El miércoles por la noche en el Getsemaní con los apóstoles.
-Os he dicho: «Estad atentos, velad y orad para no ser sorprendidos bajo el peso del sueño». Pero veo que vuestros ojos cansados desean cerrarse y vuestros cuerpos, incluso sin intención, buscan posturas de descanso. ¡Tenéis razón, pobres amigos míos! Vuestro Maestro ha pretendido mucho de vosotros en estos días, y estáis muy cansados. Pero dentro de pocas horas, ya pocas horas, os alegraréis de no haber perdido ni siquiera un momento de estar a mi lado. Os alegraréis de no haber negado nada a vuestro Jesús. Por lo demás, es la última vez que os hablo de estas cosas de lágrimas. Mañana os hablaré de amor y os haré un milagro que será todo amor. Preparaos con una gran purificación a recibirlo. ¡Oh, cuánto más de acuerdo con mi Yo el hablaros de amor que el hablaros de castigo! ¡Qué dulce me es decir: «Os amo. Venid. ¡Durante toda mi vida he soñado esta hora!» Pero también es amor hablar de muerte. Es amor en cuanto que la muerte, por los que os aman, es la suprema prueba de amor. Es amor porque prevenir a los amigos queridos en orden a la desventura significa afectuosa previsión que quiere verlos preparados, y no desconcertados, cuando llegue la hora. Es amor porque confiar un secreto es prueba de la estima que se tiene puesta en aquellos a quienes se confía. Sé que habéis asediado a Juan con interrogatorios, para saber qué le he dicho cuando hemos estado solos. Y no habéis creído que no hubiera habido palabras. Y, sin embargo, así ha sido; me ha bastado tener al lado una criatura…
-¿Por qué, entonces, él, y no otro? – pregunta Judas Iscariote. Y lo pregunta con desdeñosa altanería. También Pedro, y con él Tomás y Felipe, dicen:
-Sí. ¿Por qué a él y no a los otros?
Jesús responde a Judas:
-¿Hubieras querido ser tú? ¿Puedes pretenderlo?
Era una fresca y serena mañana de Adar… Yo era un desconocido viandante que iba por el camino cercano al río… Cansado, lleno de polvo del camino, palidecido por el ayuno, desarreglada la barba, rotas las sandalias: parecía un mendigo por los caminos del mundo… Él me vio… y me reconoció como Aquel sobre el que había descendido la Paloma de fuego eterno. En esa primera transfiguración mía, ciertamente debió revelarse un átomo de mi divino esplendor. Los ojos abiertos por la Penitencia de Juan el Bautista y los que la Pureza había conservado angélicos vieron lo que los otros no vieron.
Y los ojos puros llevaron esa visión al tabernáculo del corazón; allí la guardaron como perla en un arca… Cuando se alzaron, pasados casi dos meses, hacia el viandante de rasgadas vestiduras, su alma me reconoció… Yo era su amor. Su primer y único amor. El primer y único amor no se olvida. El alma lo siente venir, aunque se haya alejado, lo siente venir de distantes lejanías, y vibra de alegría y despierta a la mente y ésta a la carne, para que todas participen en el banquete de la alegría de volver a encontrarse y a amarse. Y los labios temblorosos me dijeron: «Te saludo, Cordero de Dios».
¡Oh, fe de los puros, qué grande eres! ¡Cómo superas todos los obstáculos! No sabía mí Nombre. ¿Quién era Yo? ¿De dónde venía? ¿Qué hacía? ¿Era rico? ¿Era pobre? ¿Era sabio? ¿Era ignorante? ¿Qué importa saber todo esto para la fe? ¿Aumenta o disminuye ella por saber? Él creía en todo lo que el Precursor le había dicho. Como estrella que transmigra, por orden creador, de uno a otro cielo, se había separado de su cielo, Juan el Bautista, de su constelación, y había venido a su nuevo cielo, el Cristo, a la constelación del Cordero. Y, aun no siendo la estrella más grande, sí es la más hermosa y pura de la constelación de amor.
Han pasado tres años desde entonces. Estrellas grandes y pequeñas se han unido a mi constelación y se han separado de ella. Algunas han caído y han muerto, otras, debido a densos vapores, se han convertido en estrellas brumosas. Pero él ha permanecido fijo con pura luz junto a su Polar.
Dejadme mirar su luz. Dos serán las luces en las tinieblas del Cristo: María y Juan. Pero tanto será el dolor, que casi no podré verlas. Dejad que me imprima en mis pupilas estos cuatro iris, trozos de cielo entre pestañas rubias, para llevar conmigo, a donde ninguno podrá venir, un recuerdo de pureza. ¡Todo el pecado! ¡Todo sobre los hombros del Hombre! ¡Oh! ¡Oh! ¡Esta gotita de pureza!… ¡La Madre mía! ¡Juan! ¡Y Yo!… ¡Los tres náufragos a flote en el naufragio de una humanidad en el mar del Pecado!
Será la hora en que Yo, el retoño de la estirpe davídica, diga, gimiendo, el antiguo suspiro de David. «Dios mío, vuelve tus ojos hacia mí. ¿Por qué me has abandonado? De ti me alejan los gritos de los delitos que he cargado sobre mí por todos… Soy un gusano, ya no un hombre, el oprobio de los hombres, el desecho de la plebe». (Salmo 22, 2.7.13-19)
Y escuchad a Isaías: «He abandonado mi cuerpo a los castigadores, mis mejillas a quienes me arrancaban la barba; no he apartado la cara de quien me ultrajaba y me cubría de esputos». (Isaías 50, 6; 53; 63, 3)
Oíd de nuevo a David: «Estoy rodeado de muchos becerros, asaltado de muchos toros. Contra mí han abierto sus fauces para despedazarme como leones que desmiembran y rugen. Me he derramado como el agua».
E Isaías completa: «Yo mismo he teñido mis vestiduras». ¡Oh, mis vestiduras! Yo mismo las tiño, no con mi furor, sino con mi dolor y el amor mío por vosotros. Como las dos piedras planas de la prensa, el dolor y el amor me estrujan y me exprimen la Sangre. No soy distinto del racimo prensado, que entró hermoso en el trujal y después era papilla exprimida sin jugo ni hermosura.
Y mi corazón, hablo con David, «se hace como de cera y se oprime dentro de mi pecho». ¡Oh, Corazón perfecto del Hijo del hombre!, ¿en qué te conviertes ahora? Semejante al que una vida de crápula deshace y enerva. Todo mi vigor se seca. La lengua se me queda pegada a1 paladar por fiebre y agonía. Y la muerte va avanzando con su ceniza asfixiante y cegadora.
¡Y todavía sin piedad! «Una manada, una jauría de perros me asedia y me muerde. En las heridas caen los mordiscos, en los mordiscos los palos. Ni un jirón de mi carne queda sin dolor. Los huesos chirrían dislocados con el infame estiramiento. No sé dónde apoyar mi cuerpo. La terrible corona es círculo de fuego que penetra en la cabeza. Estoy colgado de los pies y las manos traspasados. Elevado presento mi cuerpo al mundo y todos pueden contar mis huesos»…
-¡Calla! ¡Calla! – dice Juan entre accesos de llanto.
-¡No hables más! ¡Nos haces agonizar! – suplican los primos. Andrés no habla, pero ha metido la cabeza entre las rodillas y llora en silencio. Simón está lívido. Pedro y Santiago de Zebedeo parecen sometidos a tortura. Felipe, Tomás, Bartolomé asemejan a tres estatuas de piedra con expresión de angustia.
Judas Iscariote es una máscara macabra, demoníaca. Parece un réprobo que al fin haya comprendido lo que ha hecho: tiene la boca abierta para un aullido que le grita dentro y que queda estrangulado en la garganta; ojos de loco, dilatados y aterrados; mejillas térreas, bajo el velo moreno de la barba afeitada; cabellos alborotados, porque de vez en cuando se los desordena con la mano; está sudado y frío: parece próximo a desmayarse.
Mateo, alzando la mirada abatida en busca de una ayuda para su tormento, lo ve y dice:
-¡Judas! ¿Te sientes mal?… ¡Maestro, Judas está sufriendo!
-Yo también – dice Cristo – Pero Yo sufro con paz. Haceos espíritu para poder soportar la hora. Uno que sea «carne» no la puede vivir sin enloquecer…
-Sigue hablando David, que ve las torturas de su Cristo: «Todavía no están contentos y me miran y se burlan, y se reparten mis despojos echando a suertes mi túnica. Yo soy el Malhechor. Están en su derecho».
¡Oh, Tierra, mira a tu Cristo! Sabe reconocerlo, aunque esté tan deshecho. Escucha, recuerda las palabras de Isaías y comprende el porqué, el gran porqué, de que Él quedara así, de que el hombre pudiera dar muerte, reduciéndolo a aquellas condiciones, al Verbo del Padre. «Él no tiene hermosura ni esplendor. Lo hemos visto, no era hermoso su aspecto. Y no lo hemos amado. Despreciado como el último de los hombres, Él, el varón de los dolores acostumbrado a padecer, mantenía tapado su rostro. Vejado, no le hicimos ningún caso. Su belleza de Redentor era esa máscara de tortura. ¡Mas tú, necia Tierra, preferías su rostro sereno!
«Verdaderamente ha cargado sobre sí nuestros males, ha llevado nuestros dolores. Y lo hemos mirado como a un leproso, como a uno al que Dios hubiera maldecido, como a persona despreciada. Cuando, en realidad, ha sufrido las llagas por nuestros delitos. Sobre Él ha recaído el castigo a nosotros destinado, el castigo que nos devuelve la paz con Dios. Por sus moraduras somos sanados. Éramos como ovejas errantes. Todos se habían apartado del camino recto y el Señor puso sobre Él las iniquidades de todos».
Aquel, aquellos que piensen haberse aportado algo a sí mismos y haberlo aportado a Israel desengáñense. Y lo mismo aquellos que piensen que han sido más fuertes que Dios. Y también los que piensen que no tienen que imputarse culpa por este pecado por el simple hecho de que me dejo matar sin resistencia. Yo llevo a cabo mi tarea santa, la perfecta obediencia al Padre. Pero ello no elimina su obediencia a Satanás ni su nefanda tarea.
Sí. Tu Redentor fue sacrificado, oh Tierra, porque Él lo quiso. «No abrió la boca para expresar una palabra de súplica y así ser indultado, ni una palabra de maldición para sus asesinos. Como una oveja se dejó llevar al matadero para que le dieran muerte, como cordero mudo conducido a la presencia del que lo esquila».
«Después de la captura y la condena fue alzado. No tendrá descendencia. Como un árbol ha sido talado y apartado de la tierra de los vivos. Dios ha descargado sobre Él su mano por el pecado de su pueblo. ¿Ninguno de su descendencia de la Tierra participará de su dolor? ¿No tendrá hijos el que fue segregado de la Tierra?».
Te voy a responder, profeta de tu Cristo. Si es cierto que mi pueblo no sentirá compasión del Matado sin culpa, los ángeles del pueblo celeste sí la sentirán. Si su virilidad no tendrá humanamente hijos, porque su Naturaleza no podía hallar desposorio con carne mortal, sí que tendrá hijos, claro que tendrá hijos, según una generación que recibirá la vida no de la carne y de la sangre, sino del amor y la Sangre divinos, una generación del espíritu, por lo que su prole será eterna.
Y te explico más, oh mundo que no comprendes al profeta. Te explico quiénes son los impíos entregados a su sepultura; quién, el rico entregado a su muerte. ¡Observa, oh mundo, si tan siquiera uno de los que le dieron muerte gozó de paz y larga vida! Él, el Viviente, pronto dejará la muerte. Mas, como hojas que el viento de otoño, una a una, deposita en el pliegue del surco tras haberlas arrancado con repetidas ráfagas, ellos, uno a uno, serán pronto depositados en la innoble sepultura que para Él había sido decretada; y uno que para el oro vivió podría -si fuera lícito poner al inmundo donde estuvo el Santo- ser depositado donde aún quedará la humedad de las innumerables heridas de la Víctima inmolada en el monte. Acusado sin culpas, Dios toma venganza de Él, porque nunca hubo engaño en su boca ni iniquidad en su corazón.
Consumido de padecimientos. Pero, ya consumido, ya truncada su vida como sacrificio de expiación, comenzará su gloria ante los que vendrán. Todos los deseos y las santas disposiciones de Dios en orden a Él tendrán cumplimiento. Por las angustias de su alma, verá la gloria del verdadero pueblo de Dios, y se gozará en ello. Su celeste doctrina, que Él sellará con su Sangre, será la justificación de muchos de entre los mejores. Y tomará la iniquidad de los pecadores. Por eso tendrá una gran multitud, oh Tierra, este Rey desconocido que los pérfidos escarnecieron y que no fue por los mejores comprendido. Y con los suyos se repartirá los despojos de los vencidos, los despojos de los fuertes, Él, único Juez de los tres reinos y del Reino.
Todo lo ha merecido porque todo lo dio. Todo le será entregado porque entregó su vida a la muerte y fue contado entre los malhechores, Él que no conocía pecado; sin otro pecado que no fuera el de un perfecto amor, una infinita bondad: dos culpas que el mundo no perdona, un amor y una bondad que lo movieron a tomar sobre sí los pecados de muchos, de todo el mundo, y a orar por los pecadores. Por todos los pecadores, incluso por aquellos que lo entregaron a la muerte.
He terminado. No tengo más que decir. Todo lo que quería decir en orden a las profecías mesiánicas está dicho. Desde el nacimiento hasta la muerte, todas os las he ilustrado, y lo he hecho para que me conocierais y no tuvierais dudas; ni justificaciones de vuestro pecado.
Ahora vamos a orar juntos. Es la última noche que podemos orar así, todos unidos como granos de uva al racimo que los sostiene. Venid. Oremos.
«Padre nuestro que estás en los Cielos, santificado sea tu Nombre. Venga tu Reino. Hágase tu Voluntad en la Tierra como se hace en el Cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día. Perdónanos nuestras deudas como nosotros las perdonamos a nuestros deudores. No nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal. Así sea».
«Santificado sea tu Nombre.” Padre, Yo lo he santificado. Piedad de tu Semilla.
«Venga tu Reino.” Para fundarlo muero. Piedad de mí.
«Hágase tu Voluntad.” Socorre mi debilidad. Tú que has creado la carne del hombre y con ella has revestido a tu Verbo para que Yo en esta Tierra te obedezca como siempre te he obedecido en el Cielo. Piedad del Hijo del hombre.
«Danos el Pan»… Para el alma un pan. Un pan que no es de esta Tierra. No lo pido para mí. No necesito más que tu consuelo espiritual. Por ellos Yo, Mendigo, te tiendo la mano. Dentro de poco será traspasada y clavada y ya no podrá hacer gesto de amor. Pero ahora puedo todavía. Padre, concédeme darles el Pan que diariamente fortalezca la debilidad de los pobres hijos de Adán. Son débiles, oh Padre, inferiores son porque no tienen ese Pan que es fuerza, el angélico Pan que espiritualiza al hombre y lo conduce a divinizarse en Nosotros.
«Perdónanos nuestras deudas»…
Jesús, que ha hablado en pie y ha orado con los brazos abiertos ahora se arrodilla y alza los brazos y la cara hacia el Cielo. Una cara surcada por un llanto quedo, palidecida por la fuerza de la súplica y el beso de la Luna
¡Perdona a tu Hijo, oh Padre, si en algo te faltó! Ante tu Perfección puedo aún aparecer imperfecto, Yo, tu Cristo que la carne grava. Ante los hombres… no. Mi consciente intelecto me asegura que he hecho todo por ellos. Pero Tú perdona a tu Jesús… (Que Jesús no conoció pecado alguno está claro unos renglones más abajo y en toda la obra de María Valtorta. Las expresiones que en este texto pudiera causar perplejidad hacen relación a la naturaleza humana de Cristo y al hecho de que Jesús cargó con nuestros pecados) Yo también perdono. Para que Tú me perdones, Yo perdono. ¡Cuánto debo perdonar! ¡Cuánto!… Y, sin embargo, perdono. A estos presentes, a los discípulos ausentes, a los sordos de corazón, a los enemigos, a los burladores, a los traidores, a los asesinos, a los deicidas… Ve que he perdonado a toda la Humanidad. En cuanto a mí, Padre, considera anulada toda deuda del hombre al Hombre. Para darles a todos tu Reino Yo muero, y no quiero que sea imputado como condena el pecado contra el Amor encarnado. ¿No? ¿Dices «no»? Es mi dolor. Este «no» me infunde en el corazón el primer sorbo del cáliz atroz. Pero, Padre a quien siempre he obedecido, Yo te digo: «Hágase como Tú quieres».
«No nos dejes caer en la tentación.” !Oh, si Tú quieres, nos puedes alejar el demonio! Es él la tentación que azuza la carne, la mente, el corazón. Es él el Seductor. ¡Aléjale, Padre! ¡Tu arcángel en nuestra ayuda! ¡Para poner en fuga a aquel que desde el nacimiento hasta la muerte nos acosa!… ¡Oh, Padre santo, piedad de tus hijos!
«!Líbranos, líbranos del mal!” Tú puedes hacerlo. Nosotros aquí lloramos… Tan hermoso es el Cielo, y tememos perderlo. Tú dices: «Mi Santo no puede perderlo». Pero Yo quiero que veas en mí al Hombre, al Primogénito de los hombres. Soy su hermano. Oro por ellos y con ellos. ¡Padre, piedad! ¡Oh, piedad!…
Jesús se postra. Luego se levanta:
-Vamos. Despidámonos esta noche. Mañana por la noche no encontraremos ya la manera de hacerlo. Estaremos demasiado turbados. Y el amor no está donde hay turbación. Démonos el beso de paz. Mañana… mañana cada uno será de sí mismo… Esta noche todavía podemos ser uno para todos y todos para uno.
Y los besa, uno por uno, empezando por Pedro; luego a Mateo, Simón, Tomás, Felipe, Bartolomé, Judas Iscariote, los dos primos, Santiago de Zebedeo, Andrés y, por último, a Juan, en el que luego se apoya mientras salen del Getsemaní.