Delaciones de Judas Iscariote y profecías sobre Israel. Milagros en el camino de Jericó a Betania.
Es un alba que apenas diluye su candor en un primer rosicler de aurora. Y el silencio fresco de los campos se va rompiendo, va adornándose con el gorjeo de los pajarillos ya despiertos.
Jesús es el primero en salir de la casa de Nique. Entorna silenciosamente la puerta y se dirige al verde huerto donde se liberan las nítidas notas de las currucas y emiten los mirlos su flautado canto.
Pero aún no ha llegado y ya del huerto vienen cuatro personas (cuatro de los que ayer estaban en el grupo de desconocidos y que en ningún momento habían descubierto su rostro). Se postran profundamente. Y luego, cuando oyen la orden y la pregunta que Jesús – después de haberlos saludado con su saludo de paz- les dirige:
-¡Alzaos! ¿Qué queréis de mí? – se levantan y echan hacia atrás los mantos de lino y las prendas, también de lino, que cubren su cabeza y con las cuales habían tenido celado su rostro como beduinos.
Reconozco la cara pálida y delgada del escriba Joel de Abías, ya visto en la visión de Sabea. Los otros me son desconocidos, hasta que se nombran: «
-Yo, Judas de Beterón, último de los verdaderos asideos, amigos de Matatías Asmoneo.
-Yo, Eliel, y mi hermano Elcaná de Belén de Judá, hermanos de Juana, tu discípula; y no hay para nosotros un título mayor que éste. Ausentes cuando eras fuerte, presentes ahora que te persiguen.
-Yo, Joel de Abías, con los ojos ciegos durante mucho tiempo, pero ahora abiertos a la Luz.
-Os había despedido ya. ¿Qué queréis de mí?
-Decirte que… si estamos tapados no es por ti, sino… – dice Eliel.
-¡Hablad! ¡Hablad os digo!
-Pero… Habla tú, Joel. Porque eres el que más sabe de todos…
-Señor… Lo que yo sé es tan… horrendo… que quisiera que ni la tierra supiera lo que estoy para decir… -Esta tierra se estremecerá; no Yo, porque sé lo que quieres decir. De todas formas, habla…
-Si lo sabes… deja que mis labios no tiemblen diciendo esta cosa horrible. No es que piense que mientes al decir que lo sabes y que quieres que lo diga para saberlo, sino, verdaderamente, porque…
-Sí. Porque es una cosa que clama al Señor. La diré Yo para convencer a todos de que conozco el corazón de los hombres. Tú, miembro del Sanedrín y conquistado para la Verdad, has descubierto algo que no has sabido sobrellevar tú solo, porque es demasiado grande, y has ido donde éstos, verdaderos judíos en los que sólo hay espíritu bueno, para asesorarte con ellos. Has hecho bien, aunque no tenga ninguna utilidad lo que has hecho. El último de los asideos estaría dispuesto a repetir el gesto de sus padres (1 Macabeos 2, 42-48) para servir al Libertador verdadero. Y no está solo. También su pariente Barzelái lo haría, y con él otros muchos. Y los hermanos de Juana, por amor a mí y a su hermana, además de por amor a la Patria, estarían con él. Pero Yo no triunfaré por lanzas ni por espadas. Entrad del todo en la Verdad. Yo triunfaré con un triunfo celeste. Tú -y esto es lo que te hace aparecer aún más pálido y enflaquecido de lo que en ti es normal-sabes quién ha presentado los elementos de acusación contra mí, esos elementos que, si bien son falsos en su espíritu, son verdaderos en la realidad de sus palabras, porque Yo en verdad violé el sábado cuando tuve que huir, al no haber llegado todavía mi hora, y cuando arrebaté dos inocentes a los bandidos; y podría decir que la necesidad justifica el acto, de la misma forma que la necesidad justificó a David por haberse nutrido con los panes de proposición (1 Samuel 21, 2-7). En verdad, me refugié en Samaria, aunque, llegada mi hora y habiéndome propuesto los samaritanos quedarme con ellos como Pontífice, rechacé honores y seguridad por permanecer fiel a la Ley, aun significando esto entregarme a los enemigos. Y es verdad que quiero a los pecadores y a las pecadoras hasta el punto de arrancarlos del pecado. Y es verdad que predico la destrucción del Templo, si bien estas palabras mías no son sino confirmación del Mesías de las palabras de sus profetas. El que es fuente de éstas y de otras acusaciones, aquel que incluso hace de los milagros motivo de acusación y no ha dejado de servirse de nada de la Tierra para tratar de llevarme al pecado y poder añadir otras acusaciones a las primeras, ése es un amigo mío. Y esto también lo dijo el rey profeta (Salmo 41, 10) de quien a través de mi Madre desciendo: «El que comía mi pan alzó contra mí su calcañar». Lo sé. Moriría dos veces, si pudiera no ya impedir que llevara a cabo el delito – ya… su voluntad se ha entregado a la Muerte, y Dios no fuerza la libertad del hombre-, sino, al menos, hacer que el choque del horror cumplido lo arrojara arrepentido a los pies de Dios… Por esto tú, Judas de Beterón, advertías ayer a Manahén de que se callara. Porque la serpiente estaba allí y podía dañar, además de al Maestro, al discípulo. No. El daño alcanzará sólo al Maestro. No temáis. No será por mí por quien recibáis penas y desventuras. Por el delito de todo un pueblo, por eso sí, todos recibiréis lo que anunciaron los profetas. ¡Desdichada, desdichada Patria mía! ¡Desdichada tierra que conocerá el castigo de Dios! ¡Desdichados habitantes, desdichados niños que ahora bendigo y quisiera ver salvos y que, aun siendo inocentes, conocerán en la edad adulta la dentellada de la más grande desventura! Mirad esta tierra vuestra exuberante, hermosa, verde y florida cual alfombra admirable, fértil como un Edén… Grabaos su belleza en vuestro corazón y luego… vuelto Yo al lugar de donde vine… huid. Huid mientras podáis hacerlo, antes de que, cual rapaz de infierno, la desolación de la destrucción se extienda aquí y derribe y destruya, y yerme y queme, más que en Gomorra, más que en Sodoma… Sí, más que en esas ciudades, donde sólo hubo una rápida muerte. Aquí… Joel, ¿recuerdas a Sabea? Ella hizo una última profecía sobre el futuro del Pueblo de Dios que ha rechazado al Hijo de Dios.
Los cuatro están como aturdidos. El miedo del futuro los enmudece. Se decide a hablar Eliel:
-¿Tú nos aconsejas…?
-Sí. Idos. Ya nada habrá aquí suficientemente válido como para retener a los hijos del pueblo de Abraham. Además, especialmente vosotros, notables del pueblo, no seríais respetados… Los poderosos hechos prisioneros embellecen el triunfo del vencedor. El Templo nuevo e inmortal llenará de sí la Tierra, y todo el que me busque me tendrá, porque donde un corazón me ame, allí estaré Yo. Idos. Llevaos con vosotros a vuestras mujeres, a vuestros hijos, a los ancianos… Vosotros me ofrecéis salvación y ayuda, Yo os aconsejo que os pongáis en salvo, y os ayudo con este consejo… No lo despreciéis.
-Pero ya… ¿qué más daño nos va a causar Roma? Ya estamos dominados. Y, aunque su ley sea dura, también es verdad que Roma ha reedificado casas y ciudades y…
-En verdad, sabedlo, en verdad, ni una sola piedra de Jerusalén quedará intacta. Fuego, ariete, hondas y jabalinas caerán, morderán, desbaratarán todas las casas, y la Ciudad sagrada se transformará en antro. Y no solo Jerusalén… Esta Patria nuestra se transformará en antro. Lugar de onagros y chacales, como dicen los profetas. Y no durante un año o algunos años, o durante siglos, sino para siempre. El desierto, la sequía, la esterilidad… ¡Ésta será la suerte de estas tierras! Campo de luchas, lugar de torturas, sueño de reconstrucción destruido una y otra vez por una condena inexorable, intentos de resurgimiento ahogados en el momento de su nacimiento: la suerte de la tierra que rechazó al Salvador y quiso un rocío que es fuego sobre los culpables.
-¿Entonces… entonces no volverá a haber nunca un Reino de Israel? ¿Ya nunca más seremos lo que soñábamos ser? – preguntan con voz entrecortada los tres notables judíos. (El escriba Joel llora)…
-¿Habéis observado alguna vez un árbol añoso con la médula destruida por una enfermedad? Durante años vegeta a duras penas, tan a duras penas, que ni florece ni da fruto; sólo alguna, rara hoja en las ramas exhaustas dice que todavía un poco de savia sube… Luego, en un mes de Abril, se le ve florecer milagrosamente y cubrirse de numerosas hojas, y se alegra su dueño, que durante muchos años lo cuidó sin obtener frutos; se alegra al pensar que el árbol está curado y vuelve a la exuberancia después de tanta languidez… ¡Oh, engaño! Después de tan exuberante explosión de vida, sobreviene enseguida la muerte. Caen las flores, las hojas, los pequeños frutos que parecían ya cuajar en las ramas y prometían una pingüe recolección, y con improviso estruendo el árbol, podrido en su base, se viene abajo. Lo mismo hará Israel. Después de siglos de estéril vegetar disperso, se reunirá en el añoso tronco y parecerá estar reconstruido; al fin reunido el pueblo disperso; reunido y perdonado. Sí.
Dios esperará esa hora para cortar los siglos. Ya no habrá siglos, habrá eternidad ¡Bienaventurados aquellos que, perdonados, constituyan la floración fugaz del último Israel -de ese Israel que será, después de tantos siglos, de Cristo-, y mueran redimidos, junto con todos los pueblos de la Tierra, bienaventurados con los pueblos de la Tierra que no sólo han conocido la existencia mía, sino que también han abrazado mi Ley como ley de Salud y Vida! Oigo las voces de mis apóstoles. Marchaos antes de que lleguen…
-Señor, si tratamos de permanecer ocultos no es por cobardía, sino para servirte, para poderte servir. Si se supiera que nosotros, que yo, sobre todo, hemos venido a ti, quedaríamos excluidos de las deliberaciones… – dice Joel.
-Comprendo. Pero atención porque la serpiente es astuta. Tú especialmente sé cauto, Joel…
-¡Aunque me mataran… preferiría mi muerte a la tuya… y no ver esos días de que hablas! Bendíceme, Señor, para fortalecerme…
-Os bendigo a todos en el nombre de Dios Uno y Trino, y en el nombre del Verbo encarnado para salvación de los hombres de buena voluntad.
Los bendice colectivamente con un amplio gesto, y luego pone la mano, individualmente, sobre cada una de las cuatro cabezas inclinadas que tiene a sus pies.
Luego se levantan ellos, se tapan de nuevo la cara y se adentran entre los árboles del huerto y entre los matorrales de moras que separan a los perales de los manzanos y a éstos de otros árboles; a tiempo, porque, en grupo, ya salen de la casa los doce apóstoles buscando al Maestro para ponerse en camino.
Y Pedro dice:
-En la parte de delante de la casa, hacia la ciudad, hay una muchedumbre de gente, a la que a duras penas hemos contenido para dejarte orar. Quieren seguirte. Ninguno de los que has despedido se ha marchado. Es más, muchos han regresado, y muchos otros han venido luego. Les hemos reprendido…
-¿Por qué? ¡Dejad que me sigan! ¡Ah, si todos lo hicieran! ¡Vamos!
Y Jesús se coloca el manto que le ha pasado Juan y se pone a la cabeza de los suyos. Llega a la casa, la bordea, pone pie en el camino que va a Betania y entona con fuerte voz un salmo. La gente, una verdadera muchedumbre -primero todos los hombres, luego las mujeres y los niños- lo sigue, cantando con Él…
La ciudad, rodeada de verde, va quedando lejos. Muchos peregrinos van por este camino, en cuyas orillas muchos mendigos elevan sus lamentos para suscitar la compasión de la muchedumbre y conseguir así pingües limosnas. Lisiados, mancos, ciegos… La miseria que en todas las épocas y regiones habitualmente se da cita en los lugares en que una festividad congrega a las muchedumbres. Y si los ciegos no ven quién pasa, los otros sí lo ven, y, conociendo la bondad del Maestro para con los pobres, lanzan su grito, más fuerte de lo habitua1, para atraer la atención de Jesús. Pero no piden el milagro; solamente la limosna; y Judas da la limosna.
Una mujer de noble aspecto, al pie de un recio árbol que da sombra a un cruce de caminos, para el burrito en que va montada y espera a Jesús. Cuando Él está cerca, desciende de su cabalgadura y se postra, no sin dificultad porque tiene en brazos una criaturita muy falta de vida. La eleva sin decir una palabra. Sus ojos suplican en su afligido rostro. Pero Jesús está rodeado por una barrera de gente y no ve a la pobre madre arrodillada en la orilla del camino.
Un hombre y una mujer, que parecen acompañar a la madre afligida, le dicen: -No hay nada para nosotros – dice el hombre meneando la cabeza.
-Ama, no te ha visto; llámalo con fe y te concederá lo que pides – dice la mujer.
La madre sigue el consejo de la mujer y grita, fuerte para vencer el ruido de los cantos y los pasos:
-¡Señor, piedad de mí!
Jesús, que está unos metros más adelante, se detiene y se vuelve, busca a la que ha gritado. La sirvienta dice:
-Ama, te busca. Álzate y ve donde Él, y Fabia se curará – y la ayuda a levantarse y la guía hacia el Señor, que dice: -Quien me ha invocado que venga a mí. Es tiempo de misericordia para quien sabe esperar en la misericordia.
Las dos mujeres se abren paso (primero la sirvienta, para preparar el camino a la madre, luego la propia madre), y están
para llegar donde Jesús cuando una voz grita: -¡Mi brazo perdido! ¡Mirad! ¡Bendito el Hijo de David, el siempre poderoso y
santo nuestro verdadero Mesías!
Se produce un alboroto, porque muchos se vuelven y la muchedumbre, con movimiento como de ondas contrarias en torno a Jesús, se mezcla y entremezcla. Todos quieren saber, ver… Preguntan a un anciano, que agita su brazo derecho como si fuera una bandera y que responde:
-Él se había parado. Yo había logrado agarrar un borde de su manto y taparme con él, y como un fuego y la vida me han recorrido el brazo muerto; mirad, el derecho está como el izquierdo, sólo porque me ha tocado su túnica.
Jesús, mientras, pregunta a la mujer:
-¿Qué quieres?»
La mujer alarga los brazos con su criatura y dice:
-Ella también tiene derecho a la vida. Es inocente. No ha pedido ser de uno u otro lugar, ni de una u otra sangre. Yo soy la culpable. A mí el castigo, no a ella.
-¿Tienes la esperanza de que la misericordia de Dios sea mayor que la de los hombres?
-Tengo esa esperanza, Señor. Yo creo. Por mí y por mi hija. Tengo la esperanza de que le devuelvas el pensamiento y el movimiento. Dicen que eres la Vida… – y llora.
-Yo soy la Vida, y quien cree en mí tendrá la vida del espíritu y de sus miembros. ¡Quiero!
Jesús ha gritado estas palabras con voz fuerte. Ahora baja la mano hacia la niñita inmóvil, que se estremece, sonríe y dice una palabra:
-¡Mamá!
-¡Se menea! ¡Sonríe! ¡Ha hablado! ¡Fabio! ¡Amo!
Las dos mujeres han seguido las fases del milagro y las han proclamado con voz fuerte. Y han llamado al padre, que se abre paso entre la gente y llega donde las mujeres cuando ya ellas están a los pies de Jesús llorando: y, mientras la sirvienta dice: « ¡Te había dicho que Él tiene piedad de todos!», la madre dice: «y ahora perdóname también mi pecado».
-¿No te muestra el Cielo, con la gracia concedida, que tu error está perdonado? Levántate y anda; en la vida nueva, con tu hija y el hombre que has elegido. Ve. Paz a ti. Y a ti, niñita. Y a ti, israelita fiel. Mucha paz a ti por tu fidelidad a Dios y a la hija de la familia a la que servías y que con tu corazón has mantenido cercana a la Ley. Y paz también a ti, hombre, que te has mostrado más respetuoso hacia el Hijo del hombre que muchos otros de Israel.
Se despide mientras la gente, dejado el anciano, se interesa por el nuevo milagro realizado en la niñita imposibilitada de movimientos y pensamiento (quizás por una meningitis), que ahora salta feliz diciendo las únicas palabras que sabe, las que quizás sabía cuando enfermó y que ahora halla de nuevo en su mente revivida:
-Padre, mamá, Elisa. ¡El Sol bonito! ¡Las flores!…
Jesús hace ademán de marcharse. Pero en esto, provenientes del cruce que ya han dejado atrás, llegan, de donde están los asnos que los que han recibido el milagro han dejados plantados, otros dos gritos, quejumbrosos, con la típica modulación hebrea: -¡Jesús, Señor! ¡Hijo de David, ten piedad de mí!
Y, de nuevo, más fuerte, para superar los gritos de la gente que dice: «Callad. Dejadle marcharse al Maestro. El camino es largo y el sol se alza cada vez más fuerte. Que pueda estar en los montes antes del calor intenso», gritan:
-¡Jesús, Señor, Hijo de David, ten piedad de mí!
Jesús se para otra vez y dice:
-Id por esos que gritan y traédmelos aquí.
Algunas personas solícitas van hacia los ciegos. Llegan donde ellos y dicen: -Venid. Tiene compasión de vosotros.
Alzaos, que quiere concederos lo que pedís. Nos ha mandado a llamaros en su nombre – y tratan de guiar a los dos ciegos por entre la muchedumbre.
Pero, si uno de los dos se deja guiar, el otro, más joven y quizás más creyente, anticipa el deseo de aquéllos y camina solo, tendiendo su bastoncito hacia delante, con la expresión y el gesto propios de los ciegos: la típica sonrisa y el rostro alzado en busca de la luz… Y va tan rápido y seguro, que parece guiarlo su ángel: si no tuviera los ojos blancos, no parecería ciego.
Es el primero en llegar a la presencia de Jesús, que lo para y le dice:
-¿Qué quieres que te haga?
-Que vea, Maestro. Haz, Señor, que mis ojos y los de mi compañero se abran. Ha llegado ya el otro ciego y lo arrodillan junto a su compañero.
Jesús pone las manos en sus caras alzadas y dice:
-Hágase como pedís. ¡Idos, vuestra fe os ha salvado!
Quita las manos y… dos gritos salen de los labios de los ciegos:
-¡Yo veo, Uriel!
-¡Yo veo, Bartimeo! – y luego, juntos:
-¡Bendito el me viene en nombre del Señor! ¡Bendito el que lo ha enviado! ¡Gloria a Dios! ¡Hosanna al Hijo de David! – y dos rostros se agachan hasta el suelo para besar los pies de Jesús; luego se levantan los dos que eran ciegos, y el que lleva por nombre Uriel dice:
-Voy a presentarme a mis familiares y luego vuelvo para seguirte, Señor. Bartimeo, no; Bartimeo dice:
-Yo no te dejo. Mando a alguien para que se lo diga. Se alegrarán en todo caso. Pero, separarme de ti, no. Tú me has dado la vista, yo te consagro la vida; ten piedad del deseo de tu ínfimo siervo.
-Ven y sígueme. La buena voluntad iguala todos los niveles, y sólo es grande el que mejor sabe servir al Señor.
Y Jesús reanuda la marcha entre los gritos de hosanna de la multitud. Bartimeo se une a la gente y, elevando con ella sus alabanzas, va diciendo:
-Había venido buscando un pan y he encontrado al Señor. Era pobre y ahora soy ministro del Rey santo. Gloria al Señor y a su Mesías…