ese ungüento. ¡Era al menos una libra de nardo puro! Y de gran valor. Yo lo habría vendido por lo menos por trescientos denarios. Un nardo de ese valor ahora se cotiza a ese precio. Y hubiera podido vender el recipiente, que era hermoso y de valor. Habría dado a los pobres, que nos asedian, esos denarios. Nunca son suficientes. Y mañana en Jerusalén no se contarán los que pidan una limosna.
-¡Eso es verdad! – asienten los otros – Hubieras podido usar un poco para el Maestro y lo demás…
María de Magdala… como si estuviera sorda. Sigue enjugando los pies de Cristo con sus cabellos sueltos, que también ahora están espesos en la parte de abajo por el ungüento, y están más oscuros que en la parte alta de la cabeza. Los pies de Jesús están lisos y suaves, de un color de marfil viejo, como si estuvieran cubiertos por una epidermis nueva. María calza las sandalias a Cristo y besa los dos pies antes y después de haberlos calzado, sorda ante cualquier otra cosa que no sea su amor por Jesús.
Y Jesús la defiende, poniéndole una mano sobre la cabeza, que tiene agachada para el último beso, y diciendo:
-Dejadla. ¿Por qué la apenáis y la molestáis? No sabéis lo que ha hecho. María ha cumplido conmigo una acción obligada y buena. Pobres siempre tendréis entre vosotros. Yo estoy para marcharme. A ellos los tendréis siempre, pero a mí pronto ya no me tendréis. A los pobres podréis siempre darles una limosna. A mí, dentro de poco, al Hijo del hombre entre los hombres, no será posible ya dar honor alguno, por voluntad de hombres y porque la hora ha llegado. El amor, a ella, le es luz; ella siente que estoy para morir y ha querido anticiparle a mi cuerpo las unciones para la sepultura. En verdad os digo que en cualquier parte que se predique la Buena Nueva será recordado este acto suyo de amor profético. En todo el mundo. Durante todos los siglos. ¡Pluguiera a Dios hacer de cada una de las criaturas otra María, que no calcula precios, que no abriga apegos, que no guarda el más mínimo recuerdo del pasado, sino que destruye y pisotea todo lo relativo a la carne y al mundo, y se quebranta y se difunde como ha hecho con el nardo y el alabastro, sobre su Señor y por amor a Él! No llores, María. En esta hora te repito las palabras que dije a Simón el fariseo y a tu hermana Marta: «Todo te queda perdonado porque has sabido amar totalmente». «Tú has elegido la parte mejor. Y no te será arrebatada». Ve en paz, dulce oveja mía hallada. Ve en paz. Los pastos del amor serán tu alimento por toda la eternidad. Álzate. Besa también estas manos mías que te han absuelto y bendecido… ¡A cuántos han absuelto, bendecido, curado, favorecido estas manos mías! Y, no obstante, os digo que ese pueblo al que he favorecido está preparando la tortura para estas manos…
Se produce un denso silencio en el denso aire del intenso perfume. María, pendiéndole los sueltos cabellos sobre los hombros como manto y sobre el rostro como velo, besa la derecha, que Jesús le ofrecido, y no sabe apartar de esa mano sus labios…
Marta, emocionada, se acerca a María y le recoge los cabellos sueltos, los trenza luego acariciándola y extendiéndole el llanto sobre las mejillas intentando secarlo…
Ninguno tiene ya ganas de seguir comiendo… Las palabras de Cristo ponen pensativos a los presentes.
El primero en levantarse es Judas de Alfeo. Pide permiso para retirarse. Santiago, su hermano, hace lo mismo, y lo mismo hacen Andrés y Juan. Se quedan los otros, pero ya en pie, en la operación de purificarse las manos en las palanganas de plata que les ofrecen los criados. María y Marta hacen lo mismo con el Maestro y Lázaro.
Entra un doméstico y se inclina hacia Maximino para decirle algo.
-Maestro – dice éste después de haber escuchado – hay una serie de personas que desearían verte. Dicen que vienen de lejos. ¿Qué hacemos?
Jesús llama a Felipe, a Santiago de Zebedeo y a Tomás y ordena:
-Id, evangelizad, curad. Id en mi nombre. Anunciad que mañana subiré al Templo.
-¿Convendrá decir esto, Señor? – pregunta Simón Zelote.
-Es inútil callarlo porque ya lo han dicho en la Ciudad Santa, más bocas de enemigos que de amigos. !Id!
-! Mmm! Se comprende que los amigos lo sepan… Pero los amigos no traicionan. Lo que no comprendo es cómo pueden saberlo los otros.
-Entre los muchos amigos siempre hay algún enemigo, Simón de Jonás. Demasiados son ya… los amigos, y con demasiada facilidad son recibidos como tales. !Cuando pienso en lo que tuve que rogar y esperar yo!… Pero eran los primeros tiempos y había cautela. Luego los triunfos deslumbraron y se dejó de tener cautela. Y fue un error. Pero eso les sucede a todos los vencedores. Las victorias empañan la limpieza de visión y debilitan la prudencia de actuación. Naturalmente me estoy refiriendo a nosotros, discípulos. No estoy hablando del Maestro, que es perfecto. !Si hubiéramos seguido siendo nosotros doce, no deberíamos acongojarnos por temer traiciones! – miente descaradamente Judas de Keriot.
Es indescriptible la mirada que Cristo pone en el apóstol traidor. Una mirada que expresa una llamada y dolor infinitos. Pero Judas no la recoge. Pasando por delante de la mesa, se dispone a salir… Jesús lo sigue con la mirada y, en el momento justo en que lo ve que está saliendo, le pregunta:
-¿A dónde vas?
-Afuera… – responde evasivamente Judas.
-¿Fuera de esta sala o fuera de esta casa?
-Afuera… Sin más… Para andar un poco.
-No vayas, Judas. Quédate aquí conmigo, con nosotros…
-Se han marchado tus hermanos y Juan con Andrés. ¿Por qué yo no?
-Tú no vas al descanso como ellos…
Judas no responde, sino que, testarudamente, sale. Las palabras han callado en la sala. Los huéspedes y los cuatro apóstoles que quedan -Pedro, Simón, Mateo y Bartolomé- se miran.
Jesús mira afuera. Se ha levantado y ha ido a una ventana para seguir los movimientos de Judas. Cuando lo ve salir de la casa con el manto ya puesto, y encaminarse hacia la cancilla que desde aquí no se ve, lo llama con fuerte voz:
-!Judas! Espérame. Tengo que decirte una cosa – y aparta delicadamente a Lázaro, quien, intuyendo el dolor de su Maestro, había rodeado su cintura con un brazo; y sale de la estancia y alcanza a Judas, que había seguido andando, aunque más lento.
Lo alcanza a un tercio largo de la distancia que hay entre la casa y la cerca del jardín, en una pequeña espesura de árboles de gruesas hojas; árboles que parecen de cerámica verde oscura, tachonada de pequeñas flores reunidas en ramilletes (y cada flor es una crucecita con pétalos gruesos, como si estuvieran hechos de una cera apenas enmarillecida, de intenso perfume). No sé su nombre. Lo lleva detrás de la espesura y, agarrando todavía con su mano el antebrazo de Judas, le pregunta de nuevo:
-¿A dónde vas, Judas? !Te lo ruego, quédate aquí!
-¿Por qué me lo preguntas, Tú que sabes todo? ¿Qué necesidad tienes de preguntar, Tú que lees el corazón de los hombres? Sabes que voy donde mis amigos. No me concedes ir. Ellos solicitan mi presencia. Yo voy.
-!Tus amigos! !Tu perdición has de decir! Vas a la perdición. Vas donde tus verdaderos asesinos. !No vayas, Judas! !No vayas! A cometer un delito vas… Tú…
-!Ah! !¿Tienes miedo?! !¿Por fin tienes miedo?! !Por fin te sientes hombre, nada más que un hombre! Porque sólo el hombre tiene miedo de la muerte. Dios sabe que no puede morir. Si te sintieras Dios, sabrías que no podrías morir y no tendrías miedo. Porque Tú, ahora, ahora que sientes próxima tu muerte, tienes ese miedo que es común a todos los hombres, y tratas, con todos los medios, de alejarlo, y ves en todas partes y en todas las cosas un peligro. ¿Dónde está tu maravillosa audacia? ¿Dónde, esas firmes declaraciones de estar contento, sediento, de llevar a cabo el Sacrificio? !De eso no tienes en tu corazón ni un vestigio! Pensabas que esta hora no iba a llegar nunca, y entonces te mostrabas fuerte, generoso, y decías frases solemnes. !Venga ya! !No te quedas corto respecto a los que tachas de hipócritas! Nos has halagado y traicionado. !Y nosotros que habíamos dejado todo por ti! !Nosotros que somos odiados por causa tuya! Tú eres la causa de nuestra perdición…
-Bueno, basta. !Ve! !Ve! No han pasado muchas horas desde que me has dicho: «Ayúdame a quedarme. !Defiéndeme!». Lo he hecho. ¿De qué ha servido? Dime una última cosa. Reflexiona antes de decirla. ¿Es ésta tu pura voluntad? ¿La de ir donde tus amigos, la de preferirlos a mí?
-Sí. Es ésta. No necesito reflexionar, porque ya hace tiempo que no tengo otra voluntad.
-Pues ve entonces. Dios no fuerza la voluntad del hombre – y Jesús le vuelve la espalda y regresa lentamente hacia la casa. Cuando está cerca de la casa, alza la cabeza atraído por la mirada que Lázaro, en pie, erguido en el sitio de antes, tiene clavada en Él. Y bien pálido está ese rostro que se esfuerza en sonreír al amigo fiel. Vuelve a la sala en que los cuatro apóstoles están hablando con Maximino mientras Marta y María dirigen el trabajo de los criados, que ponen en orden la sala, recogen la vajilla y mantelería usados en el banquete.
Lázaro ha ido a la puerta y ha ceñido de nuevo la cintura de Jesús. Ahora, al pasar junto a un criado, le dice:
-Tráeme ese rollo que está en la mesa de mi habitación de trabajo.
Lleva a Jesús a uno de los amplios asientos que hay en la encajadura de las ventanas, para que se siente. Pero Jesús permanece en pie, esforzándose en prestar atención a todo lo que le dice Lázaro… pero es visible que su pensamiento está en otro lugar, y que su corazón está muy afligido, a pesar de que, cuando se da cuenta de que los apóstoles lo están observando, sonría para disipar la sospecha que hay en el corazón de los que se han acercado y puesto en torno a Él y ahora se susurran palabras y se entienden con las miradas señalando al Maestro.
El criado vuelve con el rollo. Pedro, visto que esos pergaminos contienen cosas más elevadas de lo que su cabeza puede entender, se retira diciendo:
-Los peces no pican con ciertas comidas. Es mejor hablar con Maximino de plantas y cultivos.
Marta continúa su trabajo. María, aun guardando silencio, participa en lo que expone Lázaro, quien señala al Maestro algunos puntos escritos en esos pergaminos diciendo:
-¿No posee una clarividencia singular este pagano? Más que muchos de los nuestros. Quizás… si hubiera estado aquí, mientras Tú eres el Maestro nuestro, habría sido de tus discípulos, y uno de los mejores. Y te habría comprendido como muchos de los nuestros no saben hacer. Y ¿qué poema habría extraído de su genio la admiración por ti! ¡Oh, tus palabras recogidas y conservadas por un espíritu que es luminoso a pesar de ser de pagano! ¡Tu vida descrita por este intelecto abierto y transparente! Nosotros no tenemos ya escritores y poetas. Tú has nacido tarde. Cuando el egoísmo de la vida y la corrupción religioso-social han extinguido en nosotros la poesía y el genio. No ha encontrado eco en la voz viva de un seguidor tuyo lo que escribieron de ti nuestros sabios y profetas sin conocerte. Tus predilectos y tus fieles son, en su mayor parte, personas sin instrucción. Y los otros… No. No tenemos ya ningún soelet (los hebreos -anota MV en una copia mecanografiada- llamaban soelet a los que hablaban en las asambleas. Los libros sapienciales están compuestos por las palabras de los soelets recogidas en los rollos de la Escritura) que transmita a las gentes tu sabiduría y tu figura. Ya no los tenemos, porque faltan, más que la capacidad para hacerlo, el espíritu y la voluntad. La parte más selecta de Israel tiene voz sorda, como la de una trompeta averiada, y no sabe ya cantar las glorias y maravillas de Dios. Mi miedo es que todo se pierda o quede alterado, parte por incapacidad, parte por mala voluntad…
-No sucederá. El Espíritu del Señor, cuando haya establecido su morada en el interior de los corazones, repetirá mis palabras y explicará el significado de ellas. Es el Espíritu de Dios el que habla por los labios del Cristo. Luego… Luego hablará directamente a los espíritus y recordará mis palabras.
-¡Oh, si esto fuera pronto! Pronto porque tus palabras son muy poco escuchadas y menos comprendidas. Yo creo que el rugido del Espíritu Santo será violento como dilatado fuego para esculpir en las mentes, con la violencia, aquello que no quisieron acoger por ser dulce y suave. Yo creo que el llameante Espíritu consumirá con sus llamas las tibias o tardas conciencias y escribirá en ellas tus palabras. El mundo deberá amarte. ¡El Altísimo lo quiere! ¿Pero cuándo será? – dice la Magdalena con su ímpetu habitual.
-Cuando Yo me haya inmolado en el Sacrificio del amor. Entonces el Amor vendrá. Será como la hermosa llama que se alce de la Víctima inmolada. Y esta llama no se apagará, porque no cesará el Sacrificio. Una vez establecido, durará todo el tiempo que dure la Tierra.
-Pero entonces… ¿Tú, para que eso sucediera, deberías verdaderamente ser inmolado?
-Así es – Jesús tiene ese gesto suyo usual de adhesión al propio destino. Abre los brazos con las manos vueltas hacia afuera e inclina la cabeza. Luego la alza de nuevo para sonreír a Lázaro, que está afligido, y dice:
-Pero no será violenta como un rugido la voz inmaterial del Espíritu de Amor, sino que será dulce como el amor, que es suave como viento de Nisán aunque fuerte como la muerte. ¡El inefable ministerio del Amor! El complemento, el coronamiento de mi ministerio. La perfección de mi ministerio de Maestro… Yo no tengo miedo, como tú lo tienes, a que se pierda algo de lo que he dado. Es más, en verdad te digo que serán proyectados rayos de luz sobre mis palabras y veréis el espíritu de ellas. Yo me voy serenamente, porque confío mi doctrina al Espíritu Santo y mi espíritu al Padre mío.
Inclina la cabeza pensando. Luego, dejado el rollo que ha originado la conversación en una especie de alto aparador o arca de ébano, o de otra madera oscura cuajada de incrustaciones de marfil amarillento, que ha sido traído de la habitación de al lado por cuatro criados y en el cual Marta está ordenando la disposición de las piezas de vajilla más preciosas, dice:
-Lázaro, ven afuera. ¡Necesito hablarte!
-Enseguida, Señor – y Lázaro se alza del asiento en que estaba sentado y sigue a Jesús al jardín que ya se cubre de sombras (pues en el cielo está muriendo la última luz del día y aún demasiado tenue es el primer claror lunar, que apenas se manifiesta).