Con la comitiva que regresa a Siquem. Parábola de la gota que excava la roca.
Jesús va andando por un camino solitario; delante de Él, los parientes de los niños; a su lado, los de Siquem. Están en una zona desierta. No se ve ningún centro habitado. A los niños los han montado en unos burritos cuyos ramales lleva un pariente, cuidando del niño. Los otros burritos, libres de caballeros porque los de Siquem han preferido ir a pie para estar cerca de Jesús, preceden al grupo de los hombres, en manada y rebuznando de vez en cuando de alegría por volver al establo sin peso alguno, en un espléndido día, entre lindazos orlados de hierba nueva en la que de vez en cuando hunden sus ollares para saborear un bocado y luego, con ambladura juguetona, caracolean y dan alcance a sus compañeros cabalgados, lo cual hace reír a los niños.
Jesús habla con los de Siquem o escucha sus conversaciones. Es patente que los samaritanos se sienten orgullosos de tener con ellos al Maestro, y sueñan más de lo que conviene; tanto, que dicen a Jesús, señalando los montes altos que están a la izquierda de quien camina hacia el Norte:
-¿Ves? Mala fama tienen el Ebal y el Garizim. Pero, para ti al menos, son mucho mejores que Sión. Y serían totalmente buenos si Tú quisieras, eligiéndolos como morada tuya. Sión es siempre guarida de los Jebuseos. Y los de ahora son para ti todavía más enemigos que los antiguos para David. Él, porque hizo uso de la violencia, tomó la ciudadela (toma de Jerusalén, narrada en 2 Samuel 5, 6-10; 1 Crónicas 11, 4-9); pero Tú, que no haces uso de la violencia, no reinarás allí. Nunca. Quédate aquí con nosotros, Señor, que nosotros te honraremos.
Jesús responde:
-Decidme: ¿me habríais amado si con violencia os hubiera querido conquistar?
-Verdaderamente… no. Te queremos precisamente porque eres todo amor.
-¿Por esto, entonces, por el amor, reino en vuestros corazones?
-Así es, Maestro. Pero es porque hemos acogido tu amor. Ellos, los de Jerusalén, no te aman.
-Es verdad. No me aman. Pero, vosotros que sois todos muy expertos en el comercio, decidme: cuando queréis vender, comprar y ganar, ¿acaso os desalentáis porque en ciertos lugares no os estimen?, ¿o, más bien, realizáis igualmente vuestros negocios preocupándoos sólo de hacer buenas compras y ventas, sin tener en cuenta si del dinero que ganáis está ausente la estima de quien con vosotros ha comprado o vendido?»
-Sólo nos preocupamos del negocio. Poco nos importa si al negocio le falta la estima de quien trata con nosotros. Terminado el negocio, terminado el contacto. La ganancia queda. El resto… no tiene valor.
-Bueno, pues, Yo también, Yo, que he venido a actuar los intereses del Padre mío, me debo preocupar sólo de esto. Que luego, en donde actúo estos intereses, encuentre estima o burla o frialdad, eso a mí no me preocupa. En una ciudad comercial, no con todos se gana, no con todos se hacen compras y ventas; sino que, aunque se trate con uno sólo, si se saca una buena ganancia, se dice que ese viaje no ha sido inútil, y se vuelve una y otra vez. Porque lo que la primera vez no se obtiene sino con uno se obtiene con tres la segunda, con siete la cuarta, con muchos las otras. ¿No es así? Yo, respecto a las conquistas para el Cielo, hago como vosotros para vuestros negocios: insisto, persevero, encuentro que es suficiente la pequeña -en cuanto al número- pero grande -una sola alma salvada es ya una cosa grande, grande compensación conseguida con mi esfuerzo. Cada vez que voy allí y supero -por conquistar, como Rey del espíritu, aunque sólo sea a un súbdito- todo lo que puede ser una reacción del Hombre, no digo, no, que haya sido inútil el que haya ido, ni que hayan sido inútiles los dolores o las fatigas; al contrario, digo que las burlas, injurias y acusaciones han sido santas, dulces, deseables. No sería un buen conquistador si me detuviera ante los obstáculos representados por graníticas fortalezas.
-Pero necesitarías siglos para superar estos obstáculos. Tú… eres un hombre y no vivirás siglos. ¿Por qué perder tu tiempo donde no te aceptan?
-Viviré mucho menos. Es más, pronto ya no estaré con vosotros. Dejaré de ver albas y ocasos, en cuanto hitos de días que surgen y días que concluyen, y los contemplaré únicamente como bellezas de la Creación y alabaré por ellos al Creador que
los hizo y que es Padre mío; dejaré de ver el florecimiento de las plantas y la maduración de los cereales, y no tendré necesidad de los frutos de la tierra para mantenerme en vida, porque, una vez que haya vuelto a mi Reino, me nutriré de amor. Pero, a pesar de todo, derribaré esas muchas fortalezas fuertemente cerradas que son los corazones de los hombres.
Observad esa piedra de ahí, bajo aquel manantial, en la ladera del monte. El manantial es muy sutil. Yo diría que, más que fluir, gotea: una gota que lleva cayendo quizás siglos en aquella roca que sobresale de la ladera del monte. Y la piedra es bien dura. No es caliza friable ni blando alabastro. Es basalto durísimo. Y, sin embargo, fijaos cómo en el centro de la piedra convexa, y a pesar de serlo, se ha formado una minúscula balsa, no mayor que el cáliz de un nenúfar, pero sí suficiente para reflejar el cielo azul y dar de beber a los pájaros. ¿Esa concavidad en la roca convexa, acaso la ha hecho el hombre para engastar una gema azul en la piedra obscura y poner en ella un cuenco refrescante para los pájaros? No. El hombre no se ha ocupado de ello. Quizás, durante el transcurso de los muchos siglos en que los hombres vamos pasando por delante de esta roca excavada por una gota secular con su inexorable y rítmico trabajo, nosotros somos los primeros en observar este basalto negro con su turquesa líquida en el centro, y admiramos su belleza, y alabamos al Eterno por haber querido que existiera para delectación de nuestros ojos y refrigerio de los pájaros que anidan por aquí cerca.
Pero, decidme: ¿acaso la primera gota que brotó por debajo del saliente basáltico situado encima de la roca, y que cayó desde esa altura sobre esta piedra, fue la que excavó el cuenco que refleja el cielo, el Sol, las nubes y las estrellas? No. Millones y millones de gotas, una tras otra, una tras otra, se han ido sucediendo, brotando como una lágrima allá arriba, bajando tornasoladas a golpear contra la piedra, y, con una nota de arpa al morir en ella, han ido rebajando, en medida inmensurable por su pequeñez, la materia dura. Y así siglos y siglos, con el movimiento de los granos en un reloj de arena, marcando el tiempo: tantas gotas por hora, tantas en el curso de una vigilia, tantas entre el alba y el ocaso, tantas de una a otra neomenia, y de Nisán a Nisán, y de siglo a siglo. Resistente la piedra, persistente la gota.
El hombre, que es soberbio y, por tanto, impaciente y ocioso, habría arrojado maceta y uñeta después de los primeros golpes, diciendo: «Esto no se puede excavar». La gota ha excavado. Era lo que debía hacer; aquello para lo que fue creada. Y ha rezumado, una gota tras otra, durante siglos, hasta excavar la piedra. Y no se ha detenido luego diciendo: “Ahora se encargará el cielo de alimentar el cuenco que yo he excavado, con el rocío y las lluvias, la escarcha y las nieves». No, ha seguido cayendo; y ella sola llena el minúsculo cuenco en el tiempo del calor veraniego o del rigor invernal. Mientras que las lluvias, violentas o suaves, fruncen la pileta, pero no pueden embellecerla ni ensancharla ni ahondarla, pues ya está colmada y es ya útil y hermosa. El manantial sabe que sus hijas, las gotas, van a morir en la pequeña cavidad, pero no las retiene; al contrario, las mueve a ir hacia su sacrificio, y para que no estén solas y se pongan tristes les envía nuevas hermanas, de manera que la que muera no esté sola, y se vea perpetuada en otras.
Yo también, siendo el primero en golpear, en golpear cien, mil veces contra las fortalezas duras de los duros corazones, y perpetuándome en mis sucesores -a los cuales enviaré hasta el final de los siglos- abriré en ellas hendeduras, y mi Ley entrará como un sol a dondequiera que haya criaturas. Y si luego éstas no quieren la Luz y cierran las hendeduras que el inexhausto trabajo haya abierto, Yo y mis sucesores no tendremos culpa de ello ante los ojos del Padre nuestro. Si ese manantial se hubiera abierto otro canal al ver la dureza de la roca y hubiera goteado más allá, donde hay terreno herboso, decidme vosotros si tendríamos esa gema brillante, y los pájaros ese límpido refrigerio.
-Ni siquiera se le hubiera visto, Maestro; como mucho… un poco de hierba un poco más tupida incluso en verano habría indicado e1 sitio donde el hilo de agua goteaba; o incluso, habiéndose podrido las raíces por la continua humedad, menos hierba que en otras partes; y fanguillo; nada más; por tanto, un goteo inútil.
-Vosotros lo habéis dicho. Un inútil, al menos ocioso, goteo. Yo también, si se diera el caso de que prefiriera únicamente aquellos lugares donde los corazones están dispuestos a acogerme por justicia o simpatía, llevaría a cabo un trabajo imperfecto; porque trabajaría, sí, pero sin fatiga, es más, con mucha satisfacción del yo, con un complaciente compromiso entre el deber y el gusto. Ya no pesa trabajar donde a uno lo rodea el amor y donde el amor hace dúctiles a las almas que uno debe labrar. Pero, si no hay fatiga, no hay mérito, y tampoco hay mucho beneficio porque pocas conquistas se hacen si uno se limita a aquellos que ya están en la justicia. No sería Yo, si no tratase de redimir -primero en orden a la Verdad, luego en orden a la Gracia- a todos los hombres.
-¿Y piensas lograrlo? ¿Qué vas a poder hacer, más de lo que has hecho ya, para convencer a tus adversarios de lo que dices? ¿Qué, si ni siquiera la resurrección del hombre de Betania ha valido para que los judíos digan que eres el Mesías de Dios? -Me queda por hacer algo aún mayor, mucho mayor que lo hecho.
-¿Cuándo, Señor?
-Con la Luna llena de Nisán. Poned atención entonces.
-¿Habrá una señal en el cielo? Se dice que cuando naciste el cielo habló con luces, cantos y estrellas extraños.
-Es verdad. Para decir que la Luz había venido al mundo. En Nisán habrá señales en el cielo y en la tierra. Parecerá el fin del mundo a causa de las tinieblas, el temblor y el bramido de rayos y terremotos, en el firmamento y en las entrañas abiertas de la Tierra. Pero no será el final; antes al contrario, será el principio. Cuando vine, el Cielo dio a luz para los hombres al Salvador, y, por ser acto de Dios, la paz fue compañera del acontecimiento. En Nisán será la Tierra la que, con voluntad propia, dará a luz para sí al Redentor, y, por ser acto de hombres, la paz no será su compañera, sino que lo que habrá será una horrenda convulsión. Y entre el horror del momento de este mundo y del infierno, la Tierra abrirá su seno bajo las saetas encendidas con el fuego de la ira divina, y expresará a gritos su voluntad, demasiado ebria como para conocer su alcance, demasiado endemoniada como para evitarla. Cual desquiciada parturienta, creerá estar destruyendo el fruto considerado maldito, y no comprenderá que, al contrario, lo estará elevando a lugares en que jamás será alcanzado por dolor ni asechanza algunos. El árbol, el nuevo árbol, desde entonces extenderá sus ramas por toda la Tierra, durante todos los siglos, y el que ahora os habla será reconocido, con amor u odio, como verdadero Hijo de Dios y Mesías del Señor. Y ¡ay de aquellos que lo reconozcan sin querer confesarlo y sin convertirse a Él!
-¿Dónde sucederá esto, Señor?
-En Jerusalén. Ciertamente es la ciudad del Señor.
-Entonces nosotros no estaremos presentes porque en Nisán la Pascua nos retiene aquí. Somos fieles a nuestro Templo. -Mejor sería que fuerais fieles al Templo vivo que no está ni en el Moria ni en el Garizim, sino que, siendo divino, es universal. Pero sé esperar vuestra hora, la hora en que amaréis a Dios y a su Mesías en espíritu y verdad.
-Nosotros creemos que Tú eres el Cristo. Por eso te amamos.
-Amar es dejar el pasado para entrar en mi presente. No me amáis todavía con perfección.
Los samaritanos se miran de refilón y callan. Luego uno dice:
-Por ti, por ir donde ti, lo haríamos. Pero no podemos, aunque quisiéramos, entrar donde están los judíos. Tú esto lo sabes. Los judíos no nos aceptan…
-Ni vosotros a ellos. Pero estad tranquilos, que dentro de poco ya no habrá dos regiones, ni dos Templos, ni dos modos de pensar opuestos. Habrá un único pueblo, un único Templo, una única fe para todos los que deseen la Verdad. Ahora os dejo. Los niños ya están consolados y distraídos, y para mí es largo el camino de regreso a Efraím para llegar antes de que desciendan las tinieblas. No os intranquilicéis. Vuestros gestos podrían llamar la atención de los pequeños, y no conviene que se den cuenta de que me marcho. Seguid vuestro camino. Yo voy a estar aquí. Que el Señor os guíe por los senderos de la Tierra y por los senderos de su Camino. Idos.
Jesús se acerca al monte y deja que se alejen. Lo último que se percibe, de la caravana que vuelve a Siquem, es la alegre risa de un niño, una risa que se propaga por los silencios del camino montano.