El día de los funerales de Lázaro.
La noticia de la muerte de Lázaro debe haber hecho el efecto que produce el hurgar con un palo dentro de una colmena. Toda Jerusalén habla de ello. Personalidades del lugar, mercaderes, gente humilde, pobres, gente de la ciudad, de los campos cercanos, forasteros de paso -pero no completamente nuevos en el lugar-, extranjeros que están allí por primera vez -y que preguntan que quién es ese cuya muerte es motivo de tal manifestación popular-, romanos, legionarios, gente de la administración pública, levitas, sacerdotes… que se reúnen y se separan continuamente corriendo acá o allá… Corros de gente que con distintas palabras y expresiones hablan de este hecho. Y hay quien alaba, quien llora, quien se siente más mendigo que de costumbre ahora que ha muerto el benefactor; hay quien gime: «No volveré a tener nunca más un jefe como él»; hay quien enumera sus méritos y quien da datos sobre su patrimonio y parentela, sobre los servicios y los cargos del padre y sobre la belleza y riqueza de la madre y su nacimiento «propio de una reina»; y hay quien, por desgracia, evoca también páginas familiares sobre las cuales sería bonito correr un velo, especialmente cuando hay de por medio un muerto que por aquéllas ha sufrido…
Las noticias más heterogéneas sobre la causa de la muerte, sobre el lugar del sepulcro, sobre la ausencia de Cristo de la casa de su gran amigo y protector, precisamente en aquella circunstancia… Todo esto hace hablar a los corrillos de gente. Y las opiniones que predominan son dos: una, la de que esto ha sucedido, es más: ha sido producido, por la mala actitud de los judíos, Ancianos del Sanedrín, fariseos y otros semejantes, contra el Maestro; otra, la de que el Maestro, teniendo de frente una verdadera enfermedad mortal, se ha difuminado porque aquí sus engaños no habrían salido triunfadores. No hace falta ser muy agudos para comprender de qué fuente proviene esta última opinión, que sulfura a muchos, que replican: «¿Tú también eres fariseo? Si lo eres, ¡ojo, porque delante de nosotros no se blasfema contra el Santo! ¡Malditas víboras nacidas de hienas unidas con Leviatán! ¿Quién os paga por blasfemar contra el Mesías?
Y en las calles se oyen discusiones, insultos, y se asiste a algún puñetazo incluso, y a mordaces improperios a los pomposos fariseos y escribas que pasan con aire de dioses sin conceder ni una mirada a la plebe que vocifera a favor de ellos o contra ellos, a favor del Maestro o contra Él. Y se oyen acusaciones. ¡Cuántas acusaciones!
-¡Éste dice que el Maestro es un falso! Sin duda, es uno que ha echado esa tripa con el dinero que le han dado esas serpientes que acaban de pasar.
-¿Con su dinero? ¡Con el nuestro, debes decir! ¡Nos chupan la sangre para estas cosas tan interesantes! Pero, ¿dónde está éste? Quiero ver si es uno de los que ayer han venido a decirme…
-Ha huido. ¡Viva Dios que aquí debemos unirnos y actuar! ¡Son demasiado descarados!
Otra conversación:
-Te he oído y te conozco. ¡Diré cómo hablas del supremo Tribunal a quien debo decírselo!
-Soy del Cristo y la baba del demonio no me daña. Díselo también a Anás y Caifás, si quieres, y que sirva para hacerlos más justos.
Y, más allá:
-¿A mí? ¿A mí me llamas perjuro y blasfemo por seguir al Dios vivo? Tú si que eres perjuro y blasfemo, tú que lo ofendes y lo persigues. Te conozco, ¡eh! Te he visto y oído. ¡Espía! ¡Vendido! ¡Venid a echarle mano a éste… – y, mientras tanto, empieza a plantarle a un judío unos bofetones tales, que le ponen roja la cara huesuda y verdinosa.
-¡Cornelio, Simeón, mirad! Me están pegando – dice, dirigiéndose a un grupo de miembros del Sanedrín, otro que está
más allá.
-Soporta por la fe y no te ensucies los labios ni las manos en la víspera de un sábado – responde uno de los llamados, sin siquiera volverse a mirar al desdichado contra el que un grupo de gente del pueblo ejercita una rápida justicia…
Las mujeres llaman a sus maridos con gritos, con súplicas, para que no se comprometan.
Los legionarios patrullan, abriéndose paso con sendos golpes de asta y amenazando arrestos y castigos.
La muerte de Lázaro, que es el hecho principal, es el motivo para pasar a hechos secundarios, desahogo de la larga tensión que hay en los corazones… Los miembros del Sanedrín, los Ancianos, los escribas, los saduceos, los judíos influyentes, pasan con expresión de indiferencia, con aire socarrón, como si toda esa explosión de pequeñas iras, de venganzas personales, de nerviosismo, no tuviera la raíz en ellos. Y a medida que van pasando las horas va creciendo la agitación y los corazones se van encendiendo cada vez más.
-Éstos dicen -¡fijaos!- que el Cristo no puede curar a los enfermos. Yo estaba leproso y ahora estoy sano. ¿Los conocéis a éstos? No soy de Jerusalén, pero nunca los he visto entre los discípulos del Cristo de dos años a esta parte.
-¿Estos? ¡Déjame que vea a ese del medio! ¡Ah, vil bandido! Éste es el que la pasada Luna me vino a ofrecer dinero en nombre del Cristo diciendo que Él paga a una serie de hombres para apoderarse de Palestina. Y ahora dice… ¿Pero por qué lo has dejado huir?
-¿Te das cuenta? ¡Qué granujas! ¡Y poco faltó para pegármela! Tenía razón mi suegro. Ahí está José el Anciano, y Juan y Josué. Vamos a preguntarles si es verdad que el Maestro quiere formar ejércitos. Ellos son justos, y además saben.
Se acercan, rápidamente y en masa, a los tres miembros del Sanedrín. Exponen su pregunta.
-Marchaos a casa, hombres. Por las calles se peca y se causa daño. No polemicéis. No os alarméis. Ocupaos de vuestras cosas y vuestras familias. No prestéis oídos a los agitadores de gente ilusa, ni dejéis que os forjen falsas ilusiones. El Maestro es un maestro, no un guerrero. Vosotros lo conocéis. Y lo que piensa lo dice. No os habría enviado a otros a deciros que lo siguierais como guerreros, si hubiera querido que lo fuerais. No le perjudiquéis a Él, ni os perjudiquéis a vosotros mismos ni perjudiquéis a nuestra Patria. ¡A casa, hombres! ¡A casa! No hagáis de lo que ya de por sí es una desventura (la muerte de un justo) una serie de desventuras. Volved a las casas y orad por Lázaro, benefactor de todos – dice el de Arimatea, que debe ser muy estimado y escuchado por el pueblo, que lo conoce como justo. También Juan -el que estuvo celoso- dice:
-Es hombre de paz, no de guerra. No prestéis oídos a los falsos discípulos. Recordad lo distintos que eran los otros que se presentaban como Mesías. Recordad, comparad, y vuestra justicia os dirá que esas incitaciones a la violencia no pueden venir de Él. ¡A casa! ¡A casa! Con las mujeres, que lloran, y con los niños, que están asustados. Está escrito: «¡Ay de los violentos y de los que favorecen los litigios!».
Un grupo de mujeres, llorando, se acerca a los tres miembros del Sanedrín. Una de ellas dice:
-Los escribas han amenazado a mi marido. ¡Tengo miedo! José, háblales tú.
-Lo haré. Pero que tu marido sepa guardar silencio. ¿Os pensáis que hacéis un bien al Maestro con estos alborotos, y que honráis al difunto? Os equivocáis. Perjudicáis al Uno y al otro – responde José – y las deja para dirigirse hacia Nicodemo, que, seguido por los criados, viene por una calle:
-No esperaba verte, Nicodemo. Yo mismo no sé cómo he podido. El criado de Lázaro ha venido, pasado el galicinio, a darme noticia de la desgracia.
-Y a mí más tarde. Me he puesto en camino inmediatamente. ¿Sabes si en Betania está el Maestro?
-No, allí no. Mi intendente de Beceta ha estado allí en la hora tercera y me ha dicho que no está.
-Hay una cosa que no comprendo… ¿Cómo… a todos el milagro y a él no? – exclama Juan.
-Quizás porque a esa casa le ha dado ya más que una curación: ha redimido a María y ha restituido la paz y el honor… – dice José.
-¡Paz y honor! De los buenos a los buenos. Porque muchos… no han dado ni dan honor, ni siquiera ahora que María… Vosotros no lo sabéis… Hace tres días estuvieron allí Elquías y muchos otros… y no dieron ningún honor. María los echó de casa. Me lo dijeron furiosos. Y yo dejé hablar para no descubrir mi corazón… – dice Josué.
-¿Y ahora van a ir a los funerales? – pregunta Nicodemo.
-Han recibido el aviso y se han reunido en el Templo para debatir este asunto. ¡ Los criados han tenido que correr mucho esta mañana al amanecer!
-¿Por qué tan rápido el funeral? ¡Inmediatamente después de la hora sexta!…
-Porque Lázaro estaba ya descompuesto en el momento de su muerte. Me ha dicho mi administrador que, a pesar de las resinas que arden en las habitaciones y los aromas vertidos encima del muerto, el hedor del cadáver se percibe ya desde el pórtico de la casa. Y además con el ocaso empieza el sábado. No era posible de otra manera.
-¿Y dices que se han reunido en el Templo? ¿Para qué?
-Bueno… La verdad es que la reunión ya estaba anunciada para examinar la cuestión de Lázaro. Quieren decir que estaba leproso… – dice Josué.
-Eso no. Él habría sido el primero que se habría aislado, según la Ley – dice, en tono de defensa, José. Y añade: « -He hablado con su médico. Lo ha excluido rotundamente. Estaba enfermo de una consunción pútrida.
-Pues si Lázaro estaba ya muerto, ¿de qué han discutido? – pregunta Nicodemo.
-De si ir o no a los funerales, después de que María los había echado de casa. Unos sí que querían, otros no. Pero la mayoría quería ir, por tres motivos: la primera razón, común a todos, es ver si está el Maestro; la segunda razón es ver si hace el milagro; tercera razón es el recuerdo de recientes palabras del Maestro a los escribas a la orilla del Jordán en la zona de Jericó – explica Josué.
-¡El milagro! ¿Cuál, si ya está muerto? – pregunta Juan encogiéndose de hombros, y termina:
-¡Siempre iguales!… ¡Buscadores de lo imposible!
-El Maestro ha resucitado a otros muertos – observa José.
-Es verdad. Pero si hubiera querido mantenerlo vivo no lo habría dejado morir. Tu razón de antes es válida. Ellos ya han
recibido.
-Sí. Pero Uziel se ha acordado -y también Sadoq- de un reto de hace muchas lunas. El Cristo dijo que daría la prueba de saber recomponer incluso un cuerpo descompuesto. Y Lázaro está en esa situación. Y Sadoq, el escriba, dice también que, a
orillas del Jordán, el Rabí, motu propio, le dijo que con la nueva luna vería cumplirse la mitad del reto. Esta mitad: la de uno que, en estado de descomposición, revive, y ya sin estado de descomposición ni enfermedad. Y han vencido ellos. Si ello sucede, es, sin duda, porque está el Maestro. Y también, si ello sucede, ya no hay duda sobre Él.
-Con tal de que no sea para mal… – susurra José.
-¿Para mal? ¿Por qué? Los escribas y fariseos se convencerán….
-¡Juan! ¿Pero es que eres un extranjero, para decir eso? ¿No conoces a tus paisanos? ¿Pero cuándo los ha hecho santos la verdad? ¿No te dice nada el hecho de que a mi casa no hayan llevado la invitación para la asamblea?
-Tampoco a la mía. Dudan de nosotros y frecuentemente nos excluyen – dice Nicodemo. Y pregunta:
-¿Estaba Gamaliel?
-Su hijo. Irá en lugar de su padre, que está enfermo en Gamala de Judea.
-¿Y qué decía Simeón?
-Nada. Nada de nada. Ha escuchado. Se ha marchado. Hace poco ha pasado con unos discípulos de su padre, iba hacia
Betania.
Están casi en la puerta que se abre en el camino de Betania. Juan exclama:
-¡Mira! Está vigilada. ¿Por qué será? Y paran a los que salen.
-La ciudad está revuelta…
-¡No es una agitación de las más fuertes!…
Llegan a la puerta y los paran como a todos los demás.
-¿La razón de esto, soldado? Toda la Antonia me conoce, y de mí no podéis decir nada malo. Os respeto y respeto vuestras leyes – dice José de Arimatea.
-Orden del centurión. El Prefecto está para entrar en la ciudad y queremos saber quién sale por las puertas, y especialmente por esta que da al camino de Jericó. Nosotros te conocemos. Pero conocemos también vuestro humor respecto a nosotros. Tú y los tuyos pasad. Y si tenéis influencia sobre el pueblo decid que les conviene estar tranquilos. Poncio no es amigo de cambiar sus costumbres por súbditos que causan molestias… y podría ser demasiado severo. Este es un consejo leal para ti que eres leal.
Pasan…
-¿Has oído? Preveo días duros… Habrá que aconsejar a los otros, más que al pueblo… – dice José.
El camino de Betania está lleno de gente. Todos van en una dirección: hacia Betania. Todos van a los funerales. Se ve a miembros del Sanedrín y a fariseos mezclados con saduceos y escribas, y éstos con agricultores, siervos, administradores de las distintas casas y fincas rústicas que Lázaro tiene en la ciudad y en el campo, y, cuanto más se acerca uno a Betania, más va agregándose gente -procedente de todos los senderos y caminos- a este camino, que es el principal.
Ahí está Betania, una Betania de luto en torno a su más grande vecino. Todos los habitantes, con los vestidos mejores, están ya fuera de las casas, ahora cerradas como si nadie estuviera en ellas. Pero todavía no han entrado en la casa del muerto. La curiosidad los retiene junto a la cancilla, en la orilla del camino. Observan qué invitados pasan y se transmiten unos a otros nombres e impresiones.
-Ahí está Natanael ben Faba. ¡Oh, el viejo Matatías, pariente de Jacob! ¡El hijo de Anás! Míralo allí con Doras, Calasebona y Arquelao. ¡Mira! ¿Cómo se las han arreglado los de Galilea para venir? Están todos. Mira: Elí, Jocanán, Ismael, Urías, Joaquín, Elías, José… El viejo Cananías con Sadoq, Zacarías y Jocanán saduceos. Está también Simeón de Gamaliel. Solo. El rabí no está. ¡Ahí están Elquías con Nahúm, Félix, Anás el escriba, Zacarías, Jonatán de Uziel! Saúl con Eleazar, Trifón y Joazar. ¡Buenos son! Otro de los hijos de Anás. El más pequeño. Está hablando con Simón Camit. Felipe con Juan el de Antipátrida. Alejandro, Isaac, y Jonás de Babaón. Sadoq. Judas, descendiente de los Asideos, el último, creo, de la clase. Ahí están los administradores de los distintos palacios. No veo a los amigos fieles. ¡Cuánta gente!
-¡Verdaderamente! ¡Cuánta gente! Todos con aspecto grave; parte con cara de circunstancias, parte con signos de verdadero dolor en el rostro. La cancilla abierta de par en par se traga a todos. Veo pasar a todos los que en sucesivas ocasiones he visto, benevolentes o enemigos, en torno al Maestro. Todos, menos Gamaliel y menos el Anciano Simón. Y veo a otros que no he visto nunca, o que quizás haya visto, pero sin haber sabido su nombre, en las controversias alrededor de Jesús… Pasan rabíes con sus discípulos, y grupos compactos de escribas. Pasan judíos cuyas riquezas oigo enumerar… El jardín está lleno de gente que, tras haberse acercado a decir palabras de pésame a las hermanas -las cuales, como será, quizás, costumbre, están sentadas bajo el pórtico y por tanto fuera de la casa-, vuelven a distribuirse por el jardín formando una continua mezcla de colores y haciendo continuas, pronunciadas reverencias.
Marta y María están deshechas. Están agarradas de la mano como dos niñas, asustadas por el vacío que se ha creado en su casa, por la nada que llena su día, ahora que ya no hay que cuidar a Lázaro. Escuchan las palabras de los que han venido. Lloran con los verdaderos amigos, con los subordinados fieles. Hacen gestos de reverencia a los gélidos, solemnes, rígidos miembros del Sanedrín, que han venido más para hacer ostentación de sí mismos que para honrar al difunto. Responden, cansadas de repetir las mismas cosas cientos de veces, a quienes les preguntan algo acerca de los últimos momentos de Lázaro.
José, Nicodemo, los amigos más leales, se ponen a su lado con pocas palabras, pero con una amistad que consuela más que cualquier palabra.
Vuelve Elquías con los más intransigentes, con los cuales ha estado hablando mucho, y pregunta:
-¿No podríamos observar al muerto?
Marta se pasa con dolor la mano por la frente y pregunta:
-¿Pero desde cuándo se hace eso en Israel? Ya está preparado… – y lágrimas lentas se deslizan por sus mejillas.
-No se hace, es verdad. Pero nosotros deseamos hacerlo. Los amigos más fieles bien tienen derecho a ver por última vez al amigo.
-También nosotras, sus hermanas, hubiéramos tenido este derecho. Pero ha sido necesario embalsamarlo enseguida… Y, cuando volvimos a la habitación de Lázaro, ya vimos solamente la forma envuelta en las vendas…
-Deberíais haber dado órdenes claras. ¿No hubierais podido, y no podríais ahora, levantar el sudario y descubrir la cara? -Ya está descompuesto… Y ya es la hora de los funerales.
José interviene:
-Elquías, me parece que nosotros… por exceso de amor, causamos dolor. Dejemos tranquilas a las hermanas… Se acerca Simón, hijo de Gamaliel, e impide la respuesta de Elquías. Dice:
-Mi padre vendrá en cuanto pueda. Lo represento. Él apreciaba a Lázaro, y yo también.
Marta se inclina y contesta:
-El honor que hace el rabí a nuestro hermano sea recompensado por Dios.
Elquías, estando allí el hijo de Gamaliel, no insiste y se retira, conversa con otros, que le hacen esta observación: -¿Pero no sientes el hedor? ¿Lo vas a poner en duda? Además, veremos si tapian el sepulcro. No se vive sin aire. Otro grupo de fariseos se acerca a las hermanas. Son casi todos los de Galilea. Marta recibe sus manifestaciones de
pésame, no se puede retener de expresar su estupor por su presencia.
-Mujer, el Sanedrín se reúne para deliberaciones de suma importancia. Estamos en la ciudad por este motivo – explica Simón de Cafarnaúm, y mira a María, cuya conversión ciertamente recuerda; pero se limita a mirarla.
Ahora se acercan Jocanán, Doras hijo de Doras e Ismael, con Cananías y Sadoq, y con otros que no conozco. Ya antes de abrir la boca hablan con sus caras de víbora. Y, para poder herir, esperan a que José se haya separado, con Nicodemo, para hablar con tres judíos. Es el viejo Cananías el que, con su voz ronca de viejo decrépito, descarga la puñalada:
-¿Tú qué opinas, María? Vuestro Maestro es el único ausente de entre los muchos amigos de tu hermano. ¡Una amistad muy particular! ¡Mucho amor mientras Lázaro estaba bien’ ¡Indiferencia cuando era la hora de amarlo! Todos han recibido milagros de Él. Pero aquí no hay milagro. ¿Qué opinas, mujer, de una cosa como ésta? ¡Bien te ha engañado, bien, el apuesto Rabí galileo! ¡Je! ¡Je! ¿No dijiste que se había dicho que esperaras más allá de lo esperable? ¿Es que no has esperado o es que no sirve para nada esperar en Él? Dijiste que esperabas en la Vida. ¡Sí, claro! Él se llama «la Vida», ¡je! ¡Je! Pero ahí adentro está tu hermano muerto. Y allí está ya abierta la boca del sepulcro. Y el Rabí no está. ¡Je! ¡Je!
-Sabe dar la muerte, no la vida – dice con una sonrisita burlona Doras.
Marta agacha la cabeza y mete la cara entre sus manos. Llora. La realidad está bien clara; su esperanza, bien desilusionada: el Rabí no está, ni siquiera ha venido a consolarlas; y ya habría tenido tiempo de estar allí. Marta llora, ya sólo sabe llorar.
También María llora. También ella tiene ante sí la realidad. Ha creído, ha esperado más allá de lo creíble… y nada ha sucedido, y los criados ya han apartado la piedra de la boca del sepulcro, porque empieza a declinar el sol, y el sol desciende pronto en invierno, y es viernes, y todo debe estar concluido a tiempo y de manera que los que han venido no deban transgredir las leyes del sábado, que dentro de poco comienza. Ha esperado mucho, siempre, demasiado; ha consumido sus capacidades en esta esperanza. Y se siente desilusionada.
Cananías insiste:
-¿No me respondes? ¿Te convences ahora de que es un impostor que se ha aprovechado y burlado de vosotras? ¡Pobres mujeres! – y menea la cabeza en medio de los otros como él, los cuales hacen lo mismo y también dicen:
-¡Pobres mujeres!
Maximino se acerca:
-Es la hora. Dad la orden. Os compete a vosotras.
Marta cae al suelo. La socorren. Se la llevan usando para ello sólo los brazos, entre los gritos de los criados, que comprenden que ha llegado la hora de depositar el cuerpo en el sepulcro, y entonan lamentaciones.
María aprieta las manos, convulsa. Suplica:
-¡Todavía un poco! ¡Todavía un poco! Mandad criados al camino que va a Ensemes y a la fuente; a todos los caminos. Criados a caballo. Que vean si viene…
-¡Pero, desdichada, ¿esperas todavía?! ¿Pero qué se necesita para convencerte de que os ha traicionado y defraudado? Os ha odiado y se ha burlado de vosotras…
¡Es demasiado! Con la cara lavada por el llanto, torturada pero fiel, en medio del semicírculo que forman los que han venido y están reunidos para ver salir el cadáver, María proclama:
-Si Jesús de Nazaret lo ha hecho así, bien hecho está, y grande es su amor por todos nosotros de Betania. ¡Todo para gloria de Dios y suya! Él ha dicho que esto significará gloria para el Señor, porque la potencia de su Verbo resplandecerá completa. Haz lo que debes hacer, Maximino; el sepulcro no es un obstáculo para el poder de Dios…
Se separa, sujetada por Noemí, que se ha acercado presurosa, y hace un gesto… El cadáver, envuelto en su mortaja, sale de la casa, cruza el jardín entre dos filas de gente, entre los gritos del duelo. María quisiera seguirlo, pero se tambalea. Se pone al final de la gente cuando ya todos van hacia el sepulcro. Llega a tiempo para ver desaparecer la larga forma inmóvil en el interior oscuro del sepulcro donde rojean las antorchas, mantenidas en alto por los criados para iluminar la escalera a los que bajan con el muerto. Porque el sepulcro de Lázaro está más bien enterrado, quizás para aprovechar unos estratos de roca subterránea.
María grita… Está en el ápice de la congoja… Grita… Y junto nombre de su hermano está el de Jesús. Parece que le arrancaran el corazón. Pero sólo dice esos dos nombres, y los repite hasta que el denso ruido del cierre devuelto a la boca de la tumba le dice que Lázaro ya no está en la Tierra ni siquiera con el cuerpo. Entonces cede y pierde la conciencia de todo. Cae rendida sobre quien la sujeta y, mientras se hunde en la nada del desvanecimiento, todavía suspira: ¡Jesús! ¡Jesús!
Se la llevan.
Se queda Maximino para despedir a los que han venido, y para darles las gracias en nombre de toda la familia. Se queda para oírles decir a todos que volverán para el duelo todos los días…
Poco a poco van despejando el lugar. Los últimos que se marchan son José, Nicodemo, Eleazar, Juan, Joaquín, Josué. Y en la cancilla ven a Sadoq y a Uriel riéndose con maldad y diciendo:
¡Su reto! ¡Y nosotros le hemos temido!
-¡Bien muerto está! ¡Cómo olía, a pesar de los aromas! ¡No hay duda, no! No había necesidad de destapar la cara. Yo creo que está ya agusanado.
Están contentos.
José los mira. Una mirada tan severa que cercena palabras y risas. Todos se apresuran a regresar para estar en la ciudad antes del final del ocaso.