La noche del Viernes Santo. Lamento de la Virgen. El velo con el Rostro del Redentor.
María, ayudada de las mujeres, que lloran, vuelve en sí, y llora; su única fuerza consiste en llorar y llorar. Parece, verdaderamente como si su vida, hubiera de pasar y consumirse toda con ese llanto.
Quieren ofrecerle algo que le devuelva las fuerzas: Marta le ofrece un poco de vino; la dueña de la casa quisiera que tomara al menos un poco de miel; María de Alfeo, de rodillas delante de Ella, le ofrece una taza de leche tibia, diciendo:
-Yo misma la he ordeñado, de la cabrita de la pequeña Raquel (será una hija de estos que están en casa de Lázaro, no sé si como inquilinos o como guardas). Pero María no quiere nada. Llorar, sólo llorar; y pedir y oír la promesa de que serán buscados apóstoles y discípulos, que serán buscadas lanza y vestiduras, y que, cuando sea de día -dado que ahora, de ninguna manera, quieren dejarla entrar- la dejarán entrar en la habitación del Cenáculo.
-Sí. Si estás un poco tranquila, si descansas un poco, te llevaré a es habitación – dice la cuñada – Nosotras dos entraremos y, de rodillas, buscaré para ti cualquier señal de Jesús… – dice María de Alfeo con un sollozo.
-Fíjate. Aquí tienes la copa y el pan que Jesús partió usado por Él para la Eucaristía. ¿Qué recuerdo más santo que este? ¿Ves? Juan te los ha traído ya desde esta mañana, para que los vieras esta noche… Pobre Juan que está allí llorando, y con miedo…
-¿Miedo? ¿Por qué? Ven, Juan.
Juan sale de la sombra (es que esta pequeña habitación hay sólo una lamparilla, colocada encima de la mesa, junto a los objetos de la Pasión). Se arrodilla a los pies de María, la cual lo acaricia y le pregunta:
-¿Por qué tienes miedo?
Y Juan, besándole las manos y llorando:
-Porque tú estás mal. Tienes fiebre y jadeas… Y no te tranquilizas. Y si sigues así, morirás como ha muerto Él… -¡Ah, si fuera verdad!
-¡No, Madre! ¡Mamá! ¡Es más dulce decir «Mamá»! Como a la mía. Deja que te llame así… Pero, de la misma manera que no encuentro diferencia entre mi madre y tú -es más: te quiero más que a ella porque eres la Madre que Él me ha dado y eres su Madre-, tú no hagas demasiada diferencia entre el Hijo que ha nacido de ti y el que te ha sido dado… Y ámame un poco como lo amas a Él… ¿Si fuera Él el que te dijera: «Tengo miedo de que mueras» responderías: “iAh!, si fuera verdad»? No. No lo dirías. Es más, te dolería marcharte y dejarlo a Él, a tu Cordero, en un mundo de lobos… ¿Y no te apenas por mí?… Soy mucho más cordero que Él: no por bondad y pureza, sino por ingenuidad y miedo. Si me faltas, el pobre Juan será despedazado por los lobos sin haber sabido dar un balido que hable de su Maestro… ¿Quieres que muera así, sin haberle servido? ¿Atolondrado en la muerte como en la vida? No, ¿verdad? Entonces, Mamá, trata de tranquilizarte… Por Él… ¡Oh! ¿No dices que resucita? Sí, lo dices y es verdad. ¿Y entonces quieres que cuando resucite encuentre sin ti la casa? Porque seguro que vendrá aquí… ¡Pobre, pobre Jesús, si en vez de tu grito de amor oyera los nuestros de pésame; si en vez de encontrar tu pecho en el que reclinar su
cabeza martirizada y gloriosa encontrara el cierre de tu sepulcro¡… Debes vivir. Para saludarlo cuando vuelva… no digo «a nuestro amor» —nosotros merecemos todos los reproches, por la manera como hemos obrado-digo «a tu amor». ¿Qué será este encuentro? ¿Y Él, qué aspecto tendrá? Madre de la Sabiduría, Mamá del ignorantísimo Juan, tú que lo sabes todo, dinos qué aspecto tendrá cuando aparezca resucitado.
-Lázaro tenía las heridas cerradas de las piernas; pero se veían las señales. Y apareció envuelto en vendas llenas de podre – dice Marta.
-Tuvimos que lavarlo y lavarlo… – añade María.
-Y estaba débil y tuvimos que reconfortarlo, por orden suya – termina Marta.
-El hijo de la viuda de Naím estaba como ofuscado y parecía un niño incapaz de andar y hablar con soltura; tanto fue así, que Él se lo devolvió a la madre para que le enseñara a usar de nuevo de las cosas buenas de la vida. Y a la hijita de Jairo Él mismo la guió en sus primeros pasos… – dice Juan.
-Pienso que mi Señor nos enviará a un ángel a decirnos: «Venid con una túnica limpia». Y mi amor la ha preparado ya. Está en el palacio. No la he podido hilar yo, pero se la di a hilar a mi nodriza, que ahora vive tranquila respecto a mi futuro, y no llora ya. Tomé el más precioso lino. Plautina me proporcionó la púrpura y Noemí tejió su orla. Yo hice el cinturón, la bolsa y el taled, bordándolos de noche para que no me vieran. He aprendido de ti, Madre. No es perfecto, pero recibe la hermosura, más que de las perlas que componen su Nombre en el cinturón y en la bolsa, de mi llanto de amor y de mis besos: cada puntada es un latido de devoción por Él. Le llevaré esa túnica Lo permites, ¿no?
-¡Oh¡… No creía que le fueran a privar de su túnica… No estoy habituada a los usos del mundo y a su crueldad… Creía conocerlos ya… (y las lágrimas ruedan de nuevo por las mejillas céreas) pero me doy cuenta de que todavía no sabía nada… Y pensaba: «Tendrá también después la túnica de su Madre». ¡Le gustaba tanto…¡ Él la había querido así. Y me lo había dicho mucho tiempo antes: «Harás una túnica así y así. Me la llevarás para la Pascua… Porque Jerusalén me debe ver vestido con purpúrea túnica de rey…». ¡Oh, esa lana, más cándida que la nieve, mientras la hilaba se volvía roja ante los ojos de Dios y los míos, porque mi corazón recibió una nueva herida por aquellas palabras… Las otras, después de años o meses, habían dejado de rezumar sangre, aunque no se hubieran cerrado. ¡Pero ésta…¡ Todos los días, cada hora que pasaba, me removía la espada el corazón: «¡Un día menos¡ ¡Una hora menos¡ ¡Y luego morirá¡». ¡Oh¡… Y el hilado en el huso o en el telar se me volvía rojo… Se ha materializado luego en el color, por causa del mundo… Pero ya era rojo…
María llora de nuevo.
Tratan de consolarla hablándole de la Resurrección. Pregunta Susana:
-¿Qué dices tú respecto al aspecto que tendrá de resucitado? ¿Y cómo resucitará?
Y Ella, confusa, cegada en estos momentos de martirio redentor, responde:
-No sé… Ya no sé nada… ¡Sólo sé que Él ha muerto¡…
Rompe otra vez a llorar, violentamente, y besa el velo que cubría las caderas de su Hijo, y lo aprieta contra su corazón y lo acuna como si de un niño se tratara…
Y toca los clavos, las espinas, la esponja, y grita:
-¡Esto¡ ¡Esto es lo que ha sabido darte tu Patria¡ ¡Hierro, espinas, vinagre y hiel¡ ¡Insultos, insultos, insultos¡ Y, de entre todos los hijos de Israel, hubo que elegir a uno de Cirene para llevarte la cruz. Ese hombre para mí es sagrado como un esposo. Y si supiera de otro que haya socorrido a mi Niño, le besaría los pies. ¿Pero es que ninguno tuvo compasión? ¡Salid¡ ¡Marchaos¡ ¡Veros a vosotros también me causa dolor¡ Porque entre todos, entre todos, no habéis sabido obtener ni siquiera una tortura menos cruel. ¡Siervos inútiles y pasivos de vuestro Rey: salid¡
Con esta reacción, su aspecto es terrible: erguida, rígida, parece hasta más alta; los ojos, imperiosos; el brazo extendido y señalando a la puerta: ordena como una reina en su trono.
Salen todos sin reaccionar para no intranquilizarla más, y se sientan fuera de la puerta, que queda cerrada. Escuchan sus gemidos y cualquier otro ruido que haga. Pero, después del ruido de correr la silla, y de sus rodillas contra el suelo -porque se arrodilla y apoya la cabeza en la mesa en que están los objetos de la Pasión- ya no oyen sino su llanto, sin pausas y sin consuelo.
Ella susurra (pero tan bajo, que los de fuera no pueden oírlo):
-¡Padre, Padre, perdón¡ Me vuelvo soberbia y mala. Pero, ya lo ves, es verdad lo que digo. Había masas de gente en torno a Él. Toda Palestina está, en estas fiestas, dentro de las murallas santas… ¿Santas? No. Ya no son santas… Hubieran seguido siéndolo si Él hubiera expirado dentro de ellas. Pero Jerusalén lo ha expulsado como a la regurgitación que produce náusea. Por tanto, en Jerusalén está presente sólo el Delito… Y de todo este pueblo que iba tras Él, ni siquiera ha podido reunirse un puñado de gente que se impusiera, no digo ya para salvarlo -debía morir para redimir-, pero sí para que muriera sin tantas torturas. Se han mantenido en la sombra o incluso han huido… Mi corazón se rebela frente a tanta vileza. Soy la Madre. Por esto, perdona mi pecado de dureza soberbia… – y llora…
… Afuera los otros están en ascuas, por muchos motivos. Regresa el dueño de la casa, que había salido a curiosear, y trae noticias terribles. Se dice que muchos han muerto en el terremoto, muchos han resultado heridos en refriegas entre los seguidores del Nazareno y los judíos; muchos han sido arrestados; y se dice que habrá nuevas ejecuciones por alborotos y amenazas a Roma; se dice que Pilato ha ordenado la detención de todos los seguidores del Nazareno y de los jefes del Sanedrín presentes en la ciudad o que hayan huido por Palestina; que Juana está agonizando en su palacio; que Manahén ha sido detenido por Herodes por haberle echado en cara en plena Corte el haber sido cómplice del Deicidio. En fin, un montón de noticias catastróficas…
Las mujeres gimen. No tanto por miedo por ellas mismas, cuanto por sus hijos y maridos. Susana piensa en su esposo, conocido como uno de los seguidores de Jesús en Galilea. María de Zebedeo piensa en su marido, que se hospeda en casa de un amigo, y en su hijo Santiago, del que no tiene noticias desde la noche anterior. Y Marta solloza diciendo:
-¡Habrán ido ya a Betania! ¿Quién no sabía quién era Lázaro para el Maestro?
-Pero a él lo protege Roma – replica María Salomé.
-¿Protegido? A saber, con el odio que nos tienen los jefes de Israel qué acusaciones esgrimirán contra él ante Pilato… ¡Oh, Dios!
Marta se lleva las manos a la cabeza y grita:
-¡Las armas! ¡Las armas! ¡La casa está llena de armas.., y también el palacio! ¡Lo sé! Esta mañana, al amanecer, ha venido Leví, el guarda, y me ha puesto al corriente… ¡Pero sí tú también lo sabes! Y se lo dijiste a los judíos en el Calvario… ¡Necia! ¡Has puesto en las manos de esos crueles el arma para matar a Lázaro!…
-Se lo dije, sí. Dije la verdad sin saberlo. ¡Pero… calla, gallina asustada! Lo que dije es la garantía más segura para Lázaro. ¡Pondrán mucho cuidado en no aventurarse a buscar donde saben que hay gente armada! ¡Son cobardes!
-Los judíos, sí; los romanos, no.
-No temo a Roma. Sus disposiciones son justas y medidas.
-María tiene razón – dice Juan – Longinos me dijo: «Espero que no os molesten. Pero, si lo hicieran, ven, o manda a alguien al Pretorio. Pilatos es benévolo con los seguidores del Nazareno. Era benigno también con Él. Os defenderemos».
-Pero, ¿si los judíos actúan por su cuenta? ¡Ayer noche fueron los capturadores de Jesús! Y, si dicen que somos profanadores, tiene derecho a prendernos. ¡Oh, mis hijos! ¡Tengo cuatro! ¿Dónde estarán José y Simón? Estaban en el Calvario y luego bajaron cuando Juana ya no resistía más. Por ayudar y defender a las mujeres. Ellos, los pastores, Alfeo… ¡todos! ¡Oh, seguro que ya los han matado! ¿Has oído que Juana está agonizando? Está claro que es por herida. Y ellos, antes de que pudiera la plebe agredir a una mujer, la habrán defendido, ¡y habrán muerto!… ¿Y Judas y Santiago? ¡Mi pequeño Judas! ¡Mi tesoro! ¿Y Santiago, dulce como una muchacha? ¡Oh, ya no tengo hijos! ¡Soy como la madre de los jóvenes Macabeos!… (cuyo sacrificio está narrado en 2 Macabeos 7)
Lloran todas desesperadamente. Todas menos la dueña de la casa que ha ido a buscar un escondite para su marido; y María Magdalena, que no llora. Ésta arroja fuego por los ojos, adquiriendo de nuevo esa sobrepujanza que tenía en otros tiempos. No habla, pero asaetea con su mirada a sus compañeras abatidas. Y en sus ojos bulle un epíteto muy claro: « ¡Pusilánimes!».
Pasa así un rato… De vez en cuando alguien se levanta, abre despacio la puerta, da una ojeada, vuelve a cerrar. -¿Qué hace? – preguntan los otros.
Y la persona que ha mirado responde:
-Sigue de rodillas. Ora.
O:
-Parece como si hablara con alguien.
O también:
-Se ha levantado y gesticula, caminando a un lado y a otro de la habitación.
Lamento de la Virgen:
-¡Jesús! Jesús! ¡Jesús! ¿Dónde estás? ¿Me oyes todavía? ¡Oyes a tu pobre Mamá que grita, ahora, tu Nombre, después de haberlo llevado en el corazón durante tantas horas? Tu Nombre santo y bendito, que ha sido mi amor, el amor de mis labios, que sentían sabor de miel diciendo tu Nombre; de mis labios que ahora, por el contrario, diciéndolo parecen beber el amargor que te quedó en los labios, el amargor de la atroz mixtura. Tu Nombre, amor de mi corazón que se henchía de alegría cuando lo pronunciaba, de igual manera que se había dilatado para transvasar su sangre y acogerte y vestirte con ella, cuando bajaste a mí desde el Cielo, tan pequeño, tan minúsculo, que habrías podido posarte en el cáliz de la menta silvestre; Tú, tan grande, Tú, el Poderoso, anonadado en una semilla de hombre por la salvación del mundo. Tu Nombre, dolor de mi corazón ahora que te han privado de las caricias de tu Madre para arrojarte en las manos de los verdugos, que te han torturado hasta darte muerte.
Tengo el corazón triturado por este Nombre tuyo que he tenido que cerrar dentro de mí durante tantas horas y cuyo grito crecía en la medida en que crecía tu dolor, hasta quedar hecho trizas como algo que hubiera sido pisoteado por el pie de un gigante: ¡sí, que mi dolor es gigantesco y me aplasta, me tritura y no hay nada que pueda aliviarlo! ¿A quién le digo tu Nombre? Nada responde a mi grito. Aunque gritara hasta quebrantar la piedra que cierra tu sepulcro no lo oirías, porque estás muerto. ¿No oyes ya a tu Mamá?
¡Cuántas veces te habré llamado, Hijo, en estos treinta y cuatro años! (no porque Jesús haya vivido 34 años sino porque María considera también los 9 meses de gestación) Desde que supe que iba a ser Madre y que mí pequeñuelo había de llamarse “Jesús”. Aún no habías nacido y yo ya, acariciando mi vientre, donde te ibas desarrollando, te llamaba suavemente «¡Jesús!», y me parecía sentirte mover para decirme: «¡Mamá!».
Te daba ya una voz, ya soñaba tu voz; la oía antes de que existiera. Y cuando la oí, débil como la de un corderito recién nacido, temblar en la noche fría en que naciste, conocí las profundidades de la alegría… y creía haber conocido el abismo del dolor, porque era el llanto de mi Criatura que tenía frío, que sentía incomodidades, que lloraba su primer llanto de Redentor y yo no tenía ni fuego ni cuna, y no podía sufrir en tu lugar, Jesús; no tenía sino mi pecho como fuego, y almohada, y mi amor para adorarte, Hijo mío santo.
Creía haber conocido el abismo del dolor… Era el amanecer de aquel dolor, era el borde de aquel dolor. Ahora es el mediodía, ahora es el fondo. Éste es el abismo, este que toco ahora, después de haber descendido en estos treinta y cuatro años empujada por muchas cosas, y postrada hoy en el fondo horrendo por tu cruz.
Cuando eras pequeño te acunaba cantando: «¡Jesús! ¡Jesús» ¿Qué armonía será más hermosa y santa que este Nombre que hace sonreír a los ángeles en el Cielo? Para mí tu Nombre era más hermoso que el canto -¡tan dulce!- de los ángeles en la noche de tu Nacimiento, y dentro de él veía el Cielo; todo el Cielo yo veía a través de este Nombre. Pero ahora, diciéndotelo a ti
que has muerto y no me oyes ni me respondes, como si nunca hubieras existido, veo el Infierno, todo el Infierno. Ahora comprendo lo que significa ser réprobo; es no poder ya decir: «¡Jesús!». ¡Horror! ¡Horror! ¡Horror!…
¿Cuánto durará este infierno para tu Mamá? Dijiste: «Después de tres días reedificaré este Templo». Hasta hoy me repito a mí misma estas palabras tuyas, para no caer muerta, para estar preparada para saludarte a tu regreso, para seguir sirviéndote… Pero ¿cómo resistiré el saberte muerto durante tres días? ¿Tres días en la muerte Tú, Vida mía?
¡Cómo! Tú que lo sabes todo, porque eres la Sabiduría infinita, ¿no conoces el dolor agudísimo de tu Madre? ¿No puedes imaginártelo recordando cuando te perdí en Jerusalén y Tú me viste abrirme paso entre la gente que estaba alrededor de ti, con un rostro de náufraga que tocase la playa después de dura lucha con las olas y la muerte; con el rostro de una que saliera de una tortura, derrengada, desangrada, envejecida, quebrantada? Y en aquella ocasión podía pensar que sólo te hubieras perdido, podía autoconvencerme de que sólo te hubieras perdido. Hoy no. Hoy no. Hoy sé que estás muerto. No es posible crear una ilusión. He visto que te daban muerte. Mira: aunque el dolor me hiciera perder la memoria, aquí está tu Sangre, en mi velo, diciéndome: «¡Ha muerto! ¡No le queda más sangre! ¡Ésta fue la última, brotada de su Corazón!». ¡De su Corazón! Del corazón de mi Niño. ¡De mi Hijo! ¡De mi Jesús! ¡Oh, Dios, Dios compasivo, no dejes que recuerde que le abrieron el Corazón!…
Jesús, no puedo estar aquí sola mientras Tú estás solo allí. Yo, que nunca he amado los caminos del mundo ni las multitudes, y que -Tú lo sabes- desde que dejaste Nazaret, te seguí cada vez más frecuentemente, para no vivir lejos de ti. No podía vivir lejos de ti. Hice frente a curiosidades y a burlas -no cuento las fatigas, porque se anulaban al verte-, con tal de vivir donde Tú estabas. Y ahora estoy aquí sola. ¡Y Tú estás allí solo! ¿Por qué no me han dejado en tu sepulcro? Me habría sentado al lado de tu helado lecho, teniendo la mano tuya entre las mías para que sintieras que estaba a tu lado… No: para sentir que estabas a mi lado. Tú ya no sientes nada. ¡Estás muerto!
¡Cuántas veces pasé las noches junto a tu cuna, orando, amando, regocijándome en ti! ¿Quieres que te diga cómo dormías, con los puñitos cerrados como dos botones de flor junto a la carita santa? ¿Quieres que te diga cómo sonreías durante el sueño y -sin duda, acordándote de la leche de tu Mamá- cómo, durmiendo, hacías el gesto de succionar? ¿Quieres que te diga cómo te despertabas y abrías los ojitos y reías viéndome inclinada sobre tu cara y tendías las manitas con alegría impaciente para que te tomara en brazos y, con un gritito dulce como el trino de una curruca, reclamabas tu alimento? ¡Oh, sí me sentía dichosa cuando aferrabas mi seno y sentía el calor liso de tu mejilla, la caricia de tus manitas, en mi pecho!
No sabías estar sin tu Mamá. ¡Y ahora estás solo! Perdóname, Hijo, el haberte dejado solo; el no haberme rebelado por primera vez en mí vida decidiendo quedarme allí. Era mí sitio. Me habría sentido menos desolada, si hubiera estado al lado de tu fúnebre lecho, colocándote y cambiando, como en el pasado, las vendas… Aunque no hubieses podido sonreírme ni hablarme, a mí me habría parecido tenerte de nuevo como cuando eras pequeño. Te habría acogido en mi corazón, para evitarte sentir el frío de la piedra, la dureza del mármol. ¿No te he tenido también hoy? El regazo de una madre siempre es capaz de acoger a su hijo, aunque sea ya un hombre. El hijo es siempre un niño para su madre, aunque haya sido bajado de una cruz y esté cubierto de llagas y de heridas.
«¡Cuántas! ¡Cuántas heridas! ¡Cuánto dolor! ¡Oh, mi Jesús, mi Jesús tan herido! ¡Herido de esa manera! ¡Matado de esa manen No. No. ¡Señor, no! ¡No puede ser verdad! ¡Estoy loca! ¿Jesús muerto? Estoy delirando. ¡Jesús no puede morir! Sufrir, sí; morir, no. ¡Él es la Vida! Él es Hijo de Dios. Es Dios. Dios no muere.
¿No muere? ¿Y entonces por qué se ha llamado Jesús? ¿Qué quiere decir “Jesús”? Quiere decir… !Oh, quiere decir: «Salvador»! Ha muerto. Ha muerto porque es el Salvador. Ha tenido que salvar a todos perdiéndose a sí mismo… No estoy delirando, no. No estoy loca. No. ¡Ojalá lo estuviera! ¡Sufriría menos! Él está muerto. Aquí está su Sangre; aquí, su corona, y los tres clavos. ¡Con éstos, con éstos me lo han traspasado!
¡Hombres, mirad con qué habéis traspasado a Dios, a mi Hijo! Y debo perdonaros. Y debo amaros. Porque Él os ha perdonado. ¡Por qué Él me ha dicho que os ame! Me ha hecho Madre vuestra. ¡Madre de los asesinos de mi Hijo! Una de sus últimas palabras, luchando contra el estertor de la agonía… «Madre, he ahí a tu hijo… a tus hijos». Aunque yo no fuera «la que obedece», hoy habría debido obedecer, porque era el imperativo de un moribundo.
Sí, Jesús, yo perdono, yo los amo. ¡Ah, se me parte el corazón en este perdón, en este amor! ¿Me oyes? ¿Oyes que los perdono y los amo? Ruego por ellos. Sí: ruego por ellos… Cierro los ojos para no ver estos objetos de tu tortura, para poder perdonarlos, para poder amarlos, para poder orar por ellos. Cada uno de estos clavos sirve para crucificar el movimiento mío de no perdonar, de no amar, de no orar por tus verdugos.
Debo, quiero pensar que estoy al pie de tu cuna. Oraba también en aquellos momentos por los hombres. Pero en aquellos momentos era fácil. Tú estabas vivo, y yo, por muy crueles que viera a los hombres, no llegaba nunca a pensar que pudieran serlo tanto contigo que los habías favorecido sin medida. Oraba convencida de que tu Palabra los haría buenos. En mi corazón, mirándolos, les decía: Ahora sois malos, estáis enfermos, hermanos. Pero dentro de poco hablará, dentro de poco vencerá a Satanás en vosotros, y os dará ida que habíais perdido». ¡La vida perdida! Tú, Tú has perdido la vida por ellos. ¡Jesús mío!
Si hubiera visto el horror de este día cuando todavía estabas en pañales, mi leche dulce se habría transformado en veneno a causa del dolor. Simeón lo dijo: «Una espada te traspasará el corazón». ¿Una espada? ¡Un sinfín de espadas! ¿Cuántas heridas te han abierto Hijo? ¿Cuántos gemidos te han brotado? ¿Cuántos dolores agudísimos? ¿Cuántas gotas de sangre has derramado? Pues cada uno de estos es una espada en mí. Soy una selva de espadas. En ti no hay trozo de piel que no esté llagado, en mí no lo hay que no esté traspasado; traspasan mis carnes y penetran en el corazón.
Esperando tu nacimiento, te preparaba fajos y pañales, hilando el hilo más suave de la Tierra. No tenía en cuenta su precio, con tal disponer de la hebra más lisa. ¡Qué lindo estabas envuelto en los fajos hechos por tu Mamá! Todos me decían: «!Es hermoso tu Niño, Mujer!” !Eras hermoso! Asomaba tu carita rosada bajo el blancor del lino. Tenías dos ojitos más azules que el cielo, y la cabecita parecía – de tan rubio y esponjoso como tenías el pelito- envuelto en una niebla de oro; tenían tus
cabellos sabor a flor de almendro recién abierta. Creían que te perfumaba. No. Mi tesoro tenía sólo el perfume de los fajos lavados por su Mamá, calentados en su corazón, besados con sus labios. Nunca me sentía cansada de trabajar para ti…
¿Y ahora? Ya no tengo nada que hacer para ti. Hacía tres años que estabas lejos de casa, pero seguías siendo el objeto de mis días. Pensar en ti, en tu ropa, en tu comida: amasar la harina y hacer pan, cuidar las abejas para darte la miel, tener cuidado de los árboles para que te dieran fruta. ¡Cómo amabas las cosas que te llevaba tu Madre! Ninguna comida de rica mesa, ningún indumento de tela preciosa, eran para ti como estas cosas tejidas, cosidas, cuidadas, recogidas por las manos de tu Madre. Cuando iba a donde Tú estabas, mirabas enseguida mis manos, como cuando eras pequeño y yo y José te dábamos modestos regalos para que sintieras que eras «nuestro» Rey. Nunca fuiste antojadizo, Niño mío. Lo que buscabas era el amor, que era tu alimento, y lo encontrabas en nuestras atenciones a ti. Ahora también hallabas, buscabas, lo mismo, ¡pobre Hijo mío tan poco amado del mundo!
Ahora ya nada. Todo está cumplido. Ya nada hará por ti tu Mamá. No necesitas ya nada… Ahora estás solo… Y yo estoy sola… ¡Oh, dichoso José, que no ha vivido este día! ¡Ojalá no hubiera estado yo tampoco ya en este mundo! Pero en ese caso no habrías tenido ni siquiera el consuelo de ver a tu pobre Mamá. Habrías estado solo en la cruz, como estás solo en el sepulcro. Solo con tus heridas. «¡Oh, Dios! ¡Dios, cuántas heridas tiene tu Hijo, el Hijo mío! ¿Cómo he podido verlas sin morir, yo que me desvanecía cuando de pequeño te hacías daño? Una vez te caíste en el huerto de Nazaret y te hiciste una herida en la frente. Pocas gotas de sangre. Pero yo me sentí morir al ver gotear tu sangre en la circuncisión, tanto que José tuvo que sujetarme porque temblaba como una moribunda- sentí como si esa herida minúscula te hubiera de llevar a la muerte y más con el llanto que con agua y aceite, la curé, y no me quedé tranquila hasta que dejó de manar sangre. Otra vez estabas aprendiendo a trabajar y te heriste con el serrucho. Una herida pequeña. Pero para mí fue como si el serrucho me hubiera serrado en dos.
No hallé descanso hasta que vi curada tu mano seis días después.
¿Y ahora? ¿Y ahora? Ahora tienes las manos, los pies, el costado abiertos; ahora tu carne está hecha jirones; tu cara, magullada, esa cara que no te rozaba -yo no osaba hacerlo- con mi beso; llagada : tienes la frente y la nuca. Y nadie te ha curado, nadie te ha confortado.
¡Mira mi corazón, oh Dios que me has herido en mi Hijo! ¡Míralo! ¿No está, acaso, llagado, como el Cuerpo del Hijo tuyo y mío? Los azotes han caído sobre mí como granizo, mientras Él los recibía. ¿Que es la distancia para el amor? ¡Yo he padecido la tortura de mi Hijo! ¡Ojalá la hubiera padecido sólo yo! ¡Ojalá estuviera yo en la piedra sepulcral! ¡Mírame, Dios! ¿No gotea sangre mi corazón?
Ahí está el círculo de las espinas. Lo siento. Es una corona que me oprime y perfora el corazón. Ahí están los agujeros de los clavos: tres puñales clavados en el corazón. ¡Oh, esos golpes! ¡Esos golpes! ¿Cómo no se ha desplomado el cielo con esos golpes sacrílegos en carnes de Dios? ¡Y no poder gritar! ¡No poder lanzarme a arrebatar el arma a los asesinos y defender con ella a mi Hijo moribundo! ¡Tener que oír, oír sin hacer nada! Un golpe en el clavo, y el clavo entra en las carnes vivas. Otro golpe, y entra más. Otro y otro, y se rompen huesos y nervios y quedan traspasados la carne de mi Niño y el corazón de su Mamá. ¿Y cuando te han levantado en la cruz? ¡Cuánto debes haber sufrido! ¡Hijo santo! Veo aún cómo tu mano se desgarra con el golpe de la caída. Tengo desgarrado el corazón como ella
Estoy magullada, lacerada, flagelada, punzada, golpeada, traspasada, como Tú. No estaba contigo en la cruz. Pero, mira a tu Madre. ¿No está como Tú? Sí. No hay diferencia de martirio. Es más: el tuyo ha terminado, el mío continúa. Tú no oyes ya las acusaciones mentirosas, yo las oigo. Tú ya no oyes las blasfemias horrendas, yo las oigo todavía. Tú ya no sientes la mordedura de las espinas y los clavos, ni la sed ni la fiebre, yo estoy llena de puntas de fuego y me siento como que muriera de quemazón y delirio.
¡Si al menos me hubieran dejado darte una gota de agua!: mi llanto, si la crueldad de los hombres negaba al Creador el agua que Él había creado. Te di mucha leche porque éramos pobres, Hijo mío, y en la huida a Egipto habíamos perdido mucho y habíamos tenido que conseguir un nuevo techo y muebles, ropa y comida; y no sabíamos cuánto iba a durar el destierro ni lo que íbamos a encontrar cuando regresáramos a nuestra tierra. Te di leche durante más tiempo del normal, para que no sintieras la falta de alimento. Hasta que no adquirimos la cabrita, yo fui tu cabrita, ¡oh Niño de tu Mamá! ya tenías muchos dientecitos y mordías… ¡Oh, qué alegría verte reír en el juego infantil!…
Querías andar. Estabas muy sano y fuerte. Yo te sujetaba durante horas y horas y no sentía quebrantados mis riñones a pesar de estar inclinada hacia ti, que dabas tus pasitos y a cada uno de ellos me decías: «¡Mamá!», «¡Mamá!». ¡Oh, feliz dicha el oírte cantar ese nombre! Lo decías también hoy: «¡Mamá, Mamá!». Pero tu Mamá no podía hacer otra cosa sino verte morir. Yo no podía siquiera acariciarte los pies. ¿Los pies? Aunque hubiesen estado al alcance de mi mano, no habría podido tocarlos, por no aumentar tu tormento. ¡Cómo debías sufrir tus pobres pies, mi Jesús!
¡Ah, si hubiera podido subir donde estabas y ponerme entre la madera y tu cuerpo e impedir que, con las convulsiones de la agonía, tocaras contra el madero! Oigo todavía tu cabeza golpear contra el madero en medio de las últimas convulsiones. Y ese sonido, ese sonido me enloquece. Lo tengo en la cabeza… como un martillo…
¡Vuelve, vuelve, amado Hijo, Hijo adorado, Hijo santo! Estoy muriendo. No resisto esta desolación mía. Muéstrame de nuevo tu rostro. Llámame otra vez. ¡No puedo pensar en ti y verte sin voz, sin mirada, cadáver frío y sin vida!
¡Oh, Padre, socórreme Tú! ¡Jesús no me oye! ¿No ha terminado la Pasión? ¿No está todo cumplido? ¿No bastan estos clavos, estas espinas, esta sangre, este llanto mío? ¿Todavía más es necesario para curar al hombre?
Padre, te nombro los instrumentos de su dolor y mi llanto. Pero esto es lo menor. Lo que le ha hecho morir sobrehumanamente acongojado ha sido tu abandono. Lo que me hace gritar es tu abandono. Ya no te siento. ¿Dónde estás, Padre santo? Yo era la Llena de Gracia. Lo dijo el Ángel: “Ave María, llena de Gracia, el Señor es contigo y tú eres bendita entre todas las mujeres».
No. ¡No es verdad! ¡No es verdad! Yo soy como una mujer por ti maldecida por su pecado. Ya no estás conmigo. La Gracia se ha retirado como si yo fuera una segunda Eva pecadora. Pero te he sido siempre fiel. ¿En qué te he desagradado? Has
hecho de mí lo que has deseado y siempre te he dicho: «Sí, Padre. Estoy dispuesta». ¿Pueden, entonces, mentir los ángeles? ¿Y Ana, que me aseguró que me darías tu ángel en la hora del dolor? Estoy sola. No tengo ya gracia ante tus ojos, no te tengo ya a ti, Gracia, en mí. No tengo ya ángel. ¿Mienten, entonces, los santos? ¿En qué te he desagradado, si ellos no mienten y yo he merecido esta hora?
¿Y Jesús? ¿En qué ha faltado tu Cordero puro y manso? ¿En qué te hemos ofendido, para que, además del martirio dado por mano de los hombres, tengamos que recibir la tortura incalculable de tu abandono? ¿Y además Él, Él, que era Hijo tuyo y que te llamaba con esa voz que ha hecho a la Tierra estremecerse y reaccionar en un acceso de piedad¡ ¿Cómo lo has dejado solo en medio de tanto tormento?
¡Pobre Corazón de Jesús, que te amaba tanto¡ ¿Dónde está la señal de la herida del Corazón? Aquí está. Mira, Padre, esta señal. Aquí está la huella de mi mano que entró en la abertura de la lanzada. Aquí… Aquí… Y no la cancelan ni el llanto ni el beso de la Madre, que tiene ya abrasados los ojos de llorar y consumidos los labios de besar. Esta señal grita y acusa. Más que la sangre de Abel, grita a ti desde la Tierra esta señal. Y Tú, que maldijiste a Caín y no dejaste aquello sin castigo, no has intervenido en favor de mi Abel, ya desangrado por sus Caínes, y has permitido el último desprecio. Le has triturado el corazón con tu abandono y has dejado que un hombre lo pusiera al descubierto para que yo lo viera y también resultara triturada. Pero por mí no me importa. Es por Él, por Él te pregunto y solicito tu respuesta. No debías…
¡Oh, perdón¡ ¡Perdón, Padre santo¡ Perdona a una Madre que llora por su Hijo… ¡Ha muerto¡ ¡Ha muerto mi Hijo¡ Muerto con el corazón abierto. ¡Padre, Padre, piedad¡ ¡Yo te amo¡ Nosotros te hemos amado y Tú mucho nos has amado. ¿Cómo has permitido que fuera herido el Corazón de nuestro Hijo? ¡Padre¡… ¡Padre, piedad de esta pobre mujer¡ ¡Estoy blasfemando, Padre¡ Yo sierva tuya, tu nada, ¿y oso hacerte un reproche? ¡Piedad¡ Has sido bueno. Has sido bueno. La herida, la única herida que no le ha hecho daño ha sido ésta. Tu abandono ha servido para que muriera antes de la puesta de sol y así evitarle otras torturas.
Has sido bueno. Todo lo haces con un fin de bondad. Somos nosotros, criaturas, los que no comprendemos. Has sido bueno. ¡Bueno has sido¡ Di, alma mía, estas palabras para sacar este aguijón de tu sufrimiento, a tu sufrimiento. Dios es bueno y te ha amado siempre, alma mía. Desde la cuna a este momento, siempre te ha amado. Te ha dado toda la alegría del Tiempo. Toda. Se te ha dado Él mismo. Ha sido bueno. Bueno. Bueno. Gracias, Señor. ¡Bendito seas por tu infinita bondad¡
Gracias. Jesús, también por ti digo gracias. ¡Ésta, al menos, no la has sentido, Hijo mío¡ Sólo yo la he sentido en el mío, cuando he visto tu Corazón abierto. Ahora está en el mío tu lanza, y hurga y me llena de aflicción. Pero es mejor así. Tú no la sientes. Pero, Jesús, ¡piedad¡ ¡Una señal tuya¡ ¡Una caricia, una palabra para tu pobre Mamá que tiene lleno de congoja el corazón¡ ¡Una señal, una señal, Jesús, si me quieres encontrar viva cuando regreses¡
Una llamada enérgica a la puerta hace que todos se sobresalten. El dueño de la casa huye “valientemente”… María de Zebedeo quisiera que su Juan lo siguiera y lo invita a ir al patio. Las otras, excepto la Magdalena, se apiñan gimiendo.
Es María de Magdala la que va erguida y fuerte a la puerta y pregunta:
-¿Quién llama?
Responde una voz de mujer:
-Soy Nique. Tengo una cosa para la Madre. Debo dársela. ¡Abrid¡ Pronto. La ronda está patrullando.
Juan, que se ha desembarazado de su madre y ha ido presuroso donde la Magdalena, se afana con los muchos cierres (todos bien asegurados esta noche). Abre. Entra Nique, acompañada de una sirvienta y de un hombre fornido que viene de escolta. Cierran.
-Tengo una cosa…
Nique llora y no puede hablar…
-¿Qué? ¿Qué es?
Todos, curiosos, se han arrimado a ella.
-En el Calvario… He visto al Salvador en ese estado… Había reparado el velo lumbar para que no usara los andrajos de los verdugos… Pero estaba tan sudado -además con sangre en los ojos-, que pensé dárselo para que se secara. Y Él así lo hizo… Me devolvió e1 velo. Yo ya no lo usé. Quería conservarlo como reliquia con su sudor y su sangre. Viendo la saña de los judíos, pasado un rato, con Plautina y las otras romanas Lidia y Valeria, decidimos volvernos por miedo a que nos quitaran este lienzo. Las romanas son mujeres viriles. Nos habían puesto en medio a mí y a la criada y nos protegían. Es verdad que son contaminación para Israel… y que tocar a Plautina es un peligro. Pero eso se piensa en momentos de calma. Hoy estaban todos ebrios… En casa he llorado… durante horas… Luego ha venido el terremoto y he perdido el conocimiento… Una vez vuelta en mí, he querido besar ese lienzo y he visto… ¡oh¡… ¡En él está la cara del Redentor¡…
-¡A ver¡ ¡A ver¡
-No. Antes a la Madre. Está en su derecho.
-¡Está derrengada¡ No resistirá…
-¡No digáis eso¡ A1 contrario, le servirá de consuelo. ¡ Llamadla1
Juan llama suavemente a la puerta.
-¿Quién es?
-Yo, Madre. Afuera está Nique… Ha venido en la oscuridad. Te ha traído un recuerdo… un regalo… Espera consolarte
con él.
-¡Sólo un regalo me puede consolar¡ La sonrisa de su Rostro…
-¡Madre¡
Juan la abraza por temor a que se caiga, y dice, como confiando el Nombre verdadero de Dios: -Es eso. La sonrisa de su Rostro imprimido en el lienzo con que Nique lo enjugó en el Calvario.
-¡Oh! ¡Padre! ¡Dios altísimo! ¡Hijo santo! ¡Eterno Amor! ¡Benditos seáis! ¡La señal! ¡La señal que os he pedido! ¡Que entre! ¡Que entre!
María se sienta porque ya no se tiene en pie, y se arregla un poco mientras Juan hace una señal a las mujeres, que ojean, una señal para que pase Nique.
Entra Nique. Se arrodilla a los pies de María, con la criada al lado. Juan, en pie, erguido, al lado de María, tiene su brazo por detrás de los hombros de la Madre, como para sostenerla. Nique no dice nada, pero, eso sí, abre el arca, saca el lienzo, lo abre. Y el Rostro de Jesús, el Rostro vivo de Jesús, el doloroso y, no obstante, sonriente Rostro de Jesús mira a la Madre, sonriéndole.
María emite un grito de amor doliente y extiende los brazos. Las mujeres hacen lo mismo desde el vano de la puerta donde están apiñadas; y la imitan también en el arrodillarse ante el Rostro del Salvador.
Nique no encuentra palabras. Pasa el lienzo de sus manos a las manos maternas y se inclina para besar un borde de aquél. Luego sale hacia atrás, sin esperar a que María vuelva en sí de su éxtasis.
Se marcha… Ya está fuera, en la oscuridad, cuando piensan en ella… Sólo queda cerrar el portal, como estaba antes.
María está otra vez sola, en un coloquio de su alma con la imagen de su Hijo, porque todos se retiran de nuevo. Pasa más tiempo. Luego Marta dice:
-¿Cómo vamos a hacer con los ungüentos? Mañana es sábado…
-Y no vamos a poder ir por nada… – dice Salomé.
-Y habría que hacerlo… Muchas libras de áloe y mirra… pero ¡estaba tan mal lavado!…
-Habría que tener todo dispuesto para el amanecer del primer después del sábado – observa María de Alfeo. -¿Y los que hacen la guardia? ¿Cómo vamos a hacer? – pregunta Susana.
-Si no nos dejan entrar, se lo decimos a José – responde Marta.
-No podremos correr nosotras solas la piedra.
Responde la Magdalena:
-¡ Oh, siendo cinco, ¿dices que no vamos a poder?! Todas somos fuertes… y el amor hace el resto.
-Y además iré yo con vosotras – dice Juan.
-Tú de ninguna manera. No quiero perderte también a ti, hijo.
-No te preocupes. Nos bastaremos nosotras.
-Bueno, pero… ¿quién nos proporciona los ungüentos?
Un sentido de desánimo se apodera de todas… Luego Marta dice:
-Habríamos podido preguntarle a Nique si era verdad lo de Juana… y lo de las revueltas…
-¡Claro! Estamos atontadas. Hubiéramos podido obtener también los ungüentos antes. Isaac estaba en la puerta de su casa cuando hemos vuelto…
-En el palacio hay muchos tarros de esencias, y también incienso. Voy por ello. Y María Magdalena se levanta
de su sitio y se pone el manto.
Marta grita:
-¡No irás!
-Iré.
-¡Estás loca! ¡Te prenderán!
-Tu hermana tiene razón. ¡No vayas!
-¡Oh, no sois más que unas mujeres inútiles y gritadoras! ¡Hay que ver qué buena comitiva de seguidoras tenía Jesús! ¿Ya habéis agotado vuestra reserva de valentía? A mí, por el contrario, cuanto más valor uso, más me viene.
-Voy con ella. Soy hombre.
-Y yo soy tu madre y te lo prohíbo.
-Tranquila, María Salomé; tranquilo, Juan. Voy sola. No tengo miedo. Sé lo que es ir de noche por las calles. Lo hice mil veces por el pecado… ¿Debería temer ahora que voy a servir al Hijo de Dios?
-Pero hoy la ciudad está agitada. Ya has oído a ese hombre.
-Es un conejo. Y vosotras lo mismo. Me marcho.
-¿Y si te ven los soldados?
-Les diré: «Soy la hija de Teófilo, sirio, siervo fiel de César». Y no me pararán. Y además… El hombre ante una mujer joven y guapa es un juguete más inocuo que un tallito de paja. Yo esto lo sé, para vergüenza mía…
-¿Pero dónde pretendes encontrar perfumes en el palacio, si desde hace años está deshabitado?
-¿Tú crees? ¡Marta! ¿No te acuerdas de que Israel os obligó a dejarlo porque era uno de mis lugares de encuentro con los amantes? Allí tenía yo todo lo necesario para aumentarles su locura por mí. Cuando mi Salvador me salvó, escondí en un lugar que sólo yo conocía los recipientes de alabastro y los inciensos que usaba para orgías de amor. Y juré que sólo el llanto por mi pecado sería el agua perfumada de María arrepentida; y la adoración de Jesús santísimo sus ardientes inciensos. Y juré que esos signos de culto profano de la sensualidad y la carne los usaría únicamente para santificarlos en Él y ungirlo. Ahora es la hora. Voy. Vosotras quedaros aquí. Tranquilas. Viene conmigo el ángel de Dios y no me sucederá nada malo. Adiós. Os traeré noticias. A Ella no le digáis nada… Aumentaríais su congoja…
Y María de Magdala sale segura, regia.
-Madre, que te sirva de lección… y que te diga: no hagas que el mundo diga que tu hijo es un cobarde. Mañana, o, mejor, hoy, porque ya estamos en la segunda vigilia, voy a 1a búsqueda de los compañeros, como Ella quiere…
-Es sábado… no puedes hacer eso… – objeta Salomé para retenerlo.
-«El sábado ha muerto» digo yo también con José. La era nueva ha comenzado. En ella habrá otras leyes, otros sacrificios y ceremonias.
María Salomé, sin protestar ya más, apoya la cabeza en las rodillas y llora.
-¡Oh, si pudiéramos saber de Lázaro! – gime María Cleofás.
-Si me dejáis ir, tendréis noticias. Porque Simón Cananeo, que recibió la orden de hacerlo, ha llevado donde Lázaro a los compañeros; Jesús se lo dijo a Simón estando yo presente.
-¡Ay, ay… ¿todos allí?! ¡Entonces están todos perdidos! – María Cleofás y Salomé lloran desconsoladamente. Pasa más tiempo, entre llantos y esperas.
Luego vuelve María Magdalena, triunfadora (cargada de bolsas llenas de preciosos tarritos).
-¿Veis como no ha pasado nada? Aquí están: aceites de todo tipo, y nardo, y olíbano, y benjuí. No hay mirra ni áloe… No quería cosas amargas yo… que ahora bebo todas las amarguras… Entretanto, amasamos éstas y mañana conseguimos… Pagando, Isaac dará aunque sea sábado… Adquiriremos mirra y áloe.
-¿Te han visto?
-Nadie. Ni un murciélago por las calles.
-¿Los soldados?
-¿Los soldados? Creo que están roncando en sus jergones.
-Pero las sediciones… los arrestos…
-Los ha visto el miedo de ese hombre…
-¿Quién está en el palacio?
-Pues Leví y su mujer. Tranquilos como críos. Los hombres armados han huido… ¡Ja! ¡Ja! ¡Lo que yo digo es que buenos héroes tenemos!… En cuanto tuvieron noticia de la condena, huyeron. Digo la verdad: Roma es dura y usa el látigo… pero así se hace temer y servir. Y tiene hombres, no conejos… Jesús decía: «Mis seguidores conocerán mi mismo destino». ¡Mmm! Si se hacen de Jesús muchos romanos, puede ser; pero si esos mártires tienen que ser israelitas… se quedará solo… Aquí está mi saco. Y éste es de Juana, que… sí… no solo somos cobardes, sino que también somos embusteros. Juana está abatida, nada más. Ella y Elisa se han sentido mal en el Gólgota: una es una madre a la que se le murió un hijo, y el oír los estertores de Jesús ha hecho que se sintiera mal; la otra es una mujer delicada, que no está acostumbrada a tanto camino ni a tanto sol. Pero nada de heridas, nada de agonías. Llora, como nosotras, eso sí, claro; nada más. Lo que le duele es que la hayan alejado de allí. Mañana vendrá. Manda estos perfumes. Los que tenía. Con ella se había quedado Valeria, por orden de Plautina; pero ahora Valeria se ha marchado con los esclavos, a casa de Claudia, porque tienen muchos inciensos. Cuando venga -porque tampoco ella, por gracia del Cielo, es una liebre eternamente temblorosa- no os pongáis a gritar como sintiendo la espada en el cuello. Arriba. Levantaos. Vamos a coger unos morteros y a trabajar. Llorar no sirve. A1 menos, llorad y trabajad. El llanto diluirá nuestro bálsamo. Y Él lo sentirá sobre sí… Sentirá nuestro amor.
Y se muerde los labios para no llorar y para dar fuerza a las otras, que están verdaderamente deshechas. Trabajan con ahínco.
María llama a Juan.
-¿Qué te ocurre, Madre?
-Esos golpes…
-Están triturando los inciensos…
-¡Ah!… Pero… perdonad… no hagáis ese ruido… me parece oír los martillos…
Efectivamente, los majaderos de bronce contra el mármol de los morteros hacen verdaderamente ruido de martillos. Juan dice esto a las mujeres, que salen al patio para que se las oiga menos. Juan regresa donde la Madre.
-¿Cómo los han conseguido?
-María de Lázaro ha ido por ellos a su casa y a casa de Juana… Y traerán otros más…
-¿No ha venido nadie?
-Nadie después de Nique.
-¡Míralo, Juan! ¡Qué hermoso es incluso en medio de su dolor! – María se ensimisma, con las manos juntas, frente al lienzo (lo ha extendido sobre una arqueta y lo ha sujetado con unos pesos).
-Hermoso. Sí, Madre. Y te sonríe… No llores más… Ya han pasado algunas horas. Menos que esperar para su regreso… – y, mientras dice esto, Juan llora…
María le acaricia la mejilla. Pero sólo mira la imagen de su Hijo. Juan sale, cegado por el llanto.
También la Magdalena, que ha vuelto para tomar unas ánforas está en las mismas condiciones. Pero dice al apóstol: -No debemos permitir que nos vean llorar. Porque, si no, aquéllas no sabrán hacer nada ya. Y hay que hacer…
-…Y hay que creer – termina Juan.
-Sí. Creer. Si no se pudiera creer, vendría la desesperación. Yo creo. ¿Y tú?
-Yo también…
-No lo dices bien. No amas todavía lo suficiente. Si amaras con todo tu ser, no podrías no creer. El amor es luz y voz. Incluso contra las tinieblas de la negación y el silencio de la muerte, dice: «Yo creo».
Se muestra espléndida la Magdalena, tan alta y regia, imperiosa en su confesión de fe. Debe tener el corazón torturado (sus ojos, quemados por el llanto, lo dicen), pero el ánimo está invicto.
Juan la mira admirado y susurra:
-Eres fuerte».
-Siempre. Lo fui tanto que supe desafiar al mundo. Y entonces no tenía a Dios. Ahora que lo tengo, siento que sé desafiar hasta al infierno. Tú que eres bueno deberías ser más fuerte que yo. Porque la culpa deprime, ¿eh? Más que el agotamiento. Pero tú eres inocente… Por eso te amaba tanto…
-También a ti te amaba…
-Y yo no era inocente. Pero era su conquista y…
-Llaman fuertemente al portal.
-Será Valeria. Abre.
Juan abre sin miedo, dominado por la calma de María. Efectivamente, es Valeria, y sus esclavos, que traen la litera de la que ella ha bajado. Entra saludando a la latina:
-Salve.
-La paz sea contigo, hermana. Entra – dice Juan.
-¿Puedo ofrecer a la Madre el presente de Plautina? Claudia también ha contribuido. Pero si no le causa dolor el verme. Juan entra donde María.
-¿Quién llama? ¿Pedro? ¿Judas? ¿José?
-No. Es Valeria. Ha traído resinas preciosas. Quisiera ofrecértelas, si no te causa pena.
-Debo superar la pena. Él ha llamado a su Reino a los hijos de Israel y a los paganos. A todos ha llamado. Ahora… está muerto… Pero yo estoy aquí por Él. Recibo a todos. Que entre.
Valeria entra. Se ha quitado el manto oscuro y aparece toda blanca con su estola. Se inclina profundamente. Saluda y
habla.
-Dómina. Sabes quiénes somos. Las primeras redimidas del oscurantismo pagano. Fango y tinieblas éramos. Tu Hijo nos ha dado ala y luz. Ahora está… dormido en paz. Conocemos vuestros usos. Y queremos que sobre el Triunfador sean esparcidos también los bálsamos de Roma.
-Que Dios os bendiga, hijas de mi Señor. Y… perdonad si no sé decir nada más…
-No te esfuerces, Dómina. Roma es fuerte. Pero también sabe comprender el dolor y el amor. Te comprende, Madre Dolorosa. Adiós.
-¡La paz sea contigo, Valeria! Para Plautina, para todas vosotras, bendición.
Valeria deja sus inciensos y otras esencias y se retira.
-¿Ves, Madre, como todo el mundo da para el Rey del Cielo y de la Tierra?
-Sí – dice María. Todo el mundo. Y la Madre sólo habrá podido darle el llanto.
Un gallo canta alegre en algún lugar cercano. Juan se estremece.
-¿Qué te sucede, Juan? – pregunta la Virgen.
-Pensaba en Simón Pedro…
-¿Pero no estaba contigo? – pregunta la Magdalena, que ha vuelto a entrar en la habitación.
-Sí. En casa de Anás. Luego he comprendido que yo tenía que venir aquí. Y no he vuelto a verlo.
-Dentro de poco amanecerá.
-Sí. Abrid.
Abren las contraventanas y las caras parecen aún más térreas en la luz verdosa del alba.
La noche del Viernes Santo ha terminado.