El día del Sábado Santo.
El alba, fatigosamente, avanza débil. La aurora tarda -cosa extraña- aunque no haya nubes en el cielo. Parece como si los astros hubieran perdido todo elemento de vigor. Y, al igual que la nocturna Luna era pálida, el Sol que aparece también es pálido. Opacos… ¿Será que también ellos han llorado, y por eso tienen este aspecto empañado como lo tienen los ojos de los buenos, que han llorado y lloran por la muerte del Señor?
En cuanto Juan comprende que han abierto las puertas, sale, sordo a las súplicas maternas. Las mujeres se atrincheran en casa, ahora más atemorizadas porque también el apóstol se ha marchado.
María, que sigue en su habitación, desmayadas las manos sobre su regazo, mira fijamente hacia fuera a través de la ventana que da a un jardín no excesivamente grande, pero sí bastante amplio, y todo lleno de rosas florecidas que orillan las altas tapias y los caprichosos cuadrados de jardín. En las matas de los lirios, por el contrario, no hay todavía tallos de futuras flores: están tupidas, hermosas, pero sólo con hojas. Mira, mira, y yo creo que no ve nada, sino lo que hay en su pobre cerebro cansado: la agonía de su Hijo.
Las mujeres van y vienen. Se acercan a Ella, la acarician, le ruegan que tome algo que la reconforte… y cada una de estas veces, al venir ellas, viene una oleada de un perfume denso, compuesto, un perfume que aturde.
María se estremece cada vez, pero nada más. No dice nada. No hace nada. Nada. Está exhausta. Espera. Sólo espera. Es la Mujer que espera.
Un golpe en la puerta… Las mujeres corren a abrir. María se vuelve en su asiento, pero no se levanta. Mira fijamente a la puerta entreabierta.
Entra la Magdalena.
-Está Manahén… Quisiera ser útil para algo…
-Manahén… Dile que entre. Siempre ha sido bueno. No creía que fuera él…
-¿Quién pensabas que fuera, Madre?…
-Después… después. Que entre.
Entra Manahén. No viene pomposo como de costumbre. Trae una túnica normalísima, de un marrón casi negro, y el manto es casi igual. Ninguna joya. Tampoco la espada. Nada. Parece un hombre de condición económica buena, pero del pueblo. Se inclina para saludar. Primero cruza las manos en el pecho, luego se arrodilla como ante un altar.
-Levántate. Y perdona si no respondo a la reverencia. No puedo…
-No debes. Yo no lo permitiría. Sabes quién soy. Por eso te ruego que cuentes conmigo como tu siervo. ¿Me necesitas? Veo que no tienes a tu lado ningún hombre. Sé por Nicodemo que todos han huido. No había ninguna solución, es verdad, pero al menos darle el consuelo de vernos. Yo… yo lo saludé en el Sixto. Y luego ya no pude, porque… Bueno, es inútil decirlo. Esto también ha sido deseo de Satanás. Ahora estoy libre y vengo a ponerme a tu servicio. Ordena, Mujer.
-Quisiera saber y hacer saber a Lázaro… Sus hermanas están preocupadas, y también mi cuñada y la otra María. Quisiéramos saber si Lázaro, Santiago, Judas y el otro Santiago están en salvo.
-¿Judas? ¡Judas Iscariote! ¡Pero si lo ha traicionado!
-Judas el hijo del hermano de mi esposo.
-¡Ah ! Voy – y se levanta.
Pero, al hacerlo, hace un gesto de dolor.
-¿Estás herido?
-¡Mmm!… Sí. No es nada. Un brazo que me duele un poco.
-¿Por causa nuestra? ¿Por esto no estabas arriba?
-Sí, era por esto. Y sólo eso me duele; no la herida. El resto de fariseísmo, de hebraísmo, de satanismo que había en mí – porque en satanismo se ha transformado el culto de Israel- ha salido por entero con esa sangre. Soy como un recién nacido que después de cortado el sagrado ombligo deja de tener contacto con la sangre materna, y las pocas gotas que todavía quedan en el cordón cortado no entran él, pues están estranguladas por el lazo de lino. Caen… ya inútiles. El recién nacido vive con su corazón y su sangre. Lo mismo yo. Hasta ahora no estaba todavía formado del todo. Ahora he llegado al final, y vengo, y he sido dado a Luz. Ayer nací. Mi madre es Jesús de Nazaret. Y me dio a Luz cuando dio el último grito. Lo sé… porque he huido a casa de Nicodemo esta noche. Lo único que quisiera es verlo. Cuando vayáis al Sepulcro, decídmelo. Iré yo también… ¡Ignoro su Rostro de Redentor!
-Te está mirando, Manahén. Vuélvete.
El hombre, que había entrado con la cabeza inclinada profundamente y que luego había tenido ojos sólo para María, se vuelve casi asustado y ve el Sudario. Se arroja al suelo, rostro en tierra, adorando… Y llora.
Luego se pone en pie. Se inclina ante María y dice:
-Me marcho.
-Es sábado. Ya lo sabes. Ya nos acusan de violar la Ley por instigación suya.
-Estamos empatados, porque ellos violan la ley del Amor. La primera y más grande. Él lo decía. Que el Señor te consuele. Sale.
Pasan las horas. ¡Qué lentas son para el que espera!…
María se levanta y, apoyándose en los muebles, va a la puerta. Trata de atravesar el vasto vestíbulo de entrada, pero cuando ya no tiene dónde apoyarse vacila como si estuviera ebria.
Marta, que ha presenciado la escena desde el patio que hay pasada la puerta, acude.
-¿A dónde quieres ir?
-Ahí dentro. Me lo habéis prometido.
-Espera a Juan.
-Basta de esperar. Como veis, estoy serena. Id y que abran, dado que habéis dicho que cierren por dentro. Yo espero
aquí.
Susana -han venido todas- se marcha a llamar al dueño, para que venga con las llaves. Mientras tanto, María se apoya en la puertecita, como si quisiera abrirla con la fuerza de su deseo.
Ya viene el hombre. Amedrentado, abatido, abre y se retira. María, del brazo de Marta y de María de A1feo, entra en el Cenáculo. Todo está todavía como al final de la Cena. La cadena de los acontecimientos y la orden dada por Jesús han impedido que alguien cambiara las cosas. Lo único es que se han colocado en su sitio los asientos. Y María, a pesar de no haber estado en el Cenáculo, va directamente al sitio donde había estado sentado su Jesús. Parece como si una mano la guiara. Y va tan rígida – grande es el esfuerzo que hace por ir-, que parece casi sonámbula… Va. Da la vuelta en torno al asiento-lecho, se mete entre éste y la mesa… permanece erguida un momento. Luego cae derrengada sobre la mesa, rompiendo a llorar de nuevo. Luego se calma. Se arrodilla y ora con la cabeza apoyada en el borde de la mesa. Acaricia el mantel, el asiento, los objetos de la vajilla, el borde de la bandeja grande en que estaba cordero, el cuchillo grande usado para trinchar, el ánfora puesta delante de ese sitio. No sabe que está tocando lo que también ha tocado Judas Iscariote. Luego permanece como aturdida, con la cabeza apoyada en los brazos cruzados sobre la mesa.
Callan todas. Hasta que la cuñada dice:
-Ven, María. Tenemos miedo de los judíos. ¿No quisieras que entraran aquí, no?
-No, no. Es un lugar santo. Vamos. Ayudadme… Habéis hecho bien en decírmelo. Quisiera también una arca, bonita, grande, cerrada, para meter dentro todos mis tesoros.
-Mañana dispongo que te la traigan del palacio. Es la más bonita de la casa; fuerte y segura. Te la doy con alegría – promete la Magdalena.
Salen. María está verdaderamente derrengada. Se tambalea al subir los pocos escalones. Y, si su dolor es menos dramático, es porque ya no tiene fuerza para serlo; pero, en su moderación, es un dolor aún más trágico.
Vuelven a entrar en la habitación de antes. Y, antes de regresar a su sitio, María acaricia, como si de un rostro de carne se tratara, el santo Rostro del Sudario.
Otra llamada al portal. Las mujeres se apresuran a salir y a tornar la puerta.
Con su voz cansada, María dice:
-Si fueran los discípulos, y especialmente Simón Pedro y Judas, que vengan enseguida.
Pero es el pastor Isaac. Entra llorando, después de algún minuto, y se postra delante del Sudario; luego delante de la Madre, y no sabe qué decir. Es Ella la que dice: -Gracias. Te ha visto y te he visto. Yo lo sé. Os miró mientras pudo.
Isaac llora todavía más fuerte. Sólo cuando termina su llanto, puede hablar.
-No queríamos marcharnos. Pero Jonatán nos rogó que lo hiciéramos. Los judíos amenazaban a las mujeres… Luego ya no pudimos volver. Todo… todo había terminado… ¿A dónde íbamos a ir? Nos hemos diseminado por los campos y, ya completamente de noche, nos hemos reunido a mitad de camino entre Jerusalén y Belén. Nos parecía como si alejáramos su Muerte yendo hacia su Gruta… Pero luego hemos sentido que no era justo ir allá… Era egoísmo. Así que hemos vuelto hacia la Ciudad… Y, sin saber cómo, nos hemos encontrado en Betania…
-¡Mis hijos!
-¡Lázaro!
-¡Santiago!
-Están todos allá. En los campos de Lázaro, al amanecer, había personas diseminadas, errantes, que lloraban… ¡Sus inútiles amigos y discípulos!… Yo… he ido donde Lázaro. Creía que sería el primero… Sin embargo, allí estaban ya tus dos hijos, mujer, y el tuyo, junto con Andrés, Bartolomé, Mateo. Simón Zelote los había convencido de que fueran allí. Y Maximino, que había salido por los campos desde los primeros albores de la mañana, había encontrado a otros. Lázaro los ha socorrido a todos. Dice que el Maestro se lo había ordenado. Y lo mismo dice el Zelote.
-Pero Simón y José, los otros hijos míos, ¿dónde están?
-No lo sé, mujer. Habíamos estado juntos hasta el terremoto. Luego… no sé ya nada más con exactitud. Entre las tinieblas y los rayos, los muertos resucitados y el temblor del suelo y el torbellino de viento perdí la razón. Me encontré en el Templo. Y todavía me pregunto cómo es que estaba allí dentro, traspasado el límite sagrado. Fíjate: entre mí y el altar de los perfumes había sólo un codo. ¡Fíjate! ¡Yo donde ponen pie sólo los sacerdotes de turno!… ¡Y… y he visto el Santo de los Santos!… Sí… Porque el Velo del Santo está desgarrado de arriba abajo, como si lo hubiera desgarrado la voluntad de un gigante… Si me hubieran visto allí dentro, me hubieran lapidado. Pero ya ninguno veía. Me he encontrado sólo espectros de muertos y espectros de vivos. Porque a la luz de los rayos, con la claridad de los incendios, encendido el terror en los rostros, parecían espectros…
-¡Oh, mi Simón! ¡Mi José!
-¿Y Simón Pedro? ¿Y Judas de Keriot? ¿Y Tomás y Felipe?
-No lo sé, Madre… Lázaro me envió a ver, porque le habían dicho que os habían matado.
-Entonces ve inmediatamente a tranquilizarlo. Ya he mandado a Manahén. Pero ve tú también y di… di que sólo a Él lo han matado y a mí con Él. Y si ves a otros discípulos llévalos contigo allá. Pero a Judas Iscariote y a Simón Pedro los quiero yo personalmente.
-Madre… perdónanos si no hemos hecho más.
-Todo lo perdono… Ve.
Isaac sale. Y Marta y María, Salomé y María de Alfeo, lo sofocan con multitud de súplicas, recomendaciones, indicaciones. Susana llora quedo, porque nadie le habla de su marido. Es entonces cuando Salomé se acuerda del suyo, y también llora.
Silencio de nuevo, hasta nuevos golpes en el portal.
Estando la ciudad ya tranquila, las mujeres sienten menos temor. Pero, cuando tras la puerta entreabierta ven aparecer el rostro sin barba de Longinos, huyen todas como si hubieran visto a un muerto envuelto en su lienzo fúnebre o al Demonio en persona. El dueño de la casa, que, por curiosidad, vaga por el vestíbulo, es el primero en huir.
Viene la Magdalena (estaba con María). Longinos, con una involuntaria sonrisita burlona en los labios, ha entrado, y ha cerrado el pesado portón. No viene de uniforme, sino que viste un indumento gris y corto debajo de un manto también oscuro. María Magdalena lo mira y él la mira a ella. Luego, siguiendo junto a la puerta, solicita:
-¿Puedo entrar sin contaminar a nadie? ¿Sin aterrorizar a nadie? He visto esta mañana, al amanecer, al ciudadano José, y me ha expresado el deseo de la Madre. Pido disculpas si no lo he pensado por mí mismo. Aquí está la lanza. La había reservado como recuerdo de un… del Santo de los Santos. ¡Oh, este sí que lo es! Pero es justo que la tenga la Madre. Respecto a las vestiduras… es más difícil. No se lo digáis… pero quizás ya han sido vendidas por pocos denarios… Es un derecho de los soldados. De todas formas, trataré de encontrarlas…
-Ven. Está allí.
-¡Pero yo soy pagano!
-No importa. Voy a decírselo. Si lo deseas.
-¡Oh, no… no pensaba merecerlo!
-María Magdalena va donde la Virgen.
– Madre, Longinos está ahí fuera… Te ofrece la lanza.
-Que pase.
El dueño de la casa, que está en la puerta, refunfuña:
-Pero es un pagano.
-Soy Madre de todos, hombre. Como Él es el Redentor de todos.
Longinos entra y, en el umbral, saluda a la romana con el gesto, con el brazo (se ha quitado el manto) y luego con la voz:
-¡Ave, Dómina! Un romano te saluda: Madre del género humano. La verdadera Madre. No hubiera querido estar yo en… en… en esa cosa. Pero era una orden. De todas formas, si sirvo para darte lo que tú deseas, perdono al destino el haberme elegido para esa cosa horrenda. Aquí tienes – y le da la lanza envuelta en un paño rojo; sólo el hierro, no el asta.
María la toma. Se pone aún más pálida. Tanta es la palidez, que hasta los labios quedan borrados. Parece como si la lanza la desangrara. Y tiembla, hasta con los labios, mientras dice:
-Que Él te guíe por tu bondad.
-Era el único Justo que he encontrado en el vasto imperio de Roma. Me arrepiento de no haberlo conocido sino a través de las palabras de mis compañeros. ¡Ahora… es tarde!
-No, hijo. É1 ha terminado de evangelizar, pero su Evangelio permanece, en su Iglesia.
-¿Dónde está su Iglesia?
Longinos se muestra levemente irónico.
-Aquí está. Hoy maltratada y dispersa, pero mañana se reunirá como un árbol que endereza sus frondas después de la tormenta. Y, aunque ya no quedara nadie, yo sí que estoy. Y el Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios y mío, está enteramente escrito en mi corazón. Me basta mirar a mi corazón para podéroslo repetir.
-Vendré. Una religión que tiene como cabeza a un héroe de esta categoría no puede ser sino divina. ¡Ave, Dómina! Y también Longinos se marcha.
María besa la lanza donde todavía está la Sangre de su Hijo… No quiere quitar esa Sangre, sino que la deja. -Rubí de Dios en la lanza cruel – dice…
El día, entre claros en el cielo nublado y tenebrosidades de tormenta, pasa así.
Juan vuelve sólo cuando el sol cenital dice que es mediodía.
-Madre, no he encontrado a ninguno. Sólo… a Judas de Keriot.
-¿Dónde está?
-¡Oh!, ¡Madre! ¡Qué horror! Pende de un olivo, hinchado y negro como si hubiera muerto hace varias semanas. Podrido. Horrible… Es pasto de buitres, cuervos, no sé, que emiten chillidos en medio de peleas atroces… Ha sido su clamor lo que ha llamado mi atención en esa dirección. Estaba en el camino del Monte de los Olivos y, por encima de una loma, he visto círculos y círculos de pajarracos negros. He ido… ¿Por qué? No lo sé. Y he visto. ¡Qué horror!…
-¡Qué horror! Bien dices. Sobre la Bondad se ha manifestado la Justicia. Efectivamente, la Bondad está ausente, ahora… ¡Pero Pedro… Pedro!… Juan: tengo la lanza. Pero los vestidos… Longinos no ha hecho mención de ellos.
-Madre, quiero ir al Get-Sammí. Fue capturado sin manto. Quizás esté allí todavía. Luego iré a Betania.
-Ve. Ve por el manto… Los otros están donde Lázaro. Así que no vayas a casa de Lázaro. No es necesario. Ve y vuelve
aquí.
Juan se marcha, corriendo, sin comer nada. Lo mismo que María, que tampoco ha comido. Las mujeres han comido de pie pan y aceitunas mientras trabajan en sus bálsamos.
Y viene Juana de Cusa con Jonatán. Es una máscara, a causa del mucho llanto. En cuanto ve a María, dice: -¡Me salvó! Me salvó y Él ha muerto. ¡Ahora ya no quisiera estar salvada!
Es la Madre Dolorosa la que debe consolar a esta mujer, curada pero con sensibilidad enfermiza. Y la consuela y fortalece diciéndole:
-No lo habrías conocido ni amado, ni podrías servirle ahora. ¡Cuanto habrá que hacer en el futuro! Y nosotras tendremos que hacerlo, porque, ya lo ves… nosotras seguimos aquí y los hombres han huido. Es siempre la mujer la que verdaderamente genera. En el Bien. En el Mal. Nosotras generaremos la nueva Fe. De esta Fe, depositada en nosotras por el Esposo Dios, estamos llenas; y la generaremos para la Tierra, para el bien del mundo. ¡Míralo, qué hermoso! ¡Cómo sonríe y suplica este santo trabajo nuestro! Juana, sabes que te quiero. No llores más».
-¡Pero Él ha muerto! Sí, ahí asemeja todavía a un vivo, pero ahora ya no está vivo. ¿Qué es el mundo sin Él?
-Volverá. Ve. Ora. Espera. Cuanto más creas, antes resucitará. Este creer es mi fuerza… Y sólo yo, Dios y Satanás sabemos cuántos asaltos sufre esta fe mía en su Resurrección.
También Juana se marcha, grácil y encorvada como una azucena demasiado cargada de agua.
Y, cuando ella sale, María queda sumida de nuevo en el tormento
-¡A todos, a todos debo dar la fuerza! ¿Y a mí quién me la da?
Y llora mientras acaricia la Faz de la imagen, porque ahora se ha sentado junto al arca sobre la cual está extendido el
Sudario.
Vienen José y Nicodemo. Y ahorran a las mujeres el salir para comprar mirra y áloe, porque los traen ellos en unos saquitos. Pero su fuerza cede ante el Rostro imprimido en el lienzo y ante el rostro deshecho de la Madre. Se sientan en un rincón, después de saludarla, y guardan silencio. Serios, fúnebres… Luego se marchan.
Y Ella no tiene tampoco fuerza para hablar: cuanto más declina la tarde -precoz por la nubosidad bochornosa- más se convierte en una pobre criatura atormentada. Las sombras de la tarde son también para Ella, como para todos los que sufren, fuente de mayor dolor. También las otras se ponen más tristes. Especialmente Salomé, María de Alfeo y Susana. Pero para ellas, en fin, llega el alivio, porque en grupo llegan Zebedeo, el esposo de Susana y Simón y José de Alfeo. Los dos primeros se quedan en el vestíbulo mientras explican que los ha visto Juan al pasar hacia el barrio de Ofel. A los otros dos los ha visto Isaac, errante por los campos, dudando si volver a la ciudad o dirigirse donde los hermanos, a quienes suponían en Betania.
Simón dice:
-¿Dónde está María? Quiero verla – y, precedido por su madre, entra y besa a su pariente acongojada.
-¿Estás solo? ¿Por qué no está contigo José? ¿Por qué os habéis dejado? ¿Todavía roces entre vosotros? No debéis. ¿Veis? ¡El motivo de vuestros roces ha muerto!
Y señala el Rostro del Sudario. Simón lo mira y llora. Dice:
-No nos hemos vuelto a dejar. Y no nos dejaremos. Sí: el motivo de los roces ha muerto. Pero no como tú crees. Ha muerto porque José, ahora, ha comprendido… José está ahí fuera… y no se atreve a entrar…
-¡Oh, no¡ Yo nunca infundo miedo. No soy sino piedad. Habría perdonado incluso al Traidor. Pero ya no puedo hacerlo. Se ha quitado la vida.
Y se levanta. Camina encorvada. Llama:
-¡José¡ ¡José¡
Pero José, ahogado en el llanto, no responde.
Ella va a la puerta (como estaba para hablar con Judas), y, apoyándose en la jamba, extiende la mano y la pone encima de la cabeza del más mayor y tenaz de sus sobrinos. Lo acaricia y dice:
-¡Deja que 1a apoye en un José¡ Todo era paz y serenidad mientras tuve ese nombre como rey en mi casa. Luego mi santo se me murió… Y todo el bien humano de la pobre María murió también. Quedó el bien sobrenatural de mi Dios e Hijo… Ahora soy la Abandonada… Pero si puedo estar en el círculo de los brazos de un José al que quiero -y tú sabes si te quiero- me sentiré menos abandonada. Me parecerá volver atrás en el tiempo; poder decir: “Jesús está ausente, pero no ha muerto. Está en Caná, en Naím para hacer trabajos, pero ahora volverá…». Ven, José. Vamos a entrar juntos adonde Él te espera para sonreírte. Nos ha dejado su sonrisa para decirnos que no guarda rencor.
José entra, de la mano de Ella, y en cuanto la ve sentada se arrodilla delante de Ella, con la cabeza en el regazo, y
solloza:
-¡Perdón¡ ¡Perdón¡
-No a mí. A Él debes pedírselo.
-No puede dármelo. En el Calvario he tratado de atraer hacia mí su mirada. Ha mirado a todos. Pero a mí no… Tiene razón… Demasiado tarde lo he conocido y amado como Maestro. Ahora todo ha terminado.
-Ahora empieza. Irás a Nazaret y dirás: «Yo creo». Tu fe tendrá un valor infinito. Lo amarás con la perfección de los apóstoles futuros, que tendrán el mérito de amar a Jesús habiéndolo conocido sólo por el espíritu. ¿Lo harás?
-¡Sí¡ ¡Sí¡ Para hacer reparación. Pero quisiera oír de sus labios una palabra. Y no la oiré jamás…
-Al tercer día resucitará y hablará a aquellos a quienes ama. El mundo entero espera su Voz.
-¡Bendita tú, que puedes creer¡…
-¡José¡ ¡José¡ Mi esposo era tío tuyo. Y creyó en algo que es más difícil de creer que esto. Supo creer que la pobre María de Nazaret fuera la Esposa y Madre de Dios. ¿Por qué tú, sobrino de este Justo, portador de su nombre, no puedes creer que un Dios puede decir a la Muerte: «¡Basta¡» y a la Vida: «¡Vuelve¡»?
-No merezco esta fe porque he sido malo. Fui injusto con Él. Pero tú… tú eres la Madre. Bendíceme. Perdóname… Dame
paz…
-Sí… Paz… Perdón… ¡Oh! ¡Dios! Una vez dije: «¡Qué difícil es ser los “redentores». ¡Piedad, mi Dios! ¡Piedad!… Ve, José. Tu madre ha sufrido mucho en estas horas. Consuélala… Yo me quedo aquí… Con todo lo que tengo de mi Niño… Y mis lágrimas solitarias obtendrán para ti la Fe. Adiós, sobrino mío. Di a todos que deseo callar… pensar… orar… Soy… soy una pobre mujer pendiente de un hilo sobre un abismo… El hilo es mi Fe… Y vuestra no -fe -porque ninguno sabe creer total y santamente- choca continuamente contra este hilo mío… Y no sabéis qué esfuerzo me imponéis… No sabéis que estáis ayudando a Satanás a atormentarme. Ve…
Y María se queda sola… Se arrodilla ante el Sudario. Besa la frente, los ojos, la boca de su Hijo y dice: -¡Así¡ ¡Así¡ Para tener fuerza… Debo creer. Debo creer. Por todos.
Ha anochecido. Es una noche sin estrellas, oscura, bochornosa. María se queda en la sombra con su dolor. E1 día del Sábado ha terminado.