Juan va a recoger a la Madre.
Veo al predilecto (Juan), más pálido aún que cuando estaba con Pedro en el patio de Caifás. Quizás porque allí la luz del fuego proyectaba un cálido reflejo en su cara. Ahora se le ve ajado, como por causa de una grave enfermedad, y como exangüe. Su cara está tan intensamente pálida -lívida palidez-, que emerge de la túnica malva como la de un ahogado. Y tiene los ojos empañados. El pelo, mate; despeinado. La barba, que ha asomado en esas horas, le pone un velo claro en las mejillas y el mentón, y, siendo rubia clara, da a aquéllas un aspecto aún más pálido. No queda en él nada del dulce y alegre Juan, como tampoco del inquieto Juan que poco antes, con un acceso encendido de desdén en el rostro, a duras penas se ha contenido de pegar a Judas.
Llama a la puerta de la casa y, como si desde dentro alguien, temeroso de encontrarse otra vez a Judas, preguntara que quién llama, responde:
-Soy Juan.
La puerta se abre y él entra.
También él va inmediatamente al cenáculo, sin responder a la dueña de la casa, que le ha preguntado: « ¿Pero qué está pasando en la ciudad?».
Se cierra dentro y cae de rodillas contra el asiento en que estaba Jesús, y llora llamándolo con dolor. Besa el mantel en el lugar donde el Maestro ha tenido unidas las manos. Acaricia el cáliz que ha estado entre sus manos… Luego dice:
-¡Oh, Dios Altísimo, ayúdame! Ayúdame a decírselo a su Madre! ¡No tengo corazón para ello!… Pero tengo que decírselo. ¡Tengo que decírselo yo, porque me he quedado solo!
Se levanta y piensa. Toca entonces el cáliz como para sacar fuerzas de ese objeto tocado por el Maestro. Mira a su alrededor… Ve, todavía en el rincón donde Jesús lo puso, el purificador que usó para secarse las manos después del lavatorio, y el otro que se había puesto en la cintura. Los coge, los dobla, los acaricia, los besa.
Sigue un momento titubeante en medio de la vacía habitación. Dice: « ¡Vamos!», pero no va hacia la puerta, sino que vuelve a la mesa y toma el cáliz y el pan cuyo extremo había partido Jesús para extraer el trozo que, untado, iba a dar a Judas. Los besa y, junto con los dos purificadores, los toma y los aprieta contra su corazón, como una reliquia. Repite: « ¡Vamos!» y suspira. Se acerca a la escalerita. -Sube por ella, encorvado, con paso reluctante y moroso. Abre, sale.
-Juan, ¿has venido?
María aparece de nuevo en la puerta de su habitación, apoyándose en la jamba, como quien no tiene fuerzas de mantenerse en pie.
Juan levanta la cabeza y la mira. Abre la boca queriendo hablar, pero no lo consigue: dos lagrimones descienden rodando por sus mejillas. Agacha la cabeza, con un sentido de vergüenza por su debilidad.
-Ven aquí, Juan. No llores. Tú no debes llorar. Tú lo has querido siempre y siempre lo has hecho feliz. Que ello te sirva de consuelo.
Estas palabras quitan todo freno al llanto de Juan, que ahora es tan alto y ruidoso que hace que se asomen la dueña de la casa, María Magdalena, la mujer de Zebedeo y las otras…
-Ven conmigo, Juan.
María se separa de la jamba y toma de una muñeca al discípulo y tira de él hacia la habitación, como si fuera un niño; luego cierra la puerta despacio, para aislarse con él.
Juan no reacciona. Pero al sentir en su cabeza el contacto de la mano trémula de María, cae de rodillas, deposita en el suelo los objetos que llevaba apretados contra su corazón, y, rostro en tierra, teniendo un borde de la túnica de María apretado contra su convulso rostro, dice entre sollozos:
-¡Perdón! ¡Perdón! ¡Madre, perdón!
María, en pie, acongojada, con una mano en el pecho y el otro brazo pendiendo relajado, con una voz llena de aflicción,
dice:
-¿Qué es lo que debería perdonarte, ¡pobre hijito mío!? ¿Qué? ¿A ti?
Juan levanta la cara, mostrándola como es, sin huella alguna de orgullo masculino: una cara de un pobre niño que llora,
y grita:
-¡El haberlo abandonado! ¡El haber huido! ¡No haberlo defendido! ¡Oh, Maestro mío! ¡Maestro, perdón! ¡Hubiera debido morir, antes que dejarte! ¡Madre! ¡Madre, ¿quién me quitará algún día este remordimiento?!
-Paz, Juan. Él te perdona. Ya te ha perdonado. Nunca ha tenido en cuenta este momento tuyo de desconcierto. Te
quiere.
María habla intercalando pausas entre las breves frases, como en un momento de jadeo, mientras tiene una mano puesta en su pobre corazón, que late fuerte de angustia, y la otra sobre la cabeza de Juan.
-Pero yo no lo he sabido comprender ni siquiera ayer por la noche… y me dormí mientras Él nos pedía el consuelo de velar. ¡Dejé solo a mi Jesús! Y luego salí corriendo cuando vino ese maldito con esa gentuza…
-Juan, no maldigas. No odies, Juan. Deja al Padre ese juicio. Escucha: ¿Dónde está El ahora?
Juan vuelve a caer rostro en tierra, y llora más fuerte.
-Responde, Juan. ¿Dónde está mi Hijo?
-Madre… yo… Madre, le… Madre…
-Lo han condenado, lo sé. Lo que te pregunto es que dónde está en este momento.
-He hecho todo lo posible porque me viera… He tratado de recurrir a alguien influyente para obtener piedad, para que… para que le hicieran sufrir menos. No le han hecho mucho daño…
-No mientas, Juan. Ni siquiera por compasión hacia una madre. No lo conseguirías. Y sería inútil. Yo sé. Desde ayer noche le he seguido en su dolor. Tú no lo ves, pero mi carne está magullada por los mismos azotes que Él ha recibido, y en mi frente están las espinas; he sentido los golpes… todo. Pero ahora… ya no veo. ¡Ahora ignoro donde está mi Hijo, mi Hijo condenado a la cruz!… ¡A la cruz!… ¡A la cruz!… ¡Oh, Dios, dame fuerzas! Él tiene que verme. No debo sentir mi dolor mientras Él esté sintiendo el suyo. Después, cuando todo haya terminado, déjame morir, ¡oh Dios!, si Tú lo quieres. Ahora, no. Por Él, porque me vea. Vamos, Juan. ¿Dónde está Jesús?
-Está saliendo de la casa de Pilato. Ese clamor es la turba que grita en torno a Él, atado, en los escalones del Pretorio, esperando la cruz o ya caminando hacia el Gólgota.
-Avisa a tu madre, Juan, y a las otras mujeres. Vamos. Recoge ese cáliz, ese pan, esos paños… Mételos aquí. Nos servirán de consuelo… más adelante… Vamos.
Juan recoge los objetos que estaban en el suelo y sale para llamar a las mujeres. María lo espera, pasando por su cara esos paños, como buscando en ellos la caricia de la mano de su Hijo, y besa el cáliz y el pan, y pone todo encima de un estante. Se envuelve estrechamente en su manto, y se cubre con él hasta los ojos, por encima del velo que le envuelve la cabeza y el cuello. No llora, pero sí tiembla. Y jadea tanto, con la boca abierta, que parece faltarle el aire.
Juan entra de nuevo, seguido por las mujeres, que lloran.
-¡Hijas! ¡Callad! ¡Ayudadme a no llorar! Vamos.
Y se apoya en Juan, que la guía y la sostiene como si se tratara de una ciega.
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