Comienzo del sábado en Efraím. Los ladrones del Adomín y la ayuda prestada a tres niños.
Los diez, cansados y polvorientos, vuelven a la casa. A la mujer que los saluda al abrirles la puerta, le preguntan inmediatamente:
-¿Dónde está el Maestro?
-En el bosque, creo. Orando, como siempre. Ha salido muy pronto esta mañana y todavía no ha vuelto. -¿Y nadie ha ido a buscarlo? ¿Pero qué hacen esos dos? – alza la voz Pedro, inquieto.
-No te alteres. Entre nosotros está tan seguro como en la casa de su Madre.
-¿Seguro? ¿Seguro? ¿Os acordáis del Bautista? ¿Estuvo seguro?
-No lo estuvo porque no supo leer el corazón de quien le hablaba. Pero si el Altísimo lo permitió para el Bautista, ciertamente no lo permitirá para su Mesías. Esto debes creerlo más que yo, que soy mujer y samaritana.
-María tiene razón. Pero ¿concretamente a dónde ha ido?
-No lo sé. Unas veces va por un lado, otras por otro. A veces, solo; a veces, con los niños, que lo quieren mucho. Les enseña a orar viendo a Dios en todas las cosas. Pero hoy quizás esté solo porque no ha vuelto a la hora sexta. Cuando tiene consigo a los niños, vuelve, porque los niños son pajarillos que quieren la comida a las horas precisas… – sonríe la ancianita, recordando quizás a sus diez hijos, y luego suspira… y es que las alegrías y dolores están presentes en todos los recuerdos de la vida.
-¿Y dónde están Judas y Juan?
-Judas, en la fuente; Juan, haciendo leña. Se me había terminado porque he lavado la ropa de todos para dárosla limpia cuando os marchéis.
-Dios te lo pague, madre. Mucho trabajo por nosotros… – dice Tomás, poniéndole una mano en su espalda delgada y corva, como para acariciarla.
-¡No es ningún trabajo! Es como si volviera a tener a mis hijos conmigo… – y sonríe de nuevo, no sin un brillo en sus ojos hundidos de anciana.
Regresa Juan cargando un haz grande de leña, y el pasillo, más bien tétrico, parece iluminarse con su llegada. He advertido siempre la luminosidad que parece encenderse donde está Juan. Su sonrisa franca, tan dulce, de niño, su mirada límpida y sonriente como un hermoso cielo abrileño, su voz jubilosa al saludar afectuosamente a sus compañeros son como un rayo de sol o un arco iris de paz. Todos lo quieren, excepto Judas de Keriot, que no sé si lo ama o si lo odia; eso sí, ciertamente lo envidia, y a menudo se chancea con él, ofendiéndolo a veces. Pero por ahora Judas no está.
Le ayudan a dejar la carga y le preguntan dónde puede estar Jesús. También Juan se alarma un poco por el retardo. Pero, más confiado en Dios que los otros, dice:
-El Padre suyo lo preservará del mal. Debemos creer en el Señor.
Y añade:
-Venid. Estáis cansados y cubiertos de polvo del camino. Hemos tenido preparados para vosotros comida y agua caliente. Venid, venid…
Regresa también Judas de Keriot, con sus ánforas goteando agua.
-Paz a vosotros. ¿Os ha resultado fácil el viaje? – pregunta. Pero en su voz no hay bondad. Es una voz llena de ironía y disgusto.
-Sí. Comenzamos por la Decápolis.
-¿Por miedo a que os apedrearan o a contaminaros? – pregunta con ironía Judas Iscariote.
-Ni una ni otra cosa. Por prudencia de principiantes. Lo propuse yo. Y a mí -no quiero refregarte nada- me ha salido el pelo blanco delante de los pergaminos – dice Bartolomé.
Judas no replica. Se marcha de la cocina, donde los que han vuelto reponen fuerzas con lo que estaba preparado.
Pedro mira a Judas Iscariote, que se marcha, y menea la cabeza; pero no dice nada. Judas Tadeo, sin embargo, tira de una manga a Juan y pregunta:
-¿Cómo ha estado estos días? ¿Siempre tan inquieto? Sé sincero…
-Sincero siempre, Judas. Pero, te aseguro que no ha causado dolor. El Maestro está casi siempre aislado. Yo estoy con la madre anciana, que es muy buena. Escucho a los que vienen para hablar con el Maestro y luego le refiero a Él las palabras. Judas, sin embargo, va por el pueblo. Se ha hecho amistades… ¿Qué, si no? El es así… No sabe estarse quieto, como sabríamos estar nosotros…
-Por mí, que haga lo que quiera. Me basta con que no cause dolor.
-No. Eso no. Se aburre, eso sí. Pero… ¡ahí está el Maestro! Oigo su voz. Está hablando con alguien…
Salen presurosos y ven a Jesús, que se acerca a ellos con dos niños en brazos y uno agarrado a su túnica, a los cuales da ánimos porque lloran. Se va desvaneciendo el crepúsculo.
-¡Dios te bendiga, Maestro! ¿Pero de dónde vienes tan tarde?
Jesús, entrando en casa, responde:
-He estado con bandoleros. Yo también traigo mi botín. He andado más allá del ocaso, pero el Padre no me lo tendrá en cuenta porque he hecho una obra de misericordia… Toma, Juan, y tú, Simón… Tengo los brazos rotos… y estoy realmente cansado.
Se sienta en un taburete al lado de la chimenea. Sonríe, cansado pero contento.
-¿Con bandoleros? ¿Pero dónde has estado? ¿Quiénes son estos niños? ¿Has comido? ¿Dónde estabas? ¡No es prudente estar fuera con esta poca luz y tan lejos!… Estábamos preocupados. ¿No estabas en el bosque? – hablan todos al mismo tiempo.
-No estaba en el bosque. He ido hacia Jericó…
-¡Imprudente! ¡Por esos caminos puedes encontrar a los que te odian! – dice Judas Tadeo en tono reprobatorio.
-He ido por el sendero que nos han indicado. Hacía días que quería ir allí… donde hay desdichados a quienes redimir. A mí no podían hacerme nada malo, y he llegado a tiempo para estos niños. Dadles de comer. Creo que están casi en ayunas, porque sentían miedo de los bandoleros. Y Yo no llevaba comida conmigo. ¡Si, al menos, hubiera encontrado a un pastor!… Pero el sábado cercano ya había dejado desiertos los pastos…
-¡Ya! Nosotros somos los únicos que, de un tiempo a esta parte, no respetamos el sábado… – observa Judas de Keriot, siempre cortante.
-¿Cómo hablas? ¿Qué insinúas? – le preguntan.
-Digo que ya llevamos dos sábados que trabajamos después de la puesta del Sol.
-Judas, tú sabes por qué tuvimos que andar el sábado pasado. El pecado no siempre es del que lo hace. También es del que fuerza a hacerlo. Y hoy… ya sé, quieres decirme que también hoy he violado el sábado. Te respondo que si es grande la ley del reposo sabático, grandísimo es el precepto del amor. No tengo obligación de justificarme ante ti, pero lo hago para enseñarte la mansedumbre, la humildad, y la gran verdad de que ante una necesidad santa se debe saber aplicar la ley con flexibilidad de espíritu. Nuestra historia tiene episodios de estas necesidades. A1 despuntar el día he ido hacia los montes Adomín porque sé que allí hay desdichados que tienen el delito como lepra del alma. Esperaba encontrarlos, hablarles, volver antes de la puesta del sol. Los he encontrado. Pero no he podido hablarles en los términos que había pensado, porque había que
decir otras cosas… Los bandidos se habían encontrado con estos tres niñitos llorando en la puerta de un aprisco pobre de la llanura. Los bandidos habían bajado de noche para robar los corderos y, si el pastor hubiera opuesto resistencia, matar. Mala cosa es el hambre en los montes en invierno… y, cuando los que la sufren son corazones crueles, hace a los hombres más feroces que los lobos. Estos niños estaban, pues, allí, junto con un zagal poco mayor que ellos y amedrentado como ellos. El padre de los niños, no sé por qué motivo, había muerto durante la noche. Quizás le había mordido algún animal, o le había fallado el corazón… Estaba frío sobre la paja junto a las ovejas. Se dio cuenta de ello el hijo mayor, que dormía a su lado. De forma que los bandidos, en vez de cometer una matanza, se encontraron con un muerto y cuatro niños llorando. Dejaron al muerto, mandaron hacia delante ovejas y zagal y, dado que hasta en los más siniestros puede haber una piedad que se resista a morir, recogieron a los niños… Yo me encontré con los bandidos cuando estaban decidiendo qué hacer. Los más crueles querían matar al zagal de diez años, peligroso testigo del robo y del refugio; los menos duros querían soltarlo bajo amenazas, quedándose con el rebaño. Y todos querían que los niñitos se quedaran con ellos.
-¿Y qué querían hacer con ellos? ¿Es que no tienen familia? La madre ha muerto. Por eso el padre los había llevado consigo a los pastos invernales; ahora estaba subiendo de nuevo a su casa desierta, atravesando estos montes. ¿Podía Yo dejar los pequeños a los bandidos, para que los hicieran bandidos como ellos? He hablado… En verdad os digo que me han comprendido más que muchos otros; tanto me han comprendido, que me han dejado a los niños y mañana van a acompañar al zagal al camino de Siquem. Porque en aquellos campos están los hermanos de la madre de éstos. De momento, he recogido a los niños; los tendré, los tendremos, hasta que lleguen parientes suyos.
-Y Tú te haces ilusiones de que los bandidos… dice Judas Iscariote, y se ríe…
-Estoy seguro de que no le tocarán un pelo al pastorcillo. Son unos desdichados. No debemos juzgar por qué lo son. Pero sí debemos tratar de salvarlos. Una obra buena puede ser el comienzo de su salvación… – Jesús agacha la cabeza, absorto en quién sabe qué pensamiento.
Los apóstoles y la anciana hablan e intercambian sentimientos de compasión, e intentan consolar a los niños, que están asustados… Jesús alza la cabeza al oír el llanto del más pequeño, un niñito moreno que apenas tendrá tres años, y dice a Santiago, que inútilmente trata de darle leche:
-Déjame a mí el niño y ve por mi fardel… – y sonríe porque el niño se tranquiliza encima de sus rodillas y bebe la leche ávidamente, aunque antes la rechazara. Los otros, más grandecitos, comen la sopa que les ponen delante; pero descienden lágrimas de sus ojos.
-¡En fin! ¡Cuántas miserias! ¡Hombre, que suframos nosotros es justo; pero los inocentes!… – dice Pedro, que no puede ver sufrir a los niños.
-Eres un pecador, Simón. Alzas censuras contra Dios – observa Judas Iscariote.
-Seré un pecador. Pero no censuro a Dios. Lo único que digo es… Maestro, ¿por qué tienen que sufrir los niños? No tienen pecados.
-Todos tienen pecados, al menos el original – dice Judas Iscariote. Pedro no le contesta. Espera la respuesta de Jesús. Y Jesús, que está acunando al niño -el cual ha satisfecho ya su hambre y tiene sueño-, responde:
-Simón, el dolor es la consecuencia de la culpa.
-De acuerdo. Entonces… una vez que hagas desaparecer la culpa, los niños ya no sufrirán.
-Seguirán sufriendo. No te sientas escandalizado, Simón, por esto que te digo. El dolor y la muerte estarán siempre presentes en la Tierra. Hasta los más puros sufren y sufrirán; es más, ellos sufrirán por todos. Serán las hostias que harán propicio al Señor.
-Pero ¿por qué? No lo comprendo…
-Son muchas las cosas que no se entienden en la Tierra. Sabed creer, al menos, que son cosas que el Amor perfecto quiere. Y cuando la Gracia, devuelta a los hombres, haga de los más santos de ellos los conocedores de las verdades ocultas, entonces se verá que precisamente los más santos querrán ser víctimas, porque habrán comprendido el poder del dolor… El niño duerme. María ¿lo llevas contigo?
-Claro, Maestro. Nosotros decimos: niño asustado, sueño breve y mucho llanto; y: el pájaro sin nido necesita el ala materna. Mi cama es grande, ahora que la ocupo yo sola. Llevo allí a los niños, de forma que pueda estar atenta a ellos. También éstos están a punto de olvidar su dolor en el sueño. Venid y los llevamos a descansar.
Recoge al pequeñuelo de las rodillas de Jesús y, seguida por Pedro y Felipe, se marcha. Entretanto, vuelve Santiago de Zebedeo con el morral de Jesús.
Jesús lo abre y busca dentro. Extrae una túnica gruesa, la extiende, observa su medida. No está todavía satisfecho. Busca el manto del mismo color oscuro que la túnica. Pone ambos aparte. Cierra el morral y se lo devuelve a Santiago.
Vuelven Pedro y Felipe. La viejecita se ha quedado con los tres niños. Pedro ve inmediatamente los indumentos extendidos y puestos aparte. Dice:
-¿Quieres cambiarte la ropa, Maestro? Estando cansado, un baño caliente te descansaría. Hay agua. Te calentamos la ropa. Luego cenamos y nos vamos a descansar. Este hecho de estos pobres niños me ha conmovido profundamente…
Jesús sonríe, pero no responde adecuadamente; se limita a decir:
-¡Alabemos al Señor, que me ha guiado a tiempo de salvar a los inocentes. Luego se calla, cansado…
Vuelve a entrar la viejecita, con las tuniquitas de los niños.
-Deberían cambiárselas… Están rotas y llenas de barro… Pero ya no tengo las túnicas de mis hijos para sustituirlas. Las lavaré mañana…
-No, madre. Cuando termine el sábado, coses tres prendas pequeñas con estas mías…
-Pero Señor, ¿sabes que ya sólo tienes tres túnicas? Si das una, ¿con qué te quedas? ¡No está aquí Lázaro, como aquella vez del manto a la leprosa! – dice Pedro.
-Deja. Quedan dos. Demasiadas ya, para el Hijo del hombre. Toma, María. Mañana a la puesta del Sol empiezas tu trabajo, y el Perseguido tendrá la dicha de socorrer al pobre, cuyas penalidades comprende.