Reflexiones sobre la agonía del Getsemaní y premisa acerca de los otros dolores de la Pasión.
Dice Jesús (a María Valtorta):
Contemplaste en la noche del Jueves el sufrimiento de mi agonía espiritual. Viste abatirse a tu Jesús cual hombre herido de muerte que siente que la vida se le escapa por las heridas que lo desangran, o como uno que se siente desbordado por un trauma psíquico superior a sus fuerzas. Viste las fases crecientes de este trauma, culminadas en la efusión de sangre provocada por el desequilibrio circulatorio causado por el esfuerzo de vencerme y de resistir el peso que sobre mí se había abatido.
Yo era, soy, el Hijo del Dios Altísimo. Pero era también el Hijo del hombre. A través de estas páginas quiero que brote nítida esta dúplice naturaleza mía, igualmente total y perfecta.
Testimonio de mi Divinidad son mis palabras, que tienen tonos que sólo un Dios puede tener; de mi Humanidad lo son las necesidades, las pasiones, los sufrimientos que os presento y que Yo padecí en mi carne de verdadero Hombre, propuesta como modelo de vuestra humanidad, de la misma forma que instruyo vuestro espíritu con mi doctrina de verdadero Dios.
Tanto mi santísima Divinidad como mi perfectísima Humanidad, durante el transcurso de los siglos y por la acción disgregadora de «vuestra» humanidad imperfecta, han resultado, al ilustrarlas, menoscabadas, tergiversadas. Habéis hecho irreal mi Humanidad, la habéis hecho inhumana; de la misma forma que habéis empequeñecido mi figura divina, rechazándola
en muchos aspectos que no os resultaba agradable reconocer o que ya no podíais reconocer con vuestros espíritus disminuidos a causa de las consunciones del vicio y del ateísmo, de lo humanal, del racionalismo.
Yo vengo, en esta hora trágica (Segunda Guerra Mundial), prefacio de universales desventuras, vengo a refrescar en vuestra mente mi dúplice figura de Dios y Hombre para que la conozcáis tal como es; para que la reconozcáis después de tanto oscurantismo, oscurantismo con que la habéis cubierto ante vuestros espíritus; para que la améis y volváis a Ella y os salvéis por medio de Ella. Es la figura de vuestro Salvador. Quien la conozca y ame se salvará.
En estos días te he dado a conocer mis sufrimientos físicos, que torturaron mi Humanidad. Te he dado a conocer mis sufrimientos morales relacionados, entrelazados, fundidos con los de mi Madre, como lo están las enmarañadas lianas de las selvas ecuatoriales, que no se pueden separar para cortar una de ellas solamente, sino que hay que romperlas con un único golpe de hacha para abrir brecha, matándolas juntas; o como están las venas de un cuerpo, de las que no puede ser privada de sangre una, porque un único humor las llena; o como -mejor todavía- no puede ser impedido que entre la muerte en la criatura que se está formando en el seno materno si la madre muere, puesto que la vida, el calor, la nutrición, la sangre de la madre son lo que, con ritmo sonante al compás del materno corazón, penetra, a través de las membranas internas, hasta la criatura que ha de nacer, y la completa en orden a la vida.
Ella, ¡oh Ella, la Madre mía pura, me llevó no sólo durante los nueve meses en que toda hembra de hombre lleva el fruto del hombre, sino durante toda la vida! Nuestros corazones estaban unidos por fibras espirituales y palpitaron juntos siempre, y no había lágrima materna que cayera sin surcar mi corazón con su salinidad, ni había un lamento mío interior que no resonara en Ella despertando su dolor. Os produce pena la madre de un hijo destinado a la muerte a causa de una enfermedad incurable, la madre de un condenado al suplicio por el rigor de la justicia humana. Pues pensad en mi Madre, que desde el momento en que me concibió tembló al pensar que Yo era el Condenado; pensad en esta Madre que cuando dio el primer beso en mis blandas y róseas carnes de recién nacido sintió las futuras llagas de su Criatura; en esta Madre que habría dado diez, cien, mil veces su vida por impedirme hacerme Hombre y llegar al momento de la Inmolación; en esta Madre que conocía y que debía desear aquella hora tremenda por aceptar la voluntad del Señor, por la gloria del Señor, por bondad para con la Humanidad. No, no ha habido agonía más larga -ni terminada en un dolor más grande- que la de mi Madre.
Y no ha habido un dolor mayor, más completo que el mío. Era Uno con el Padre. Él me había amado desde la eternidad como sólo Dios puede amar. Se había complacido en mí y había encontrado en mí su divina alegría. Y Yo lo había amado como sólo un Dios puede amar y encontraba en la unión con Él mi alegría divina. La inefable relación que une ab aeterno al Padre con el Hijo no puede seros explicada ni siquiera con mi palabra, porque, si bien ella es perfecta, vuestra inteligencia no lo es y no podéis comprender y conocer lo que es Dios mientras no estéis con Él en el Cielo. Pues bien, Yo sentía, cual agua que asciende y que presiona contra una presa, crecer, hora tras hora, el rigor del Padre respecto a mí.
Como testimonio contra los hombres-animales, que no querían comprender quién era Yo, Él había abierto, durante el tiempo de mi vida pública, tres veces el Cielo: en el Jordán, en el Tabor y en Jerusalén en la víspera de la Pasión. Pero lo había hecho por los hombres, no para aliviarme; Yo ya era el Expiador.
Muchas veces, María, Dios da a conocer un siervo suyo a los hombres, para que éstos reciban un impacto de este siervo, y a través de éste se vean atraídos hacia Dios. Pero esto sucede no sin el dolor de ese siervo, que paga en primera persona -comiendo el pan amargo del rigor de Dios- los consuelos y la salvación de sus hermanos. ¿No es verdad? Las víctimas de expiación conocen el rigor de Dios. Luego viene la gloria. Pero después de que la Justicia haya sido aplacada. No es como en el caso de mi Amor, que a sus víctimas da sus besos. Yo soy Jesús, soy el Redentor, Aquel que ha sufrido y sabe, por personal experiencia, lo que es el dolor de ser mirado por Dios con severidad y ser abandonado de Dios, y no soy nunca severo ni abandono nunca. Consumo igualmente, pero en una hoguera de amor. Cuanto más cerca estaba la hora de la expiación, más sentía Yo alejarse al Padre. Cada vez más separada del Padre, mi Humanidad se sentía cada vez menos sujetada por la Divinidad de Dios. Y por ello sufría en todos los modos. La separación de Dios trae consigo miedo, trae consigo un agarrarse a la vida, y abatimiento y cansancio y tedio. Cuanto más profunda es esta separación, más fuertes son estas consecuencias; cuando es total, comporta la desesperación. Y cuanto más uno -por un decreto de Dios- la experimenta sin haberla merecido, más sufre por ella, porque el espíritu vivo siente la separación de Dios como una carne viva siente la separación de un miembro. Es un estupor doloroso, desalentador, que el que no lo ha experimentado no lo comprende.
Yo lo experimenté. Tuve que conocerlo todo, incluso vuestras desesperaciones, para poder, respecto a todo, interceder a favor de vosotros ante el Padre. ¡Oh, Yo experimenté lo que significa decir: «Estoy solo. Todos me han traicionado, abandonado. Tampoco el Padre, tampoco Dios me ayuda ya». Y por esto obro misteriosos prodigios de gracia en los pobres corazones sobrepujados por la desesperación, y por esto pido a mis predilectos que beban este cáliz mío de tan amarga experiencia, para que ellos -los que naufragan en el mar de la desesperación- no rehúsen la cruz que ofrezco como ancla y salvación, sino que a ella se aferren y Yo pueda llevarlos a la bienaventurada orilla donde sólo habita la paz.
¡Sólo Yo sé cuánto hubiera necesitado al Padre en la noche del Jueves! Era un espíritu ya agonizante por el esfuerzo de haber tenido que superar los dos mayores dolores de un hombre: el adiós a una madre amadísima, la cercanía del amigo infiel. Eran dos llagas que me quemaban el corazón: una con su llanto, la otra con su odio.
Había tenido que compartir mi pan con mi Caín. Había tenido que hablarle como amigo para no acusarlo ante los otros – -cuya violencia no me daba garantías- e impedir un delito, por lo demás inútil, puesto que todo estaba escrito ya en el gran libro de la vida: tanto mi Muerte santa como el suicidio de Judas. Inútiles otras muertes reprobadas por Dios. Aparte de la mía, ninguna otra sangre debía ser derramada, y no lo fue. El dogal estranguló esa vida cerrando en el saco repelente del cuerpo del traidor su sangre impura vendida a Satanás, sangre que no debía mezclarse, cayendo en la Tierra, con la Sangre purísima del Inocente.
Habrían sido suficientes esas dos llagas para hacer de mí un agonizante en mi Yo. Pero era el Expiador, la Víctima, el Cordero. El cordero, antes de ser inmolado, conoce la marca incandescente, conoce los golpes, conoce el desnudamiento,
conoce la venta al matarife. Lo último que conoce es el hielo del cuchillo que penetra en el cuello y abre las venas y mata. Antes debe dejar todo: los pastos donde ha crecido, la madre en cuyo pecho ha hallado nutrición y calor, los compañeros con que ha vivido. Todo. Yo he conocido todo: Yo, Cordero de Dios.
Por eso vino Satanás mientras el Padre se retiraba a los Cielos. Ya había venido en el comienzo de mi misión, a tentarme para desviarme de ella. Ahora volvía. Era su hora, la hora del aquelarre satánico.
Hordas de demonios estaban esa noche en la Tierra para llevar a cabo la seducción de los corazones y disponerlos a querer al día siguiente que mataran a Cristo. Cada uno de los miembros del Sanedrín tenía el suyo, y el suyo Herodes y el suyo Pilato, y el suyo cada uno de los judíos que iba a invocar que cayera sobre sí mi Sangre. También los apóstoles tenían a su tentador a su lado, que los adormilaba mientras Yo languidecía, que los preparaba para la cobardía. Observa el poder de la pureza. Juan, el puro, fue el primero que se liberó de la garra demoníaca, y volvió enseguida a su Jesús y comprendió su celado deseo, y me trajo a María.
Pero Judas tenía a Lucifer, y Yo tenía a Lucifer: Judas, en el corazón; yo, al lado. Éramos los dos principales personajes de la tragedia y Satanás se ocupaba personalmente de nosotros. Después de conducir a Judas hasta un punto del que ya no podía retroceder, se volvió hacia mí.
Con su astucia perfecta, me presentó las torturas de la carne con un realismo insuperable. En el desierto también empezó por la carne. Lo vencí orando. El espíritu sojuzgó los miedos de la carne.
Me presentó entonces la inutilidad de mi muerte, la utilidad de vivir para mí mismo sin ocuparme de los hombres ingratos. Vivir rico, feliz, amado. Vivir por razón de mi Madre, por no hacerla sufrir. Vivir para llevar a Dios con un largo apostolado a muchos hombres, los cuales, por el contrario, si Yo muriera, me olvidarían, mientras que, si fuera Maestro no durante tres años sino durante muchos lustros, terminarían identificándose con mi doctrina. Sus ángeles me ayudarían a seducir a los hombres. ¿No veía que los ángeles de Dios no intervenían para ayudarme? Después, Dios me perdonaría al ver la cosecha de creyentes que le habría llevado. En el desierto también me había inducido a tentar a Dios con la imprudencia. Lo vencí con la oración. El espíritu sojuzgó a la tentación moral.
Me presentó el abandono de Dios. Él, el Padre, ya no me amaba. Yo estaba cargado con los pecados del mundo. Le producía repulsa.
Estaba ausente, me dejaba solo. Me abandonaba al escarnio de una muchedumbre despiadada. Y no me concedía ni siquiera su divino consuelo. Solo, solo, solo. En esa hora sólo estaba Satanás al lado del Cristo. Dios y los hombres estaban ausentes porque no me amaban. Me odiaban o se mostraban indiferentes. Yo oraba para cubrir con mi oración las palabras satánicas. Pero la oración ya no subía a Dios. Caía sobre mí de nuevo como piedras de lapidación y me aplastaba bajo su cúmulo. La oración, que para mí era siempre caricia hecha al Padre, voz que subía y a la que respondían la caricia y la palabra paternas, ahora estaba muerta, era costosa, en vano lanzada contra el Cielo cerrado.
Entonces sentí la amargura del fondo del cáliz. El sabor de la desesperación. Era esto lo que quería Satanás. Llevarme a desesperar para hacer de mí un esclavo suyo. Vencí la desesperación, y la vencí sólo con mis fuerzas, porque quise vencerla. Sólo con mis fuerzas de Hombre. Ya no era sino el Hombre. Y ya no era sino un hombre sin la ayuda de Dios. Cuando Dios ayuda es fácil mantener elevado hasta al mundo y sostenerlo como juguete de niño. Pero cuando Dios ya no ayuda, hasta el peso de una flor nos resulta fatigoso.
Vencí la desesperación y a Satanás, su creador, por servir a Dios y a vosotros dándoos la Vida. Pero conocí la Muerte. No la muerte física del crucificado -ésa fue menos atroz-, sino la Muerte total, consciente, del luchador que cae, después de haber triunfado, con el corazón quebrantado, rezumándole la sangre con el trauma de un esfuerzo superior a lo posible. Y sudé sangre. Sudé sangre por ser fiel a la voluntad de Dios.
Por eso el ángel de mi dolor me presentó, como medicina para mi agonía, la esperanza de todos los salvados por mi sacrificio. ¡Vuestros nombres! Cada uno de ellos fue para mí una gota medicinal infundida en las venas para devolverles el tono y la función; cada uno de ellos significó para mí vida que volvía, luz que volvía, fuerza que volvía. En medio de las inhumanas torturas, para no gritar mi dolor de Hombre y para no desesperar de Dios y decir que era demasiado severo e injusto para con su Víctima, Yo me repetí vuestros nombres. Yo os vi. Os bendije desde entonces. Desde entonces os llevé en mi corazón. Y cuando llegó para vosotros la hora de estar en la Tierra, me asomé al Cielo y me incliné para acompañar vuestra venida, exultando ante el pensamiento de que una nueva flor de amor había nacido en el mundo y que viviría por mí.
¡Oh, benditos míos, consuelo de Cristo agonizante! La Madre, el Discípulo, las Mujeres pías acompañaban mi morir. Pero vosotros también estabais. Mis ojos agonizantes veían, junto con el rostro acongojado de la Madre mía, vuestras caras amorosas, y se cerraron así, felices de cerrarse porque os habían salvado, ¡oh, vosotros que compensáis el Sacrificio de un Dios!
Ya has conocido todos los dolores que precedieron a la Pasión propiamente dicha. Ahora te daré a conocer los dolores concretos de la Pasión. Los dolores que más impresionan vuestra mente cuando meditáis en ellos.
Pero meditáis en ellos muy poco, demasiado poco. No reflexionáis en cuánto me costasteis ni en la tortura de que está hecha vuestra salvación. Vosotros que os quejáis de una excoriación, de un golpe contra un saliente, de un dolor de cabeza, no pensáis que Yo era por entero una llaga, que esas llagas estaban sulfuradas por muchas cosas, que las cosas mismas servían como tormento de su Creador porque torturaban al ya torturado Dios-Hijo sin respeto a Aquel que, siendo Padre de la Creación, las había formado.
Pero las cosas no tenían culpa. El culpable era el de siempre: el hombre; culpable desde el día en que prestó oídos a Satanás en el Paraíso terrenal. Hasta ese momento, las cosas de la Creación no le reservaban al hombre, criatura elegida, ni espinas ni venenos ni saña. Dios había constituido rey a este hombre hecho a su imagen y semejanza, y, en su paterno amor, no había querido que las cosas pudieran causar insidias al hombre. Satanás introdujo la insidia. Primero, en el corazón del hombre; luego ésta parió para el hombre, con el castigo del pecado, tríbulos y espinas.
Y he aquí que Yo, el Hombre, tuve que sufrir no sólo de mano de las personas, sino también por las cosas, recibir sufrimiento de las cosas. Las personas me propinaron insultos y vejaciones; éstas fueron el arma usada.
La mano que Dios había hecho al hombre para distinguirlo de los animales; esa mano que Dios enseñó al hombre a usar, esa mano que Dios había puesto en relación con la mente, esa mano a la que Dios había hecho ejecutora de las órdenes de la mente, esta parte vuestra que es tan perfecta y que hubiera debido ofrecer solamente caricias al Hijo de Dios -de quien había recibido sólo caricias y salud si estaba enferma- se volvió contra Él y le propinó bofetones y puñetazos, y se armó de azote y se transformó en tenaza para arrancar el pelo y 1a barba, o se armó de maza para hincar los clavos.
Los pies del hombre, que hubieran debido sólo correr diligentes para ir a adorar al Hijo de Dios, se movieron veloces para venir a capturarme y llevarme por las calles hasta mis verdugos, a empujones y tirones; fueron veloces para darme patadas de un modo que no es lícito usar con un mulo terco.
La boca del hombre, que hubiera debido usar la palabra, esa palabra que es cualidad otorgada únicamente al hombre y a ningún animal creado, para alabar y bendecir al Hijo de Dios, se llenó de blasfemias y mentiras y arrojó éstas, junto con su baba, contra mi persona.
La mente del hombre, que es la prueba de su origen celeste, se fatigó en inventar tormentos de un refinado rigor.
E1 hombre, el hombre entero hizo uso de todos y cada uno de sus elementos para torturar al Hijo de Dios. Y llamó a la tierra, con sus formas, como ayuda en la tortura. Hizo de las piedras de los torrentes proyectiles para herirme; de las ramas de los árboles, palos para golpearme; del trenzado cáñamo, lazo para arrastrarme serrándome las carnes; de las espinas, una corona de punzante fuego para mi cabeza cansada; de los minerales, un exasperante azote; de la caña, un instrumento de tortura; de las piedras de las calles, obstáculo para el pie vacilante de Aquel que subía, muriendo, para morir crucificado.
Y a las cosas de la tierra se unieron las del cielo. El frío del alba para mi cuerpo ya exhausto por la agonía del huerto, el viento que encrudecía las heridas, el sol que aumentaba la quemazón y la fiebre y traía moscas y polvo, y cegaba los ojos cansados que no podían ser protegidos por las manos apresadas.
Y a las cosas del cielo se unieron las fibras concedidas al hombre para revestir su desnudez: el cuero que se transformó en azote, la lana de la túnica, que se pegaba a las abiertas llagas de los azotes y producía la tortura de las rozaduras y laceración en cada movimiento.
Todo, todo, todo sirvió para atormentar al Hijo de Dios. Él, por quien todas las cosas fueron creadas, en la hora en que era la Hostia ofrecida a Dios, tuvo como enemigas a todas las cosas. María, tu Jesús no halló alivio en ninguna cosa. Cuales víboras enfurecidas, todo lo que existía se volvió a morderme las carnes y aumentar el padecimiento.
Esto sería necesario pensar, cuando sufrís; y, comparando vuestras imperfecciones con mi perfección y mi dolor con el vuestro, reconocer que el Padre os ama como no me amó a mí en aquella hora; y amarlo, por tanto, con todo vuestro ser, como Yo lo amé a pesar de su rigor.