El sábado anterior a la entrada en Jerusalén. Judíos y peregrinos en Betania. El Sanedrín ha decidido.
Amor y odio mueven a muchos de los peregrinos congregados en Jerusalén, y de los propios jerosolimitanos, a ir a Betania sin esperar siquiera a que se complete el ocaso. De forma que cuando los primeros llegan a la casa de Lázaro el sol apenas ha comenzado a ponerse. Y a Lázaro -que, avisado por los domésticos, muestra su asombro ante esta violación del sábado (porque los primeros en llegar han sido precisamente los más conocidos de entre los más intransigentes judíos)- le dan éstos esta respuesta verdaderamente farisaica:
-Desde la Puerta del Rebaño ya no se veía la bola del sol y entonces hemos empezado el camino, seguros de que no íbamos a superar la medida prescrita antes de que el sol declinara tras las cúpulas del Templo.
En el rostro enjuto de Lázaro -Lázaro está sano y tiene buen aspecto, pero ciertamente no está gordo- se dibuja una ligera sonrisa irónica. Y les responde, con garbo pero también con un leve sarcasmo:
-¿Y qué queréis ver? El Maestro respeta su sábado. Descansa. No se limita a no ver la bola del sol para considerar
terminado su descanso, sino que espera a que se apague el último rayo de sol para decir: «El sábado ha terminado».
-¡Sabemos que es perfecto! ¡Lo sabemos! Pero, si hemos cometido un error, razón de más para verlo. Sólo un poco, lo
necesario, al menos, para ser absueltos por Él.
-Lo siento. No puedo. El Maestro está descansando y reposa. Y no lo molesto.
Pero llega más gente, y son peregrinos procedentes de todos los lugares; gente que suplica, que insiste en ver a Jesús. Con los hebreos están mezclados gentiles, y con éstos prosélitos. Y observan a Lázaro y lo miran de reojo como si fuera un ser irreal. Lázaro soporta la molestia de esta celebridad no buscada, respondiendo pacientemente a los que le hacen preguntas. Pero no da la orden a los servidores de que abran la cancilla.
-¿Eres tú el hombre resucitado de la muerte? – pregunta uno que tiene claro aspecto de ser mestizo, porque de hebreo no tiene más, que la típica nariz más bien gruesa y aguileña, mientras que el acento y la manera de vestir revelan que es extranjero.
-Lo soy, para dar gloria a Dios, que me sacó de la muerte para hacerme siervo de su Mesías.
-¿Pero fue una muerte verdadera? – preguntan otros.
-Preguntádselo a esos judíos importantes. Ellos vinieron a mis funerales y muchos estuvieron presentes en mi resurrección.
-¿Pero qué sentiste? ¿Dónde estabas? ¿Qué recuerdas? Cuando volviste a la vida, ¿qué sucedió en ti? ¿Cómo te resucitó?… ¿No se puede ver el sepulcro donde estuviste? ¿De qué moriste? ¿Ahora estás perfectamente? ¿Ya no tienes ni siquiera las señales de las llagas?
Lázaro, paciente, trata de responder a todos. Pero, si bien le resulta fácil decir que se encuentra perfectamente y que incluso las señales de las llagas durante los meses que han pasado desde que resucitó se han borrado ya, no puede decir lo que sintió y cómo lo resucitó. Y responde:
-No lo sé. Me encontré vivo en mi jardín, en medio de los criados y de mis hermanas. Cuando me liberaron del sudario, vi el sol, la luz, tuve hambre, comí, sentí la alegría de vivir y del gran amor del Rabí por mí. Lo demás, más que yo, lo saben los que se encontraban presentes. Ahí están tres de ellos hablando, y otros dos ahí llegan. (Son estos últimos Juan y Eleazar, miembros del Sanedrín, mientras que los tres que están hablando son dos escribas y un fariseo que efectivamente vi en la resurrección de Lázaro, pero cuyo nombre no recuerdo).
-Ésos a nosotros que somos gentiles no nos hablan! Id vosotros, que sois judíos, a preguntarles… Pero tú enséñanos el sepulcro donde estuviste.
Se muestran insistentes al máximo.
Lázaro se decide. Dice algo a los domésticos y luego se dirige a la gente:
-Id por ese camino que va entre ésta y la otra casa mía. Yo salgo a vuestro encuentro para llevaros al sepulcro, aunque, en realidad, lo único que se ve es un agujero abierto en un estrato de roca.
-¡No importa! ¡Vamos! ¡Vamos!
-¡Espera, Lázaro! ¿Podemos ir también nosotros? ¿O para nosotros está prohibido lo que se concede a extranjeros? – dice un escriba.
-No, Arquelao. Ven si quieres, si es que no te contamina el acercarte a un sepulcro.
-No me contamina porque no contiene muerte.
-Pero la contuvo durante cuatro días. ¡Por mucho menos uno es considerado impuro en Israel! El que roza con su vestido a uno que tocó un cadáver decís que es impuro. Y mi sepulcro, a pesar de que desde hace mucho esté abierto, todavía despide tufaradas de muerte.
-No importa. Nos purificaremos.
Lázaro mira a los dos fariseos Juan y Eleazar y les dice:
-¿También venís vosotros?
-Sí, vamos.
Lázaro va a buen paso hacia el lado limitado por los setos altos y compactos como muros. Abre una cancilla que está encajada en uno de ellos. Se asoma al camino que lleva a la casa de Simón y hace una señal a los que esperan para que prosigan.
Los guía hacia el sepulcro. Un rosal florecido ciñe su entrada, pero no es suficiente para anular el horror emanado por una tumba abierta. En la roca inclinada bajo el arco florecido se leen las palabras: « ¡Lázaro, sal afuera!».
Los malévolos las ven enseguida, y enseguida dicen:
-¿Por qué has dicho que esculpan ahí esas palabras? ¡ No debías hacerlo! (No debías, por deferencia hipócrita, desfasada y farisaica hacia la prescripción de Levítico 26, 1)
-¿Que por qué? En mi casa puedo hacer lo que quiera, y nadie puede acusarme de pecado por haber querido fijar en la roca, para que fueran incancelables, las palabras del grito divino que me devolvió la vida. Cuando esté ahí dentro y no pueda ya celebrar la potencia misericordiosa del Rabí, quiero que el sol las siga leyendo en la piedra, y que las plantas las aprendan de los vientos y las acaricien los pájaros y las flores, y sigan por mí bendiciendo el grito del Cristo que me llamó de la muerte.
-¡Eres un pagano! ¡Eres un sacrílego! Blasfemas contra nuestro Dios. Celebras el sortilegio del hijo de Belcebú. ¡Cuidado,
Lázaro!
-Os recuerdo que estoy en mi casa y que estáis en mi casa, y que habéis venido sin que nadie os llamara, y, además, can innoble finalidad. Sois peores que éstos, que son paganos pero que reconocen a un Dios en el resucitador.
-¡Anatema! Como es el Maestro, así es el discípulo. ¡Qué horror! ¡Vámonos! Fuera de esta cloaca inmunda. ¡Corruptor de Israel, el Sanedrín recordará tus palabras!
-Y Roma, vuestros complots. ¡Salid de aquí!
Lázaro, siempre manso, trae a su memoria que es hijo de Teófilo, y los echa como a una manada de perros. Se quedan los peregrinos, de todas las procedencias. Y éstos preguntan y miran e imploran ver a Jesús.
-Lo veréis en la ciudad. Ahora no. No puedo.
-¡Ah !, ¿pero va a la ciudad? ¿Realmente va a la ciudad? ¿No mientes? ¿Va, a pesar de que lo odien tanto?
-Va. Ahora marchaos, tranquilos. ¿Veis como la casa descansa? No se ve a nadie ni se oye ninguna voz. Habéis visto lo que queríais ver: al resucitado y el lugar de su sepultura. Ahora marchaos. Pero no dejéis que la curiosidad sea estéril. ¡Que el hecho de haberme visto a mí, que soy prueba viva del poder de Jesucristo, Cordero de Dios y Mesías santísimo, os conduzca a todos a su camino! Por esta esperanza me siento contento de haber resucitado, porque espero que el milagro pueda hacer reaccionar a los titubeantes y convertir a los paganos, de forma que persuada a todos de que uno sólo es el verdadero Dios y uno sólo es el verdadero Mesías: Jesús de Nazaret, Maestro santo.
La gente, remolona, desaloja el lugar. Y, si uno se marcha, diez vienen; porque nueva gente sigue viniendo. Pero Lázaro logra con la ayuda de algunos criados empujar afuera a todos y cerrar las cancillas.
Hace ademán de querer retirarse. Ordena:
-Vigilad por que no fuercen las cancillas o salten por encima de ellas. Pronto anochecerá y se marcharán a sus lugares de alojamiento.
Pero, en esto, ve que de tras una espesura de mirtos salen Eleazar y Juan.
-¿Qué? No os había visto y creía…
-No nos expulses. Hemos entrado en una espesura para no ser vistos. Tenemos que hablar con el Maestro. Hemos venido nosotros porque sospechan menos de nosotros que de José y Nicodemo. Pero no quisiéramos ser vistos por nadie, aparte de por ti y por el Maestro… ¿Son de fiar tus criados?
-En casa de Lázaro existe la usanza de ver y oír sólo lo que agrada al dueño, y de no saber nada para los extraños. Venid. Por este sendero. Entre estas dos paredes vegetales más opacas que un muro.
Los guía por el caminito que hay entre la dúplice, impenetrable barrera de bojes y de laureles.
-Quedaos aquí. Os traigo a Jesús.
-¡Que nadie se percate!…
-No temáis.
La espera dura poco. Pronto en el sendero, semioscuro por la enramada, aparece Jesús, blanco todo con su túnica de lino. Lázaro se queda en el límite del sendero como si estuviera de guardia, o por prudencia. Pero Eleazar le dice -más que decírselo, se lo indica con un gesto- que se acerque. Lázaro se acerca mientras Jesús saluda a los dos, que lo reverencian inclinándose profundamente.
-Maestro, escucha, y tú también, Lázaro. En cuanto ha corrido la noticia de tu llegada y de que estás aquí, el Sanedrín se ha reunido en casa de Caifás. Todo lo que se hace es un abuso… Y ha decidido… ¡No te hagas falsas ilusiones, Maestro! ¡Vigila, Lázaro! Que no os seduzca la falsa calma, la aparente somnolencia del Sanedrín. Es una simulación, Maestro; una simulación para atraerte hacia ellos y apresarte sin que la muchedumbre se altere y se prepare a defenderte. Tu suerte está signada y el decreto no se cambia. Puede ser mañana o dentro de un año, pero se cumplirá. El Sanedrín no olvida nunca sus venganzas. Espera, sabe esperar la ocasión propicia, ¡pero luego!… Y también tú, Lázaro. Quieren quitarte de en medio, apresarte, eliminarte, porque por causa tuya demasiados los abandonan para seguir al Maestro. Tú -lo has dicho con exactas palabras- eres el testimonio de su poder. Y quieren destruir ese testimonio. Las muchedumbres pronto olvidan. Ellos eso lo saben. Una vez desaparecidos tú y el Rabí, se apagarán muchos ardores.
-¡ No, Eleazar! ¡Arderán con viva llama! – dice Jesús.
-¡Oh, Maestro! ¿Pero… qué… si Tú estás muerto?: ¿de qué nos servirá el que la fe en ti -admitámoslo- se alce con viva llama, si Tú estás apagado? Yo esperaba tan sólo poder decirte algo alegre y hacerte una invitación: mi esposa pronto dará a luz al hijo que tu justicia ha hecho florecer poniendo de nuevo la paz entre dos corazones en tempestad. Nacerá para Pentecostés. Quisiera decirte que vinieras a bendecirlo. Si entras bajo mi techo, toda calamidad quedará para siempre alejada de mi hogar – dice el fariseo Juan.
-Te doy ya desde ahora mi bendición…
-¡Entonces es que no quieres venir a mi casa! ¡No me crees leal! ¡Lo soy, Maestro! ¡Dios me ve!
-Lo sé. Es que… para Pentecostés ya no estaré entre vosotros.
-Pero el niño nacerá en la casa que tengo en el campo…
-Ya lo sé. Pero Yo ya no estaré. No obstante, tú, tu esposa, el que nacerá y los hijos que ya tienes tenéis mi bendición. Os doy las gracias por haber venido. Ahora marchaos. Guíalos por el sendero hasta más allá de la casa de Simón. Que no los vean… Yo vuelvo a casa. La paz a vosotros…