Introducción.
Dice Jesús:
-Y ahora ven (a María Valtorta). Aunque estés esta noche como uno próximo a expirar, ven, que quiero guiarte hacía mis sufrimientos. Largo será el camino que tendremos que recorrer juntos, porque no se me eximió de ningún dolor. De ningún dolor de la carne, de ninguno de la mente, de ninguno del corazón, de ninguno del espíritu. Todos los experimenté, con todos me alimenté, todos fueron bebida para mi sed, hasta morir por causa de ellos.
Si apoyaras en mi labio tu boca, sentirías en él todavía la amargura de tanto dolor. Si pudieras ver mi Humanidad en su aspecto fúlgido de ahora, verías que ese fulgor emana de las innumerables heridas que cubrieron con una túnica de púrpura viva mis miembros lacerados, desangrados, maltratados, traspasados por amor a vosotros.
Ahora es fúlgida mí Humanidad. Pero hubo un día en que, de tanto como la maltrataron y humillaron, asemejó a la de un leproso. El Hombre-Díos, que tenía en sí la perfección de la belleza física porque era Hijo de Dios y de la Mujer sin mancha, apareció entonces, ante los ojos de quien lo miraba con amor, con curiosidad o mirada despreciadora, feo: un «gusano» como dice David, el oprobio de los hombres, el desecho de la plebe. (Salmo 22, 7. Siguen citas de: Isaías 53, 4-5; Cantar de los Cantares 2, 10-12)
El amor al Padre y a las criaturas de mi Padre me llevó a abandonar mi cuerpo a los que me golpeaban, a ofrecer mi rostro a los que me abofeteaban y escupían, a los que creían hacer una obra meritoria arrancándome los mechones de cabello y la barba, hincando en mi cabeza espinas, haciendo cómplices incluso a la tierra y a sus frutos de los tormentos que ellos infligían a su propio Salvador, dislocándome los miembros, descubriendo mis huesos, arrancándome las vestiduras y dando así a mi pureza la mayor de las torturas, clavándome en un madero y levantándome como el matarife cuelga de los ganchos a un cordero degollado, y ladrando alrededor de mí agonía como una manada de lobos famélicos, cuya ferocidad aumenta con el olor de la sangre.
Acusado, condenado, matado. Traicionado, negado, vendido. Abandonado incluso por Dios, al estar sobre mí los delitos con que Yo me había cargado. En un estado de pobreza mayor que el de un mendigo asaltado por bandoleros, porque no me dejaron ni siquiera el vestido para cubrir mi lívida desnudez de mártir. No eximido, ni siquiera después de la muerte, de la agresión de una herida ni de las calumnias de los enemigos. Sumergido en el fango de todos vuestros pecados, hundido hasta el fondo de las tinieblas del dolor, sin luz del Cielo que respondiera a mi mirada agonizante, ni voz divina que respondiera a mi extrema invocación.
Isaías expresa la razón de tanto dolor: «Verdaderamente Él ha tomado sobre sí nuestros males y ha llevado nuestros dolores». ¡Nuestros dolores! ¡Sí, por vosotros los he llevado! Para aliviar los vuestros, para mitigarlos, para anularlos, si me hubierais sido fieles. Pero no habéis querido serlo. ¿Y qué he recibido a cambio? Me habéis «mirado como a un leproso, como a uno castigado por Dios». Sí, sobre mí estaba la lepra de vuestros pecados infinitos; sobre mí estaba, como un vestido de penitencia, como un cilicio. ¿Y cómo no habéis visto transparentarse a Dios con su infinita caridad a través de esa vestidura que echó sobre su santidad por vosotros!
«Llagado por nuestras iniquidades, traspasado por nuestros desmanes» dice Isaías, que con sus ojos proféticos veía al Hijo del hombre transformado todo en una equimosis para sanar las de los hombres. ¡Ah, si sólo hubieran sido heridas infligidas en mi carne! No.
Lo que más heristeis fue mi sentimiento y mi espíritu. De uno y de otro habéis hecho objeto de burla y blanco de agresión. Me heristeis, a través de Judas, en la amistad que había depositado en vosotros; a través de Pedro, que niega, en la fidelidad que de vosotros esperaba; a través de los que -después de haberlos curado de tantas enfermedades- me gritaban «¡Muere!», me heristeis en lo relativo a la gratitud por mis beneficios; me heristeis en el amor, por la congoja infligida a mi Madre; en orden a la religión, declarándome blasfemo contra Dios (a mí que por el celo de la causa de Dios me había puesto en las manos del hombre encarnándome y padeciendo durante toda la vida y abandonándome a la crueldad humana sin emitir ni palabra ni quejido).
Habría bastado que Yo hubiera vuelto la mirada, para que mis acusadores, jueces y verdugos hubiesen quedado reducidos a cenizas. Pero había venido voluntariamente para cumplir el sacrificio; y, como un cordero, porque era el Cordero de Dios y lo soy eternamente, me dejé llevar para ser despojado y matado y para hacer de mi Carne vuestra Vida.
Cuando fui elevado ya estaba consumido por padecimientos sin nombre, con todos los nombres. Empecé a morir en Belén, al ver la luz de la Tierra, tan angustiosamente distinta para mí, que era el Viviente del Cielo. Seguí muriendo en la pobreza, en el destierro, en la huida, en el trabajo, en la incomprensión, en la fatiga, en la traición, en los sentimientos arrancados, en las torturas, en las mentiras, en las blasfemias. ¡Esto es lo que dio el hombre a Aquel que venía a unirlo de nuevo con Dios!
María, mira a tu Salvador. No lleva una vestidura blanca ni sus cabellos son rubios, no tiene esa mirada de zafiro que tú conoces: su túnica está roja de sangre, lacerada y cubierta de porquerías y esputos; su cara, tumefacta y desencajada; su mirada, velada por la sangre y el llanto, y te mira a través de la costra de sangre y llanto y polvo que cargan sus párpados. ¿Mis manos? Ya ves, son ya una entera llaga y esperan la llaga última.
Mira, pequeño Juan, (así llamaba Jesús a María Valtorta) como me miró tu hermano Juan. Tras mis pasos van quedando huellas de sangre. El sudor diluye la sangre que fluye de las heridas de los azotes y la que todavía queda de la agonía del Huerto. La palabra sale -en el jadeo de la fatiga de un corazón ya moribundo por toda suerte de torturas- de esos labios abrasados y contusos.
De ahora en adelante, frecuentemente, me verás así. Soy el Rey del Dolor y vendré a hablarte del dolor mío con mi vestidura regia. Sígueme a pesar de tu agonía. Soy el Compasivo, y sabré también poner delante de tus labios amargados por mi dolor la miel aromática de más serenas contemplaciones. Pero debes preferir estas de sangre, porque por ellas tú tienes la Vida y con ellas llevarás a otros a la Vida. Besa mi mano ensangrentada y estáte vigilante, meditando en mí como Redentor.
Veo a Jesús como Él se describe. Esta noche, desde las siete (ya es la una y cuarto del día once) me hallo verdaderamente en agonía.
Me dice Jesús esta mañana, 11 de febrero, a las siete y media: «Ayer por la noche he querido hablarte sólo de mí como Cristo penante, porque he comenzado la descripción y visión de mis dolores. Ayer por la noche ha sido la introducción. ¡Y estabas tan agotada, amiga mía! Pero antes de que vuelva la agonía debo reprocharte dulcemente algo.
Ayer por la mañana te comportaste egoístamente. Le dijiste al Padre (al Padre Migliorini): «Esperemos que yo continúe, porque mi fatiga es la mayor». No. La suya es la mayor, porque es fatigosa y no tiene la compensación de la beatitud que significa el ver y tener a Jesús, presente como lo tienes tú, incluso con su santa Humanidad. No seas nunca egoísta, ni siquiera en las cosas más pequeñas. Una discípula, un pequeño Juan, debe ser humildísimo y amantísimo como su Jesús.
Y ahora ven a estar conmigo. «Han aparecido las flores… el tiempo de la poda ha llegado… se ha oído en el campo la voz de la tortolita…». Y son las flores nacidas en las pozas de la Sangre de tu Cristo. Y Aquel que será cortado como rama podada es el Redentor. Y la voz de la tórtola, que llama a su esposa a su banquete de boda dolorosa y santa, es mi voz que te quiere.
Álzate y ven, como dice la Misa de hoy. Ven a contemplar y a sufrir. Es el don que concedo a los predilectos.