El llanto ante Jerusalén y la entrada triunfal en la Ciudad Santa.
Jesús pasa su brazo sobre los hombros de su Madre, que se había levantado cuando Juan y Santiago de Alfeo habían llegado donde Ella para decirle: «Tu Hijo viene». Luego éstos habían regresado para reunirse con sus compañeros, que caminan lentamente, y van hablando. Mientras, Tomás y Andrés han ido ligeros hacia Betfagé para buscar a la asna y al pollino y llevarlos a Jesús.
Jesús, entretanto, habla a las mujeres.
-Hemos llegado a la ciudad. Os aconsejo que os marchéis y vayáis seguras. Entrad antes que Yo en la ciudad. En En Rogel están todos los pastores y los discípulos más leales. Tienen la orden de escoltaros y protegeros.
-Es que… Hemos hablado con Aser de Nazaret y Abel de Belén de Galilea, y también con Salomón. Habían venido hasta aquí para observar tu llegada. La muchedumbre prepara una gran fiesta. Y queríamos ver… ¿Ves cómo se agitan las copas de los olivos? No es el viento el que las agita de ese modo. Es la gente, que coge ramas para sembrar de ellas el camino y para resguardarte del sol. ¡¿Y allá?! Mira, allá están quitando a las palmas sus ventalles. Parecen racimos, pero son hombres que han trepado a los troncos para coger y coger… Y en las laderas puedes ver cómo los niños, agachados, recogen flores. Y las mujeres, sin duda, están despojando huertos y jardines de corolas y hierbas olorosas para sembrarte el camino de flores. Nosotras queríamos ver… e imitar el gesto de María de Lázaro, que recogió todas las flores pisadas por tu pie cuando entraste en el jardín de Lázaro – ruega, por todas, María de Cleofás.
Jesús acaricia en la mejilla a su anciana pariente, que parece una niña deseosa de ver un espectáculo, y le dice:
-En medio de la masa de gente no veríais nada. Id adelante. A la casa de Lázaro. La que está custodiada por Matías. Pasaré por allí y me veréis desde arriba.
-Hijo mío… ¿y vas solo? ¿No puedo estar a tu lado? – dice María alzando una cara muy triste y fijando sus ojos de cielo en su dulce Hijo.
-Quisiera rogarte que estuvieras oculta. Como la paloma en la hendidura de la roca. ¡Más que tu presencia me es necesaria tu oración, Mamá amada!
-Si es así, Hijo mío, nosotras oraremos. Todas. Por ti.
-Sí. Después de verlo pasar, vendréis con nosotras a mi palacio de Sión. Y mandaré servidores al Templo y siempre detrás del Maestro, para que nos traigan sus órdenes y sus noticias – decide María de Lázaro, siempre rápida en captar lo que es mejor hacer y en hacerlo sin vacilación.
-Tienes razón, hermana. Aunque me duela no seguirlo, compren do la justicia de la orden. Y, además, Lázaro nos ha dicho que no contradigamos al Maestro en nada, sino que lo obedezcamos hasta en las cosas menos importantes. Y lo haremos.
-Pues entonces marchaos. ¿Veis? Las calles se animan. Están llegando los apóstoles. Marchaos. La paz sea con vosotras. Os mandaré llamar en las horas que juzgue buenas. Mamá, adiós. Ten paz. Dios está con nosotros.
La besa y se despide de ella. Y las obedientes discípulas se marchan solícitas.
Los diez apóstoles llegan donde Jesús.
-¿Las has mandado adelante?
-Sí. Verán desde una casa mi entrada.
-¿Desde qué casa? – pregunta Judas de Keriot.
-¡Son ya muchas las casas amigas! – dice Felipe.
-¿No la de Analía? – insiste Judas Iscariote.
Jesús responde negativamente y se encamina hacia Betfagé, que está poco lejos.
Cercana ya la tiene cuando vuelven los dos que habían sido enviados por la asna y el pollino. Gritan:
-Hemos encontrado las cosas como habías dicho. Y te habríamos traído los animales. Pero el dueño quiere almohazarlos y adornarlos con los mejores jaeces, para honrarte. Y los discípulos, unidos a los que han pasado la noche en las calles de Betania, para honrarte, quieren tener el honor de traértelos. Nosotros hemos asentido. Nos ha parecido que su amor merecía un premio.
-Habéis hecho bien. Entretanto, vamos adelante.
-¿Son muchos los discípulos? – pregunta Bartolomé.
-¡Oh, una multitud! No se logra entrar por las calles de Betfagé. Por eso le he dicho a Isaac que lleve el asno a casa de Cleante el quesero» responde Tomás.
-Has hecho bien. Vamos hasta aquel rellano del collado. Vamos a esperar a la sombra de aquellos árboles un poco. Van a donde Jesús señala.
-¡Pero nos alejamos! ¡Pasas Betfagé rodeándola por detrás! – exclama Judas Iscariote.
-Y si quiero hacerlo, ¿quién me lo puede prohibir? ¿Acaso estoy ya prisionero, de forma que no me sea lícito ir a donde quiera? ¿Es que hay prisa en que lo esté y se teme que pueda evadirme de la captura? Y, si juzgara oportuno alejarme por lugares más seguros, ¿alguien podría impedírmelo?
Jesús asaetea con sus ojos al Traidor, que ya no abre la boca y que se encoge de hombros como diciendo «haz lo que te parezca».
En efecto, dan la vuelta por detrás del pueblecito, que yo diría que es un suburbio de la propia ciudad, porque por el lado oeste está verdaderamente muy poco separado de la ciudad, formando parte ya de las laderas del Monte de los Olivos, que corona a Jerusalén por el lado oriental. Abajo, entre las laderas y la ciudad, el Cedrón brilla bajo el sol de Abril.
Jesús se sienta en aquel silencio verde y se concentra en sus pensamientos.
Jesús mira a la ciudad, que se extiende a sus pies. No es un collado muy alto: como mucho, como puede serlo la plaza de San Miniato del monte, en Florencia. Pero basta para que la vista domine la extensión de todas las casas y calles que suben y bajan por las pequeñas elevaciones de terreno que constituyen Jerusalén. Este collado, eso sí, respecto al Calvario, es mucho más alto, si se toma el nivel más bajo de la ciudad; y está más cerca de la muralla. Comienza verdaderamente a dos pasos de ésta. Por esta parte de las murallas, se eleva con pronunciado desnivel, mientras que, por la otra, desciende suavemente hacia una campiña toda verde que se extiende hacia el este (al menos me parece el oriente, si juzgo bien la luz solar).
Jesús y los suyos están bajo un grupo de árboles, a la sombra, sentados. Descansan del camino recorrido. Luego Jesús se levanta, deja el espacio arbolado donde estaban sentados y se llega justo hasta el borde del rellano. Su alto físico -así, erguido y solo, parece todavía más alto- destaca neto en el vacío que lo rodea. Tiene las manos recogidas sobre el pecho, sobre el manto azul, y mira serio, serio.
Los apóstoles lo observan. Pero no le estorban, no moviéndose ni hablando. Deben pensar que se ha separado para
orar.
Pero Jesús no está rezando. Primero mira durante un tiempo largo a la ciudad, mira a todos sus barrios y a todas sus elevaciones y todos sus detalles, a veces fijando su mirada largamente en éste o aquel punto, otras veces con menor insistencia; luego se echa a llorar, sin convulsiones ni ruido. Las lágrimas llenan las órbitas, luego salen y ruedan por las mejillas y caen… Lagrimones silenciosos y llenos de tristeza, como de una persona que sabe que debe llorar solo, sin esperar consuelo y comprensión de alguien, por un dolor que no puede ser anulado y que, sin remisión, debe ser sufrido.
E1 hermano de Juan, por su posición, es el primero que ve ese llanto y se lo dice a los otros, los cuales, asombrados, se
miran.
-Ninguno de nosotros ha hecho alguna cosa mal – dice uno.
-Tampoco ha habido insultos de la gente, ni estaba entre ella ninguno de sus enemigos — dice otro.
-¿Por qué llora entonces? – pregunta el más anciano de todos.
Pedro y Juan se levantan al mismo tiempo y se acercan al Maestro. Piensan que lo único que debe hacerse es hacerle sentir que lo quieren y preguntarle qué le sucede.
-Maestro, ¿estás llorando? – dice Juan mientras apoya su cabeza rubia en el hombro de Jesús, que le supera en altura todo el cuello y la cabeza. Y Pedro, poniéndole una mano en la cintura, ciñéndole casi con un abrazo para arrimarle hacia sí, le dice: -¿Qué te aflige, Jesús? Dínoslo a nosotros, que te queremos.
Jesús apoya la mejilla en la cabeza rubia de Juan, y, abriendo los brazos, pasa a su vez el brazo por el hombro de Pedro. Permanecen en este abrazo los tres, en una postura de mucho amor. Pero el llanto sigue goteando.
Juan, que siente que desciende entre sus cabellos, le pregunta de nuevo:
-¿Por qué lloras, Maestro mío? ¿Es que te hemos adolorado nosotros?
Los otros apóstoles se han añadido al grupo amoroso y ansiosamente esperan una respuesta.
-No – dice Jesús – No vosotros. Vosotros sois amigos míos, y la amistad, cuando es sincera, es bálsamo y sonrisa, nunca llanto. Quisiera que permanecierais siempre en esta amistad conmigo, incluso ahora, que vamos a entrar en la corrupción que fermenta y que pudre a quien no tiene decidida voluntad de conservarse honesto.
-¿A dónde vamos, Maestro? ¿No a Jerusalén? La gente ya te ha saludado con alegría. ¿Quieres defraudarla? ¿Es que vamos a Samaria para algún prodigio? ¿Justo ahora, que la Pascua está cercana?
Varios al mismo tiempo hacen las preguntas.
Jesús levanta las manos e impone silencio. Luego, con la derecha, señala a la ciudad. Un gesto amplio, como de una persona que fuera sembrando delante de sí. Y dice:
-Esa es la Corrupción. Entramos en Jerusalén. Entramos en ella. Y sólo el Altísimo sabe cómo quisiera santificarla llevando a ella la Santidad que viene de los Cielos. Santificar de nuevo, a esta que debería ser la Ciudad santa. Pero no podré hacerle nada. Corrompida está y corrompida se queda. Y los ríos de santidad que brotan del Templo vivo, y que más aún brotarán dentro de pocos días hasta dejarlo vacío de vida, no serán suficientes para redimirla. Vendrá al Santo la Samaria y el mundo pagano. Sobre los templos falsos se alzarán los templos del Dios verdadero. Los corazones de los gentiles adorarán al Cristo. Pero este pueblo, esta ciudad le será siempre adversa y su odio la llevará al mayor de los pecados. Ello debe suceder. ¡Pero, ay de aquellos que sean instrumentos de este delito! ¡Ay de ellos!…
Jesús mira fijamente a Judas, que está casi enfrente de Él.
-Eso a nosotros no nos sucederá nunca. Somos tus apóstoles y creemos en ti, dispuestos a morir por ti.
Judas miente desvergonzadamente y resiste la mirada de Jesús sin turbación. Los otros unen a ello sus declaraciones en la misma línea.
Jesús responde a todos, evitando responder a Judas directamente.
-Quiera el Cielo que así seáis. Pero en vosotros hay todavía mucha debilidad y la tentación podría haceros semejantes a los que me odian. Orad mucho y velad mucho por vosotros mismos. Satanás sabe que está para ser derrotado y quiere vengarse arrebatándoos de mis manos. Satanás está alrededor de todos nosotros: de mí, para impedirme hacer la voluntad del Padre y cumplir mi misión; de vosotros, para reduciros a siervos suyos. Velad. Dentro de esas murallas, Satanás se apoderará de aquel que no sepa ser fuerte. Aquel para quien el haber sido elegido será maldición, porque hizo de su elección una finalidad humana. Os he elegido para el Reino de los Cielos y no para el del mundo. Recordad esto. Y tú, ciudad que quieres tu destrucción, ciudad por la que lloro: que sepas que tu Cristo ora por tu redención. ¡Ah, si al menos en esta hora que te queda supieras venir a quien sería tu paz! ¡Sí al menos comprendieras en esta hora al Amor que pasa por ti, y te despojaras del odio que te ciega y te enloquece, que te hace cruel respecto a ti misma y a tu bien! ¡Pero llegará el día en que recordarás esta hora! ¡Demasiado tarde, entonces para llorar y arrepentirte! El Amor habrá pasado y habrá desaparecido de tus calles. Quedará el Odio que has preferido. Y el Odio se volverá contra ti, contra tus hijos. Porque se tiene lo que se ha querido y el odio se paga con el odio. Y no será, entonces, un odio de fuertes contra inermes, sino odio contra odio, y, por tanto, guerra y muerte. Acorralada por trincheras y soldados, languidecerás antes de ser destruida y verás caer a tus hijos por armas y hambre y a los supervivientes ir como prisioneros, y los verás escarnecidos, y pedirás misericordia, mas no la hallarás porque no has querido conocer tu Salud. Lloro, amigos, porque tengo corazón de hombre y las ruinas de la patria le sacan lágrimas. Pero es justo que esto se cumpla, porque la corrupción supera entre estas murallas todo límite y atrae el castigo de Dios. ¡Ay de los ciudadanos que sean causa del mal de la patria! ¡Ay de los dirigentes, que son la causa principal de ello! ¡Ay de aquellos que deberían ser santos para conducir a los demás a la honestidad, y que, al contrario, profanan la Casa de su ministerio y se profanan a sí mismos! Venid. De nada servirá mi acción. Pero ¡hagamos que la Luz resplandezca una vez más en las Tinieblas!
Y Jesús desciende, seguido por los suyos. Va rápido por el camino, el rostro serio, yo diría: casi enfadado. Y ya no habla. Entra en una casita que está al pie del collado. Y ya no veo más.
Dice Jesús (a María Valtorta):
-La escena narrada por Lucas parece sin conexión, casi ilógica. ¿Lamento las desdichas de una ciudad culpable y no tengo conmiseración de sus hábitos? No, no tengo, no puedo tener conmiseración de ellos, porque son precisamente estos hábitos los que engendran las desdichas; y verlos agudiza mi dolor. Mi ira contra los profanadores del Templo es la lógica consecuencia de mi meditación sobre las ya cercanas desdichas de Jerusalén.
Los castigos del Cielo están siempre provocados por las profanaciones del culto de Dios y de la Ley de Dios. Haciendo de la Casa de Dios una cueva de ladrones, aquellos sacerdotes indignos y aquellos indignos creyentes (de nombre sólo) atraían para todo el pueblo maldición y muerte. Es inútil dar uno u otro nombre al mal que hace sufrir a un pueblo; buscad su justo nombre en esto: «Castigo por una vida de animales». Dios se retira y el Mal avanza. Éste es el fruto de una vida nacional indigna del nombre de cristiana.
Como entonces, tampoco ahora, en esta fracción de siglo (en plena Segunda Guerra Mundial), he dejado de aguijar y llamar; pero, como entonces, lo único que he obtenido para mí y para los instrumentos por mí usados ha sido burla, indiferencia y odio. Recuerden, no obstante, las personas en particular y las naciones, recuerden que inútilmente lloran cuando antes no quisieron conocer su salvación. Inútilmente me invocan cuando en la hora en que me hallaba con ellos me expulsaron con una guerra sacrílega que, partiendo de las conciencias particulares, devotas del Mal, se extendió por toda la Nación. Las Patrias no se salvan tanto con las armas, cuanto con una forma de vida que atraiga las protecciones del Cielo.
Casi no ha tenido tiempo Jesús (continúa la narración María Valtorta) de entrar en la casa bendiciendo a los que en ella moran, y ya se oye el sonido alegre de cascabeles y voces festivas. Un instante después, la cara enjuta y pálida de Isaac aparece en la abertura de la puerta y el fiel pastor entra y se postra ante su Señor Jesús.
En el marco de la puerta, abierta de par en par, se apiñan muchas caras (y detrás se ven todavía más). Gente que choca, que se apretuja, que quiere abrirse paso… Algún grito de mujer, algún llanto de niño atrapado en medio del gentío, y gritos de saludo y exclamaciones festivas:
-¡Dichoso este día que te trae de nuevo a nosotros! ¡La paz a ti, Señor! Bien vuelves, Maestro, a premiar nuestra fidelidad.
Jesús se pone en pie y hace ademán de hablar. Todos callan. La voz de Jesús se oye con nitidez.
-¡Paz a vosotros! No os apretujéis. Vamos a subir juntos al Templo. He venido para estar con vosotros. ¡Paz! ¡Paz! No os hagáis daño. ¡Dejad paso, amados míos! Dejadme salir, y seguidme, porque entraremos juntos en la Ciudad santa.
La gente, bien o mal, obedece. Y se abre un poco de camino. Lo suficiente como para que Jesús pueda salir y montar en el pollino (porque Jesús señala como cabalgadura para Él el pollino que hasta ahora nunca ha sido montado). Entonces, unos ricos peregrinos comprimidos entre el gentío extienden sobre la grupa del animal sus suntuosos mantos, y uno de ellos hinca una rodilla en tierra mientras con la otra hace de escalón para el Señor, que se sienta en la grupa del pollino de asna. El viaje empieza. Pedro va a un lado del Maestro e Isaac al otro, teniendo las bridas del animal, que aunque no esté domado camina tranquilo, como si estuviera acostumbrado a ese oficio, sin inquietarse o asustarse de las flores que a menudo – dado que las arrojan hacia Jesús- le dan al animalito en los ojos o en el blando morro; ni tampoco de las ramas de olivo y de las hojas de palma que la gente agita delante y alrededor de él, arrojadas al suelo para que hagan de alfombra junto con las flores; ni de los gritos, cada vez más fuertes, de: «¡Hosanna, Hijo de David!» que se elevan al cielo sereno mientras la muchedumbre se va adensando cada vez más y aumenta por otros que han llegado nuevos.
Pasar por Betfagé, por entre las callejuelas estrechas y tortuosas no es cosa fácil. Las madres deben coger en brazos a los niños, y los hombres deben proteger de golpes demasiado violentos a las mujeres. Y algún padre monta a su hijito a caballo de sus hombros y lo lleva así alto, más alto que la gente, mientras las vocecitas de los niños parecen balidos de corderos o chillidos de golondrinas y sus manitas echan las flores y hojas de olivo que les dan sus madres, y también besos, al manso Jesús…
Una vez fuera del pequeño arrabal, el cortejo se ordena y se extiende. Muchos, diligentemente, se adelantan para ir abriendo la marcha liberando el camino. Otros los siguen, esparciendo ramos en el suelo. Uno tiene la iniciativa de arrojar su manto como alfombra, y otro y cuatro y diez y cien y mil lo imitan. La calle presenta en su centro una faja multicolor de indumentos extendidos en el suelo. Una vez que Jesús pasa, recogen los indumentos y los llevan más adelante, con otros, con otros, y más flores, ramos, hojas de palma, que la gente agita y arroja; y se elevan gritos más fuertes en torno al Rey de Israel, al Hijo de David, a su Reino, en torno a Él y en honor de Él.
Los soldados que están de guardia en la puerta salen a ver qué sucede. Pero como no se trata de una sedición, apoyados en sus lanzas se hacen a un lado y observan admirados o irónicos el extraño cortejo de ese Rey que cabalga un pollino de asna, hermoso Él como un dios, humilde como el más pobre de los hombres, manso, bendecidor… rodeado de mujeres y niños y hombres desarmados que gritan «¡Paz! ¡Paz!»; de este Rey que antes de entrar en la ciudad se detiene un momento a la altura de los sepulcros de Hinnón y de Siloán (creo que refiero bien estos lugares donde he visto milagros de leprosos otras veces), y apoyándose en el único estribo en que descansa su pie -pues está sentado en el asno, no a caballo de él-, se yergue Y abre los brazos mientras eleva su voz en dirección a aquellas laderas horrendas (donde se asoman caras y cuerpos horrorosos mirando hacia Jesús y alzando el grito quejumbroso de los leprosos: «¡Estamos infectados!», para alejar a algunos imprudentes que, con tal de ver a Jesús, subirían incluso a esos corrompidos e infectados rellanos):
-¡El que tenga fe en mí que invoque mi Nombre y reciba por ello la salud! – y bendice para reanudar luego la marcha, ordenando a Judas de Keriot:
-Comprarás alimentos para los leprosos y, con Simón, se los llevarás antes de que anochezca.
Cuando el cortejo entra por debajo de la bóveda de la puerta de
Siloán y luego, como un torrente, irrumpe dentro de la ciudad, al pasar por el barrio de Ofel -donde todas las terrazas se han transformado en una pequeña, aérea plaza colmada de gente jubilosa que arroja a la calle flores y perfumes, tratando de que caigan sobre el Maestro, y el aire está saturado del olor de las flores que mueren bajo los pasos de las turbas y de la esencia que se esparce en el aire antes de caer al polvo del camino-, al pasar por el barrio de Ofel, el grito de la multitud parece aumentar y hacerse fuerte como si cada uno lo gritara con una bocina, porque los espacios abovedados de que está llena Jerusalén lo amplifican con resonancias continuas.
Oigo gritar, y creo que quiere decir lo que escriben los evangelistas:
-¡Salem, Salem melquil! – (o malquit: trato de representar el sonido de las palabras, pero es difícil porque tienen aspiraciones que nosotros no tenemos). Es un grito continuo, semejante al bramido de un mar en tempestad en que antes de que cese el fragor del golpe que azota playas y escolleras ya otro golpe lo recoge y lo alza de nuevo formando un nuevo fragor, sin tregua alguna. ¡Estoy ensordecida…!
Perfumes, olores, gritos, agitación de ramos y de indumentos, colores, chillidos… Es una visión que aturde.
Veo mezclarse continuamente a la muchedumbre, aparecer y desaparecer caras conocidas: todos los discípulos de todos los lugares de Palestina, todos los seguidores… Veo a Jairo, a Yaia -me parece, el jovencito de Pel.la que era ciego como su madre y al que Jesús curó. Veo a Joaquín de Bosra y a aquel campesino de la llanura de Sarón con sus hermanos; veo al anciano y solitario Matías en cuya casa, de aquel lugar del Jordán (orilla oriental), Jesús se refugió mientras todo estaba inundado; y a Zaqueo con sus amigos convertidos; veo al anciano Juan de Nob con casi todos los habitantes de esta ciudad; veo al marido de Sara de Yuttá… Pero ¿quién puede llevar la cuenta de caras y nombres, si es un calidoscopio de caras conocidas y desconocidas, vistas varias veces o una vez sólo?… Y ahora la cara de1 pastorcito de Enón, y junto a él el discípulo de Corazín que dejó sepultar a su padre por seguir a Jesús; y, al lado de él, un instante, al padre y la madre de Benjamín de Cafarnaúm con su hijito, que por poco si se cae debajo de las patas del asno por echarse hacia delante y recibir una caricia de Jesús.
Y -por desgracia- caras de fariseos y escribas (lívidos de ira por este triunfo) que hienden atropelladores el círculo de amor apiñado en torno a Jesús, y gritan:
-¡Manda callar a estos locos! ¡Hazle entrar en razón! ¡Los hosannas son sólo para Dios! ¡Di que se callen! A lo cual Jesús responde dulcemente:
-¡Aunque les dijera que se callasen y me obedecieran, las piedras gritarían los prodigios de Verbo de Dios!
Y es que, en efecto, la gente, además de gritar: «¡Hosanna, hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna a Él y a su Reino! ¡Dios está con nosotros! ¡El Emmanuel ha venido! ¡Ha venido el Reino del Cristo del
Señor! ¡Hosanna! ¡Hosanna desde la Tierra hasta lo alto del Cielo! ¡Paz! ¡Paz, mi Rey! ¡Paz y bendición a ti, Rey santo! ¡Paz y gloria en los Cielos y en la Tierra! ¡Gloria a Dios por su Cristo! ¡Paz a los hombres que lo saben acoger! ¡Paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad y gloria en los Cielos Altísimos porque la hora del Señor ha venido!» (y quien grita esto último es el grupo compacto de los pastores, que repiten el grito natalicio); además de estas exclamaciones continuas, la gente de Palestina narra a los peregrinos de la Diáspora los milagros que han visto, y, a quienes no saben lo que está sucediendo -por ser extranjeros, de paso fortuitamente por la ciudad- y que preguntan: «¿Pero quién es éste?, ¿qué sucede» – les explican:
-¡Es Jesús!, ¡Jesús, el Maestro de Nazaret de Galilea! ¡El Profeta! ¡El Mesías del Señor! ¡El Prometido! ¡El Santo!
De una casa -sobrepasada su puerta poco antes porque la marcha es lentísima en medio de tanta confusión- sale un grupo de robustos jóvenes llevando en alto recipientes de cobre llenos de carbones encendidos, y de incienso que arde y esparce nubes de humo oloroso. Y otros recogen este gesto y lo repiten, de forma que muchos corren adelante o vuelven hacia atrás, a sus casas, para proveerse de fuego y resinas olorosas para quemarlas en honor del Cristo.
Aparece la casa de Analía; la terraza, enguirnaldada con vid de hojas nuevas, temblorosas por un leve viento abrileño; presenta en el lado de la calle toda una fila de jovencitas vestidas y veladas de blanco -en cuyo centro está Analía-, con cestos de pétalos de rosas deshojadas y de muguetes, que ya revolean en el aire.
-¡Las vírgenes de Israel te saludan, Señor! – dice Juan, que se ha abierto paso y ahora está al lado de Jesús, atrayendo su atención hacia la guirnalda de pureza que se asoma sonriendo tras el pretil para sembrar la calle de pétalos rojos como la sangre y muguetes blancos como perlas.
Jesús sujeta un instante los ramales y para al pollino. Levanta la cara y la mano para bendecir a esa virginidad, enamorada de Él hasta el punto de renunciar a todo amor terreno.
Y Analía se echa hacia delante y grita:
-¡He visto tu triunfo, Señor! ¡Toma mi vida para tu glorificación universal! – y, mientras Jesús pasa por debajo de su casa y prosigue, lo saluda con un grito altísimo: -¡Jesús!
Y otro, un grito distinto, sobrepuja el clamor de la muchedumbre. Pero la gente, a pesar de oírlo, no se detiene. Es un río de entusiasmo, un río irrefrenable de pueblo en delirio. Y, mientras las últimas ondas de este río están todavía fuera de las puertas, las primeras ya acometen las subidas que conducen al Templo.
-¡Ahí está tu Madre! – grita Pedro señalando a una casa situada casi en la esquina de una calle que sube al Moria y por la que el cortejo se encanala. Y Jesús alza su cara para sonreír a su Madre, que está allí arriba entre las mujeres fieles.
Un tapón producido por una nutrida caravana detiene al cortejo pocos metros después de haber sobrepasado la casa. Mientras Jesús y los otros se detienen y Él acaricia a los niños que las madres le presentan, acude un hombre y se abre paso gritando:
-¡Dejadme pasar! Una mujer ha muerto. Una niña. De repente. La madre pide la presencia del Maestro. ¡Dejadme pasar! ¡Ya la salvó una vez!
La gente abre paso y el hombre se apresura a ir hasta Jesús:
-Maestro, la hija de Elisa ha muerto. Te ha saludado con aquel grito. Luego ha caído hacia atrás diciendo: «¡Soy feliz!» y ha expirado. Su corazón, con el gran júbilo de verte triunfador, se ha quebrado. Su madre me ha visto en la terraza que está al lado de su casa y me ha dicho que viniera a llamarte. ¡Ven, Maestro!
-¡Muerta! ¡Muerta Analía! ¡Pero si estaba sana, lozana, feliz ayer mismo!
Los apóstoles se arremolinan inquietos, los pastores también. Todos la han visto el día anterior en perfecto estado de salud. Poco antes la han visto rosada, sonriente… No comprenden esta desventura… Quieren saber, preguntan los pormenores…
-No lo sé. Todos habéis oído sus palabras. Hablaba fuerte, segura. Luego la vi ceder hacia atrás, más blanca que sus vestidos, y oí a su madre que gritaba… No sé nada más.
-No os inquietéis. No está muerta. Ha caído una flor y los ángeles de Dios la han recogido para llevarla al seno de Abraham. Pronto la azucena de la Tierra se abrirá feliz en el Paraíso, e ignorará para siempre el horror del mundo. Hombre, di a Elisa que no llore por el destino de su criatura. Dile que Dios ha otorgado una especial gracia a Analía, y que dentro de seis días comprenderá qué gracia ha concedido Dios a su hija. No lloréis. Que no llore nadie. Su exaltación es aún mayor que la mía, porque cortejo de la virgen son los ángeles para llevarla a la paz de los justos. Y es una exaltación eterna, que aumentará de grado y no conocerá nunca merma. En verdad os digo que tenéis motivo de llanto en todos vosotros y no en Analía. Vamos.
Y repite a los apóstoles y a quienes están alrededor de Él:
-Ha caído una flor. Se ha echado en paz y los ángeles la han recogido. Dichosa la pura de carne y corazón, porque pronto verá a Dios.
-¿Pero cómo, de qué ha muerto, Señor? – pregunta Pedro, que no logra comprender.
-De amor, de éxtasis, de gozo infinito. ¡Una muerte feliz!
Los que están muy adelante no saben lo que está sucediendo: los que están muy atrás, tampoco. Por tanto, los gritos de hosanna continúan, aunque aquí, junto a Jesús, se haya creado un círculo de pensativo silencio.
Juan lo rompe:
-¡Quisiera seguir su misma suerte antes de los momentos que van a venir!
-Yo también – dice Isaac – Quisiera ver el rostro de la jovencita muerta de amor por ti…
-Os ruego que me sacrifiquéis vuestro deseo. Necesito teneros a mi lado…
-No te dejaremos, Señor. ¿Pero, para la madre, ningún consuelo? – pregunta Natanael.
-Me ocuparé de que lo tenga.
Están ya ante las puertas de las murallas del Templo. Jesús baja del jumento. Uno de Betfagé se encarga de cuidar del pollino. Hay que tener en cuenta que Jesús no se ha parado en la primera puerta del Templo, sino que ha orillado la muralla y no
se ha detenido antes de llegar al lado norte de ésta, cerca de la Antonia. Ahí baja y entra en el Templo, como para mostrar que, sintiendo inocentes todas sus acciones, no se esconde del poder dominante. El primer patio del Templo presenta el habitual jaleo de cambistas y vendedores de palomas, gorriones y corderos; sólo que ahora toda la gente deja plantados a los vendedores para ir a ver a Jesús. Jesús entra, majestuoso con su túnica purpúrea. Pasa su mirada por ese mercado. Mira a un grupo de fariseos y escribas que, bajo un pórtico, observan.
Le centellea de indignación el rostro. En un instante se pone en el centro del patio. Una reacción improvisa que ha parecido un vuelo, el vuelo de una llama (de llama es su túnica, en efecto, bajo el sol que inunda el patio):
-¡Fuera de la casa de mi Padre! Éste no es lugar de usura ni de mercado. Está escrito (Isaías 56, 7; Jeremías 7, 11): «Mi casa será llamada casa de oración». ¿Por qué habéis transformado en cueva de ladrones esta casa en que se invoca el Nombre del Señor? ¡Fuera! Limpiad mi Casa: no os vaya a suceder que en vez de correas descargue sobre vosotros los rayos de la ira celeste. ¡Fuera! Fuera de aquí los ladrones, los estafadores, los deshonestos, los homicidas, los sacrílegos, los idólatras que tienen la peor idolatría: la del propio yo soberbio, los corruptores y los embusteros. ¡Fuera! ¡Fuera! Si no, Yo os digo que el Dios altísimo arrasará para siempre este lugar y tomará venganza contra todo un pueblo.
No repite la agresión de la otra vez, con el azote, pero, viendo que mercaderes y cambistas vacilan en obedecer, va al banco más cercano y lo vuelca, esparciendo por el suelo balanzas y monedas.
Los vendedores y cambistas, visto este primer ejemplo, sin demora, ponen por obra la orden de Jesús, seguidos por el grito de Él:
-¡Y cuántas veces voy a tener que decir que éste no debe ser lugar de inmundicia, sino de oración?
Mira a los del Templo, los cuales, obedientes a las órdenes del Pontífice, no emprenden gesto alguno de represalia. Limpio ya el patio, Jesús se dirige hacia los pórticos, bajo los cuales hay ciegos, paralíticos, mudos, lisiados y otros enfermos que le invocan con fuerte voz.
-¿Qué queréis de mí?
-¡La vista, Señor!
-¡Los miembros!
-¡Que mi hijo hable!
-¡Que mi mujer se cure!
-¡Nosotros creemos en ti, Hijo de Dios!
-Que Dios os escuche. ¡Alzaos y alabad al Señor!
No cura uno a uno a los muchos enfermos, sino que hace un amplio gesto con la mano, y de ella manan gracia y salud para estos pobrecillos que ahora se yerguen sanos y emiten gritos de júbilo que se mezclan con los de los muchos niños que se arriman a Jesús repitiendo:
-¡Gloria, gloria al Hijo de David! ¡Hosanna a Jesús Nazareno, Rey de reyes y Señor de señores!
Algunos fariseos, con fingida deferencia y voz alta dicen:
-¡Maestro!, ¿oyes lo que dicen? Estos niños dicen algo que no debe decirse. ¡Repréndelos! ¡Que callen!
-¿Por qué? ¿No dijo, acaso, el rey profeta, el rey de mi linaje: «De la boca de los niños y de los lactantes has hecho brotar la alabanza perfecta para confusión de tus enemigos»? (Salmo 8, 3) ¿No habéis leído esas palabras del salmista? Dejad que los niños expresen mis alabanzas. Se las inspiran sus ángeles, que ven constantemente a mi Padre y conocen sus secretos y se los transmiten a estos inocentes. Ahora dejadme todos que vaya a orar al Señor – y, pasando por delante de la gente, se introduce en el patio de los israelitas para orar…
Luego, saliendo por otra puerta, pasando muy cerca de la piscina Probática, sale de la ciudad para volver hacia las lomas del monte de los Olivos.
Se ve entusiastas a los apóstoles… Esta exaltación los hace sentirse seguros, hace que olviden completamente todo el terror que las palabras del Maestro habían suscitado… Hablan de todo… Ansían tener noticias acerca de Analía. No sin dificultad, Jesús los retiene -quieren ir-, asegurando que va a poner los medios que Él conoce… Sordos, sordos, sordos a toda voz divina de aviso… hombres, hombres, hombres a los que un grito de hosanna hace olvidar todo…
Jesús habla con los domésticos de María de Magdala, que se habían unido a Él en el Templo; luego se despide de ellos… -¿Y ahora a dónde vamos? – pregunta Felipe.
-¿A casa de Marcos de Jonás? – dice Juan.
-No. A1 campo de los Galileos. Quizá hayan venido mis hermanos. Quisiera saludarlos – dice Jesús.
-Podrás hacerlo mañana» le señala Judas Tadeo.
-Bueno es obrar mientras se puede obrar. Vamos donde los galileos. Se alegrarán de vernos. Vosotros tendréis noticias de las familias y Yo veré a los niños…
-¿Y esta noche? ¿Dónde vamos a dormir? ¿En la ciudad? ¿En qué lugar? ¿Dónde está tu Madre? ¿En casa de Juana? – pregunta Judas Iscariote.
-No lo sé. Desde luego, en la ciudad no. Quizá todavía en alguna tienda galilea…
-¿Pero por qué?
-Porque soy el Galileo y amo a mi patria. Vamos.
Se ponen en marcha subiendo hacia el campo de los Galileos -todo un albear de tiendas bajo el alegre sol abrileño-, que está arriba en el monte de los Olivos, orientado hacia Betania.