Comienzo del viaje por Samaria partiendo de Efraím en dirección a Silo.
-Deja que te sigamos, Maestro. No te causaremos molestias – suplican muchos de Efraím que están reunidos delante de la casa de María de Jacob, la cual libera todas sus lágrimas apoyada en la jamba de la puerta abierta de par en par.
Jesús está entre sus doce apóstoles. Más allá, en un grupo congregado en torno a su Madre, están Juana, Nique, Susana, Marta y María, Salomé y María de Alfeo. Tanto los hombres como las mujeres están preparados para el viaje, con túnicas ceñidas y un poco abolsadas en la cintura, para dejar más libres los pies, sandalias nuevas y muy atadas (no sólo a la altura del tobillo, sino también en la parte baja de las piernas) con delgadas tiras de cuero entrecruzadas (como cuando deben recorrer caminos más bien impracticables). Los hombres han cargado sobre sí las bolsas de las discípulas.
La gente suplica para obtener de Jesús el consentimiento de seguirle. Mientras, los pequeñuelos, con las caritas hacia arriba y los brazos alzados, lanzan sus gritos: « ¡Un beso! ¡Súbeme en brazos! ¡Vuelve, Jesús! ¡Vuelve pronto para decirnos muchas parábolas bonitas! ¡Te voy a guardar las rosas de mi jardín! ¡No voy a comer fruta para guardarla para ti! ¡Vuelve, Jesús! Mi ovejita está criando y quiero regalarte el corderito: así te haces con su lana una túnica como la mía… Si vienes pronto, para ti las tortas que mi mamá hace con el trigo primero…
Gorjean como pajarillos, en torno a su Amigo. Y le tiran de la túnica, y se cuelgan del cinturón tratando de trepar hasta sus brazos. Amorosamente despóticos; tanto, que Jesús se ve impedido para responder a los adultos, porque siempre hay una nueva carita que besar.
-¡Fuera! ¡Basta! ¡Dejad tranquilo al Maestro! ¡Mujeres, tomaos vuestros niños! – gritan los apóstoles, apremiados por la idea de emprender el camino en esas primeras horas del día. Y sueltan también alguna pescozada bondadosa a los niños más impulsivos.
-No. Dejadlos. Para mí su dulzura es más fresca que la de la aurora. Dejadlos a ellos y dejadme a mí. Dejad que me conforte en este amor exento de cálculos y desazón – dice Jesús defendiendo a sus minúsculos amigos, sobre los cuales – abriendo, como abre, los brazos – cae su amplio manto; y los acoge bajo sus azules alas protectoras. Los pequeños se aprietan bajo ese calorcito en esa penumbra azul, y se callan felices como pollitos bajo las alas maternas.
Jesús puede por fin dirigirse a los adultos:
-Venid si queréis, si creéis que podéis hacerlo.
-¿Y quién nos lo prohíbe, Maestro? ¡Estamos en nuestra región!
-Las mieses, las vides, los árboles frutales exigen todo vuestro trabajo. Y las ovejas están en tiempo de esquila y apareamiento, y las que ya se aparearon la vez pasada van a tener corderos de un momento a otro, y es tiempo de forraje…
-No importa, Maestro. Para el esquileo y la monta de las ovejas bastan los viejos y los niños; para sus partos, las mujeres, y lo mismo para el forraje. Los árboles frutales y los campos pueden esperar, porque aunque el trigo ya se esté endureciendo dentro de las espigas, todavía hay tiempo para la hoz; y las vides, los olivos y los árboles frutales solamente tienen que hinchar con el sol los frutos de sus muchas uniones. Nosotros no podemos hacer nada respecto a ellos sino en la temporada de la recolección, lo mismo que hace la madre de familia, que no puede hacer nada con el pan hasta que la levadura no ha fermentado en la harina. El sol es la levadura de los frutos. Es él que actúa ahora, lo mismo que antes ha actuado el viento para unir a las flores de las ramas. ¡Y, además… si se perdiera algún racimo y algún fruto, o si las corregüelas y cizañas ahogaran alguna espiga, en todo caso sería poco daño respecto a perder una palabra tuya! – dice un anciano al que siempre he visto muy honrado por la gente de su ciudad.
-Has hablado bien. Vamos, pues. María de Jacob, te doy las gracias y te bendigo porque has sido para mí una madre buena.¡No llores! No debe llorar quien ha hecho una obra buena.
-¡Te pierdo y no te volveré a ver!
-Ciertamente nos volveremos a ver.
-¿Vas a volver aquí, Señor? – pregunta la mujer con una sonrisa entre lágrimas. ¿Cuándo?
-Aquí no volveré, así, como ahora…
-¿Y entonces dónde nos vamos a ver?, si yo, pobre y vieja, no puedo ir a buscarte por los caminos del mundo.
-En el Cielo, María. En la Casa de nuestro Padre. En donde hay sitio no sólo para los judíos, sino también para los samaritanos; en donde hay un sitio para los que me amen en espíritu y verdad. Tú ya lo haces, porque crees que soy el Hijo de Dios verdadero…
-¡Claro que lo creo! Pero para nosotros no hay esperanza, porque sólo Tú nos amas sin diferencias.
-Cuando Yo me haya ido, éstos (señala a los apóstoles) vendrán en nombre mío; y, en memoria mía, al que pida entrar en el rebaño del verdadero y único Pastor no le preguntarán quién es.
-Soy vieja, Señor. No viviré lo suficiente como para ver eso. Tú eres joven y estás fuerte. Tu Madre te tendrá largo tiempo, y te tendrán los que te quieren y son de tu pueblo… ¿Por qué lloras, María del Bendito? – pregunta asombrada de ver que caen lágrimas de los ojos de la Virgen Madre.
-Nada tengo excepto mi dolor… Adiós, María. Que Dios te bendiga por lo que has hecho con mi Hijo. Y recuerda que, si tu dolor es grande, un dolor mayor que el mío no existe ni existirá sobre la tierra. ¡Jamás! Acuérdate de la dolorosa María de Nazaret… ¡Adiós! Y María se separa llorando, tras haber besado a la viejecita en el umbral de la puerta de la casa, y se pone en camino entre las mujeres, con Juan al lado.
Juan, que, con su gesto habitual (un poco inclinado y con la cara alzada para mirar a Aquella con la que habla), le dice:
-No llores así, María. Si muchos odian a tu Jesús, muchos lo quieren. Conforta tu espíritu, Madre, mirando a los que aman y amarán a tu Hijo con todo su ser: a éstos de ahora y a los que vendrán en los siglos futuros – y termina, en voz baja, casi susurrándoselo sólo a María a la que guía y sostiene teniéndola pegada al codo para que no tropiece en las piedras de la vereda, pues está cegada por las lágrimas:
-No todas las madres podrán ver amado a su hijo… Algunas gritarán angustiadas: «¿Por qué lo concebí?»
Jesús los alcanza (María y Juan se habían quedado solos, un poco retrasados respecto a las discípulas). Con Jesús está Santiago de Alfeo. Los otros vienen detrás, en grupo, pensativos y tristes, igual que las discípulas, que van delante de todos. Cierran la marcha, agrupados, muchos hombres de Efraím, que van hablando con rumor contenido y confuso.
-Las despedidas son siempre tristes, Mamá. Sobre todo, cuando no se sabe que un final es principio de algo más perfecto. Es la triste consecuencia del pecado. Y permanecerá incluso después del perdón. Pero los hombres la soportarán con más coraje teniendo a Dios por amigo.
-Tienes razón, Jesús. Pero hay un dolor que Dios deja degustar, aún siendo el más paterno Amigo que pueda existir. Para mí… es así, ¡Oh, Dios es bueno! Muy bueno. No quisiera que Santiago y Juan, ni ningún otro, se escandalizara de mi llanto. Dios es bueno. Siempre ha sido bueno con la pobre María. Esto me lo he dicho todos días desde que sé pensar. Y ahora… ahora lo digo cada hora que pasa, cada momento de cada hora. Cuanto más se aproxima el dolor, más me lo digo… Dios es bueno. Tú me has sido dado por Él, Tú, Hijo amante y santo, un Hijo que, incluso considerado sólo como criatura compensaría cualquier dolor de una mujer… Me has sido dado É1. A mí, pobre joven elevada a Madre de su Verbo encarnado… Y esta alegría de poderte llamar «Hijo», oh mi adorado Señor, es tanta, que no debería caer el llanto de mis pestañas por martirio alguno, si yo fuera perfecta como Tú enseñas. ¡Pero soy una pobre mujer, Hijo mío! Y Tú eres mi Criatura… ¿Y… dónde está esa madre que pueda no llorar cuando sabe que su hijo es odiado, y sabe…? Hijo mío socorre a tu sierva… Claro que había todavía soberbia en mí cuando pensaba que era fuerte… Pero entonces… estaba todavía lejana la hora… Ahora está aquí… Lo percibo… ¡Socórreme,
Jesús, mi Dios! Claro que si Dios me deja sufrir así, es con un fin de bondad para mí. Porque, si Él quisiera, podría no permitirme sufrir por lo que sucede… ¡El te ha formado en mi seno así!… Como… No existe un parangón que exprese cómo Tú te formaste… Pero quiere que sufra. ¡Bendito sea!… ¡Siempre! Pero Tú ayúdame, Jesús. Ayudadme todos… todos… Porque muy amargo es el mar en que calmo mi sed…
-Vamos a decir la oración. Nosotros cuatro. Nosotros que te queremos con todo el corazón, Mamá. Aquí, Yo, tu Hijo, y Juan y Santiago, que te aman como si fueras su madre… Padre nuestro que estás en el Cielo…, – y Jesús, dirigiendo el pequeño coro de las tres voces que en voz baja le siguen, dice toda la oración dominical, recalcando mucho algunas frases, como: «hágase tu voluntad»… «no nos dejes caer en tentación.» Luego dice:
-Bien. El Padre nos ayudará a hacer su voluntad, aunque tenga tales características, que nuestra debilidad de humanos piense que no puede cumplirla, y no nos dejará caer en la tentación de considerarlo menos bueno, porque, mientras estemos bebiendo el amarguísimo cáliz, nos dará a su ángel, que limpiará con refrigerio celeste nuestros labios impregnados de amargura.
Jesús tiene cogida de la mano a su Madre, la cual ha luchado valientemente contra el llanto hasta arrojarlo al fondo de su corazón. A1 lado de ellos (junto a María, Juan; junto a Jesús, Santiago de Alfeo), los dos apóstoles los miran conmovidos.
Las discípulas se han vuelto alguna vez al oír el llanto de María y la oración de los cuatro. Pero se han abstenido de unirse a ellos.
Detrás, los apóstoles se han preguntado: « ¿Por qué llora así María?». He dicho «los apóstoles», pero quería decir «todos menos Judas de Keriot», que camina un poco aislado y muy pensativo, casi lóbrego, tanta que Tomás lo advierte y dice a los otros: -¿Pero qué le pasa a Judas, que está así? ¡Parece uno que fuera al encuentro con la muerte!
-¿Qué sé yo? Tendrá miedo de volver a Judea – le responde Mateo.
-Yo… ¿Qué te ha dicho el Maestro respecto al dinero? – pregunta el Zelote.
-Nada especial. Me ha dicho: “Ahora volvemos a las condiciones de antes. Judas como tesorero y vosotros como distribuidores de las limosnas. Para las compras las discípulas quieren socorrernos”. ¿Yo? !Contentísimo! He manejado tanto dinero, que me resulta odioso.
-Y socorren bien las discípulas. Estas sandalias tan seguras. No parece ni siquiera que estemos andando por montaña. ¡Quién sabe lo que costarán! – dice Pedro mirando a sus pies calzados con esas sandalias nuevas que protegen el talón y la punta y sujetan los tobillos con esas correas finas de cuero.
-Se ha ocupado de ello Marta. Se ve su mano rica y previsora. Las otras veces nos atábamos también nosotros así, pero aquellas tiras eran un suplicio. No se perdía la suela, pero se perdía la piel de la pierna… – dice Andrés.
-Y uno se pinchaba en los dedos y en los talones… ¡Por eso ese de atrás las llevaba siempre así! – dice Pedro señalando a Judas de Keriot.
La vereda sube, sube hacia la cresta del monte. Mirando hacia atrás, se ve a Efraím, toda blanca bajo el sol, y parece ya muy abajo respecto a ellos, que caminan…
Luego los apóstoles se reúnen con las discípulas para ayudarles a superar la senda, muy empinada en ese punto; es más, Bartolomé, que se ha quedado rezagado, dice a los de Efraím:
-Habéis enseñado un sendero penoso, amigos.
-Sí. Pero una vez pasado ese bosque, hay un camino fácil que en poco pone en Silo. Así que podréis descansar allí más horas que llegando de noche por otro camino – responde uno.
-Tienes razón. El camino, cuanto más fatigoso es, más rápido lleva a la meta.
-Tu Maestro lo sabe. Por eso no ahorra esfuerzos. ¡Ah, no podremos olvidar… sobre todo, que nos ha concedido una serie de gracias en estos últimos días… después de haber oído a algunos de nuestra región que lo han insultado de forma muy injusta! Sólo Él es bueno, y por eso favorece incluso a los que lo odian.
-Vosotros no lo habéis odiado.
-Nosotros no. Pero también a muchos otros nosotros no los odiamos, y, no obstante, somos odiados sin razón. -Imitadlo a Él, sin miedo, y veréis como…
-¿Y vosotros por qué no lo hacéis, entonces? Es lo mismo. Nosotros en esta parte, vosotros en la otra; en medio, un monte: el monte alzado por comunes errores; arriba, el Dios común. ¿Por qué, entonces ni unos ni otros subimos la inclinada pendiente para encontrarnos arriba, a los pies de Dios, cerca los unos de los otros?
Bartolomé comprende el reproche justo, porque él, salvando su innegable virtud, tiene el marcado pundonor de ser israelita, un israelita intransigente con todo lo que no es Israel- y desvía la conversación sin responder directamente. Dice:
-No hay necesidad de ir. Dios ha bajado a nosotros. Basta seguirlo.
-Seguirlo, sí. Quisiéramos hacerlo. Pero, si entráramos en Judea con Él, ¿no lo perjudicaríamos quizás? Tú mismo sabes de qué se le acusa, y de qué se nos acusa: de ser samaritanos, que es como decir demonios.
Bartolomé suspira y, diciendo:
-Me están haciendo señal de que vaya… – los deja plantados y acelera el paso.
Los de Efraím miran cómo se aleja, y uno de ellos murmura:
-¡Ah, no es como Él! ¡Lo que perdemos perdiéndolo! – y hace un gesto de desaliento.
-¿Sabes, Elías, que ayer Él llevó una fuerte suma al arquisinagogo para que la pasara a María de Jacob y así ella deje de pasar hambre?
-No. ¿Y por qué no se la ha dado a ella?
-Para evitar que le dé las gracias la anciana. Ella todavía no lo sabe. Yo lo sé porque el jefe de la sinagoga me lo ha dicho para pedir consejo sobre si conviene comprarle los terrenos de Juan -quiere venderlos su hermano-, o si es mejor pasarle el
dinero dosificada mente. Le he aconsejado que compre los terrenos de Juan. Para María darán trigo, aceite y vino, suficientes para vivir sin pasar hambre. Mientras que el dinero… Ese…
-¡¿Pero entonces es mucho dinero?! – dice un tercero.
-Sí. Nuestro arquisinagogo ha recibido mucho. También para otros pobres de la ciudad y del campo. Para que «puedan ellos también hacer fiesta en la Pascua de los Ácimos, para saludar el tiempo nuevo», ha dicho el Maestro.
-Habrá dicho el nuevo año.
-No. Ha dicho: «el tiempo nuevo». Tanto es así que el jefe de la sinagoga no va a usar ese dinero antes de la Fiesta de los
Ácimos.
-¿Y qué habrá querido decir? – preguntan varios.
-No sé qué habrá querido decir. Ninguno lo sabe. Ni siquiera Juan, su predilecto, ni Simón de Jonás, que es el jefe de los discípulos. Se lo he preguntado a ellos: el primero se ha puesto pálido, el segundo se ha quedado absorto, como una persona que tratara de adivinar.
-¿Y Judas de Keriot? Cuenta mucho entre ellos. Quizás más que los otros dos. Sabe todo. Eso dice él. Sabrá también esto. Pues vamos a preguntarle. Le gusta decir lo que sabe.
Caminan para alcanzar a Judas, que sigue aislado como al principio, ahora solo en el sendero porque los otros han torcido y parece como si se los hubiera tragado la tupida vegetación de la pendiente.
-Judas, escúchanos. El Maestro dice que quiere una gran fiesta para la Pascua de los Ácimos para saludar el tiempo nuevo. ¿Qué querrá decir?
-No lo sé… ¿Acaso estoy yo en el pensamiento del Maestro? Preguntádselo a Él, que tanto os quiere – y acelera el paso, dejándolos desilusionados.
-Tampoco él es el Maestro. No hay ninguno que tenga su piedad… – dicen meneando la cabeza.
-Bueno, a fin de cuentas, no es a ellos a los que seguimos. ¡Lo seguimos a Él! Y bien hacemos. Vamos. A lo mejor de sus labios podemos saber, antes de que llegue a Judea, lo que quiso decir.
Y aceleran el paso, de forma que dan alcance a los otros, que están sentados descansando en un bosque de robles centenarios, teniendo frente a sus ojos uno de los más hermosos panoramas de Palestina.