El martes por la noche en el Getsemaní con los apóstoles.
-Hoy habéis oído hablar a gentiles y judíos. Y habéis visto cómo los primeros me han aceptado con reverencia, mientras que los segundos por poco no me han agredido. Tú, Pedro, casi llegas a las manos al ver que arteramente mandaban contra mí corderos, carneros y chotos para hacerme caer al suelo entre los excrementos. Tú, Simón, a pesar de la gran prudencia que tienes, has abierto tu boca al insulto contra los miembros más aviesos del Sanedrín, que ruinmente se chocaban contra mí diciéndome: «Apártate, demonio, mientras pasan los enviados de Dios». Tú, Judas, primo, y tú, Juan, mi predilecto, habéis gritado, y, raudos, me habéis evitado: uno el ser embestido, tomando el caballo por las bridas; el otro, metiéndose delante de mí y recibiendo el golpe, dirigido a mí, del pértigo cuando, con risa burlona, Sadoq ha venido contra mí con su pesado carro lanzado adrede con veloz carrera. Os agradezco vuestro amor, que os hace alzaros contra los agresores del Inerme; pero veréis otras agresiones; actos crueles, mucho mayores. Cuando esta Luna ría en el cielo por segunda vez, a partir de esta noche, las agresiones, por ahora verbales o apenas esbozadas desde el punto de vista material, se harán concretas, más densas que las flores que ahora pueblan los árboles frutales y se apiñan cada vez más por la prisa de florecer. Habéis visto una higuera secada y todo un pomar sin flores. La higuera, como Israel, negó confortación al Hijo del hombre y murió en su pecado; el pomar, como los gentiles, espera la hora que he dicho para florecer y anular el último recuerdo de la crueldad humana con la dulzura de las abundantes flores esparcidas sobre la cabeza y bajo los pies del Vencedor.
-¿Qué hora, Maestro? – pregunta Mateo – ¡Has hablado tanto y de tantas cosas hoy! No recuerdo bien. Y quisiera recordar todo ¿Quizás la hora del regreso del Cristo? También aquí has hablado de ramas que se vuelven tiernas y dan hojas.
-¡Que no, hombre, que no! – exclama Tomás – El Maestro habla como si esta conjura que le espera fuera inminente. ¿Cómo puede entonces, en poco tiempo suceder todo lo que Él dice que precederá a su regreso? Guerras, destrucciones, esclavitud, persecuciones, Evangelio predicado a todo el mundo, desolación de la abominación en la casa de Dios, y terremotos, pestes, falsos profetas, señales en el Sol y las estrellas… ¡Hombre!, ¡hacen falta siglos para hacer todo esto! ¡Fresco estaría ese amo del pomar, si su huerto tuviera que esperar a ese tiempo para florecer!
-Ya no comería sus frutos. Porque yo digo que entonces será el fin del mundo – comenta Bartolomé.
-Para llevar a cabo el fin del mundo sólo haría falta un pensamiento de Dios, y todo volvería a la nada. Por eso, podría ser que ese pomar tuviera que esperar poco. Pero las cosas sucederán como Yo he dicho. Por tanto, transcurrirán siglos entre éste y aquél, o sea, hasta el definitivo triunfo del Cristo – explica Jesús.
-¿Y entonces? ¿Cuándo será?
-¡Yo sé cuándo será! – dice Juan, y llora – Yo sé cuándo será. ¡Será después de tu muerte y tu resurrección!… – y Juan lo abraza fuertemente.
` -¿Y lloras si va a resucitar? – dice con mofa Judas Iscariote.
-Lloro porque antes debe morir. No te burles de mí, demonio. Yo comprendo. Y no puedo pensar en esa hora. -Maestro, me ha llamado demonio. Ha pecado contra el compañero.
-Judas: ¿sabes que no lo mereces? Pues entonces no te resientas con su culpa. A mí también me han llamado «demonio», y todavía me lo llamarán.
-Pero Tú tienes dicho que quien insulta a su hermano es culpab…
-Silencio. Ante la muerte se acaben por fin estas odiosas acusaciones, disputas y mentiras. No turbéis a quien está muriendo.
-Perdóname, Jesús – susurra Juan – Con el sonido de su risa, he sentido que se me revolvía algo dentro… y no he podido contenerme.
Juan está abrazado a Jesús, y le llora en su corazón.
-No llores. Te comprendo. Déjame hablar.
Pero Juan no se despega de Jesús, ni siquiera cuando Él se sienta en una gruesa raíz saliente. Se queda pasándole un brazo por la espalda y otro alrededor del pecho y con la cabeza apoyada en un hombro, y llora quedo. Sólo se ve brillar, con la luz de la luna, las gotas de su llanto, que caen en la túnica purpúrea de Jesús y parecen rubíes: gotas de pálida sangre heridas por una luz.
-Hoy habéis oído hablar a judíos y a gentiles. No os debe asombrar, pues, el que os diga: «De mi boca salieron siempre palabras de justicia, y no serán revocadas»; o el que os diga, también con Isaías, (Isaías 45, 23-25; 49, 2-6) hablando de los gentiles que vendrán a mí después de ser elevado de la tierra: “Ante mí se doblará toda rodilla, por mí y en mí jurará toda lengua». Y tampoco dudaréis, habiendo visto cómo actúan los judíos, que es fácil decir, sin temor a equivocarse, que serán conducidos a mi presencia, y avergonzados, todos los que se oponen a mí.
Mi Padre no me ha hecho siervo suyo sólo para que haga revivir a las tribus de Jacob y para convertir a lo que queda de Israel, el resto; sino que ha hecho don de mí como luz para las Naciones para que sea el «Salvador» de toda la Tierra. Por este motivo, en estos treinta y tres años de exilio del Cielo y del seno del Padre, he crecido siempre en Gracia y Sabiduría ante Dios y ante los hombres, alcanzando la edad perfecta, y en estos tres últimos años, después de poner incandescentes mi alma y mi mente en el fuego del amor, y de templarlas con el hielo de la penitencia, he hecho de mi boca «como una espada cortante».
E1 Padre Santo, que es mío y vuestro, hasta este momento me ha custodiado bajo la sombra de su mano, porque todavía no había llegado la hora de la Expiación. Ahora me deja, y la flecha elegida, la flecha de su divina aljaba, tras haber herido para sanar (herido a los hombres para abrir brecha en los corazones para la Palabra y Luz de Dios), ahora se dirige, rápida y segura, a herir a la Segunda Persona, al Expiador, al Obediente que obedece por todo Adán desobediente . Y, como guerrero alcanzado, caigo, diciendo por demasiados: «En vano me he fatigado, sin razón, sin obtener nada. He consumido mis fuerzas por nada».
¡Pero… no! ¡No, por el Señor eterno que no hace nunca nada sin objetivo! ¡Atrás, Satanás, que quieres que ceda al desánimo y tentarme a la desobediencia! En el alfa y la omega de mi ministerio, viniste y vienes. Pues bien, aquí estoy. Me pongo en pie de guerra -realmente se levanta-, me mido contigo. Y, me lo juro a mí mismo, te venceré. No es orgullo decir esto: es verdad. El Hijo del hombre será vencido en su carne por el hombre, el gusano miserable que muerde y envenena desde su corrompido fango. Pero, el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la inefable Tríada, no será vencida por Satanás. Tú eres el Odio. Y eres poderoso en tu acto de odio y de tentación. Pero conmigo habrá una fuerza que escapa a tu acción, porque no puedes ni alcanzarla ni mirarla. ¡El Amor está conmigo!
Sé cuál es esa desconocida tortura que me espera. No la que os diré mañana, para que sepáis que nada de lo que por mí o en torno a mí se hacía y se movía, que nada de lo que se formaba en vuestro corazón, me era desconocido. No. La otra tortura… La que no le viene al Hijo del hombre ni de lanzas ni de palos, ni de burlas y golpes, sino de Dios mismo, y que será conocida sólo por pocos en lo que de atroz tendrá, y aceptada como posible por menos todavía. Pero en esa tortura, en que dos serán los principales agentes: Dios con su ausencia y tú, demonio, con tu presencia, la Víctima tendrá consigo al Amor, el Amor que vive en la Víctima, fuerza primera de su resistencia a la prueba, y el Amor en el consolador espiritual, que ya bate sus alas de oro por el ansia de bajar a enjugar mis sudores, y que ya recoge todas las lágrimas de los ángeles en el celeste cáliz y diluye en él la miel de los nombres de mis redimidos, de los que me aman, para calmar con esa bebida la gran sed del Torturado y su amargura sin límites.
Y tú, demonio, serás derrotado. Un día, saliendo de un poseído, me dijiste: «Espero a vencerte cuando seas un harapo de carne sangrante». Pero Yo te respondo: «No me tendrás. Yo venzo. Mi fatiga fue santa, mi causa está en manos de mi Padre, que defiende las obras de su Hijo y no permitirá que ceda el espíritu mío».
Padre, ya desde ahora te digo para esa hora atroz: «En tus manos abandono mi espíritu».
Juan, no me dejes… Vosotros marchaos. La paz del Señor esté donde no es huésped Satanás. Adiós.
Todo termina.