El hombre de Jabnia y el final de Hermasteo. Reprensión a los samaritanos que carecen de caridad.
Deben haber pasado algunos días. Lo digo porque veo que los cereales, que en las últimas visiones eran apenas un palmo de altos, después del último aguacero y el hermoso sol consecutivo, están altos y anuncian ya la espiga. Un viento leve cimbrea estos cereales de tallos aún tiernos. Y la brisa juguetea con las frondas tiernas de los más precoces árboles frutales, que, apenas caída la flor, o mientras ésta revuela todavía y cae, han abierto ya las hojitas de esmeralda clara, tiernas, brillantes, hermosas como todo lo que es virgen y nuevo. Más remolonas, las vides están aún desnudas y nudosas, pero en los retorcidos
cordones de sus sarmientos, que se entrelazan unos con otros de uno a otro tronco de que brotaron, las yemas han roto ya la funda oscura que las contenía, y, aún cerradas, muestran ya el vello gris-plata que es el nido de las futuras pámpanas y de los nuevos zarcillos, y las leñosas y serpeantes hileras de los viñedos parecen suavizarse con una gracia nueva.
El Sol, ya caliente, empieza su obra colorativa y destiladora de vegetales aromas y, mientras pinta de tonos más vivos lo que tan sólo ayer era más pálido, calienta y, por tanto, extrae de los terrones, de los prados en flor, de los campos de cereales, de las huertas y pomares, de los bosques, de las tapias, de la ropa tendida para secarse… los distintos matices de olores, para crear una única sinfonía que permanecerá durante todo el verano hasta apagarse en un violento tufo de mostos en las tinas, donde las uvas pisadas se transforman en vino.
Un intenso canto de pájaros entre las ramas, un vehemente balar de carneros y machos cabríos entre los rebaños. Cantos de hombres en las laderas. Voces risueñas de niños. Sonrisas de mujeres. Es primavera. La naturaleza ama. Y el hombre goza del amor de esta naturaleza que mañana lo hará más rico. Y goza de sus amores, que se avivan en este despertar sereno. Y más amada le parece la esposa. Más protector parece el hombre a su consorte. Más amados a ambos, los hijos que, sonrisa y trabajo ahora, serán mañana, en la vejez, sonrisa aún y protección para los ancianos que declinan.
Jesús pasa por los campos, que suben y bajan siguiendo los desniveles del monte. Está solo. Vestido de lino, porque dio a Samuel su última túnica de lana. Pero lleva también un manto ligero, de un azul marino más bien vivo, echado sobre uno de los hombros y puesto, sin ceñirlo, en torno al cuerpo, recogido luego con un brazo a la altura del pecho; el extremo echado sobre el brazo ondea levemente con el viento suave que barre el suelo. Pasa. Donde hay niños se inclina a acariciar sus cabecitas inocentes y a escuchar sus pequeñas confidencias, a admirar lo que, como si se tratara de un tesoro, corren a enseñarle.
Una niñita, tan pequeña que todavía tropieza al correr, y que se enreda en la tuniquita, demasiado larga para ella, heredada quizás del hermanito que la precedió en el nacimiento, llega -toda ella una sonrisa que le enciende los ojos y le descubre los diminutos incisivos entre los labiecitos rosados- con un ramo de mayas, un grueso ramo sujeto con las dos manos – grueso cuanto pueden llevar esas manitas tan tiernas y menudas- y alza su trofeo diciendo:
-¡Toma! Es tuyo. A mamá después. ¡Un beso, aquí! – y da palmas delante de la boca con las manitas, ya liberadas de su ramito, que Jesús ha tomado con palabras de admiración y agradecimiento; y está con la cabeza vuelta hacia arriba, puesta de puntillas sobre sus piececitos descalzos, hasta casi perder el equilibrio en el vano intento de alargar su minúsculo cuerpecito hasta la cara de Jesús, que ríe y la toma en brazos, y que ahora va, con ella acurrucada allá arriba como un pajarito en un alto árbol, hacia un grupo de mujeres que sumergen telas nuevas en las cristalinas aguas de un río para tenderlas luego al sol a blanquearse.
Las mujeres, agachadas antes hacia el agua, se levantan y saludan. Una dice sonriendo:
-Tamar te ha incomodado… Pero llevaba cogiendo flores aquí desde el amanecer con la secreta esperanza de verte pasar. Y no me ha dado ni siquiera una, porque antes quería dártelas a ti.
-Las aprecio más que a los tesoros de los reyes. Porque son inocentes como los niños y han sido ofrecidas por una inocente como las flores.
Besa a la niña, la pone en el suelo y se despide de ella:
-Descienda a ti la gracia del Señor.
Saluda a las mujeres y prosigue su camino, saludando a los agricultores o a los pastores que, desde los campos o los prados, lo saludan.
Parece dirigirse hacia abajo, hacia el lado que lleva a Jericó. Pero luego vuelve atrás y toma otro sendero que sube de nuevo hacia los montes situados al norte de Efraím. Aquí el suelo, bien expuesto al aire y al sol y al abrigo de los vientos del norte, tiene cereales aún más hermosos. El sendero, que va entre dos campos, presenta a un lado árboles frutales a distancias casi constantes, y los botones -parecen perlas- de los próximos frutos pueblan ya las ramas.
Una calzada que baja del norte hacia el sur corta el sendero. Debe ser una vía bastante importante, porque en el punto de intersección hay uno de esos hitos usados por los romanos. Éste tiene escrito en la cara septentrional: «Neapoli» y debajo de este nombre (que está esculpido bien grande, con los caracteres lapidarios de los latinos, fuertes como ellos mismos.), mucho más pequeño y apenas incidido en el granito: «Siquem»; en la cara occidental: «Silo-Jerusalén»; y en la orientada a mediodía: «Jericó». En la cara oriental no hay ningún nombre.
Pero se podría decir que, si no hay nombre de ciudad, sí lo hay de desventura humana. Porque en el suelo, entre el hito y la fosadura que bordea el camino (como en todas las calzadas mantenidas por los romanos, excavada para desagüe en tiempos de lluvias), hay un hombre, contraído, verdadero amasijo de andrajos y huesos, quizás muerto.
Jesús, cuando advierte su presencia entre las hierbas de la cuneta, exuberantes por los chaparrones primaverales, se agacha hacia él, lo toca y lo llama:
-Hombre, ¿qué te sucede?
Un gemido es la respuesta. Pero el amasijo se mueve, se desenvuelve, y un rostro caquéctico, de un color de muerte, aparece; y dos ojos cansados, dolientes y lánguidos miran estupefactos a Aquel que está inclinado sobre su miseria. Trata de sentarse hincando en el suelo las manos esqueletadas; pero está tan débil, que sin la ayuda de Jesús no podría.
Jesús le ayuda y le apoya la espalda contra el poste. Le pregunta:
-¿Qué te sucede? ¿Estás enfermo?
-Sí.
Un «sí» debilísimo.
-¿Cómo te has puesto en viaje tú solo, en este estado? ¿No tienes a nadie?
El hombre hace un gesto afirmativo. Pero está demasiado débil como para responder.
Jesús mira a su alrededor. No hay nadie en los campos. Es un lugar del todo desierto. A1 norte, casi en la cima de una colina, un montoncito de casas; al oeste, sobre el verdor de la ladera, que, subiendo otras prominencias se va transformando de campos en prados y bosques, unos pastores con un rebaño de inquietas cabras.
Jesús baja otra vez los ojos hacia el hombre. Pregunta:
-¿Si te sujetara, crees que podrías ir a aquel pueblo?
El hombre menea la cabeza y dos lágrimas ruedan por sus mejillas, tan ajadas que son rugosas como por ancianidad, cuando en realidad su barba de azabache demuestra que es joven todavía. Reúne las fuerzas para decir:
-Me han echado… Miedo de la lepra… No estoy… Y muero… de hambre.
Jadea por debilidad. Se mete un dedo en la boca y extrae una masa informe verdosa:
-Mira… he masticado trigo… pero es hierba todavía.
-Voy donde aquel pastor. Te voy a traer leche tibia. Vuelvo enseguida.
Y, casi corriendo, se dirige hacia el rebaño, a unos doscientos metros más arriba respecto a la calzada.
Llega donde ese pastor, lo mira, señala hacía el hombre. El pastor se vuelve y mira. Parece titubear respecto a si acceder o no a la petición de Jesús. Luego se decide. Coge de su cinturón la escudilla de madera que lleva colgada, como todos los pastores, y ordeña a una cabra. Da a Jesús la escudilla, colma. Y Jesús baja cuidadosamente la ladera, seguido por un niño que estaba con el pastor.
Ya está de nuevo junto al hambriento. Se arrodilla a su lado, le pasa un brazo por detrás de los hombros para sujetarlo y le acerca la taza, con la leche todavía espumosa, a los labios. Le da de beber en pequeñas dosis. Luego pone la taza en el suelo y dice:
-Por ahora así. Todo de una vez te haría daño. Deja que tu estómago se reanime absorbiendo lo que te he dado. El hombre no protesta. Cierra los ojos y calla, observado por el niño con gran estupor.
Pasado un rato, Jesús ofrece de nuevo la taza para un sorbo más largo, y esto lo repite, con pausas cada vez más breves, hasta que la leche se termina. Devuelve la taza al niño y se despide de él.
El hombre se reanima lentamente. Trata, con movimientos todavía inseguros, de aviarse un poco. Expresa una sonrisa de gratitud mirando a Jesús, que se ha sentado en la hierba a su lado. Se disculpa:
-Te estoy haciendo perder tiempo.
-¡No te aflijas! Nunca es tiempo perdido el usado en amar a los hermanos. Cuando estés mejor, hablaremos.
-Estoy mejor. Me vuelve el calor a los miembros, y la vista… Creía que iba a morir aquí… ¡Pobres hijos míos! Había
perdido toda esperanza… ¡Y hasta ahora había tenido mucha!… Si no hubieras venido Tú, me habría muerto… así… en un
camino…
-Habría sido muy triste. Es verdad. Pero el Altísimo ha mirado a su hijo y lo ha socorrido. Descansa un poco. El hombre obedece durante un rato. Luego abre de nuevo los ojos y dice:
-Me siento revivir. ¡Si pudiera ir a Efraím!
-¿Por qué? ¿Te espera allí alguien? ¿Eres de allí?
-No. Soy de los campos de Jabnia, cerca del mar Grande. Pero fui a Galilea, siguiendo la orilla, hasta Cesárea. Luego fui a Nazaret. Porque estoy enfermo aquí (se da unos golpecitos en el estómago). Es un mal que ninguno sabe curar y que no me deja trabajar la tierra. Soy viudo. Y con cinco hijos… Uno de nuestra zona -porque soy natural de Gaza, nacido de padre filisteo y madre sirofenicia-, uno de los nuestros, que era seguidor del Rabí galileo, vino donde nosotros con otro, para hablar de este Rabí. Yo también escuché. Y cuando cogí esta enfermedad dije: «Soy siro y filisteo, inmundicia para Israel. Pero Hermasteo decía que el Rabí de Galilea tiene tanta bondad como poder. Yo lo creo. Voy donde Él». Así que, en cuanto mejoró el tiempo, dejé a mis hijos con la madre de mi mujer, recogí mis pocos ahorros, porque muchos ya los había consumido con la enfermedad, y fui a buscar al Rabí. Pero de viaje el dinero termina pronto, especialmente cuando no se puede comer de todo… y uno, cuando los dolores le impiden andar, tiene que alojarse en una posada. En Seforí vendí el asno, porque no tenía ya dinero para mí y para dar lo que debiera dar al Rabí. Pensaba que, una vez curado, podría comer de todo por e1 camino y volver pronto a casa. Y allí rehacerme con el trabajo en mis campos y en los de otros… Pero el Rabí no está en Nazaret, ni en Cafarnaúm. Me lo dijo su Madre. Me dijo: «Está en Judea. Búscalo en casa de José de Seforí en Beceta, o en el Getsemaní. Te sabrán decir dónde está». Volví sobre mis pasos, a pie. El mal progresaba… y el dinero disminuía. En Jerusalén, adonde me habían mandado, encontré a los hombres, pero no al Rabí. Me dijeron: «Hace mucho que lo han expulsado. El Sanedrín lo ha maldecido. Ha huido y no sabemos dónde está». Yo… me sentí morir… como hoy, más incluso que hoy. Fui por las ciudades y los campos, preguntando a todo el mundo. Ninguno sabía nada. Alguno se solidarizaba con mi llanto, muchos me golpearon. Un día que me había puesto a mendigar fuera de las murallas del Templo, oí a dos fariseos que decían: “Ahora que se sabe que Jesús de Nazaret está en Efraím…». No perdí tiempo. Vine hasta aquí, débil como estaba, mendigando un pan, cada vez más andrajoso y con más aspecto de enfermo. Y, no conociendo bien estos lugares, me equivoqué de camino… Hoy vengo de allí, de aquel pueblo. Hacía dos días que sólo chupaba unos hinojos silvestres, masticaba raíces Y trigo en verde. Me han creído leproso por mi palidez y me han echado a pedradas. Sólo pedía un pan y la indicación del camino hacia Efraím… Aquí me he caído… Pero querría ir a Efraím. ¡Estoy ya tan cerca de la meta! ¿Pero va a ser posible que no la toque? Yo creo en el Rabí. No soy israelita. Pero tampoco Hermasteo lo era y Él lo amaba igualmente. ¡Pero es posible que el Dios de Israel asiente su mano sobre mí para vengarse de las culpas de quien me generó?
-El Dios verdadero es padre de los hombres. Justo, pero bueno. Premia a quien tiene fe y no hace pagar a los inocentes las culpas no propias. Pero ¿por qué has dicho que, cuando oíste que se desconocía el lugar de morada del Rabí te sentiste morir más que hoy?
-¡Hombre, porque dije: «Lo he perdido antes incluso de haberlo encontrado»!
-¡Ah, por tu salud!
-No. No sólo por mi salud, sino porque Hermasteo decía de Él cosas que me parecía que si yo lo hubiera conocido habría dejado de ser inmundicia.
-¿Entonces crees que es el Mesías?
-Lo creo. No sé bien qué es el Mesías, pero creo que el Rabí de Nazaret es el Hijo de Dios.
Jesús sonríe luminosamente mientras pregunta:
-¿Y estás seguro de que, si es eso que dices, te escucha favorablemente a ti, que eres incircunciso?
-Estoy seguro porque lo decía Hermasteo. Decía: «Él es el Salvador de todos. Para Él no hay hebreos o idólatras, sino
sólo criaturas a quienes salvar, porque el Señor Dios lo ha enviado para esto». Muchos se reían. Yo creí. Si puedo decirle: «Jesús,
ten piedad de mí», Él me concederá lo que le voy a pedir. ¡Si eres de Efraím, llévame a Él! Quizás Tú eres uno de sus discípulos… Jesús sonríe cada vez más y aconseja:
-Pues prueba a pedirme a mí que Yo te cure…
-Tú eres bueno, hombre. A tu lado hay mucha paz. Sí, eres bueno; como… como el propio Rabí. Y no dudo que te haya concedido el poder de hacer milagros. Porque, para ser tan bueno como eres, necesariamente tienes que ser discípulo suyo. A todos los que se me han manifestado como discípulos suyos, los he encontrado buenos. Pero no te ofendas si te digo que podrás, no digo que no, curar los cuerpos, pero no las almas. Y yo quisiera también la curación del alma, como fue el caso de Hermasteo. Hacerme justo… Y eso sólo puede hacerlo el Rabí. Yo, además de un enfermo, soy un pecador. No quiero curarme físicamente para luego morirme un día, con una muerte también del alma. Quiero vivir. Hermasteo decía que el Rabí es Vida del alma y que el alma que en Él cree vive para siempre en el Reino de Dios. Llévame donde el Rabí. ¡Anda, hazme este favor! ¿Por qué sonríes? ¿Quizás porque piensas que soy audaz pretendiendo una curación sin poder dar un donativo? Mira, cuando esté curado podré seguir cultivando la tierra. Tengo unas frutas espléndidas. Que vaya el Rabí en el tiempo de la fruta madura y le pagaré con una hospitalidad todo lo larga que Él quiera.
-¿Quién te ha dicho que el Rabí quiera dinero? ¿Hermasteo?»
-No. A1 contrario, él decía que el Rabí tiene compasión de los pobres y a los pobres es a quienes socorre antes. Pero eso es habitual en todos los médicos y… y, en fin, con todos.
-Con Él, no. Te lo aseguro. Y te digo que si sabes llevar tu fe hasta pedir aquí el milagro, y creerlo posible, lo tendrás.
-¿Dices la verdad?… ¿Estás seguro de eso? Bueno, claro, si eres un discípulo suyo, no puedes mentir ni errar. Y, aunque me duela no ver al Rabí… quiero obedecerte… Quizás É1, dado que le persiguen… no quiere ser visto… no se fía ya de nadie. Tiene razón. Pero no seremos nosotros los que lo hundamos. Serán los verdaderos hebreos… Pero, bueno, yo digo aquí (se pone de rodillas con dificultad): “!Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí!»
-Hágase en ti como tu fe merece – dice Jesús con su gesto de dominio sobre las enfermedades.
E1 hombre queda como deslumbrado, o sea, recibe como una luz súbita. Comprende -no sé si por una apertura del intelecto o si por una sensación física o si por las dos cosas- quién es el que tiene delante, y emite un grito tan agudo, que el pastor, que había bajado hacia la calzada quizás para ver, acelera el paso.
El hombre está echado en el suelo con el rostro entre la hierba. Y el pastor, señalándolo con el cayado, dice: -¿Está muerto? ¡No basta la leche cuando uno está acabado! – y menea la cabeza.
El hombre oye esto y se alza, fuerte, sano. Grita:
-¿Muerto? ¿Estoy curado! He resucitado. Él me ha hecho esto. Ya no siento ni desfallecimiento por hambre ni dolor por enfermedad. ¡Estoy como en los días de mi boda! ¡Oh, Jesús bendito! ¡¿Y cómo no te he reconocido antes?! ¡Tu piedad habría debido sugerirme tu nombre! ¡La paz que sentía a tu lado! He sido un necio. ¡Perdona a tu pobre siervo! – y se arroja de nuevo al suelo, adorando.
El pastor deja plantadas a sus cabras y se marcha corriendo, dando saltos, hacia el pueblecillo.
Jesús se sienta al lado del hombre que ha sido curado y dice
-Me hablabas de Hermasteo como de un muerto. Por tanto, conoces su final. Sólo quiero una cosa de ti: que vengas conmigo a Efraím; que narres su final a quien está conmigo. Luego te mandaré a Jericó, donde una discípula, para que te ayude en el viaje de regreso.
-Si quieres, iré. De todas formas, ahora que estoy sano, no tengo miedo a morir por el camino. Hasta la hierba me puede nutrir, y no resulta vergonzoso extender la mano, porque he consumido mi dinero no en crápulas sino por un justo fin.
-Lo quiero. Le dirás que me has visto y que la espero aquí. Que ya puede venir. Nadie la importunará. ¿Sabrás decir
esto?
-Sabré decirlo. Pero ¿por qué te odian, siendo tan bueno?
-Porque muchos hombres tienen dentro de sí un espíritu que los posee. Vamos.
Jesús se pone en camino hacia Efraím. El hombre lo sigue seguro. Sólo la gran delgadez queda como recuerdo de la enfermedad y de las penurias pasadas.
Entretanto, del pueblo bajan gesticulando y hablando alto muchas personas. Llaman a Jesús. Le dicen que se pare. Jesús no les presta oídos; al contrario, acelera el paso. Y ellos… detrás…
De nuevo está en los aledaños de Efraím. Los cultivadores que se preparan ya para volver a sus casas, pues el ocaso empieza, saludan a Jesús, y miran al hombre que va con Él.
Por una trocha aparece Judas de Keriot. Al ver al Maestro, se sobresalta por la sorpresa. Pero Jesús no se muestra sorprendido en absoluto. Lo único que hace es decirle al hombre:
-Éste es un discípulo mío. Háblale de Hermasteo.
-¡Bien, lo digo brevemente! Era incansable en predicar al Cristo, incluso después de que -así lo quiso- se separó de su compañero para quedarse con nosotros. Decía que nosotros tenemos más necesidad que todos los demás de conocerte, Rabí, y que él quería darte a conocer en su patria, y que regresaría a tu lado cuando en todos los pueblos, hasta en los más pequeños,
hubiera predicado tu Nombre. Vivía como un penitente. Si alguna persona compasiva le daba un pan, la bendecía en tu nombre; si le tiraban piedras, se retiraba, pero bendiciéndolos también. Se nutría de fruta silvestre o de moluscos marinos que arrancaba de los escollos o sacaba de la arena. Muchos lo llamaban «loco». Pero, en el fondo, ninguno lo odiaba. A1 máximo, lo arrojaban de su presencia como a un signo de mal agüero. Un día lo encontraron muerto en un camino, muy cerca de la zona de donde yo, en el camino que entra en Judea, casi en el confín. Nunca se ha sabido la causa de la muerte. Pero se dice que lo mató uno que no quería que se predicara al Mesías. Tenía una herida grande en la cabeza. Se dijo que le había atropellado un caballo. Pero yo no lo creo. Extendido sobre el camino, sonreía. Sí, verdaderamente parecía sonreír a las últimas estrellas de la más serena noche de Elul y a los primeros rayos de sol de la mañana. Lo encontraron unos hortelanos que iban, con las primeras luces, a la ciudad con sus verduras, y cuando pasaron a retirar mis pepinos me lo dijeron. Fui corriendo a ver. Tenía una expresión muy serena.
-¿Has oído? – pregunta Jesús a Judas.
-He oído. ¿Pero Tú no le habías dicho que te serviría y que viviría una larga vida?
-No le dije eso exactamente. El tiempo transcurrido te empaña la mente. Pero ¿acaso no me ha servido evangelizando en lugares de misión?, ¿y acaso no tiene una vida larga? ¿Qué vida es más larga que la que conquista el que muere sirviendo a Dios? Larga y gloriosa.
Judas se ríe con esa risita extraña que tanto me molesta, y no replica.
Mientras tanto, los del pueblecito se han unido a muchos de Efraím y hablan con ellos señalando hacia Jesús. Jesús ordena a Judas:
-Acompaña a este hombre a casa y ocúpate de que se reponga del todo. Se marchará después del sábado, que ya comienza.
Judas obedece. Jesús se queda solo. Anda lentamente, inclinándose a observar tallitos de trigo que empiezan a tener un empiece de espiga.
Unos hombres de Efraím le preguntan:
-¿Bien hermoso este trigo, no?
-Sí. Pero no es distinto del de otras regiones.
-Claro, Maestro. ¡Es trigo también! Por fuerza tiene que ser igual.
-¿Lo creéis así? Entonces el trigo es mejor que los hombres. Porque basta con que sea sembrado con el arte conveniente para que dé el mismo fruto aquí, en Judea, en Galilea o, digamos, en las llanuras de las riberas del Mar Grande. Los hombres, sin embargo, no dan el mismo fruto. Y también la tierra es mejor que los hombres porque cuando se le confía una semilla es buena para ésta, sin hacer diferencias si es una semilla de Samaria o de Judea.
-Eso es así. ¿Pero por qué dices que la tierra y el trigo son mejores que los hombres?
-¿Que por qué?… Hace poco, un hombre ha pedido por piedad un pan a las puertas de un pueblo. Y, creyendo la gente de ese lugar que era judío, ha sido rechazado; ha sido rechazado con piedras y con el grito de «leproso», que él ha creído que se lo aplicaban a su delgadez pero que en realidad lo decían por su procedencia. Y ese hombre ha estado a punto de morir de hambre en un camino. Por tanto, la gente de ese pueblo, esos de allí que os han mandado a preguntarme y que querrían acercarse a la casa donde estoy para ver al que ha sido curado milagrosamente, tienen menos bondad que el trigo y la tierra: porque no han sabido -a pesar de que Yo, a quien ven desde hace tiempo, haya aplicado en ellos un buen trabajo- dar el mismo fruto que ha dado ese hombre, que no es ni judío ni samaritano, que no me había visto ni oído nunca, pero que ha acogido las palabras de un discípulo mío y ha creído en mí sin conocerme; y porque tienen menos bondad que la tierra, pues han rechazado al hombre por ser de otra sangre. Ahora quisieran venir para satisfacer su hambre de curiosidad, ellos, que no supieron satisfacer el hambre de un hombre desfallecido. Decid a esa gente que el Maestro no va a satisfacer esa curiosidad inútil. Y aprended todos la gran ley del amor, sin el cual no podréis nunca ser mis seguidores. No es el amor por mí. No es sólo eso lo que salvará vuestras almas, sino el amor a mí doctrina. Y mí doctrina enseña el amor fraterno sin distinciones de raza ni de patrimonio. Márchense, pues, esos duros de corazón que han apenado mi Corazón, y arrepiéntanse si quieren que los ame. Porque-recordad esto todos-, si es verdad que soy bueno, también lo es que soy justo; si no hago distinciones y os amo como a los otros de Galilea y Judea, eso no debe producir en vosotros el estúpido orgullo de pensar que sois los preferidos, ni debe daros licencia para hacer el mal sin temer mi censura. Yo alabo o censuro, como lo requiere la justicia, a mis parientes y a los apóstoles, al igual que a cualquier otro ser humano; y en mí reproche hay amor, porque lo hago porque quiero la justicia en los corazones para poder, un día, conceder el premio a quien la haya practicado. Marchaos y referid esto. Y que la lección produzca fruto en todos.
Jesús se arrolla en el manto y se echa a andar raudo hacia Efraím dejando plantados a sus interlocutores, que se marchan, más mohínos, a transmitir las palabras del Maestro a la gente de pueblecito que no tuvo piedad.