Los procesos. Las negaciones de Pedro. Consideraciones sobre Pilato.
Empieza el doloroso camino por la vereda pedregosa que lleva desde el calvero donde Jesús fue apresado hasta el Cedrón, y desde el Cedrón, por otro camino, hasta la ciudad. E inmediatamente empiezan las palabras y los gestos burlescos y las vejaciones.
Jesús, yendo atado por las muñecas, e incluso por la cintura, como si de un loco peligroso se tratara, confiados los cabos de las cuerdas a unos energúmenos embriagados de odio, se ve tirado de un lado y de otro como un trapajo abandonado a la ira de una manada de cachorros. Pero aún podrían tener justificación los que así actúan si fueran perros; sin embargo, tienen nombre de hombres, aunque de hombre no tengan más que la figura. Y si han pensado en esa atadura de dos sogas opuestas ha sido para causar mayor dolor. Una de las dos tiene la única función de inmovilizar las muñecas, y las lacera y va serrando con su áspero roce; la otra, la de la cintura, comprime los codos contra el tórax, y sierra y oprime la parte alta del abdomen, torturando el hígado y los riñones, donde han hecho un enorme nudo y donde, de vez en cuando, el que lleva los cabos de las sogas da latigazos con ellos y dice: « ¡Arre! ¡Vamos! ¡Trota, burro!», y añade patadas detrás de las rodillas del Torturado, que a causa de estas patadas se tambalea y si no cae del todo es porque las sogas lo mantienen en pie. De todas formas, las cuerdas no evitan que -tirando de Él hacia la derecha el que se ocupa de las manos y hacia la izquierda el que sujeta la soga de la cintura- Jesús vaya chocando contra muretes y troncos y que, debido a un tirón más cruel, recibido cuando está para cruzar el puente del Cedrón, caiga duramente contra el pretil del puentecillo. La boca magullada sangra. Jesús alza las manos atadas, para limpiarse la sangre que embadurna la barba, y no habla: es verdaderamente el cordero que no muerde a sus torturadores.
Unos de entre la gente, entretanto, han bajado al guijarral a coger piedras y guijarros, y desde abajo empieza una pedrea contra el fácil objetivo; porque a duras penas se puede andar en el puentecillo estrecho e inseguro donde la gente se apiña obstaculizándose a sí misma, y las piedras golpean a Jesús en la cabeza, en los hombros; no sólo a Jesús, sino también a sus torturadores, que reaccionan lanzando palos y devolviendo las propias piedras. Y todo contribuye a golpear más a Jesús en la cabeza y en el cuello. El puente acaba por fin, y ahora la callejuela estrecha proyecta sombras sobre el gentío, porque la Luna, que comienza su ocaso, no desciende a esa callejuela tortuosa y, además, muchas antorchas, en medio de esa confusión, se han apagado. Mas el odio hace de lámpara para ver al pobre Mártir, para el que hasta su alta estatura es elemento torturador. Es el más alto de todos. Fácil, pues, golpearlo, agarrarlo por los cabellos, obligarlo a echar violentamente hacia atrás la cabeza y
echarle encima un puñado de materia inmunda que, por fuerza, debe entrarle en la boca y en los ojos, produciéndole náusea y dolor.
Empieza el trayecto a través del arrabal de Ofel, ese arrabal donde tanto bien y tantas caricias Él ha distribuido. La turba vociferante atrae a las puertas a los que duermen, y, si las mujeres gritan movidas por el dolor y, aterrorizadas, huyen al ver lo que ha sucedido, los hombres, esos hombres que incluso han recibido de Él curación, ayuda, palabras de Amigo, o bien agachan la cabeza con indiferencia, fingiendo desinterés al menos, o bien pasan de la curiosidad al livor, a la burla, al gesto amenazador, e incluso se ponen detrás del tropel de gente para vejar. Satanás está ya actuando…
Un hombre casado (Jacob, curado por Jesús, capítulo 374) que quiere seguirle para vejarlo, es aferrado por su mujer, que grita, que le grita:
-¡Miserable! Si estás vivo es por Él, inmundo hombre lleno de podredumbre. ¡Recuérdalo!».
Pero el hombre se impone a la mujer golpeándola brutalmente y arrojándola al suelo, y luego corre hasta donde el Mártir contra cuya cabeza lanza una piedra.
Otra mujer, anciana, trata de cortar el paso a su hijo (Samuel, desleal a Analía capítulos 374 y 375), que viene con cara de hiena y con un palo, para golpear también a Jesús, y grita a su hijo:
-¡Asesino de tu Salvador no serás mientras yo viva!
Pero la pobre, alcanzada en la ingle por una patada brutal de su hijo, se desploma gritando:
-¡Deicida y matricida! ¡Por el seno que abres por segunda vez y por el Mesías al que hieres, maldito seas! La escena, a medida que van acercándose a la ciudad, va aumentando en violencia.
Antes de llegar a las murallas están Juan y Pedro. Ya están abiertas las puertas, y los soldados romanos, dispuestos para la defensa, observan dónde y cómo se desarrolla el tumulto, preparados para intervenir si el prestigio de Roma se viera dañado. Creo que Juan y Pedro han llegado allí por un atajo tomado cruzando el Cedrón más arriba del puente, y adelantándose rápidamente a la turba, que, obstaculizándose tanto a sí misma, se mueve lenta. Están en la penumbra de un zaguán, en una placita que precede a las murallas. Tienen cubiertas sus cabezas con los mantos, ocultando así sus caras. Pero, cuando Jesús llega, Juan -bajo la libre luz de la Luna, que allí todavía ilumina antes de desaparecer tras el collado que hay más allá de las murallas y que oigo que los esbirros capturadores lo llaman Tofet- deja caer el manto y muestra su pálido y descompuesto rostro. Pedro, aun no atreviéndose a destaparse, se adelanta para ser visto…
Jesús los mira… y sonríe (una sonrisa de una bondad infinita). Pedro se vuelve y regresa a su ángulo oscuro, llevándose las manos a los ojos, encorvado, envejecido, ya un despojo de hombre. Juan se queda valerosamente donde está, y sólo cuando la turba vociferante termina de pasar se reúne de nuevo con Pedro, lo toma de un codo, lo guía como un muchacho guiaría a su padre ciego, y entran ambos en la ciudad detrás de la muchedumbre vociferante.
Oigo las exclamaciones de asombro o burlescas o apenadas de los soldados romanos: hay quien lanza maldiciones por haber sido sacado de la cama por ese «necio lacayo»; hay quien se burla de los judíos, que han sido capaces de «prender a una media hembra», hay quien se muestra compasivo hacia la Víctima, diciendo: «Siempre lo he visto bueno», y hay quien dice: «Hubiera preferido que me hubieran matado a mí, antes que verlo a Él en esas manos. Es un grande. Tengo dos devociones en el mundo: Él y Roma». « ¡Por Júpiter! -exclama el de grado más alto- Yo no quiero líos después. Voy donde el alférez. Que se encargue él de decírselo a quien tenga que decírselo. No quiero que me manden a luchar contra los Germanos. Estos hebreos hieden y son sierpes y carroñas, pero aquí la vida es segura. ¡Estoy para terminar mi tiempo y en Pompeya tengo una muchacha…!».
Pierdo el resto por seguir a Jesús, que continúa caminando por la calle que hace un arco en subida para ir al Templo. Pero veo y comprendo que la casa de Anás, a donde quieren llevarlo, está y no está en ese laberíntico conglomerado que es el Templo y que ocupa todo el collado de Sión. Está en el extremo, cerca de una serie de muros que parecen delimitar por esta parte a la ciudad y que desde ahí se prolongan en pórticos y patios, siguiendo la ladera del monte, hasta llegar al recinto de lo que es el Templo en el pleno sentido de la palabra, o sea, el lugar a donde van los israelitas para sus distintas manifestaciones de culto.
Una alta puerta guarnecida de hierro se abre en el muro. Se acercan a ella solícitas hienas y llaman con fuerza. En cuanto se entreabre, ya irrumpen dentro, casi tirando al suelo y pisoteando a la criada que ha venido a abrir; y abren la puerta de par en par, para que la turba vociferante, con el Capturado en el centro, pueda entrar. Una vez dentro, cierran y trancan, temerosos quizás de Roma o de los facciosos del Nazareno.
¡Sus facciosos! ¿Dónde están?…
Recorren el atrio de entrada y luego cruzan un amplio patio, un corredor, y otro pórtico y un nuevo patio, y suben a tirones a Jesús por tres escalones, haciéndole recorrer casi corriendo una galería realzada respecto al patio, para llegar antes a una rica sala donde hay un hombre anciano vestido de sacerdote.
-¡Que Dios te consuele, Anás – dice el que parece el oficial, si oficial puede llamarse al bribón que manda a esa canalla – Aquí tienes al culpable. En manos de tu santidad lo pongo, para que Israel sea purificado de la culpa.
-Que Dios te bendiga por tu audacia y tu fe.
¡Vaya una audacia! Había sido suficiente la voz de Jesús para hacerle besar la tierra en el Getsemaní. -¿Quién eres Tú?
-Jesús de Nazaret, el Rabí, el Cristo. Y tú me conoces. No he actuado en las tinieblas.
-En las tinieblas, no. Pero has inducido a error a las muchedumbres con doctrinas tenebrosas. Y el Templo tiene el derecho y el deber de tutelar el alma de los hijos de Abraham.
-¡El alma! Sacerdote de Israel, ¿puedes decir que por el alma del más pequeño o del más grande de este pueblo has
sufrido?
-¿Y Tú entonces? ¿Qué has hecho que pueda llamarse sufrimiento?
-¿Qué he hecho? ¿Por qué me lo preguntas? Todo Israel habla. Desde la ciudad santa al mísero pueblecillo, hasta las piedras hablan para decir lo que he hecho. He dado la vista a los ciegos: la de los ojos y la del corazón. He abierto los oídos a los sordos: para las voces de la Tierra y para las del Cielo. He hecho caminar a los tullidos y a los paralíticos, para que empezaran la marcha hacia Dios desde la carne y luego siguieran con el espíritu. He limpiado a los leprosos: de las lepras que la Ley mosaica señala y de las que hacen a un hombre leproso ante Dios, o sea, de los pecados. He resucitado a los muertos. Y no señalo que sea grande llamar a una carne de nuevo a la vida, sino que digo que grande es redimir a un pecador; y lo he hecho. He socorrido a los pobres, enseñando a los avarientos y ricos hebreos el precepto santo del amor al prójimo; y, siendo pobre a pesar del río de oro que ha pasado por mis manos, he enjugado Yo solo más lágrimas que todos vosotros, que poseéis riquezas. En fin, he dado una riqueza inefable: el conocimiento de la Ley, el conocimiento de Dios, la certeza de que somos todos iguales y de que, ante los ojos santos del Padre, igual es el llanto derramado -o el delito cometido- por el Tetrarca o por el Pontífice, por el mendigo o el leproso que mueren en el camino. Esto es lo que he hecho. Nada más.
-¿Sabes que por ti mismo te acusas? Dices: las lepras que hacen leprosos ante Dios y no son señaladas por Moisés. Estás insultando a Moisés e insinúas que hay lagunas en su Ley…
-No suya: de Dios. Así es. Digo que más grave que la lepra, desgracia de la carne, desgracia acotada en el tiempo, es el pecado, que es desgracia, eterna, del espíritu.
-Osas decir que puedes absolver los pecados. ¿Cómo lo haces?
-Si con un poco de agua lustral y el sacrificio de un macho cabrío es lícito y creíble cancelar un pecado, expiarlo y quedar limpio de él, ¿cómo no habrá de poder hacerlo mi llanto, mi Sangre y mi deseo?
-Pero Tú no estás muerto. ¿Dónde está, entonces, la Sangre?
-No estoy muerto todavía. Pero lo estaré, porque está escrito: en el Cielo, desde antes que Sión fuera, desde antes que existiera Moisés, desde antes de Jacob, desde antes de Abraham, desde cuando el rey del Mal hincó su mordedura en el corazón del hombre y envenenó el corazón del hombre y el de sus hijos; está escrito en la Tierra, en el Libro que recoge las palabras de los profetas; está escrito en los corazones, en el tuyo, en el de Caifás y de los miembros del Sanedrín, que no me perdonan. No, estos corazones no me perdonan el ser bueno. Yo he absuelto anticipadamente en vistas de la Sangre, ahora cumplo la absolución con el lavacro en la Sangre.
-Nos llamas ambiciosos y dices que ignoramos el precepto del amor…
-¿Y no es, acaso, cierto? ¿Por qué me dais muerte? Porque tenéis miedo de que os destrone. ¡Oh! No temáis. Mi Reino no es de este mundo. Os dejo la posesión de todo poder. El Eterno sabe cuándo decir el «¡basta!» que os hará caer fulminados… -¿Como Doras, ¡eh !?
-Él murió de ira, no por un rayo celeste. Dios lo esperaba en la otra parte para fulminarlo.
-¿Y esto me lo dices a mí, que soy su pariente? ¿Cómo te atreves?
-Yo soy la Verdad. La Verdad nunca es cobarde.
-¡Soberbio y loco!
-No: sincero. Me acusas de ofenderos. Pero ¿acaso no odiáis todos vosotros? Os odiáis unos a otros. Ahora os une el odio contra mí. Pero mañana, cuando me hayáis matado, volverá el odio a reinar entre vosotros. Y será un odio más fiero. Y viviréis con esa hiena sobre vuestras espaldas y esta serpiente en el corazón. Yo he enseñado el amor. Por piedad hacia el mundo. He enseñado a no ser ambiciosos sino a tener misericordia. ¿De qué me acusas?
-De haber introducido una doctrina nueva.
-¡Oh, sacerdote! Israel está poblado de nuevas doctrinas: los esenios tienen la suya; los sadoquitas, la suya; los fariseos, la suya. Cada uno tiene su secreta doctrina, que para unos se llama placer, para otros oro, para otros poder; y cada uno tiene su ídolo. No Yo. Yo he tomado de nuevo la Ley de mi Padre, del Dios Eterno, que había sido pisoteada, y he vuelto a decir sencillamente las diez proposiciones del Decálogo, secándome los pulmones para hacerlas entrar en los corazones que ya no las conocían.
-¡Horror! ¡Blasfemia! ¿Decirme esto a mí, sacerdote? ¿No tiene un Templo Israel? ¿Somos como los castigados de Babilonia? Responde.
-Eso sois. Y más todavía. Hay un Templo, sí; un edificio. Dios no está. Se ha alejado, ante el abominio que hay en su casa. Pero ¿para qué me interrogas tanto, si en realidad mi muerte ya está decidida?
-No somos asesinos. Matamos si, por una culpa probada, tenemos derecho a hacerlo. Pero yo quiero salvarte. Respóndeme y te salvaré. ¿Dónde están tus discípulos? Si me los entregas, te dejaré libre. El nombre de todos, y más los ocultos que los conocidos. Di: ¿Nicodemo es tuyo?, ¿es tuyo José?, ¿y Gamaliel?, ¿y Eleazar?, ¿y…? Bueno de éste lo sé… no es necesario. Habla. Habla. Sabes que puedo darte muerte y salvarte. Soy poderoso.
-Eres fango. Dejo al fango el oficio de espía. Yo soy Luz.
Un esbirro le suelta un puñetazo.
-Yo soy Luz. Luz y Verdad. He hablado al mundo abiertamente. He enseñado en las sinagogas y en el Templo donde se reúnen los judíos, y nada he dicho en secreto. Lo repito. ¿Por qué me preguntas a mí? Pregunta a los que han oído lo que he dicho. Ellos lo saben.
Otro esbirro le suelta un bofetón, gritando:
-¿Así respondes al Sumo Sacerdote?
-Estoy hablando a Anás. El Pontífice es Caifás. Y hablo con el respeto debido a los ancianos. Pero, si crees que he hablado mal, demuéstramelo; si no, ¿por qué me hieres?
-Déjalo, déjalo. Voy donde Caifás. Vosotros tenedlo aquí hasta nueva orden mía. Y ved porque no hable con nadie. Anás sale.
No habla Jesús, no. Ni siquiera con Juan, que se atreve a estar en la puerta, desafiando a toda la turba de los esbirros. Pero Jesús, sin pronunciar palabra, debe darle una orden, porque Juan, después de una mirada afligida, sale de allí y lo pierdo de vista.
Jesús se queda entre sus verdugos. Zurriagazos con las cuerdas, esputos, burlas, patadas, tirones de pelo: esto es lo que le queda. Hasta que uno de la servidumbre viene a decir que lleven al Prisionero a la casa de Caifás.
Y Jesús, que sigue atado y sufriendo malos tratos, sale, y pasa al pórtico, lo recorre hasta un zaguán para cruzar luego un patio donde hay mucha gente calentándose alrededor de una hoguera (y es que la noche, ahora, en estas primeras horas del viernes, se ha puesto cruda y ventosa). Está también Pedro, con Juan; mezclados ambos entre el gentío hostil. Y deben tener mucho valor para estar allí… Jesús los mira. En su boca, ya hinchada por los golpes recibidos, se dibuja un atisbo de sonrisa.
Un largo camino entre pórticos y atrios, patios y corredores (¡pero que casas tenía esta gente del Templo!).
Mas la gente no entra en el recinto pontificio. Se les impide ir más allá del atrio de Anás. Jesús va solo, entre esbirros y sacerdotes. Entra en una vasta sala que parece perder su forma rectangular debido a los asientos, muchos, dispuestos en forma de herradura y dejando en el centro un espacio vacío, tras el cual hay dos o tres asientos elevados sobre tarimas.
Cuando ya Jesús está para entrar, el rabí Gamaliel llega, y los guardias pegan un tirón al Prisionero para que ceda el paso al rabí de Israel. Pero éste, rígido como una estatua, hierático, aminora el paso y, moviendo apenas los labios, sin mirar a nadie, pregunta:
-¿Quién eres? Dímelo.
Y Jesús, dulcemente:
-Lee a los profetas y obtendrás la respuesta. El primer signo está en ellos, el otro vendrá.
Gamaliel recoge su manto y entra. Y tras él entra Jesús, de quien, mientras Gamaliel va a un sitial, tiran para ponerlo en el centro de la sala, frente al Pontífice, que verdaderamente tiene cara de malhechor. Se espera hasta que entran todos los miembros del Sanedrín.
Luego empieza la sesión. Pero Caifás ve dos o tres asientos vacíos y pregunta: -¿Dónde está Eleazar? ¿Dónde está Juan? Se alza un joven escriba -creo-, hace una reverencia y dice:
-Han rehusado venir. Aquí está el escrito.
-Que se conserve y se escriba. Responderán de ello. ¿Qué tienen que decir los santos miembros del Consejo acerca de
éste?
-Yo hablo. En mi casa violó el sábado. Dios me es testigo de que no miento. Ismael ben Fabí no miente nunca. -¿Es verdad, acusado?
Jesús calla.
-Yo lo vi convivir con conocidas meretrices. Fingiéndose profeta, había hecho de su guarida un prostíbulo, y, para colmo, con mujeres paganas. Conmigo estaban Sadoq, Calasebona y Nahúm, apoderado de Anás. ¿Es verdad lo que digo, Sadoq y Calasebona? Desacreditad mi testimonio, si lo merezco.
-Es verdad. Es verdad.
-¿Qué dices?
Jesús calla.
-No desaprovechaba ocasión de burlarse de nosotros o de exponernos a la burla. La gente ya no nos estima, por Él. -¿Los estás oyendo? Has profanado a los miembros santos.
Jesús calla.
-Este hombre está endemoniado. Vuelto de Egipto, ejercita la magia negra.
-¿Cómo lo pruebas?
-¡Ante mi fe y las tablas de la Ley!
-Grave acusación. Justifícate.
Jesús calla.
-Es ilegal tu ministerio, ¿lo sabes? Merece pena de muerte. Habla.
-Ilegal es esta sesión nuestra. Álzate, Simeón. Vamos – dice Gamaliel.
-Pero, rabí, ¿estás perdiendo la razón?
-Respeto los procedimientos. No es lícito proceder como lo estamos haciendo. Y presentaré una acusación pública por
ello.
Y el rabí Gamaliel sale, rígido como una estatua, seguido por un hombre que se le parece, de unos treinta y cinco años. Hay un poco de confusión, lo cual es aprovechado por Nicodemo y José para hablar en favor del Mártir.
-Gamaliel tiene razón. Son ilícitos la hora y el lugar. Y las acusaciones no son consistentes. ¿Puede alguien acusarlo de
visible vilipendio a la Ley? Yo soy amigo suyo, y juro que siempre lo he visto respetuoso a la ley – dice Nicodemo. -Y yo también. Y para no aceptar un delito me cubro la cabeza, no por Él, sino por vosotros, y salgo.
Y José hace ademán de bajar de su sitio y salir.
Pero Caifás grita en modo descompuesto:
-¡Ah! ¿Eso decís? Vengan entonces los testigos jurados. Y escuchad. Luego os marcháis.
Entran dos individuos de la peor calaña: miradas huidizas, risitas crueles, ademanes falsos.
-Hablad.
-¡No es lícito oírlos juntos! – grita José.
-Yo soy el Sumo Sacerdote. Yo ordeno. ¡Y silencio!
José da un puñetazo en una mesa y dice:
-¡Se abran sobre tu cabeza las llamas del Cielo! Desde este momento sabe que el Anciano José es enemigo del Sanedrín y amigo del Cristo. Y con esta determinación voy a decir al Pretor que aquí, sin respeto a Roma, se da muerte – y sale violentamente, dando un empujón a un delgado y joven escriba que intenta frenarlo.
Nicodemo, más morigerado, sale sin decir nada más. Y, al salir, pasa por delante de Jesús y lo mira…
Nueva agitación. Se teme a Roma. Y la víctima expiatoria sigue siendo Jesús.
-¡ Por ti todo esto, ¿lo ves?! Tú, corruptor de los mejores judíos. Los has pervertido.
Jesús calla.
-¡Que hablen los testigos! – grita Caifás.
-Sí. Éste usaba el… el… Lo sabíamos… ¿Cómo se llama esa co-sa?
-¿Quizás el tetragrama?
-¡Eso es! ¡Tú lo has dicho! Invocaba a los muertos. Enseñaba la rebelión contra el sábado y la profanación del altar. Lo juramos. Decía que quería destruir el Templo para reedificarlo en tres días con la ayuda de los demonios.
-No. Él decía que no sería fabricado por el hombre.
Caifás baja de su sitial y se acerca a Jesús. Pequeño, obeso, feo, parece un enorme sapo al lado de una flor. Porque Jesús, a pesar de estar herido, magullado, sucio y despeinado, aparece todavía muy hermoso y majestuoso.
-¿No respondes? ¡Qué acusaciones contra ti! ¡Horrendas! Habla, para descargarte de su ignominia.
Pero Jesús calla. Lo mira y calla.
-Respóndeme a mí, entonces. Soy tu Pontífice. En nombre del Dios vivo, te conjuro. Dime: ¿eres Tú el Cristo, el Hijo de
Dios?
-Tú lo has dicho. Lo soy. Y veréis al Hijo del hombre, sentado a la derecha del Poder de Dios, venir sobre las nubes del cielo. Pero, además, ¿por qué me interrogas? He hablado en público durante tres años. Nada he dicho ocultamente. Pregunta a los que me han oído. Ellos te dirán lo que he dicho y lo que he hecho.
Uno de los soldados que lo tienen sujeto le golpea en la boca, haciéndola sangrar de nuevo, y grita:
-¡Así respondes, satanás, al Sumo Pontífice?
Y Jesús, mansamente, responde a éste como al de antes:
-Si he hablado bien, ¿por qué me hieres? Si mal, ¿por qué no me dices dónde yerro? Repito: Yo soy el Cristo, Hijo de Dios. No puedo mentir. El sumo Sacerdote, el eterno Sacerdote soy Yo. Y sólo Yo llevo el verdadero Racional, en que está escrito: Doctrina y Verdad. Y a éstas soy fiel. Hasta la muerte, ignominiosa a los ojos del mundo, santa a los ojos de Dios; y hasta la bienaventurada Resurrección. Yo soy el Ungido. Pontífice y Rey Yo soy. Y estoy para tomar mi cetro y con él, como con aventador, limpiar la era. Este Templo será destruido y resurgirá, nuevo, santo, porque éste está corrompido y Dios lo ha abandonado a su destino.
-¡Blasfemo! – gritan todos en coro. ¿En tres días lo construirás, loco, poseído?
-No éste, sino el mío es el que resurgirá, el Templo del Dios verdadero, vivo, santo, tres veces santo.
-¡Anatema! – gritan de nuevo en coro.
Caifás alza su voz ronca y se desgarra las vestiduras de lino, con gestos de estudiado horror, y dice:
-¿Qué otra cosa hemos de oír de – testigos? La blasfemia está ya dicha. ¿Qué hacemos entonces?
Y todos, en coro:
-Sea reo de muerte.
Y con gestos de desdén y de escándalo salen de la sala y dejan a Jesús a merced de los esbirros y de la chusma de los falsos testigos, que, dándole bofetadas, puñetazos, escupiéndole, vendándole los ojos con un trapajo y luego tirándole violentamente de los cabellos, lo arrojan de un lado para otro, con las manos atadas, de manera que choca contra mesas, sitiales y paredes. Y le preguntan:
-¿Quién te na pegado? Adivina.
Y varias veces, poniéndole zancadillas, le hacen caer de bruces, y se ríen a carcajadas al ver cómo, con las manos atadas, a duras penas se levanta.
Pasan así las horas. Los torturadores, cansados, piensan en tomarse un poco de descanso. Llevan a Jesús a un tabuco
haciéndole cruzar muchos patios exponiéndolo a las burlas de la turba, ya muy numerosa en el recinto de las casas pontificales. Jesús llega al patio donde está Pedro, al lado de su hoguera. Y lo mira. Pero Pedro evita encontrar su mirada. Juan ya no
está; supongo que se habrá marchado con Nicodemo…
El alba avanza fatigosamente, glauca. Una orden ha sido dada: llevar de nuevo al Prisionero a la sala del Consejo para un proceso más legal. Es el momento en que Pedro niega por tercera vez que conoce al Cristo, cuando Él pasa ya marcado por los padecimientos. Con la luz verdosa del alba, los moratones parecen aún más atroces en el rostro térreo, los ojos más hundidos y vítreos: un Jesús empañado por el dolor del mundo…
Un gallo lanza al aire apenas móvil del alba su grito burlón, sarcástico, pícaro. Y en este momento de gran silencio que se ha creado ante la presencia de Cristo, sólo se oye la voz áspera de Pedro decir: «Lo juro, mujer. No le conozco»: afirmación seca, segura, a la cual, como una carcajada burlona, responde en seguida el ribaldo canto del gallito.
Pedro reacciona. Se vuelve para huir, y se encuentra a Jesús de frente, mirándolo con infinita piedad, con un dolor tan intenso y sentido, que me parte el corazón (como si después de eso yo hubiera de ver disolverse, para siempre, a mi Jesús). Pedro experimenta un conato de llanto. Sale, tambaleándose como si estuviera borracho. Huye detrás de dos domésticos que también salen. Se pierde cuesta abajo por la calle todavía semioscura.
Llevan otra vez a la sala a Jesús. Le repiten en coro la pregunta capciosa:
-En nombre del Dios verdadero, dinos: ¿eres el Cristo?
Y, habiendo recibido la respuesta de antes, lo condenan a muerte y dan la orden de conducirlo ante Pilatos.
Jesús, escoltado por todos sus enemigos, menos Anás y Caifás, sale, pasando de nuevo por esos patios del Templo donde tantas veces había hablado, favorecido y curado; franquea el cinturón almenado, entra en las calles de la ciudad y, más arrastrado que conducido, baja hacia ésta, ahora rojiza por un primer anuncio de la aurora. Creo que con la única finalidad de alargarle el tormento le hacen recorrer un largo trayecto superfluo por Jerusalén, pasando arteramente por las barracas de mercado, por delante de las caballerizas y de posadas colmadas de gente por la Pascua. Y tanto las verduras de desecho de los puestos como los excrementos de los animales de las cuadras se transforman en proyectiles para el Inocente, cuyo rostro presenta, cada vez más, mayores moraduras, pequeñas magulladuras sanguinolentas, y aparece velado por distintas inmundicias en él esparcidas. Los cabellos, ya recargados y ligeramente tiesos debido al sudor sanguíneo, y más opacos, ahora penden despeinados, impregnados de paja e inmundicias, y caen sobre los ojos, porque le revuelven aquéllos para taparle la cara.
La gente que está en las barracas, compradores y vendedores, abandonan todo para seguir – no con amor precisamente – al Desdichado. Los estableros y los criados de las posadas salen en masa, sordos a las voces de las amas (las cuales, como casi todas las otras mujeres, la verdad es que se muestran, si no totalmente contrarias a estas ofensas, sí, al menos, indiferentes a esta agitación, y se retiran echando pestes porque las dejan solas y tienen mucha gente a la que atender).
La turba vociferante se engrosa así a cada minuto que pasa, y parece como si por una repentina epidemia los corazones y las fisonomías cambiaran su naturaleza: aquéllos, transformándose en corazones de malhechores; éstas, en máscaras de crueldad en caras verdes de odio o rojas de ira. Las manos son ahora garras, las bocas adquieren forma y aullido de lobo, los ojos se hacen torvos, rojos, torcidos… como los de los locos. Sólo Jesús sigue igual, aunque cubierto de inmundicias esparcidas por su cuerpo alterado por moratones y tumefacciones.
A1 llegar a un tramo abovedado que estrecha la calle como un anillo, mientras todo se tapona y se hace más lento, un grito corta el aire:
-¡Jesús!
Es Elías, el pastor, que trata de abrirse paso enarbolando y haciendo girar un grueso palo. Viejo, robusto, con aire amenazador, fuerte, logra llegar casi donde el Maestro. Pero la muchedumbre, desbaratada por el inesperado asalto, aprieta sus filas y aparta, rechaza, vence a este hombre solo contra toda la turba.
-¡Maestro! – grita, mientras el remolino de la muchedumbre lo absorbe y rechaza.
-¡Vete!… Mi Madre… Te bendigo…
Y la turba rebasa el estrechamiento. Ahora, como agua que hallara respiro después de una esclusa, se vuelca, en tumulto, por un amplio paseo elevado respecto a una depresión del terreno situada entre dos lomas en cuyos límites pueden verse espléndidos palacios de señores de alta alcurnia.
Vuelvo a ver el Templo en lo alto de su monte, y comprendo que la vuelta ociosa que han hecho dar al Condenado para exponerlo al escarnio de toda la ciudad y permitir a todos insultarlo -habiendo aumentando a cada paso los que participaban en estos insultos- está para concluirse, volviendo así otra vez a los lugares de antes.
De un palacio sale al galope un caballero. La gualdrapa purpúrea sobre la blancura del caballo árabe y la solemnidad de su aspecto, la espada blandida desnuda, descargada de plano y filo sobre espaldas y cabezas que ya sangran, le hacen parecer un arcángel. Cuando un caracol, una empinadura del caballo que corvetea -haciendo de los cascos un arma de defensa para sí mismo y para su amo, y el más eficaz de los instrumentos de apertura para abrirse paso entre la multitud-, provoca la caída del velo de púrpura y oro que cubría su cabeza y que estaba sujeto por una cinta de color de oro, entonces reconozco a Manahén.
-¡Atrás! — grita – ¿Cómo os permitís turbar el descanso del Tetrarca?
Pero esto es sólo una excusa para justificar su intervención y su intento de llegar hasta Jesús.
-Este hombre… dejádmelo ver… Apartaos, o llamo a la guardia…
La gente, tanto por la lluvia de mandobles, como por las patadas del caballo, y por la amenaza del caballero, abre paso. Manahén puede, así, llegar al grupo de Jesús y de los miembros de la guardia del Templo que lo tienen sujeto.
-¡Fuera! El Tetrarca es más que vosotros, sucios siervos. Atrás. Quiero hablar con Él – y lo obtiene, cargando con su espada contra el más encarnizado de sus apresadores.
-¡Maestro! …
-Gracias. ¡Pero vete! ¡Y que Dios te conforte!
Y, como puede con las manos atadas, Jesús hace un gesto de bendición.
La muchedumbre silba desde lejos y, en cuanto ve que Manahén se retira, de haber sido arredrada se venga con una lluvia de piedras y porquerías contra el Condenado.
Por el paseo en subida, ya calentado por el sol, se va hacia la Torre Antonia, cuya mole ya aparece lejos. Un grito agudo de mujer (« ¡Oh, mi Salvador! ¡Mi vida por la tuya, oh Eterno!») hiende el aire.
Jesús vuelve la cabeza y ve, en la alta terraza florida que corona una casa muy bonita, a Juana de Cusa, tendiendo los brazos al cielo, entre miembros de la servidumbre, hombres y mujeres, con los pequeños María y Matías al lado de ella. ¡Pero el Cielo hoy no escucha oraciones! Jesús alza las manos y traza un gesto de adiós y bendición.
-¡Muerte! ¡Muerte al blasfemo, al corruptor, al satanás! ¡Muerte a sus amigos! – y lanzan silbidos y piedras hacia la alta terraza. No sé si hieren a alguno. Oigo un grito agudísimo y luego veo que el grupo se deshace y desaparece.
Y siguen adelante, adelante, subiendo… Jerusalén muestra sus casas al sol, vacías, vaciadas por el odio, que impulsa a toda una ciudad (con los habitantes efectivos y los transeúntes que se han dado cita para la Pascua) contra un inerme.
Unos soldados romanos, un entero manipulo, sale, corriendo, de la Antonia, apuntadas las lanzas contra la chusma, que, gritando, se dispersa. Se quedan en medio de la calle Jesús y los miembros de la guardia con los jefes de los sacerdotes, algunos escribas y algunos Ancianos del pueblo.
-¿Este hombre? ¿Esta sedición? Responderéis ante Roma – dice, altanero, un centurión.
-Es reo de muerte, según nuestra ley.
-¿Y desde cuándo se os ha devuelto el ius gladii et sanguinis? – pregunta el mismo, el más anciano de los centuriones (de rostro severo, verdaderamente romano, con una mejilla dividida por una profunda cicatriz); y habla con el desprecio y el desdén con que hablaría a piojosos galeotes.
-Sabemos que no tenemos este derecho. Somos los fieles subordinados de Roma…
-!Ja! !Ja! !Ja! !Mira lo que dicen, Longinos! !Fieles! !Subordinados!… !Carroña! Las flechas de mis arqueros os daría como premio.
-!Demasiado noble una muerte así! !Las espaldas de los mulos requieren el flagrum y no otra cosa!… responde con irónica flema Longinos.
Los jefes de los sacerdotes, escribas y Ancianos, espuman veneno. Pero, como quieren obtener su objetivo, callan; tragan la ofensa sin dar muestras de haberla entendido, e inclinándose ante los dos jefes, piden que Jesús sea llevado a la presencia de Poncio Pilato para que “juzgue y condene con la bien conocida y honesta justicia de Roma».
-!Ja! !Ja! !Mira lo que dicen! Ahora somos más sabios que Minerva… !Aquí! !Venga! !Id por delante! !Nunca se sabe! Sois unos chacales, y además hediondos. Teneros detrás es un peligro. !Venga!
-No podemos.
-¿Por qué? Cuando uno acusa debe estar delante del juez con el acusado. Esta es la regla de Roma.
-La casa de un pagano es impura ante nuestros ojos, y ya estamos purificados para la Pascua.
-!Oh, pobrecitos! !Si entran, se contaminan!… ¿Y matar al único hebreo que es hombre, y no un chacal y un reptil como vosotros, no os contamina? Bien, de acuerdo, quedaos ahí. Si dais un paso adelante os veréis clavados en las lanzas. Una decu ria en torno al Acusado. Las otras contra esta chusma hedionda de pico mal lavado.
Jesús entra en el Pretorio en medio de los diez asteros, que forman un cuadrado de alabardas en torno a su persona. Los dos centuriones van delante. Mientras Jesús espera en un vasto atrio, tras el cual hay un patio visible en parte a través de una cortina que el viento agita, ellos desaparecen tras una puerta.
Vuelven con el Gobernador, que viene vestido con una toga blanquísima, sobre la cual trae un manto de color escarlata: quizás vestían así cuando representaban oficialmente a Roma. Entra indolentemente, con una sonrisita escéptica en su cara afeitada. Tritura entre sus manos hojas de hierba luisa y las huele con voluptuosidad. Va a un cuadrante solar, lo mira, se vuelve, echa unos granos de incienso en un brasero que está colocado a los pies de un numen. Manda que le traigan agua de cidra y hace gárgaras con ella. Se contempla el peinado, hecho todo de ondas, en un espejo de metal tersísimo. Parece como si se hubiera olvidado del Condenado, que espera su aprobación para ser ejecutado. Haría airarse hasta a las mismas piedras.
Los hebreos, dado que el atrio está por el frente todo abierto y elevado sobre tres altos escalones respecto del vestíbulo -el cual, a su vez, respecto a la calle a la que da, está ya de por sí elevado sobre otros tres escalones- ven todo perfectamente, y hierven por dentro. Pero no osan rebelarse por miedo a las lanzas y a las jabalinas.
Por fin, después de haber ido y venido por el amplio lugar; Pilatos va hacia Jesús. Lo mira y pregunta a los dos centuriones:
-¿Este?
-Éste.
-Que vengan sus acusadores – y va a sentarse en la silla que está encima de la tarima. Las enseñas de Roma, sobre su cabeza, se entrecruzan con las águilas doradas y la poderosa sigla.
-No pueden venir. Se contaminan.
-!!!Hala!!! Mejor. Nos ahorraremos ríos de esencias para quitar el olor a cabra. Que se acerquen al menos. Aquí abajo. Y cuidad de que no entren, dado que no quieren hacerlo. Puede ser un pretexto este hombre para una sedición.
Un soldado sale para llevar la orden del Procurador romano. Los demás forman, delante del atrio a iguales distancias unos de otros, hermosos como nueve estatuas de héroes.
Se acercan los jefes de los sacerdotes, escribas y Ancianos. Saludan con serviles reverencias y se detienen en la placita que está delante del Pretorio, delante de los tres escalones del vestíbulo.
-Hablad y sed concisos. Ya tenéis culpa por haber turbado la noche y haber obtenido la apertura de las puertas con violencia. Pero verificaré estas cosas y mandantes y mandatarios responderán de la desobediencia al decreto.
Pilato ha ido hacia ellos (aunque se ha quedado en el vestíbulo).
-Venimos a someter a Roma, a cuyo divino emperador tú representas, nuestro juicio sobre éste.
-¿Qué acusación traéis contra El? Me parece un hombre inocuo…
-Si no fuera un malhechor, no te lo habríamos traído.
Y con afán de acusar dan unos pasos hacia delante.
-!Arredrad a esta plebe! Seis pasos más allá de los tres escalones de la plaza. ! Las dos centurias, a las armas!
Los soldados obedecen rápidamente alineándose cien sobre el escalón externo más alto, vueltas las espaldas al vestíbulo, y cien en la placita a la que da el portal de entrada de la morada de Pilato. He dicho «portal», debería decir «zaguán» o arco triunfal, porque se trata de un vastísimo lugar abierto limitado por una verja, que ahora está abierta de par en par y que da acceso al atrio por el largo corredor del vestíbulo -de, al menos, seis metros de ancho-, de forma que se ve con claridad lo que sucede en el atrio realzado. A1 pie del amplio vestíbulo se ven las caras bestiales de los judíos mirando, amenazadoras y satánicas, hacia el interior, mirando desde el otro lado de la barrera armada que, codo con codo, como para una revista, presenta doscientas puntas a los conejos asesinos.
-Repito: ¿qué acusación traéis contra éste?
-Ha cometido delito contra la Ley de los padres.
-¿Y venís a darme la lata a mí por esto? Lleváoslo vosotros y juzgadlo según vuestras leyes.
-Nosotros no podemos ajusticiar a nadie. No somos doctos. El Derecho hebreo es un niño deficiente respecto al perfecto Derecho de Roma. Como ignorantes y como sujetos a Roma, maestra, tenemos necesidad…
-¿Desde cuándo sois miel y mantequilla?… De todas formas, vosotros, maestros del embuste, habéis dicho una verdad. ¡Tenéis necesidad de Roma! Sí. Para deshaceros de este que os molesta. Entiendo.
Y Pilato se ríe mientras mira al cielo sereno encuadrado como una lámina rectangular de turquesa oscura entre las marmóreas y cándidas paredes del atrio. -Decidme: ¿en qué ha cometido delito contra vuestras leyes?
-Hemos visto que éste introducía el desorden en nuestra nación e impedía pagar el tributo a César, presentándose
como el Cristo, rey de los judíos.
Pilato vuelve a acercarse a Jesús, que está en el centro del atrio (¡tan clara se ve su mansedumbre, que los soldados lo han dejado allí, atado pero sin custodia!). Y le pregunta:
-¡Eres Tú el rey de los judíos?
-¿Lo preguntas por ti o por insinuación de otros?
-¿Y qué me importa a mí de tu reino? ¿Soy yo, acaso, judío? Tu nación y los jefes de ella te han entregado a mí para que juzgue. ¿Qué has hecho? Sé que eres leal. Habla. ¿Es verdad que aspiras a reinar?»
-Mi Reino no viene de este mundo. Si fuera un reino del mundo, mis ministros y soldados habrían luchado para impedir que cayera en manos de los judíos. Pero mi Reino no es de la Tierra. Y tú sabes que no tiendo al poder.
-Eso es verdad. Lo sé. Me lo han dicho. De todas formas, ¿no niegas que eres rey?
-Tú lo dices. Yo soy Rey. Para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la Verdad. El que es amigo de la Verdad escucha mi voz.
-¿Y qué es la Verdad? ¿Eres filósofo? No sirve de nada frente a la muerte. Sócrates murió igualmente.
-Pero le sirvió ante la vida, para vivir bien. Y también para morir bien. Y para ir a la vida segunda sin nombre de traidor de las virtudes ciudadanas.
-¡Por Júpiter!
Pilato lo mira admirado unos momentos. Luego vuelve a caer en el sarcasmo escéptico. Hace un gesto de fastidio, le vuelve las espaldas y va hacia los judíos.
-No encuentro en Él ninguna culpa.
La muchedumbre, temiendo perder la presa y el espectáculo del suplicio, se agita. Gritan:
-¡Es un rebelde!»; «es un blasfemo»; «incita al libertinaje»; «anima a la rebelión»; «niega respeto a César»; «se finge profeta sin serlo»; «hace magia»; «es un satanás»; «agita al pueblo con sus doctrinas, enseñando en toda Judea, a donde ha venido de Galilea enseñando»; «¡a muerte!»; «¡a muerte!».
-¿Es galileo? ¿Eres galileo? – Pilato vuelve a acercarse a Jesús:
-¿Oyes cómo te acusan? Justifícate.
Pero Jesús calla.
Pilato piensa… y decide.
-Una centuria, y éste donde Herodes. Que lo juzgue él. Es súbdito suyo. Reconozco el derecho del Tetrarca y ratifico de antemano su veredicto. Que se le informe. Marchaos.
Y Jesús, encuadrado como un granuja por cien soldados, vuelve a cruzar la ciudad, y vuelve a ver a Judas Iscariote, al que ya había visto una vez en un mercado. Antes, invadida por el desagrado del alboroto del pueblo, me había olvidado de decirlo. La misma mirada de piedad hacia el traidor…
Ahora es más difícil descargar sobre Él patadas y palos, pero no faltan ni las piedras ni las porquerías, y si las piedras caen y sólo suenan, sin herir, en los yelmos y corazas romanos, sí que dejan señal cuando caen sobre Jesús, que camina sólo con la túnica, pues que había dejado el manto en el Getsemaní.
Al entrar en el fastuoso palacio de Herodes, Jesús ve a Cusa… que no sabe mirarlo, y que huye para no verlo en ese estado, cubriéndose la cabeza con el manto.
Ya está en la sala en presencia de Herodes. Y detrás de Jesús – escoltado hasta el Tetrarca sólo por el centurión y cuatro soldados-ya entran como acusadores embusteros los fariseos escribas, que aquí se sienten a sus anchas.
Herodes baja de su sitial y da vueltas en torno a Jesús mientras escucha las acusaciones de sus enemigos. Sonríe. Hace burla. Luego finge una piedad y un respeto que no turban al Mártir, como tampoco le han turbado las burlas.
-Eres grande. Lo sé. He seguido tus pasos con atención, y me he alegrado cuando he visto que Cusa era amigo tuyo y Manahén discípulo. Yo… las preocupaciones del Estado… Pero sentía un gran deseo de decirte que eres grande… de pedirte perdón… La mirada de Juan… su voz… me acusan y siempre están delante de mí. Tú eres el santo que borra los pecados del mundo. Absuélveme, Cristo.
Jesús calla.
-He oído que te acusan de haberte alzado contra Roma. ¿Pero no eres Tú la vara prometida para castigar a Asur? (Isaías 30, 30-32)
Jesús calla.
-Me han dicho que profetizas el final del Templo y de Jerusalén. Pero, dado que existe por voluntad del Eterno, ¿no es eterno el Templo como espíritu?
Jesús calla.
-¿Estás loco? ¿Has perdido el poder? ¿Es que Satanás te traba la palabra? ¿Te ha abandonado?
Herodes ahora se ríe.
Luego da una orden, y unos siervos traen un galgo con una pata rota, que ladra quejumbrosamente, y a un establero idiota, hidrocéfalo, baboso, un aborto de hombre, juguete de los siervos. Los escribas y los sacerdotes huyen, gritando por el sacrilegio, cuando ven la camilla del perro. Herodes, falso y burlón, explica:
-Es el preferido de Herodías. Regalo de Roma. Ayer se rompió una pata y ella llora. Ordena que se cure. Haz el milagro. Jesús lo mira severamente. Y calla.
-¿Te he ofendido? Entonces a éste. Es un hombre, aunque en poco supere a un animal salvaje. Dale la inteligencia, Tú, Inteligencia del Padre… ¿No dices eso? – Y se ríe, ofensivo.
Otra mirada, más severa, de Jesús. Y silencio.
-Este hombre está demasiado abstinente, y ahora está aturdido por los desprecios. Vino y mujeres, aquí. Y desatadlo.
Lo desatan y, mientras gran número de servidores traen ánforas y copas, entran bailarinas… tapadas con nada: una franja multicolor de lino ciñe, como único vestido, desde la cintura a los muslos, sus gráciles cuerpos; nada más. Broncíneas -son africanas-, livianas como gacelas jovencitas, comienzan una danza silenciosa y lasciva.
Jesús rechaza las copas y cierra los ojos. Calla. La corte de Herodes, ante este desdén suyo, ríe.
-Toma la que quieras. ¡Vive! ¡Aprende a vivir!… – insinúa Herodes.
Jesús parece una estatua. Con los brazos cruzados, los ojos bien cerrados, no reacciona ni siquiera cuando las impúdicas bailarinas le pasan rozando con sus cuerpos desnudos.
-Basta. Te he tratado como a Dios y no has actuado como Dios. Te he tratado como hombre y no has actuado como
hombre. Estás loco. Una túnica blanca. Ponédsela para que Poncio Pilato sepa que el Tetrarca ha juzgado loco a su súbdito.
Centurión, dirás al Procónsul que Herodes le presenta humildemente sus respetos y venera a Roma. Marchaos.
Y Jesús, atado de nuevo, sale, con una túnica de lino que le llega hasta la rodilla, encima de la túnica roja de lana. Y vuelven donde Pilato.
Ahora, cuando la centuria a duras penas hiende la masa de gente -no se han cansado de esperar ante el palacio proconsular, y es extraño el ver a tanta gente en ese sitio y en los lugares cercanos mientras que el resto de la ciudad aparece vacío-, Jesús ve en grupo a los pastores. Están al completo, o sea: Isaac, Jonatán, Leví, José, Elías, Matías, Juan, Simeón, Benjamín y Daniel. Con ellos también un grupito de galileos, de los cuales reconozco a Alfeo y a José de Alfeo, junto a dos otros que no conozco, pero que, por el peinado, diría que son judíos. Y un poco detrás, semiescondido tras una columna, junto a un romano que parece ser un servidor, ve a Juan, que ha entrado en el vestíbulo. Jesús sonríe a éste y a aquéllos… sus amigos… Pero ¡qué son estos pocos y Juana y Manahén y Cusa en medio de un océano de odio en agitación?…
E1 centurión saluda a Poncio Pilato e informa.
-¡¿Aquí otra vez?! ¡Uf! ¡Maldita esta raza! Que se acerque la chusma. Traed aquí al Acusado. ¡Uf, qué lata! Va hacia la muchedumbre, aunque también esta vez se detiene en la mitad del vestíbulo.
-Hebreos, escuchad. Me habéis traído a este hombre como agitador del pueblo. Delante de vosotros lo he examinado y no he hallado en Él ninguno de los delitos de que lo acusáis. Herodes no ha encontrado más que yo. Y nos lo ha devuelto. No merece la muerte. Roma ha hablado. De todas formas, por no contrariaros privándoos de la recreación, os daré a cambio a Barrabás. Y a Él mandaré que le den cuarenta azotes. Así basta.
-¡No, no! ¡No a Barrabás! ¡No a Barrabás! ¡A Jesús la muerte! ¡Y una muerte horrenda! Libera a Barrabás y condena al Nazareno.
-¡Pero oíd! He dicho fustigación. ¡No es suficiente? ¡Entonces mandaré que lo flagelen! ¿Sabéis que es atroz? Puede morir por ello. ¿Qué mal ha hecho? No encuentro ninguna culpa en Él, así que lo liberaré.
-¡Crucifica! ¡Crucifica! ¡A muerte! ¡Eres un protector de los malhechores! ¡Pagano! ¡Tú también otro satanás!
La muchedumbre se acerca hasta el pie del vestíbulo y la primera formación de soldados, no pudiendo usar las lanzas, ondea por el choque. Pero la segunda fila, bajando un peldaño, blande las lanzas y libera a los compañeros.
-Que sea flagelado – ordena Pilato a un centurión.
-¿Cuánto?
-Lo que te parezca… Total, ésta es una cuestión concluida. Y yo ya estoy aburrido. Venga, ve.
Cuatro soldados llevan a Jesús al patio que está después del atrio. En él, enteramente enlosado con mármoles de color, en su centro hay una alta columna semejante a las del pórtico. A unos tres metros del suelo, la columna tiene un brazo de hierro que sobresale al menos un metro y que termina en una argolla. A ésta columna – tras haberlo hecho desvestirse, de forma que ha quedado únicamente con un pequeño calzón de lino y las sandalias- atan a Jesús, con las manos unidas por encima de la cabeza. Levantan las manos, atadas por las muñecas, hasta la argolla, de forma que Él, a pesar de ser alto, no apoya en el suelo más que la punta de los pies… Y también esta postura debe ser un tormento.
He leído, no sé dónde, que la columna era baja y que Jesús estaba encorvado. Será eso. Yo lo veo así y así lo digo.
Detrás de Él se coloca uno de cara de verdugo y neto perfil hebreo; delante, otro, con la misma cara. Están armados con el flagelo de siete tiras de cuero unidas a un mango y acabadas en un martillito de plomo. Rítmicamente, como si estuvieran haciendo un ejercicio, se ponen a dar golpes. Uno, delante; el otro, detrás. De forma que el tronco de Jesús se halla dentro de una rueda de azotes y flagelos.
Los cuatro soldados a los que ha sido entregado, indiferentes, se han puesto a jugar a los dados con otros tres soldados que han llegado en ese momento. Y las voces de los jugadores se acompasan con el sonido de los flagelos, que silban como sierpes y luego suenan como piedras arrojadas contra la membrana tensa de un tambor, golpeando el pobre cuerpo, ese pobre cuerpo tan delgado y de un color blanco de marfil viejo, que primero se pone cebrado, de un rosa cada vez más vivo, luego morado, para tornarse luego de relieves de color añil, hinchados de sangre, y luego se abre y rompe y suelta sangre por todas partes. Los verdugos se ceban especialmente en el tórax y en el abdomen; pero no faltan los golpes en las piernas y en los brazos, e incluso en la cabeza, para que no hubiera un lugar de la piel sin dolor.
Y ni una queja siquiera… Si no estuviera sujetado por la cuerda, se caería. Pero ni se cae ni gime. Eso sí, la cabeza le pende —después de golpes y más golpes recibidos- sobre el pecho, como por desvanecimiento.
-¡ Eh, para ya! – grita un soldado, y, en tono de mofa:
-Que tienen que matarlo estando vivo.
Los dos verdugos se paran y se secan el sudor.
-Estamos agotados» dicen – Dadnos la paga, para poder echar un trago y así reponernos…
-¡La horca os daría! En fin, tomad… – y un decurión arroja una moneda grande a cada uno de los dos verdugos.
-Habéis trabajado a conciencia. Parece un mosaico. Tito: ¿tú dices que era éste el amor de Alejandro? Le daremos la noticia para que cumpla el luto. Lo desatamos un poco, ¿eh?
Lo desatan, y Jesús se derrumba como muerto. Lo dejan ahí en el suelo, y de vez en cuando lo golpean con el pie calzado con las cáligas para ver si gime. Pero Él calla.
-¿Estará muerto? ¿Pero es posible? Es joven. Y artesano. Eso me han dicho… Parece una dama delicada.
-Déjalo de mi cuenta – dice un soldado. Y lo sienta con la espalda apoyada en la columna. Donde estaba, ahora hay grumos de sangre… Luego va a una pequeña fuente que gorgotea bajo el pórtico. Llena de agua un barreño y lo arroja sobre la cabeza y el cuerpo de Jesús.
-¡Así! A las flores les viene bien el agua.
Jesús suspira profundamente. Intenta levantarse. Pero todavía tiene los ojos cerrados.
-¡Eso es! ¡Bien! ¡Arriba, majo! ¡Que te espera la dama!…
Pero Jesús inútilmente apoya en el suelo los puños intentando erguirse.
-¡Arriba! ¡Rápido! ¿Te sientes débil? Con esto te vas a reponer – dice otro soldado con sonrisa socarrona. Y con el asta de su alabarda descarga un golpe en la cara de Jesús, dándole entre el pómulo derecho y la nariz, por donde empieza a sangrar.
Jesús abre los ojos, los vuelve. Es una mirada empañada… Mira fijamente al soldado que lo ha golpeado. Se enjuga la sangre con la mano. Luego, con mucho esfuerzo, se pone de pie.
-Vístete. No es decente estar así. ¡Impúdico!
Todos se ríen, en corro alrededor de Él.
Él obedece sin decir nada. Pero, mientras se encorva -y sólo Él sabe lo que sufre al agacharse, estando tan magullado y con esas llagas que al estirarse la piel se abren más todavía, y con otras que se forman al romperse las ampollas-, un soldado da una patada a la ropa y la disemina, y cada vez que Jesús, tambaleándose, llega a donde ha caído la ropa, un soldado las echa en otra dirección. Y Jesús sufriendo agudamente, sigue a la ropa sin decir una palabra, mientras los soldados se burlan de Él en modo repugnante.
Por fin puede vestirse. Se pone también la túnica blanca, que estaba apartada y no se ha manchado. Parece querer ocultar su pobre túnica roja, que ayer mismo estaba tan bonita y ahora está ensuciada de porquerías y manchada por la sangre sudada en Getsemaní. Es más, antes de ponerse sobre la piel la túnica corta interior, se enjuga con ella la cara, que está mojada, limpiándola así de polvo y esputos. Y la pobre, santa faz, aparece limpia, sólo signada de moratones y pequeñas heridas. Se ordena también el pelo, que pendía desordenado, y la barba, por una innata necesidad de arreglo corporal.
Y luego se acurruca al sol. Porque tiembla mi Jesús… La fiebre empieza a serpear en Él con sus escalofríos. Y también se pone de manifiesto la debilidad por la sangre perdida, el ayuno y el mucho camino andado.
Le atan de nuevo las manos. Y la cuerda sierra de nuevo en donde ya hay un rojo aro de piel levantada. -¿Y ahora? ¿Qué hacemos con Él? ¡Yo me aburro!
-Espera. Los judíos quieren un rey. Vamos a dárselo. Ése… – dice un soldado.
Y sale raudo -sin duda, a un patio de detrás-. Vuelve con un haz de ramas de espino albar agreste, todavía flexible porque la primavera mantiene blandas las ramas, de espinas bien duras y aguzadas. Con la daga, quitan hojas y florecillas. Luego hacen un círculo con las ramas y lo acalcan en la pobre cabeza… Pero la bárbara corona penetra hasta el cuello.
-No va bien. Más pequeña. Quítasela.
La sacan, y, al hacerlo, arañan las mejillas -incluso con el peligro de cegar a Jesús- y arrancan cabellos. La hacen más pequeña. Ahora está demasiado estrecha y, aunque aprietan -hincando en la cabeza las espinas-, puede caerse. Otra vez afuera, arrancando más pelo. La modifican de nuevo. Ahora va bien. Delante hay un triple cordón espinoso; detrás, donde los extremos de las tres ramas se entrecruzan, hay un verdadero nudo de espinas que entran en la nuca.
-¡Ves qué bien estás! Bronce natural y rubíes puros. Mírate, rey, en mi coraza – dice, burlón, el que ha ideado el suplicio. -No es suficiente la corona para hacerlo a uno rey. Se necesita la púrpura y el cetro. En el establo hay una caña y en la cloaca hay una clámide roja. Ve por ellas, Cornelio.
Y, cuando éste las trae, ponen el sucio trapajo sobre los hombros de Jesús y, antes de ponerle entre las manos la caña, le dan con ella en la cabeza, hacen reverencias y saludan:
-¡Ave, rey de los Judíos! – y se tronchan de risa.
Jesús no les opone resistencia. Se deja sentar en el «trono» (un barreño colocado boca abajo, usado, sin duda, para dar de beber a los caballos), y se deja golpear y escarnecer, sin decir nada nunca. Solamente los mira… y es una mirada de una dulzura tan grande y de un dolor tan atroz, que no puedo mirar yo sin sentir mi corazón traspasado.
Los soldados concluyen el escarnio sólo cuando oyen la voz de un superior que ordena sea conducido el reo ante Pilato. ¡Reo! ¿De qué?
Sacan de nuevo a Jesús al atrio, cubierto ahora éste por un valioso entrecielo para el sol. Jesús tiene todavía la corona, la clámide y la caña.
-Acércate, para mostrarte al pueblo.
Jesús, ya quebrantado, se yergue con porte digno: ¡oh, verdaderamente es un rey!
-Oíd, hebreos. Aquí está el hombre. Yo lo he castigado. Pero ahora dejadlo marcharse.
-¡ No, no! ¡Queremos verle! ¡Que salga! ¡Queremos ver al blasfemo!
-Traedlo aquí afuera. Y atentos a que no lo prendan.
Y mientras Jesús sale al vestíbulo y puede vérsele dentro del cuadrado formado por los soldados, Poncio Pilato lo señala con la mano diciendo:
-He aquí al Hombre. A vuestro rey. ¿No es suficiente todavía?
El sol de un día de bochorno llegado ya al medio de la tercia desciende casi perpendicular, encendiendo y resaltando miradas y c-ras: ¿son hombres esa gente? No: hienas hidrófobas. Gritan, muestran los puños, piden muerte…
Jesús está erguido. Nunca tuvo esa nobleza de ahora. Ni siquiera cuando ejecutaba los más poderosos milagros. Nobleza de dolor. Tan divino, que bastaría para signarlo con el nombre de Dios. Pero para pronunciar ese Nombre hay que ser, al menos, hombres, y Jerusalén hoy no tiene hombres, sólo demonios.
Jesús recorre con su mirada la muchedumbre y, en el mar de caras cargadas de odio, encuentra rostros amigos. ¿Cuántos? Menos de veinte amigos entre millares de enemigos… Y agacha la cabeza, bajo la impresión de este abandono. Una lágrima rueda… y otra… y otra… El ver su llanto no genera piedad; antes bien, un odio aún más sañudo.
De nuevo le llevan al atrio.
-¿Entonces? Dejadlo marcharse. Es justicia.
-No. A muerte. Crucifica.
-Os doy a Barrabás.
-No. ¡A1 Cristo!
-Pues entonces pase a vuestras manos y crucificadlo vosotros, porque yo no encuentro en Él delito alguno para hacerlo. -Se ha llamado Hijo de Dios. Nuestra ley establece la muerte para el reo de una blasfemia como ésa.
Pilato está ahora pensativo. Vuelve a entrar. Se sienta en su pequeño trono. Pone, mientras escruta a Jesús, una mano en la frente, y el codo encima de la rodilla. -Acércate – dice.
Jesús va hasta el pie de la tarima.
-¿Es verdad? Responde.
Jesús calla.
-¿De dónde vienes? ¿Quién es Dios?
-Es el Todo.
-Y… bueno, ¿y qué quiere decir «el Todo»? ¿Qué es el Todo para uno que muere? Estás desquiciado… Dios no existe. Yo
existo.
Jesús guarda silencio. Ha dejado caer la gran palabra y ahora de nuevo se viste de silencio.
-Poncio: la liberta de Claudia Prócula pide permiso para entrar. Tiene un escrito para ti.
-¡Domine! ¡Y ahora, además, las mujeres! Que pase.
Entra una romana. Se arrodilla mientras entrega una tablilla encerada. Debe ser la tablilla en que Prócula ruega a su marido que no condene a Jesús. La mujer se retira caminando hacia atrás mientras Pilato lee.
-Se me aconseja evitar el homicidio contra ti. ¿Es verdad que eres más que un arúspice? Me causas miedo. Jesús guarda silencio.
-¿Pero no sabes que tengo poder para liberarte o para crucificarte?
-No tendrías ningún poder, si no se te diera de arriba. Por eso el que me ha entregado a ti es más culpable que tú. -¿Quién es? ¡Tu Dios? Tengo miedo…
Jesús calla.
Pilato está en ascuas. Quisiera y no quisiera. Teme el castigo de Dios, teme el de Roma, teme las venganzas judías. El miedo a Dios vence un momento. Va al extremo frontal del atrio y dice con voz potente:
-No es culpable.
-Si dices eso, eres enemigo de César. Quien se hace rey es su enemigo. Lo que quieres es liberar al Nazareno. Ya nos encargaremos de que lo sepa César.
Se apodera de Pilato el miedo al hombre.
-En definitiva, que queréis verlo muerto, ¿no? Pues así sea. Pero no manche mis manos la sangre de este justo. Pide un balde y se lava las manos ante la presencia del pueblo, que parece ebrio de frenesí mientras grita:
-¡Sobre nosotros, sobre nosotros caiga su sangre; caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos! ¡No la tememos! ¡A la
cruz! ¡A la cruz!
Poncio Pilato vuelve a su pequeño trono, llama al centurión Longinos y a un esclavo. Manda a éste que le traiga una tabla. Sobre ésta apoya un cartel y en él manda escribir: «Jesús Nazareno, Rey de los Judíos». Y lo muestra al pueblo.
-No. Eso no. No «Rey de los Judíos». Sino que Él se ha llamado rey de los Judíos – Esto gritan muchos.
-Lo que he escrito he escrito – dice, duro, Pilato.
Y, en pie, erguido, extiende la mano con la palma hacia delante y vuelta hacia abajo y ordena:
-Que vaya a la cruz. Soldado, ve, prepara la cruz». (Ibis ad crucem! I, miles, expedi crucem).
Y baja sin siquiera volverse hacia la muchedumbre agitada, ni hacia el pálido Condenado. Sale del atrio… en cuyo centro se queda Jesús, custodiado por los soldados, esperando la cruz.
Dice Jesús (a María Valtorta):
-Quiero ofrecer a tu meditación el punto que se refiere a mis encuentros con Pilato.
Juan -que, habiendo estado casi siempre presente, o por lo menos muy cercano, es el testigo y narrador más exacto- refiere cómo, una vez que salí de la casa de Caifás, fui conducido al Pretorio. Y especifica «por la mañana temprano».
Efectivamente, has visto que apenas rayaba el alba. También especifica Juan que «ellos (los judíos) no entraron para no contaminarse y poder comer la Pascua».
Hipócritas como siempre, veían peligro de contaminarse en pisar el polvo de la casa de un gentil, pero no encontraban que fuera pecado matar a un Inocente; y con el corazón satisfecho con el delito cumplido, pudieron saborear aún mejor la Pascua. Tienen también ahora muchos seguidores. Todos los que por dentro actúan mal y por fuera profesan respeto a la religión y amor a Dios son semejantes a ellos. ¡Fórmulas, fórmulas y no religión verdadera! Me producen repugnancia y desdén.
No entrando los judíos en la casa de Pilato, salió éste para oír lo que pasaba con la muchedumbre vociferante, y, siendo experto en el gobierno y en el juicio, con una sola mirada comprendió que el reo no era Yo, sino ese pueblo ebrio de odio. El encuentro de nuestras miradas fue recíproca lectura de nuestros corazones. Yo juzgué al hombre en lo que él era. Él me juzgó a mí en lo que Yo era. Yo sentí compasión por él porque era un hombre débil; él sintió compasión de mí porque Yo era inocente. Trató de salvarme desde el primer momento. Y, dado que únicamente a Roma se defería y reservaba el derecho de ejercer la justicia hacia los malhechores, trató de salvarme diciendo: “Juzgadlo según vuestra ley”.
Hipócritas por segunda vez, los judíos no quisieron emitir la condena. Es verdad que Roma tenía el derecho de justicia, pero cuando, por ejemplo, Esteban fue lapidado, Roma seguía imperando en Jerusalén, y ellos, a pesar de todo, sin preocuparse de Roma, definieron y consumaron el juicio y el suplicio. Conmigo, respecto a quien sentían no amor sino odio y miedo -no querían creer que fuera el Mesías, pero, por la duda de que lo fuera, no querían quitarme materialmente la vida- actuaron de forma distinta, y me acusaron de agitador contra el poder de Roma (vosotros diríais: «rebelde») para conseguir que Roma me juzgara.
En su aula infame, y en muchas ocasiones durante los tres años de mi ministerio, me habían acusado de blasfemo y falso profeta, así que habría debido ser lapidado por ellos, o, en todo caso, ejecutado. Pero en este caso, para no llevar a cabo materialmente el delito (por el cual sentían por instinto que habrían sido castigados), hacen que lo lleve a cabo materialmente Roma, acusándome de ser un malhechor y un rebelde.
Nada más fácil, cuando las muchedumbres están pervertidas y los jefes endemoniados, que acusar a un inocente, para apagar la sed de crueldad y de usurpación y quitar de enmedio a quien representa un obstáculo y un juicio. Hemos vuelto a los tiempos de entonces. El mundo, cada cierto tiempo, después de una incubación de ideas perversas, estalla con estas manifestaciones de perversión. Como una inmensa gestante, la multitud, después de haber nutrido en su seno con doctrinas de fiera a su monstruo, lo pare para que devore. Para que devore, primero, a los mejores; luego, a ella misma.
Pilato entra de nuevo en el Pretorio y me dice que me acerque. Me hace preguntas.
Ya había oído hablar de mí. Entre sus centuriones, había algunos que repetían mi Nombre con amor agradecido, con lágrimas en los ojos y sonrisa en el corazón, y hablaban de mí como de un benefactor. En sus informes al Pretor -solicitada su opinión sobre este Profeta que atraía hacia sí a las multitudes y predicaba una doctrina nueva en que se hablaba de un reino extraño, inconcebible para la mente pagana- habían respondido siempre que Yo era un hombre manso, bueno, que no buscaba honores de esta Tierra y que inculcaba y practicaba el respeto y la obediencia hacia las autoridades. Más sinceros que los israelitas, veían y testificaban la verdad.
El domingo anterior, él, atraído por el clamor de la muchedumbre, se había asomado a la calle y había visto pasar, montado en una jumenta a un hombre desarmado, un hombre que iba bendiciendo, rodeado de niños y mujeres. Había comprendido con claridad que no entrañaba un peligro para Roma.
Quiere, pues, saber si Yo soy rey. Movido por su irónico escepticismo pagano, quiere reírse un poco de esa forma de regalidad que monta un asno, que tiene como cortesanos a niños descalzos y a mujeres sonrientes, a hombres del pueblo; de esta forma de regalidad que desde hace tres años predica el desapego por las riquezas y el poder, y que no habla de otras conquistas sino de las de espíritu y alma. ¿Qué es el alma para un pagano? Ni siquiera sus dioses tienen un alma. ¿Podrá tenerla el hombre? Ahora también este rey sin corona, sin palacio, sin corte, sin soldados, le repite que su reino no es de este mundo. Tan verdadero es eso, que ningún ministro se levanta en defensa de su rey, ningún soldado interviene para arrancarlo de las manos de sus enemigos.
Pilato, sentado en su sitial, me escudriña porque para él soy un enigma. Si hubiera liberado su alma de las preocupaciones humanas, de la soberbia del cargo, del error del paganismo, habría comprendido enseguida quién era Yo. Mas ¿cómo podrá la luz penetrar en donde demasiadas cosas ocluyen las aperturas para que entre? «Siempre ha sido así, hijos. También ahora. ¿Cómo pueden entrar Dios y su luz en un lugar donde no hay espacio para ellos y las puertas y ventanas están trancadas y defendidas por la soberbia, la humanidad, el vicio, la usura, y por muchos, muchos guardianes al servicio de Satanás contra Dios?
Pilato no puede entender qué reino es este reino mío. Y no pide – y esto es doloroso- que Yo se lo explique. Ante mi invitación a que conozca la Verdad, él, el indomable pagano, responde: «¿Qué es la verdad?», permitiendo que se zanje la cuestión encogiéndose de hombros.
¡Oh hijos, hijos míos! ¡Oh mis Pilatos de ahora! También vosotros, como Poncio Pilato, dejáis que se zanjen las cuestiones más vitales encogiéndoos de hombros. Os parecen cosas inútiles, superadas. ¿Qué es la Verdad? ¿Dinero? No. ¿Mujeres? No. ¿Poder? No. ¿Salud física? No. ¿Gloria humana? No. Entonces, mejor olvidarse; no merece la pena correr tras una quimera. Dinero, mujeres, poder, buena salud, comodidades, honores: éstas son cosas concretas, útiles, cosas apetecibles y que merece la pena alcanzar cueste lo que cueste. Razonáis así. Y, peor que Esaú, trocáis los bienes eternos por un alimento de baja calidad que perjudica a vuestra salud física y os daña en orden a la salud eterna. ¿Por qué no persistís en preguntar: «¿Qué es la Verdad?»? Ella, la Verdad, sólo pide darse a conocer para instruiros sobre sí. Está frente a vosotros como frente a Pilato, y os mira con ojos de amor suplicante implorándoos: «Pregúntame. Te instruiré».
¿Ves cómo miro a Pilato? Igual os miro a todos vosotros. Y, si tengo mirada de sereno amor para el que me ama y solicita mis palabras, tengo miradas de amor doliente para aquel que no me ama, no me busca, no me escucha. Pero amor, en todo caso amor, porque el Amor es mi naturaleza.
Pilato me deja donde estoy y no sigue interrogándome. Va a los malvados, que se hacen oír más y se imponen con su violencia. Y este hombre mísero, que no me ha escuchado a mí y que con un gesto de encogerse de hombros ha rechazado mi invitación a conocer la Verdad, los escucha a ellos. Escucha a la Mentira. La idolatría, bajo cualquier forma en que se presente, siempre tiende a venerar y a aceptar a la Mentira, comoquiera que se presente. Y la Mentira, aceptada por un débil, conduce al débil al delito.
También Pilato a las puertas del delito quiere salvarme, una vez, dos veces. Es entonces cuando me manda a Herodes. Bien sabe que el rey astuto, que se mueve entre dos aguas, Roma y su pueblo, actuará de un modo que no perjudicará a Roma y que no significará un choque con el pueblo hebreo. Pero, como todos los débiles, aplaza unas horas esa decisión para la que no se ve con fuerzas, esperando que la agitación plebeya se calme.
Yo dije: «Que vuestro lenguaje sea: sí, sí; no, no». Pero él no lo ha oído, o, si alguien se lo ha repetido, ha vuelto, como de costumbre, a encogerse de hombros. Para vencer en el mundo, para obtener honores y lucro, hay que saber hacer del sí un no, o del no un sí, según lo que aconseje el buen sentido (lee: sentido humano).
¡Cuántos, cuántos Pilatos tiene el siglo veinte (y veintiuno)! ¿Dónde están los héroes del cristianismo que decían «sí», constantemente «sí» a la Verdad y por la Verdad, y «no», constantemente «no» por la Mentira? ¿Dónde están los héroes que saben afrontar el peligro y los acontecimientos con fortaleza de acero y serena prontitud, sin dejar las cosas para otro momento, porque el Bien debe cumplirse enseguida y del Mal hay que alejarse inmediatamente, sin ningún «pero» y sin ningún «si»?
Cuando regreso del palacio de Herodes, se produce el nuevo paliativo de Pilato: la flagelación. ¿Cuál era la esperanza de Pilato? ¿No sabía que la masa es una fiera que en cuanto empieza a ver la sangre se vuelve más feroz? Pero Yo debía ser quebrantado para expiar vuestros pecados de la carne. Y me quebrantan. No habrá en todo mi cuerpo un lugar que no reciba golpes. Soy el Hombre de que habla Isaías. Y al suplicio ordenado se añade el no ordenado, el creado por la crueldad humana, el de las espinas.
¿Veis, hombres, a vuestro Salvador, a vuestro Rey, coronado de dolor para liberar vuestra cabeza de los muchos pensamientos pecaminosos que en ella se incuban? ¿No pensáis qué dolor sufrió mi cabeza inocente por pagar por vosotros, por vuestros cada vez más atroces pecados de pensamiento que se transforman en acción? Vosotros, que os sentís ofendidos incluso sin motivo, mirad al Rey ultrajado -y es Dios-, con su sarcástico manto de púrpura desgarrada, con el cetro de caña y la corona de espinas. Es ya un moribundo y lo siguen abofeteando con las manos y las burlas. Y ni siquiera os compadecéis de Él. Como los judíos, seguís mostrándome los puños y gritando: «¡Fuera, fuera, no tenemos más Dios que a César!». ¡Oh, idólatras que no adoráis a Dios sino que os adoráis a vosotros mismos y adoráis al que puede más entre vosotros! No aceptáis al Hijo de Dios. No os ayuda en vuestros delitos. Más servicial es Satanás; aceptáis, por tanto, a Satanás. Del Hijo de Dios tenéis miedo. Como Pilato. Y, cuando sentís que se cierne sobre vosotros con su poder, que rebulle en vosotros con la voz de la conciencia que en su nombre os censura, preguntáis como Pilato: «¿Quién eres?».
Sabéis quién soy. Incluso los que me niegan saben que existo y saben quién soy. No mintáis. Veinte siglos (veintiuno) están en torno a mí y os ilustran acerca de quién soy, y os instruyen acerca de mis prodigios. Es más perdonable Pilato. No vosotros, que disponéis de una herencia de veinte (veintiuno) siglos de cristianismo para sostener vuestra fe, o para inculcárosla, y no queréis saber nada de ello. Y fui más severo con Pilato que con vosotros. No respondí. Con vosotros, sin embargo, hablo. Y, no obstante, no consigo convenceros de que soy Yo y de que me debéis adoración y obediencia.
Ahora también, como entonces, me acusáis de ser Yo la causa de mi propio fracaso en vosotros porque no os escucho. Decís que perdéis la fe por esto. ¡Embusteros! ¿Dónde tenéis la fe? ¿Dónde, vuestro amor? ¿Cuándo, pero cuándo, oráis y vivís con amor y fe? ¿Sois personas importantes? Recordad que lo sois porque Yo lo permito. ¿Sois personas anónimas en medio de la masa? Recordad que no hay otro Dios aparte de mí. Ninguno está por encima de mí, ninguno me precede. Dadme pues ese culto de amor que me corresponde y Yo os escucharé, porque dejaréis de ser bastardos para ser hijos de Dios.
Y ahí tenéis el último intento de Pilato para salvarme la vida, supuesto que pudiera salvarla después de la despiadada e ilimitada flagelación. Me presenta a la multitud: «¡Aquí tenéis al Hombre!». A él, humanamente, le inspiro compasión. Espera en la compasión colectiva. Pero, ante la dureza que resiste y la amenaza que avanza, no sabe llevar a cabo un acto sobrenaturalmente justo, y, por tanto, bueno, diciendo: «Lo libero porque es inocente. Vosotros sí sois culpables. Y si no disolvéis el tumulto conoceréis el rigor de Roma». Esto es lo que habría debido decir, si hubiera sido un justo; sin calcular el futuro mal que ello le hubiera acarreado.
Pilato es un falso bueno. Bueno es Longinos, el cual, menos poderoso que el Pretor, y menos protegido, en medio de la calle, rodeado de pocos soldados y de una multitud enemiga, se atreve a defenderme, a ayudarme, a concederme descansar y tener el consuelo de las mujeres compasivas y ser ayudado por el Cireneo y, en fin, tener a mi Madre al pie de la Cruz. Longinos fue un héroe de la justicia y vino a ser, por esto, un héroe de Cristo.
Sabed, hombres que os preocupáis sólo de vuestro bien material, que incluso respecto a éste vuestro Dios interviene cuando os ve fieles a la justicia, que es emanación de Dios. Yo premio siempre a quien actúa con rectitud. Defiendo a quien me defiende. Lo amo y lo socorro. Sigo siendo Aquel que dijo: «El que dé un vaso de agua en mi nombre recibirá recompensa». A quien me da amor, agua que calma la sed de mi labio de Mártir divino, le doy a mí mismo como don, y ello significa protección y bendición».