De Betania a Jerusalén, predisponiendo a los apóstoles en orden a la Pasión inminente
Jesús camina entre pomares y olivares plenamente florecidos. Hasta las plateadas hojas de los olivos, aljofaradas de rocío, que brillan heridas por el primer rayo de la aurora y movidas por un ligero viento perfumado, parecen flores. Las frondas de cada uno de los árboles son un trabajo de orfebre. La mirada observa maravillada su belleza. Los almendros, ya todos vestidos de su verdor, sobresalen de entre las masas blanco-rosadas de los otros árboles frutales, y, abajo, las vides muestran los festones de las primeras hojas tiernas, tan brillantes y sedosas que parecen una escama delgadísima de esmeralda o un jirón de seda preciosa. Arriba, un cielo de un color turquesa oscura, uniforme, plácido, solemne. Por todas partes, cantos de pájaros y perfumes de flores. Un aire fresco entona y alegra. Verdaderamente la alegría abrileña sonríe por todas partes.
Jesús está en medio de sus apóstoles. Los doce. Y está hablando:
-He dicho a las mujeres que se adelanten porque quiero hablar a vosotros solos. A1 principio os dije a los que estabais conmigo: «No inquietéis a mi Madre hablándole de malas acciones contra su Hijo”. Aquéllas parecían acciones muy graves… Ahora vosotros tres, testigos de las que supusieron el comienzo de la cadena con que será conducido a la muerte el Hijo del hombre -tú, Juan, tú, Símón, y tú, Judas de Keriot-, bien podéis ver que aquéllas eran comparables a un granito de arena que cae de arriba, respecto a la roca, a las roca que son las acciones de ahora. Pero entonces ni vosotros, ni Yo ni mi Madre, estábamos preparados en orden a la maldad humana. Mirad: tanto en el bien como en el mal el hombre no alcanza de improviso el máximo, sino que sube, o se hunde, por grados. Y lo mismo en el dolor. Ahora, vosotros los buenos, habéis subido en el bien y podéis constatar -sin el escándalo que antes habríais sufrido- hasta qué punto de perversión puede bajar el hombre que se hace demonio, de la misma forma que Yo y mi Madre podemos soportar, sin morir por ello, todo el dolor que viene del hombre. Hemos robustecido nuestra alma. Todos. En el Bien, en el Mal o en el Dolor. Y todavía no hemos tocado la cima. Todavía no hemos tocado la cima… ¡Oh, si supierais cuál es la cima del Bien, del Mal, del Dolor, y lo altas que son! Pero os repito las palabras de entonces. No refiráis a mi Madre lo que el Hijo del hombre va a deciros ahora. Le causaría demasiado dolor. Los que están para ser ejecutados beben el compasivo preparado que aturde para poder esperar, sin trepidar en todo instante, la hora del suplicio… ¡Vuestro silencio será como el preparado compasivo para Ella, Madre del Redentor! Ahora Yo quiero, para que nada os quede oscuro, abriros el sentido de las profecías. (Éxodo 12, 1 – 14; 21-22; Isaías 42,1-9; Zacarías 9, 9-10) Y os pido que estéis conmigo, mucho, mucho. Durante el día seré de todos. Por la noche os ruego que estéis conmigo porque Yo quiero estar con vosotros. Tengo necesidad de no sentirme solo…
Jesús está tristísimo. Los apóstoles lo ven y están angustiados. Se arriman alrededor de Él. También Judas sabe arrimarse al Maestro como si fuera el más afectuoso de los discípulos. Jesús los acaricia y prosigue:
-Quiero, en esta hora que todavía se me concede, ultimar el conocimiento del Cristo en vosotros. Al principio, con Juan, Simón y Judas, di a conocer la verdad de las profecías sobre mi nacimiento. Las profecías me han pintado, como no hubiera podido hacerlo el más excelso pintor, desde mi alba hasta mi ocaso. Es más, el alba y el ocaso son las dos fases más ilustradas por los profetas. Ahora el Cristo bajado del Cielo, el Justo que las nubes han dejado llover sobre la Tierra, el Retoño sublime, muy pronto va a ser muerto, quebrantado como un cedro por el rayo. Vamos a hablar, pues, de su muerte. No suspiréis, no meneéis la cabeza. No murmuréis en vuestros corazones, no maldigáis a los hombres. No es de ningún provecho.
Subimos a Jerusalén. La Pascua ya está cercana.
“Este mes será para vosotros el primero de los meses del año.” Este mes será para el mundo el principio de un nuevo tiempo, que jamás cesará. Inútilmente, de tanto en tanto, el hombre tratará de introducir en él otros nuevos. Aquellos que quieran introducir un tiempo nuevo que lleve su nombre idolátrico serán fulminados y castigados. No hay más que un Dios en el Cielo y un Mesías en la Tierra: el Hijo de Dios: Jesús de Nazaret. Él, dando todo de sí, todo lo puede querer, y pone su regio sello no sobre aquello que es carne y fango, sino sobre lo que es tiempo y espíritu.
“El décimo día de este mes tomen todos un cordero por familia y casa. Y, si no basta el número de las personas de la casa para consumir el cordero, tome a su vecino con los suyos hasta poderlo consumir entero». Porque el sacrificio y la víctima han de ser completos y deben ser consumidos. Ni una miga debe quedar de ellos. No quedará. Demasiados son los que van a nutrirse del Cordero. Un número sin número, para un banquete sin límite de tiempo; y no es necesario nuevo fuego para consumir los restos porque no hay restos. Aquellas partes que serán ofrecidas pero que serán rechazadas por el odio serán consumidas por el fuego mismo de la víctima, por su amor.
Hombres, os amo. Vosotros, doce amigos míos elegidos por mí mismo, vosotros en quienes están las doce tribus de Israel y las trece venas de la Humanidad. Todo lo he reunido en vosotros y todo en vosotros veo reunido… Todo.
-Pero en las venas del cuerpo de Adán está también la de Caín. Ninguno de nosotros ha alzado la mano contra su compañero. ¿Dónde está entonces Abel? – pregunta Judas Iscariote.
-Tú lo has dicho. En las venas del cuerpo de Adán está también la de Caín. Y el Abel soy Yo. El dulce Abel pastor de rebaños, grato al Señor porque ofrecía sus primicias y lo que no tenía imperfección, y la primera de sus ofrendas: él mismo. Os amo, hombres. Aunque no me amáis, os amo. El amor acelera y cumple la obra de los sacrificadores.
«Que el cordero sea sin mancha, macho, de un año.” No hay tiempo para el Cordero de Dios. Él es. Igual en el último día que como era en el primero de esta Tierra. Aquel que es como el Padre no conoce en su divina naturaleza envejecimiento. Y su Persona conoce una sola vejez, un solo cansancio: la desilusión de haber venido en vano para demasiados.
Cuando sepáis cómo fui matado -y los ojos que verán a su Señor convertido en leproso cubierto de llagas ahora brillan de llanto a mi lado, y ya no ven esta risueña colina porque el llanto los ciega con su líquida visera- decid, sí, decid: «No de esto murió, sino de haber sido ignorado por aquellos a quienes más quería y de haber sido rechazado por demasiada humanidad».
Pero si no tiene tiempo el Hijo de Dios y, por tanto, difiere del codero del rito, es como él por carecer de mancha y ser varón consagrado al Señor. Sí. Inútilmente los verdugos, los que me maten con las armas, o con la voluntad, o con la traición, intentarán justificarse a sí mismos diciendo: «Era culpable». Ninguno que sea sincero puede acusarme de pecado. ¿Podéis hacerlo vosotros?
Estamos frente a la muerte. Yo lo estoy. Otros también lo están. ¿Quiénes? ¿Quieres saber quiénes, Pedro? Todos. La muerte avanza hora a hora y aferra a quien menos se lo espera. Pero es que incluso aquellos que tienen todavía mucha vida que tejer, hora a hora están frente a la muerte, pues que el tiempo es un relámpago respecto a la eternidad y en la hora de la muerte hasta la vida más larga se reduce a nada, y las acciones de lejanos decenios, hasta los de la primera edad, vuelven en masa para decir: «Mira: ayer hacías esto». ¡Ayer! ¡Siempre es ayer cuando uno se muere! ¡Y siempre es polvo el honor y el oro que tanto anheló la criatura! ¡Pierde todo sabor el fruto por el que se perdió el juicio! ¿La mujer? ¿La bolsa? ¿El poder? ¿La ciencia? ¿Qué queda? ¡Nada! Sólo la conciencia y el juicio de Dios, juicio al que la conciencia va pobre de riquezas, desnuda de humanas protecciones, cargada sólo de sus obras.
“Tomen su sangre y tiñan con ella jambas y arquitrabe y el Ángel no arremeterá, a su paso, contra las casas en que esté el signo de la sangre». Tomad mi Sangre. Ponedla, no en las piedras muertas, sino en el corazón muerto. Es la nueva circuncisión. Y Yo me circuncidé por todo el mundo. No sacrifico la parte inútil, sino que quebranto mi magnífica, sana, pura virilidad, completamente la sacrifico, y de los miembros mutilados, de las venas abiertas, tomo mi Sangre, y trazo sobre la Humanidad anillos de salvación, anillos de eternos desposorios con el Dios que está en los Cielos, con el Padre que espera, y digo: «Mira, ahora no puedes rechazarlos porque rechazarías tu Sangre».
«Y Moisés dijo: “… y luego sumergid un manojo de hisopo en la sangre y asperjad con sangre las jambas”’. ¿No basta entonces la sangre? No basta. A mi sangre debe unirse vuestro arrepentimiento. Sin el arrepentimiento, amargo y saludable, inútilmente Yo para vosotros moriré.
Ésta es la primera palabra que en el Libro habla del Cordero redentor. Pero están presentes estas palabras en todo el Libro. De la misma manera que, con cada vez que el Sol nace, más espeso se hace el florecimiento en estas ramas, así, a medida que un año va sucediendo al otro y se aproxima el tiempo de la Redención, el florecimiento de palabras se hace más tupido.
Y ahora Yo, con Zacarías, os digo, a vosotros por Jerusalén: «Ved al Rey que viene lleno de mansedumbre cabalgando una asna y un pollino. Él es pobre». Pero disperderá a los poderosos que oprimen al hombre. Es manso, y, no obstante, su brazo alzado para bendecir vencerá sobre el demonio y la muerte. «Él anunciará la paz, porque es el Rey, de la paz.” Estando clavado, extenderá su dominio de mar a mar. «Él, que no grita, que no quebranta, que no extingue al que no es luz sino humo, al que no es fuerza sino debilidad, al que merece toda reprensión, Él, hará justicia según la verdad.” Tu Mesías, oh ciudad de Sión, tu Mesías, oh pueblo del Señor, tu Mesías, oh pueblo de la Tierra.
«Sin tristeza y sin mostrarse turbulento.” Y vosotros veis que no tengo la tristeza apesadumbrada del vencido, ni la rencorosa del perverso, sino solamente la seriedad de quien ve hasta qué punto puede llegar la posesión de Satanás en el hombre; y veis cómo, pudiendo reducir a cenizas y desbaratar con una sola pulsación de mi voluntad, he tendido las manos como invitación de amor, a todos, sin descanso. ¡Y otra vez las alargaré, y serán heridas! «Sin tristeza ni turbulencia, conseguiré establecer mi Reino». Ese Reino de Cristo en que reside la salvación del mundo.
Me dice el Padre, Señor eterno: «Te he llamado, te he tomado de la mano, te he establecido como alianza entre los pueblos y Dios, te he hecho luz de las naciones». Y Luz he sido. Luz para abrir los ojos a los ciegos, palabra para dar el habla a los sordos, llave para abrir las mazmorras subterráneas de los que estaban en las tinieblas del error.
Y ahora, Yo que soy todo esto, voy a la muerte. Entro en la oscuridad de la muerte. La muerte, ¿comprendéis?… Estas primeras cosas anunciadas, que se están cumpliendo, las digo Yo también con el profeta; las otras os las diré antes de que nos separe el Demonio. Allí en el fondo está Sión. Id por la asna y el pollino. Decidle al hombre: «Son necesarios para el Rabí Jesús. Y decid a mi Madre que estoy llegando. Ella está allá, en aquel rellano, con las Marías; me está esperando. Es mi triunfo humano… Que sea también su triunfo. Unidos siempre. ¡Oh, unidos!…
¿Y quién es ese corazón de hiena que con un golpe de su pata armada de uñas separa el corazón del corazón materno: a mí, a su Hijo? ¿Un hombre? No. Todo hombre nace de una mujer. Por reflejo instintivo y por reflejo moral, no puede arremeter contra una madre porque piensa en la «suya». Un hombre, pues, no es. ¿Quién, entonces? Un demonio. ¿Pero puede un demonio agredir a la Vencedora? Para agredirla debe tocarla. Y Satanás no soporta la luz virginal de la Rosa de Dios. ¿Y entonces? ¿Quién creéis que es? ¿No habláis? Yo entonces lo digo. El demonio más astuto se ha fundido con el hombre más degenerado y, como el veneno en los dientes del áspid, así está cerrado dentro de él, que puede acercarse a la Mujer, y así, traidoramente, morderla.
¡Maldito sea el híbrido monstruo que es Satanás y que es hombre! ¿Lo maldigo? No. No es propia del Redentor esta palabra. Entonces digo al alma de este híbrido monstruo lo que dije a Jerusalén, monstruosa ciudad de Dios y de Satanás: «¡Oh, si en esta hora que todavía se te concede supieras venir a tu Salvador!». ¡No hay amor mayor que el mío! Ni tampoco mayor poder. También el Padre consiente, si Yo digo: «Quiero», y Yo no sé pronunciar sino palabras de piedad para los que han caído y me tienden los brazos desde su abismo.
Alma del mayor pecador, tu Salvador, ante el umbral de la muerte, se inclina hacia tu abismo y te invita a tomar su mano. No será impedida mi muerte… Pero tú… pero tú, a quien amo aún… te salvarías. Y el alma de tu Amigo no se estremecería de horror al pensar que por obra de su amigo conoce el horror del morir, y de este morir… Jesús calla… agobiado…
Los apóstoles hablan en voz baja y se preguntan:
-¿Pero de quién habla? ¿Quién es?
Y Judas, descarado en el mentir:
-Sin duda es uno de los falsos fariseos… Yo creo que José o Nicodemo, o Cusa o Manahén… A todos les preocupan los primeros puestos y las riquezas… Sé que Herodes… Y sé que el Sanedrín. ¡Él se ha fiado de ellos demasiado! ¡Fijaos como ayer tampoco estaban presentes! No tienen el valor de hacerle frente…
Jesús no oye. Ha ido adelante y ha llegado donde su Madre, que está con las Marías y con Marta y Susana. Sólo falta Juana de Cusa en el grupo de las pías mujeres.