Jesús y María son la antítesis de Adán y Eva. Judas Iscariote es el nuevo Caín. La verdadera evolución del hombre es la de su espíritu.
Dice Jesús (a María Valtorta):
-La pareja Jesús-María es la antítesis de la pareja Adán-Eva. Es la destinada a anular toda la actuación de Adán y Eva y poner a la Humanidad de nuevo en el punto en que estaba cuando fue creada: una Humanidad rica en gracia y en todos los dones que el Creador le otorgó. La Humanidad ha experimentado una total regeneración por la obra de la pareja Jesús-María, quienes, así, han venido a ser los nuevos Fundadores de la Humanidad. Todo el tiempo precedente ha quedado anulado. El tiempo y la historia del hombre se cuentan a partir de este momento en que la nueva Eva, por una inversión de términos en la creación, forma de su seno inviolado, por obra del Señor Dios, al nuevo Adán.
Pero para anular las obras de los dos Primeros, causa de mortal enfermedad, de perpetua mutilación, de empobrecimiento (más: de indigencia espiritual, porque después del pecado Adán y Eva se encontraron despojados de todo lo que les había donado, riqueza infinita, el Padre Santo), estos Segundos tuvieron que obrar en todo y por todo, de forma opuesta a la en que obraron los dos Primeros. Por tanto, llevar la obediencia hasta la perfección que se aniquila y se inmola en la carne, en el sentimiento, en el pensamiento, en la voluntad, para aceptar todo lo que Dios quiere. Por tanto, llevar la pureza a una castidad absoluta, por la cual la carne… ¿qué fue la carne para Nosotros dos, puros?: velo de agua sobre el espíritu triunfante, caricia de viento sobre el espíritu rey, cristal que aísla al espíritu-señor y no lo corrompe, impulso que eleva y no peso que oprime; esto fue la carne para Nosotros: menos pesada y susceptible de ser sentida que un vestido de lino, leve sustancia interpuesta entre el mundo y el esplendor del yo sobrehumanado, medio para poner por obra aquello que Dios quería; nada más.
¿Poseímos el amor? Cierto que sí. Poseímos el “perfecto amor». No es, hombres, amor el hambre carnal que os mueve, ávidos, a saciaros de una carne. Eso es lujuria. Nada más. Esto es tan cierto, que amándoos así -vosotros lo consideráis amor- no sabéis compadeceros recíprocamente, ayudaros, perdonaros. ¿Qué es, entonces, vuestro amor? Es odio. Es únicamente delirio paranoico que os mueve a preferir el sabor de pútridos alimentos antes que el sano, fortalecedor alimento de selectos sentimientos.
Nosotros tuvimos el «perfecto amor». Nosotros, los castos perfectos. Este amor abrazaba a Dios en el Cielo y, a Él unido, como lo están las ramas con el tronco que las nutre, se extendía y descendía distribuyendo magnánimamente descanso, protección, alimento, consuelo, para la Tierra y sus habitantes. Ninguno estaba excluido de este amor. Ni nuestros semejantes ni los seres inferiores ni la naturaleza herbácea ni las aguas ni los astros; ni siquiera los malos quedaban excluidos de este amor. Porque éstos seguían siendo – aunque fuera muertos- miembros del gran cuerpo de la Creación y, por tanto, veíamos en ellos la santa efigie del Señor (aunque fuera, a causa de su maldad, una efigie deformada y ensuciada) que los había formado a su imagen y semejanza.
Nosotros amamos: gozando con los buenos; llorando por los no buenos; orando -amor fáctico que se manifiesta impetrando y obteniendo protección para aquel a quien amamos- orando por los buenos para que fueran cada vez mejores y que fueran acercándose cada vez más a la perfección del Bueno que desde el Cielo nos ama; orando por los que vacilaban entre la bondad y la maldad, para que se fortalecieran y supieran perseverar en el camino santo; orando por los malos, para que la Bondad hablara a su espíritu (incluso abatiéndolos con un rayo de su poder, pero convirtiéndolos al Señor su Dios). Nosotros amamos así, como ningún otro amó. Llevamos el amor a las cimas de la perfección para colmar con nuestro océano de amor el abismo excavado por el desamor de los Primeros, que se amaron a sí mismos más que a Dios, queriendo tener más de lo que era lícito, para ser superiores a Dios.
Por tanto, Nosotros tuvimos que unir a la pureza, a la obediencia, a la caridad, al desapego de todas las riquezas de la Tierra (carne, poder, dinero: el trinomio de Satanás opuesto al trinomio de Dios, o sea, fe, esperanza, caridad) y oponer al odio, a la lujuria, a la ira, a la soberbia (las cuatro pasiones perversas, antítesis de las cuatro virtudes santas: fortaleza, templanza, justicia, prudencia), tuvimos que unir y oponer una constante práctica de todo lo que se oponía al modo de actuar de la pareja Adán-Eva. Y si mucho nos resultó -por nuestra buena voluntad sin límites- incluso fácil, sólo el Eterno sabe cuán heroico nos resultó esta práctica en ciertos momentos y en ciertos casos.
Aquí sólo quiero hablar de uno de estos momentos. Y de mi Madre, no mío; de la nueva Eva, la cual ya había rechazado desde sus más tiernos años las lisonjas usadas por Satanás para seducirla a morder el fruto y probar aquel sabor que había desquiciado a la compañera de Adán; la nueva Eva que no se había limitado a rechazar a Satanás, sino que lo había vencido aplastándolo bajo una voluntad de obediencia, de amor, de castidad tan grandes, que él, el Maldito, había resultado aplastado y subyugado.
¡No, ciertamente Satanás no puede alzarse de debajo del calcañar de mi Madre Virgen! Suelta baba y arroja espuma, ruge y blasfema. Pero su baba cae hacia abajo y su grito no toca a esa atmósfera que envuelve a mi Santa, que no siente hedor ni risas burlonas demoníacas, que no ve -ni siquiera ve- la asquerosa baba del Reptil eterno, porque las armonías celestes y los celestes aromas danzan alrededor de Ella enamorados en torno a su bella y santa persona y porque su mirada, más pura que la azucena y más enamorada que la de la paloma arrulladora, mira sólo a su Señor eterno, de quien es Hija, Madre y Esposa.
Cuando Caín mató a Abel, la boca de su madre profirió las maldiciones que su espíritu, separado de Dios, le sugería contra su prójimo más íntimo: el hijo de sus entrañas profanadas por Satanás y embrutecidas por el intemperado deseo. Y esa maldición fue la mancha en el reino de lo moral humano, de la misma forma que el delito de Caín fue la mancha en el reino de lo animal humano. Sangre sobre la Tierra, derramada por mano fraterna. La primera sangre, que atrae, come milenario imán, toda
la sangre que, extraída de las venas del hombre, la mano del hombre derrama. Maldición sobre la Tierra, proferida por boca humana. Como si la Tierra no estuviera ya suficientemente maldecida por causa del hombre rebelde contra su Dios y hubiera necesitado conocer los abrojos y las espinas y la dureza de los terrones, de las sequías, de los granizos, de los hielos, del sol tórrido; esa Tierra que había sido creada perfecta, servida por elementos perfectos para que fuera morada fácil y hermosa para el hombre, su rey.
María debe anular a Eva. María ve a1 segundo Caín: Judas. María sabe que es e1 Caín de su Jesús: del segundo Abel. Sabe que la sangre de este segundo Abel ha sido vendida por ese Caín y ya está siendo derramada. Pero no maldice. Ama y perdona. Ama y llama.
¡Oh, maternidad de María mártir! ¡Maternidad tan sublime como esa maternidad tuya virgínea y divina! Esta última ha sido don de Dios, pero la primera, Madre santa, Corredentora, ha sido un don tuyo para ti, porque sólo tú supiste, en aquella hora, quebrantado tu corazón por los flagelos que me habían desgarrado las carnes, decir a Judas esas palabras; solamente tú supiste en aquella hora, mientras sentías ya la cruz partirte el corazón, amar y perdonar.
María: la nueva Eva. Ella os enseña la nueva religión que lleva el amor hasta el punto de perdonar a quien mata a un hijo. No seáis como Judas, que cierra su corazón ante esta Maestra de Gracia y se desespera diciendo: «Él no me puede perdonar», poniendo en duda las palabras de la Madre de la Verdad, y, por tanto, mis palabras, que siempre habían repetido que Yo había venido para salvar y no para condenar. Para perdonar a aquel que, arrepentido, viniera a mí.
María: la nueva Eva, recibió también de Dios un nuevo Hijo «en vez de Abel, matado por Caín». Pero no lo tuvo a través de una hora de alegría animal adormecedora del dolor con los vapores de la sensualidad y el cansancio del contentamiento. Lo tuvo en una hora de dolor total, al pie de un patíbulo, entre los estertores del Moribundo, que era su Hijo, entre los improperios de una multitud deicida y en medio de una desolación inmerecida y total, porque ya Dios tampoco la consolaba.
La vida nueva empieza para la Humanidad y para cada uno de los seres humanos en María. En sus virtudes y en su modo de vivir, está vuestra escuela. Y en su dolor -que tuvo todos los aspectos, incluso el del perdón al que entregó a la muerte a su Hijo- está vuestra salvación.
En el Génesis se lee: «Entonces Adán, siendo su mujer la madre de todos los vivientes, le puso el nombre de Eva».
¡Oh, sí! La mujer había nacido de la «Varona» que Dios había formado para que fuera compañera de Adán, sacándola de la costilla del hombre. Había nacido con su destino doloroso porque había querido nacer (porque la Varona (la mujer sacada del hombre) pasó a ser Eva (la madre de todos los vivientes) como consecuencia del pecado que quiso cometer) Porque había querido conocer aquello que Dios le había ocultado reservándose la alegría de darle el gozo de la posteridad sin desdoro sensual. La compañera de Adán quiso conocer el bien que se oculta en el mal y, sobre todo, el mal que se oculta en el bien, en el bien aparente. Seducida por Lucifer, tendió a conocer aquello que sólo Dios podía conocer sin peligro, y se hizo creadora. Pero, usando indignamente esta fuerza de bien, la había corrompido transformándola en acto malo, pues que era desobediencia a Dios y malicia y avidez de la carne.
Ya era ella la «madre». ¡Llanto infinito de las cosas en torno a la inocencia de su reina profanada! ¡Y llanto desolado de la reina ante esa profanación suya, cuya entidad y cuya imposible anulación comprende! Si las tinieblas y los cataclismos acompañaron la muerte del Inocente, también tinieblas y fuerte tormenta acompañaron a la muerte de la Inocencia y de la Gracia en los corazones de los Progenitores. Había nacido el Dolor en la Tierra. Y la Providencia de Dios no quiso que fuera eterno; de forma que os da, después de años de dolor, la alegría de salir del dolor para entrar en la alegría, si sabéis vivir con corazón recto.
¡Qué desdicha para el hombre si se hubiera hecho humanamente dueño de la vida, viviendo con el recuerdo de sus delitos y con el continuo aumento de éstos, pues que vivir sin pecar os es más imposible que vivir sin respirar, ¡oh criaturas que habíais sido creadas para conocer la Luz y que, por el contrario, fuisteis envenenados por la Tiniebla, que de sí misma os envenenó y os hizo de sí víctimas! ¡La Tiniebla! La Tiniebla os insidia continuamente. Os envuelve, y suscita de nuevo aquello que el Sacramento había borrado; y, dado que no le oponéis la voluntad de ser de Dios, logra envenenaros otra vez con el veneno que el Bautismo había hecho inocuo.
Dios Padre alejó al hombre -de cuya desobediencia los signos eran manifiestos- del lugar de las delicias paradisíacas, para que no pecase otra vez, y más veces, alzando la mano ladrona hacia el árbol de Vida. El Padre ya no se podía fiar de sus hijos, ni sentirse seguro en su terrestre Paraíso. Satanás había entrado ya una vez, para insidiar a sus criaturas predilectas, y, si había podido inducirlos al pecado cuando eran inocentes, con mayor holgura habría podido repetirlo ahora que ya no lo eran.
El hombre había querido poseer todo, no dejando a Dios el tesoro de ser el Generador. Que se marchara, pues, este rey abatido y despojado de sus dones; que se fuera con su riqueza, obtenida con violencia, y que se la llevara consigo a la tierra de exilio, para que le recordara siempre su pecado. La criatura paradisíaca había venido a ser criatura terrestre. Y habrían de pasar siglos de dolor para que el Único que podía extender su mano hacia el fruto de 1a Vida viniera y recogiera ese fruto para toda la Humanidad; lo recogiera con sus manos atravesadas y se lo diera a los hombres para que volvieran a ser coherederos del Cielo y volvieran a poseer la Vida que no muere nunca.
Dice también el Génesis: “Adán después conoció a su mujer Eva”. Habían querido conocer los secretos del bien y del mal. Justo es que conocieran ahora también el dolor de deber reproducirse en la carne con la ayuda directa de Dios sólo para aquello que el hombre puede crear, o sea, para el espíritu, chispa que parte de Dios, soplo que infunde Dios, sello que en la carne pone el signo del Creador eterno. Y Eva dio a luz a Caín.
Eva estaba cargada de su pecado. Llamo aquí vuestra atención acerca de un hecho que a la mayoría les pasa desapercibido. Eva estaba cargada de su pecado. Y el dolor todavía no había sido sufrido en medida suficiente para disminuir su pecado. Como un organismo cargado de toxinas, ella había transmitido a su hijo todo aquello que en ella pululaba. Y Caín, primer hijo de Eva, había nacido duro, envidioso, iracundo, lujurioso, perverso, poco diferente a las bestias en relativo al instinto, mucho más animalesco que las bestias en lo relativo a lo sobrenatural, porque en su yo feroz negaba respeto a Dios, a
quien miraba como a un enemigo, considerando que le era lícito no darle culto sincero. Satanás le azuzaba a burlarse de Dios. Y quien escarnece a Dios no respeta a nadie en el mundo. De forma que los que están en contacto con los despreciadores del Eterno conocen la amargura del llanto porque no pueden esperar un amor reverente en su prole, ni una seguridad de amor fiel en el consorte, ni una certeza de amistad leal en el amigo.
Numerosas lágrimas surcaron el rostro de Eva y asenderearon su razón por la dureza del hijo, y pusieron en su corazón el germen del arrepentimiento; numerosas lágrimas que le obtuvieron una disminución de la culpa, porque Dios, ante el dolor de quien se arrepiente, perdona. Y la madre lavó en el llanto el alma de su segundogénito, que fue dulce, respetuoso para con sus padres, devoto hacia el Señor suyo, cuya omnipotencia sentía descender radiante de los Cielos: era la alegría de la mujer caída.
Pero el camino del dolor de Eva debía ser largo y penoso, proporcionado a su camino en la experiencia pecaminosa: en éste, estremecimiento de concupiscencia; en aquél, estremecimiento de aflicción; en éste, besos; en aquél, sangre; de éste, un hijo; de aquél, la muerte de un hijo, la de su predilecto (predilecto por su bondad). Abel se hace instrumento de purificación para la culpable. ¡Pero qué purificación tan dolorosa, que llenó con sus desgarradores gritos la Tierra aterrorizada por el fratricidio, y que mezcló las lágrimas de una madre con la sangre de un hijo, mientras huía perseguido por su remordimiento aquel que, enemistado con Dios y con su hermano, al que Dios amaba, la había derramado!
Dice el Señor a Caín: «¿Por qué andas irritado?». ¿Por qué, si faltas contra mí, te irritas porque no te miro benigno? ¡Cuántos Caínes hay en la Tierra! Me tributan un culto de desprecio, un culto hipócrita, o no me tributan ningún culto, y quieren que los mire con amor y los colme de felicidad.
Dios es vuestro Rey, no vuestro siervo. Dios es vuestro Padre, pero un padre no es nunca un siervo, si se juzga según justicia. Dios es justo. Vosotros no lo sois, pero Él sí lo es. Y no puede -pues que os colma de sus beneficios de manera desmedida por el sólo hecho de que lo améis un poco- no daros -pues que tanto lo despreciáis-sus castigos. La Justicia no conoce dos vías. Su vía es única. Esto hacéis, esto recibís. Si sois buenos, recibís el bien; si sois malos, recibís el mal. Y -creedlo- siempre sobrepasa con mucho el bien que tenéis al mal que deberíais recibir por vuestra manera de vivir, en rebelión contra la Ley divina.
Dios dijo: «¿No es verdad que si haces el bien recibirás el bien y que si haces el mal el pecado se presentará inmediatamente ante tu puerta?». En efecto, el bien lleva a una constante elevación espiritual y capacita cada vez más para cumplir un bien cada vez mayor, hasta alcanzar la perfección y hacerse santos; por el contrario, basta ceder al mal para degradarse y alejarse de la perfección, y conocer la servidumbre del pecado que entra en el corazón y hace descender a éste, por grados, a una sucesiva y cada vez mayor culpabilidad.
«Pero» sigue diciendo Dios «pero tendrás debajo de ti el deseo del pecado, y debes dominarlo». Sí, Dios no os ha hecho esclavos del pecado; las pasiones están debajo de vosotros, no encima de vosotros. Dios os ha dado inteligencia y fuerza para dominaros. Incluso a los primeros hombres, castigados por el rigor de Dios, les dejó Dios inteligencia y fuerza moral. Y, desde que el Redentor ha consumado por vosotros el Sacrificio, tenéis, como ayuda de la inteligencia y fuerza, los ríos de la Gracia, y podéis, y debéis, dominar el deseo del mal. Con vuestra voluntad fortalecida por la Gracia, debéis hacerlo. Por esto los ángeles de mi Nacimiento le cantaron a la Tierra: «Paz a los hombres de buena voluntad». Yo venía para traer de nuevo la Gracia a los hombres. Mediante la unión de la Gracia con la buena voluntad, los hombres tendrían la Paz. La Paz: gloria del Cielo de Dios.
«Y Caín dijo a su hermano: “Vamos afuera”. Una mentira que celaba bajo la sonrisa una traición asesina. La delincuencia siempre practica la mentira, respecto a sus víctimas y respecto al mundo al que trata de engañar; y quisiera engañar incluso a Dios. Pero Dios lee los corazones.
«Vamos afuera.” Muchos siglos después, uno dijo: «Salve, Maestro», y lo besó. Los dos Caínes escondieron el delito bajo una apariencia inocua y dieron rienda suelta a su envidia, a su ira, a su abusiva violencia y a todos sus malvados instintos, descargando todo ello sobre la víctima porque no se habían dominado a sí mismos; antes bien, habían hecho esclavo su espíritu del propio yo corrompido. Eva asciende por el camino de la expiación, Caín desciende por el camino del infierno, y en éste le hunde la desesperación que de él se apodera; y con la desesperación -último golpe mortal asestado al espíritu ya languideciente por su delito- viene el miedo físico, vil, del castigo humano. El que ya no es ser que el Cielo lleve en su memoria, ese hombre de alma muerta, animal es que se estremece por vida animal. La muerte, cuyo aspecto es sonrisa para los justos, porque por ella van a la alegría de la posesión de Dios, terror es para los que saben que morir quiere decir pasar para siempre del infierno del corazón al infierno de Satanás. Y, como alucinados, ven por todas partes venganza ya pronta para descargarse contra ellos.
Pero sabed -hablo a los justos- sabed que si el remordimiento y las tinieblas de un corazón culpable permiten y fomentan las alucinaciones del pecador, a ninguno le es lícito erigirse como juez de su hermano, y mucho menos erigirse como justiciero. Sólo uno es Juez: Dios. Y si la justicia del hombre ha creado sus propios tribunales, ésos tienen la misión de administrar justicia, y ¡ay de los que profanen ese nombre y juzguen movidos por estímulo pasional propio o por presión de poderes humanos!
¡Maldición para aquel que se haga justiciero privado de un semejante suyo! Pero ¡maldición aún mayor para el que sin factores de impulsivo encono, sino movido por frío cálculo humano, consigna a su semejante, sin justicia, a la muerte o al deshonor de la cárcel! Porque si el que mate al que mató recibirá un castigo siete veces mayor -como dijo el Señor que sucedería al que matara a Caín-, el que sin justicia condene, movido de servidumbre hacia Satanás enmascarado de Pujanza humana, recibirá setenta y siete veces el rigor de Dios.
Esto tendríais que tenerlo siempre presente, especialmente en estos tiempos, hombres que os matáis los unos a los otros para hacer de los caídos la base de vuestro triunfo, y no sabéis que lo que hacéis es excavar bajo vuestros pies la trampa en que os hundiréis maldecidos por Dios y por los hombres; porque Yo dije: «¡No matarás!».
Eva sube por su camino de expiación. El arrepentimiento va creciendo en ella ante las pruebas de su pecado. Quiso conocer el bien y el mal. Y el recuerdo del bien perdido es para ella como el recuerdo del Sol para uno que, al improviso, hubiera
quedado cegado. El mal está ante ella en los despojos del hijo asesinado; y alrededor, por el vacío creado por el hijo homicida y fugitivo. Y nace Set. Y de Set Enós. El primer sacerdote.
Hincháis vuestra mente con los humos de vuestra ciencia y habláis de evolución como de un signo de vuestra formación espontánea. El hombre-animal, evolucionando, se hará superhombre: esto decís. Sí, así es, pero a mi manera, en mi campo, no en el vuestro; no pasando de la condición de cuadrúmanos a la de hombres, sino de la de hombres a la de espíritus: cuanto más crezca el espíritu, más evolucionaréis.
Vosotros, que habláis de glándulas y os llenáis la boca hablando de hipófisis o pineal y ponéis en ella la sede de la vida – tomada ésta no en el tiempo en que la vivís, sino en los tiempos que han precedido y seguirán a vuestra vida actual-, sabed que la verdadera glándula vuestra, la que hace de vosotros los posesores eternos de la Vida, es el espíritu vuestro. Cuanto más esté éste desarrollado, más poseeréis las luces divinas y más evolucionaréis de hombres a dioses, inmortales dioses, y obtendréis de este modo -sin contravenir al deseo de Dios, a su mandato sobre el árbol de la Vida- la posesión de esta Vida, justamente en la manera en que Dios quiere que la poseáis, pues que Él para vosotros la creó eterna y refulgente, abrazo beatífico con esa eternidad que os absorbe y os comunica sus propiedades.
Cuanto más desarrollado esté el espíritu, más conoceréis a Dios. «Conocer a Dios quiere decir amarlo y servirle y, por tanto, ser capaces de invocarlo para uno mismo y para los demás. Venir a ser, pues, los sacerdotes que desde la Tierra oran por los hermanos. Porque es sacerdote el consagrado, sí, pero también lo es el creyente convencido, amoroso, fiel; y lo es, sobre todo, esa alma víctima que por un impulso de caridad se inmola a sí misma.
No es el hábito, sino el corazón, lo que Dios observa. Y en verdad os digo que ante mis ojos aparecen muchos tonsurados que de sacerdotal sólo tienen la tonsura, y muchos laicos en que la Caridad, que los posee y por la que se dejan consumir, es el óleo de la ordenación que hace de ellos sacerdotes míos, anónimos a los ojos del mundo, pero conocidos por mí, que los bendigo.