La noche del Sábado Santo.
Entra cautelosa María de Alfeo y escucha. Quizás piensa que la Virgen se ha adormecido. Se acerca, se inclina. La ve de rodillas, rostro en tierra contra el Sudario. Susurra:
-¡Oh, pobrecilla, así se ha quedado¡
Debe pensar que se ha dormido o que se ha desmayado así.
Pero María, saliendo de su oración, dice:
-No. Estaba orando.
-¡Pero de rodillas¡ ¡A oscuras¡ ¡Con frío¡ ¡La ventana abierta¡ ¡Fíjate, estás helada¡
-Pero estoy mucho mejor, María. Mientras oraba -y sólo el Eterno sabe cuánto era mi agotamiento después de haber sostenido tantas fes vacilantes, y de haber iluminado tantas mentes que ni siquiera su muerte ha aclarado- me ha parecido sentir un perfume angélico, un frescor de Cielo, una caricia de ala… Un instante… Sólo un instante. Pero me ha parecido que, en el mar de mirra que embravecido me sumerge desde hace ya tres días, se infundiera una gota de pacificadora dulzura; me ha parecido como si la bóveda clausurada de los Cielos se entreabriera y un hilo de luminoso amor descendiera a la Abandonada; me ha parecido como si, viniendo de lejanías infinitas, un murmullo incorpóreo dijera: «Realmente ha terminado». Mi oración, hasta ese momento desolada, se ha hecho más tranquila, se ha teñido de esa luminosa paz -¡oh, solamente una leve pincelada¡-, de esa luminosa paz de que estaban hechos mis contactos con Dios en la oración… ¡Mis oraciones¡… María: ¿amaste mucho, tú, a tu Alfeo, cuando eras la virgen desposada?
-¡Oh, María¡… Exultaba a cada amanecer, diciendo: «Ha pasado una noche. Una menos de espera». Exultaba a cada puesta de sol, diciendo: «Otro día ha terminado. Más próxima mi entrada bajo su techo». Y nada más ponerse el sol cantaba
como una alondra, pensando: «Dentro de poco viene». Y cuando lo veía venir, hermosa su cara como la de mi Judas -por eso Judas es mi predilecto-, con ojos de ciervo enamorado como es mi Santiago, ¡oh, entonces yo ya no sabía donde me encontraba! Y cuando me saludaba diciendo: “!Dulce esposa!” y yo podía decirle: «Señor mío», entonces yo yo creo que si hubiera sido triturada en ese momento por un pesado carro, o alcanzada por una flecha, no habría sentido dolor. ¡Y después!… ¡Cuando fui su mujer… ah!…- María se pierde en el éxtasis de los recuerdos. Luego dice:
-Pero ¿por qué esta pregunta?
-Para explicarte lo que eran para mí las oraciones. Centuplica los sentimientos, poténcialos miles de veces, y comprenderás lo que siempre fue para mí la oración, la espera de aquella hora… Ya de por sí creo que, aun cuando no estaba orando en la paz de la gruta o de mi habitación, sino que trabajaba en las labores de la mujer, mi alma oraba sin pausa… Pero cuando podía decir: «Llega la hora de recogerme en Dios», mi corazón ardía latiendo veloz. Y cuando en Él me perdía… entonces… No… Esto no te lo puedo explicar. Cuando estés en la Luz de Dios lo comprenderás… Todo esto desde hacía tres días estaba perdido… Y era todavía más angustioso que el no tener ya Hijo… Y Satanás trabajaba en estas dos llagas sobrepuestas: la de la muerte de mi Hijo y la del abandono de Dios, creando la tercera llaga del terror de la no fe. María, te quiero y eres pariente mía. Esto se lo dirás después a tus hijos apóstoles, para que sepan resistir en el apostolado y triunfar sobre Satanás. Estoy segura de que si yo hubiera aceptado la duda, si hubiera cedido a la tentación de Satanás y hubiera dicho: «No es posible que resucite», negando a Dios -porque decir eso hubiera sido negar a Dios con su Verdad y su Poder-, tanta Redención vanamente se habría verificado. Yo, nueva Eva, habría vuelto a morder el fruto de la soberbia y de la sensualidad espiritual y habría deshecho la obra de mi Redentor. Los apóstoles continuamente serán tentados así, por el mundo, por la carne, por el poder, por Satanás. Manténganse firmes. Contra todas las torturas -y las corporales serán las más leves- para no destruir lo que Jesús ha hecho.
-Díselo tú, María, a mis hijos… ¡¿Qué crees que sabrá decir tu pobre cuñada?! ¡De todas formas! ¡Si hubieran venido! ¡Huir en la primera hora… paciencia! ¡Pero después!…
-Fíjate, Lázaro y Simón habían recibido la orden de 1levarlos a Betania. Jesús sabe todo…
-Sí… Pero… cuando los vea los voy a reprender ásperamente. Han sido unos cobardes. ¿Que lo fueran todos los demás? Pero ellos. ¡Mis hijos! No se lo perdonaré nunca…
-Perdona, perdona… Ha sido un momento de desconcierto… No creían que pudieran capturarlo… Él lo había dicho… -Precisamente por eso no los perdono. Lo sabían. Estaban preparados. ¡Cuando una cosa se sabe y se cree en quien la dice, nada sorprende!
-María, también a vosotras os dijo: «Resucitaré». Y… si pudiera abrir vuestro pecho y vuestra cabeza, en el corazón y en el cerebro vería escrito: «no puede ser».
-Pero, al menos… Sí… Es difícil creer… Pero nosotras hemos estado en el Calvario.
-Por gracia gratuita de Dios. Si no, habríamos huido también nosotras. ¿Has oído lo que ha dicho Longinos? Ha dicho: «cosa horrible». Y es un guerrero. Nosotras, mujeres, solas con un muchacho, hemos resistido por ayuda directa de Dios. Por tanto, no te gloríes de ello. No es mérito nuestro.
-¿Y por qué no a ellos?
-Porque ellos serán los sacerdotes del mañana. Deben, por tanto, saber. Saber, por haberlo experimentado, cuán fácil le es al fiel de un Credo caer en la abjuración. Jesús no quiere sacerdotes como esos que lo son tan poco, que han sido sus más tenaces enemigos…
-Hablas de Jesús como si ya hubiera vuelto.
-¿Lo ves? Tú también confiesas que no crees. ¿Cómo, pues, censuras a tus hijos?
María de Alfeo no sabe qué replicar. Se queda cabizbaja. Mueve mecánicamente una serie de objetos. Encuentra una lamparita y sale, para volver después con ella encendida y ponerla en el sitio suyo usual.
María se ha sentado otra vez junto al Sudario desplegado. El Sudario que, con la luz amarilla de la lámpara de aceite, a la luz de la llamita temblorosa, adquiere una vida especial y parece mover boca y ojos.
-¿No tomas nada? – pregunta un poco pesarosa la cuñada.
-Un poco de agua. Tengo sed.
María va y vuelve… con leche.
-No insistas. No puedo. Agua sí. No me queda agua dentro… Creo que no tengo ya ni siquiera sangre. Pero… Llaman a la puerta de la casa. María de Alfeo sale. Se oye cuchichear en el vestíbulo. Luego Juan asoma la cabeza. -Juan. ¿Has vuelto? ¿Todavía nada?
-Sí. Simón Pedro… y el manto de Jesús… juntos… En el Get-Sammí. El manto…
Juan se arrodilla y dice:
-Aquí está… pero está todo desgarrado y ensangrentado. Las huellas de las manos son de Jesús. Sólo Él las tenía así de largas y delgadas. Pero los desgarros son de dientes. Se ve claramente que esto es una boca de hombre. Pienso que habrá sido… que habrá sido Judas Iscariote, porque junto al lugar donde Simón Pedro encontró el manto había un trozo de la túnica amarilla de Judas. Ha vuelto allí… después… antes de quitarse la vida. Mira, Madre.
María no ha hecho otra cosa sino acariciar y besar el grueso manto rojo de su Hijo. Pero instada por Juan lo abre, y ve las huellas sangrientas, oscuras sobre el rojo de la Sangre, y los desgarros de los dientes. Tiembla y susurra:
-¡Cuánta sangre! – Parece no ver más que la Sangre.
-Madre… la tierra está roja de sangre. Simón, que ha ido allí sin demora en las primeras horas de la mañana, dice que el verde tenía todavía en las hojas sangre fresca… Jesús… No sé… No me parecía que estuviera herido… ¿De dónde tanta sangre? -De su Cuerpo. En la angustia… ¡Oh! Jesús Víctima total. ¡Oh! ¡Mi Jesús!
María llora tan angustiosamente, con un lamento exhausto, que las mujeres se asoman a la puerta y miran y luego se
retiran.
-Esto, esto mientras todos te abandonaban… ¿Qué hacíais vosotros mientras Él sufría su primera agonía? -Dormíamos, Madre…
Juan llora.
-¿Allí estaba Simón? Cuenta.
-Yo había ido para buscar el manto. Había pensado pedírselo a Jonás y a Marcos… Pero habían huido. La casa estaba cerrada y todo abandonado. Entonces bajé a las murallas, para recorrer todo el camino del jueves… Estaba tan cansado aquella noche, y apenado, que no podía recordar, ahora, dónde se había quitado Jesús el manto. Me parecía que lo llevaba y que, en un determinado momento, ya no lo llevaba… En el lugar de la captura, nada… Donde habíamos estado nosotros tres, nada… Fui por el sendero que tomó el Maestro… Y cuando vi a Simón Pedro allí, todo acurrucado y apoyado en una roca, pensé que hubiera muerto también él. Grité. Levantó la cabeza…
y, de tan cambiado como lo vi, pensé que se había vuelto loco. Lanzó un grito y trató de huir. Pero se tambaleaba, cegado por el llanto que había vivido. Yo lo agarré. Me dijo: «Déjame. Soy un demonio. He renegado de Él, como Él decía… y el gallo ha cantado y Él me ha mirado. He huido… he corrido arriba y abajo por los campos. Luego me he visto aquí. Y ¿ves? Aquí Yeohveh ha hecho que encontrara su Sangre acusadora. Todo sangre. ¡Todo sangre! En la roca, en la tierra, en la hierba. Yo he hecho que esta Sangre fuera derramada. Como tú, como todos. Pero yo he renegado de esa Sangre». Me parecía que deliraba. Traté de calmarlo y de sacarlo de allí. Pero no quería. Decía: “Aquí. Aquí. A hacer guardia a esta Sangre y a su manto. Y con las lágrimas quiero lavarlo. Cuando ya no haya sangre en la tela, quizás entonces vuelva con los vivos dándome golpes de pecho y diciendo: “¡He renegado del Señor!”. Le dije que querías verlo. Que me había mandado a buscarlo. Pero no quería creerlo. Entonces le dije que habías querido ver también a Judas, para perdonarlo, y que sufrías por no poder ya hacerlo por su suicidio. Entonces lloró más sosegadamente. Quiso saber. Todo. Y me contó que la hierba tenía todavía Sangre fresca y que el manto había sido maltratado por Judas, de cuya túnica había encontrado un trozo. Lo dejé hablar y hablar. Luego dije: «Ven a ver a la Madre». ¡Oh, cuánto tuve que suplicar para convencerlo! Y cuando me parecía haber logrado convencerlo y me levantaba para venir, él ya no quería. Ha habido que esperar hasta el anochecer para que viniera. Pero cruzada la puerta, otra vez se escondió, en un huerto desierto y dijo: «No quiero que la gente me vea. Llevo escrito en la frente la palabra: Renegador de Dios. Ahora, ya en plena oscuridad, he logrado arrastrarlo hasta aquí.
-¿Dónde está?
-Detrás de esa puerta.
-Dile que entre.
-Madre…
-Juan…
-No le reprendas. Está arrepentido.
-¿Tan poco me conoces todavía? Dile que entre.
Juan sale. Vuelve. Solo. Dice:
-No se atreve. Mira a ver si llamándolo tú…
Y María, dulcemente:
-Simón de Jonás, ven.
Nada.
-Simón Pedro, ven.
Nada.
-Pedro de Jesús y de María, ven.
Un áspero estallido de llanto. Pero no entra. María se alza. Deja el manto encima de la mesa y va a la puerta.
Pedro está acurrucado afuera. Como un perro sin amo. Llora con tanta fuerza, y todo encogido, que no oye el ruido de la puerta que se abre chirriando, ni el roce de las sandalias de María. Se da cuenta de que Ella está allí cuando María se inclina hasta tomarle una mano con que está apretando sus ojos y le obliga a levantarse. Entra en la habitación tirando de él, como si de un niño se tratara. Cierra la puerta con el agarrador y el cerrojo, y, encorvada por el dolor como él por la vergüenza, vuelve a su sitio.
Pedro va a sus pies, de rodillas, y llora sin freno. María acaricia sus cabellos entrecanos y sudados por el dolor. Nada más que esta caricia, hasta que él está más calmado. Luego, cuando por fin Pedro dice: «No puedes perdonarme; por tanto, no me acaricies. Porque yo lo he negado», María dice:
-Pedro, tú lo has negado. Es verdad. Has tenido la valentía de negarlo en público, la valentía cobarde de hacerlo. Los otros… Todos, menos los pastores, Manahén, Nicodemo, José y Juan, han tenido sólo cobardía. Lo han negado todos: hombres y mujeres de Israel, menos unas pocas mujeres… No nombro a los sobrinos ni a Alfeo de Sara. Eran parientes y amigos. ¡Pero los otros!… Y ni siquiera han tenido la valentía satánica de mentir para salvarse, ni la valentía espiritual de arrepentirse y llorar, ni la valentía, aún más alta, de reconocer públicamente el error. Eres un pobre hombre. Es más: lo eras. Mientras te jactabas de ti. Ahora eres un hombre. Mañana serás un santo. Pero aunque no fueras como eres, yo te habría perdonado igualmente. Habría perdonado a Judas, con tal de salvar su espíritu. Porque el valor de un espíritu, de uno solo, justifica todo esfuerzo por superar repugnancias y resentimientos, hasta quedar destrozados por ese esfuerzo. Recuerda esto, Pedro. Te lo repito: El valor de un alma es tal, que aun a costa de morir por el esfuerzo de sufrirla a nuestro lado, hay que tenerla así, entre los brazos, como yo tengo tu cabeza canosa, si se comprende que teniéndola así se la puede salvar. Así. Como una madre que, después del castigo paterno, pone en su corazón la cabeza del hijo culpable, y, con las palabras de su corazón deshecho de dolor, que palpita, que palpita de amor y dolor, más con esas palabras que con los golpes del padre, hace cambiar y obtiene. Pedro de mi Hijo, pobre Pedro que has estado, como todos, en las manos de Satanás en esta hora de tinieblas, y no te has dado cuenta de ello, y crees que todo lo has hecho tú solo, ven, ven aquí, al corazón de la Madre de los hijos de mi Hijo. Aquí Satanás no puede ya causarte
daño. Aquí se calman las tormentas y -a la espera del Sol, de mi Jesús que resucitará para decirte: «Paz, Pedro mío»- se alza estrella de la mañana, pura, hermosa, y que hace puro y hermoso todo aquello que por ella es besado, como sucede con las claras aguas de nuestro mar en las frescas mañanas de primavera. Por esto te anhelado tanto. Al pie de la Cruz yo padecía martirio por Él y por vosotros, y -¿cómo no lo oíste?-, y llamaba a vuestros espíritus con tanta fuerza, que creo que vinieron realmente a mí. Y, dentro de corazón -es más: puestos en mi corazón como los panes de la proposición- los he tenido bajo el lavacro de su Sangre y llanto. Podía hacerlo, porque Él, en Juan, me ha hecho Madre de toda su prole… !Cuánto te he anhelado!… Esa mañana, esa tarde, esa noche y el nuevo día… ¿Por qué has hecho esperar tanto a una madre, pobre Pedro herido y pisoteado por el Demonio? ¿No sabes que es misión de las madres enderezar, curar, perdonar, guiar? Yo te conduzco a Él. ¿Querrías verlo? ¿Querrías ver su sonrisa para convencerte de que te ama todavía? ¿Sí? ¡Oh, entonces sepárate de mi pobre pecho de mujer y apoya la frente en su frente coronada, tu boca en su boca herida, y besa a tu Señor!
-Está muerto… No podré volver a hacerlo.
-Pedro. Respóndeme. ¿Cuál crees que es el último milagro de tu Señor?
-El de la Eucaristía. No, no, el del soldado que curó allí… ¡Oh, no me hagas recordar!…
-Una mujer, fiel, amorosa, fuerte, se llegó a Él en el Calvario y le secó la Cara. Y Él, para decir cuánto puede el amor, fijó su Rostro en la tela. Aquí lo tienes, Pedro. Esto obtuvo una mujer, en momentos de tinieblas infernales y de enojo divino. Sólo porque amó. Recuerda esto Pedro. Para las horas en que te parezca que el Demonio es más fuerte que Dios. Dios se hallaba prisionero de los hombres, ya avasallado, condenado, flagelado, ya agonizando… Y, a pesar de todo- dado que Dios, incluso en medio de las más duras persecuciones, siempre es Dios, y, si se puede abatir a la Idea, intocable es Dios que la suscita-, Dios, a los que niegan, a los que no creen, a los hombres de los necios «¿por qué?’; de los culpables «no puede ser»; de los sacrílegos «lo que yo no comprendo no es verdad», responde, sin palabras con esta tela. Míralo. Un día -me lo dijiste tú- dijiste a Andrés: «¿El Mesías manifestarse a ti? ¡No puede ser cierto!», y luego tu razón humana se debió doblegar a la fuerza del espíritu que veía al Mesías donde la razón no lo veía. Otra vez, en el mar embravecido, preguntaste: «¿Voy, Maestro?», y luego, a mitad de camino, sobre el agua agitada, dudaste y dijiste: «El agua no puede sostenerme», y con el lastre de la duda te faltó poco para ahogarte. Sólo cuando contra la razón humana prevaleció el espíritu que supo creer, pudiste hallar la ayuda de Dios. Otra vez dijiste: «¿Si Lázaro ha muerto ya hace cuatro días, a qué hemos venido? Para morir inútilmente». Y es que no podías, con tu razón humana, admitir otra solución. Y tu razón quedó desmentida por el espíritu, que, indicándote con el resucitado la gloria del Resucitador, te mostró que no habías ido allí en vano. Otra, bueno… otras veces, al oír hablar de muerte, y muerte atroz, a tu Señor, dijiste: «¡Eso no te sucederá nunca!». Y ya ves qué mentís ha recibido tu razón. Yo espero, ahora, oír la palabra de tu espíritu, en este último caso…
-Perdón.
-Eso no. Otra palabra.
-Creo.
-Otra.
-No sé…
-Amo. Pedro, ama. Serás perdonado. Creerás. Serás fuerte. Serás Sacerdote, y no el fariseo que avasalla y no posee sino formalismos y no una fe activa. Míralo. Ten el valor de mirarlo. Todos lo han mirado y venerado. Incluso Longinos… ¿Tú no ibas a saber hacerlo? ¡Has sabido incluso renegar de Él! Si no lo reconoces ahora, a través de1 fuego de mi materno, amoroso dolor que os une, que os pone de nuevo en armonía, ya no podrás hacerlo. Él resucita. ¿Cómo podrás mirarlo con su nuevo fulgor, si no conoces su rostro en la transición del Maestro que conoces al Triunfador que no conoces? Porque el dolor, todo el Dolor de los siglos y del mundo, lo ha labrado con cincel y mazo en esas horas que van desde el caer de la tarde del Jueves hasta la hora nona del Viernes. Y han cambiado su Rostro. Antes era solo el Maestro y el Amigo. Ahora es el Juez y Rey. Ha subido a su sitial para juzgar. Y se ha ceñido la corona. Así permanecerá. Lo único es que después de la gloriosa Resurrección no será ya el Hombre Juez y Rey, sino el Dios Juez y Rey. Míralo. Míralo. Míralo mientras la Humanidad y el Dolor lo entrevelan, para poderlo mirar cuando triunfe en su Divinidad.
Pedro levanta por fin la cabeza del regazo de María, y la mira, con sus ojos enrojecidos por el llanto en rostro de anciano niño desolado por el mal cumplido y asombrado por tanto bien como encuentra.
María lo fuerza a mirar a su Señor. Y entonces -mientras Pedro, como delante de un rostro vivo, gime: «¡Perdón, perdón! No sé cómo ha sucedido, no sé qué ha sucedido. No era yo. Era algo que me hacía no ser yo. Pero… ¡yo te quiero, Jesús!, ¡te quiero, Maestro mío! ¡Vuelve! ¡Vuelve! ¡No te marches así, sin decirme que me has comprendido!»- entonces, María repite el gesto que ya hizo en la cámara sepulcral. Con los brazos extendidos, en pie, parece la sacerdotisa en el momento de la ofrenda. Y, de la misma manera que allí ofreció la Hostia sin mancha, aquí ofrece al pecador arrepentido. ¡Verdad mente es la Madre de los santos y de los pecadores!
Luego levanta a Pedro. Lo consuela más. Y le dice, como a un niño:
-Ahora estoy más contenta. Te veo aquí. Ahora ve, ve allí, con las mujeres y Juan. Necesitáis descanso y alimento. Ve. Y sé bueno…
Y luego, mientras en la casa -más serena en esta noche segunda desde su muerte- tienden a volver las costumbres humanas del sueño y del alimento, en una casa que presenta el aspecto cansado y resignado de las moradas donde los supervivientes, despacio, vuelven en sí de la impresión recibida por la muerte, María es la única que quiere permanecer en píe. Inmóvil en su sitio, en su espera, en su oración. Siempre, siempre, siempre; por los vivos, por los muertos, por los justos, por los pecadores, por el regreso, el regreso, el regreso de su Hijo.
Su cuñada quería estar con Ella. Pero ahora duerme profundamente, sentada en un rincón, con la cabeza apoyada hacia atrás contra la pared. Marta y María vienen dos veces, pero luego, cargadas de sueño, se retiran a una habitación próxima, y después de alguna palabra, caen también ellas en las profundidades del sueño… Más allá, en un cuartito pequeño como un
cuarto de juguete, duermen Salomé y Susana; mientras que, encima de dos esteras echadas en el suelo, duermen rumorosamente Pedro y Juan: el primero, todavía con mecánicas inspiraciones convulsas que se pierden en su ronquido; el segundo, con una sonrisa de niño soñando alguna visión feliz.
La vida vuelve a sus funciones y la carne a sus derechos… Sólo la Estrella de la Mañana resplandece insomne, con su amor que vela junto a la imagen de su Hijo.
Y la noche del Sábado pasa así. Hasta que el canto del gallo, con el primer claror del alba, hace levantarse, con un grito, a Pedro; y su grito, impregnado de miedo y dolor, despierta a los otros durmientes.
Ha terminado la tregua para ellos y empieza otra vez la pena; para María, sólo va aumentando el ansia de la espera.