Purificación de Ana y ofrecimiento de María, que es la Niña perfecta para el reino de los Cielos.
Veo a Joaquín y a Ana, junto a Zacarías y a Isabel, saliendo de una casa de Jerusalén de amigos o familiares. Se dirigen hacia el Templo para la ceremonia de la Purificación.
Ana lleva en brazos a la Niña, envuelta toda en fajos, toda envuelta en un amplio tejido de lana ligera, pero que debe ser suave y caliente. ¡Con cuánto cuidado y amor lleva a su criaturita! De vez en cuando levanta el borde del fino y caliente tejido para ver si María respira a gusto, y luego vuelve a taparla para protegerla del aire helador de un día sereno pero frío, de pleno invierno.
Isabel lleva unos paquetes en las manos. Joaquín lleva de una cuerda a dos corderos blanquísimos bien cebados, ya más carneros que corderos. Zacarías no lleva nada. ¡Qué apuesto con ese vestido de lino que un grueso manto de lana, también blanca, deja entrever! Es un Zacarías mucho más joven que el que se veía en el nacimiento del Bautista, entonces ya en plena edad adulta. Isabel es una mujer madura, pero todavía de apariencia fresca; cada vez que Ana mira a la Niña, se curva extasiada hacia esa carita dormida. También Isabel está guapísima con su vestido de un azul tendente al morado oscuro y con el velo que le cubre la cabeza y cae sobre los hombros y sobre el manto, que es más oscuro que el vestido.
¿Y Joaquín y Ana? ¡Ah…, solemnes con sus vestidos de fiesta! Contrariamente a lo normal, él no lleva la túnica marrón oscura, sino un largo vestido de un rojo oscurísimo (hoy diríamos: rojo S. José). Las orlas de su manto son bonitas y muy nuevas. En la cabeza lleva también una especie de velo rectangular, ceñido con una cinta de cuero. Todo nuevo y fino.
Ana… ¡oh!, hoy no viste de oscuro. Lleva un vestido de un amarillo muy tenue, casi color marfil viejo, ceñido en la cintura, cuello y muñecas, con una gruesa cinta que parece de plata y oro. Su cabeza está cubierta por un velo ligerísimo y como adamascado, sujeto a la frente con un aro sutil, valioso. En el cuello lleva un collar de filigrana; en las muñecas, pulseras. Parece una reina, incluso por la dignidad con que lleva el vestido, y especialmente el manto, amarillo tenue, orlado con una greca en bordadura muy bonita, también amarilla.
– Me pareces como en el día de tu boda. Entonces yo era poco más que una niña. Todavía me acuerdo de lo guapa y dichosa que se te veía – dice Isabel.
– Pues más feliz me siento ahora… Y he querido ponerme el mismo vestido para este rito. Lo había conservado siempre para esto… aunque ya, para esto, no tenía esperanzas de ponérmelo.
– El Señor te ha amado mucho… – dice suspirando Isabel.
– Por eso precisamente le doy lo que más quiero. Esta flor mía.
-¿Y vas a tener fuerzas para arrancártela de tu seno cuando llegue el momento?.
– Sí, porque recordaré que no la tenía y que Dios me la dio. En todo caso me sentiré más feliz que entonces. Y, sabiendo que está en el Templo, me diré: «Está orando ante el Tabernáculo, está rezando al Dios de Israel, y también por su madre». Ello me dará paz. Y más paz todavía al decir: «Ella es toda suya. Cuando estos dos felices ancianos, que la recibieron del Cielo, ya no estén en este mundo, Él, el Eterno, seguirá siendo su Padre». Créeme, tengo la firme convicción de que esta pequeñuela no es nuestra. Yo ya no podía hacer nada… Él la puso en mi seno como don divino para enjugar mi llanto y confortar nuestras esperanzas y oraciones. Por tanto, es suya. Nosotros somos los encargados, felices encargados, de cuidarla… ¡y que por ello sea bendito!.
Llegan a los muros del Templo.
– Mientras vais a la Puerta de Nicanor, yo voy a advertir al sacerdote. Luego os alcanzo – dice Zacarías; y desaparece tras un arco que introduce a un amplio patio circundado de pórticos.
La comitiva continúa adentrándose por las sucesivas terrazas (porque — no sé si lo he dicho alguna vez — el recinto del Templo no es una superficie plana, sino que sube escalonadamente en niveles cada vez más altos; a cada uno de ellos se accede mediante escalinatas, y en todos hay patios y pórticos y portones labradísimos, de mármol, bronce y oro).
Antes de llegar al lugar establecido, se paran para desenvolver las cosas que traen, o sea, tortas — me parece — muy untadas, anchas y finas, harina blanca, dos palomas en una jaulita de mimbre y unas monedas grandes de plata, tan pesadas que era una suerte que en aquella época no hubiera bolsillos, porque los habrían roto.
Ahí está la bonita Puerta de Nicanor; es por entero un bordado en pesado bronce laminado de plata. Ya está allí Zacarías, al lado de un sacerdote que está todo pomposo con su vestido de lino.
Asperjan a Ana con agua lustral — supongo — y luego le indican que se dirija hacia el ara del sacrificio. Ya no lleva a la Niña en brazos. La ha tomado en brazos Isabel, que se ha quedado a este lado de la Puerta.
Joaquín, sin embargo, entra siguiendo a su mujer, y llevando tras sí un desgraciado cordero que va balando. Y yo… hago como para la purificación de María: cierro los ojos para no ver ningún tipo de degüello.
Ana ya está purificada.
Zacarías dice en voz baja unas palabras a su compañero de ministerio, el cual, sonriendo, da señales de asentimiento y luego se acerca al grupo, rehecho de nuevo, y, congratulándose con la madre y el padre por su gozo y por su fidelidad a las promesas, recibe el segundo cordero, la harina y las tortas.
– Entonces ¿esta hija está consagrada al Señor? Que su bendición os acompañe a Ella y a vosotros. Mirad, ahí viene Ana. Va a ser una de sus maestras. Ana de Fanuel, de la tribu de Aser. Ven, mujer. Esta pequeñuela ha sido ofrecida al Templo como hostia de alabanza. Tú serás para ella maestra. A tu amparo crecerá santa.
Ana de Fanuel, ya completamente encanecida, hace mimos a la Niña, que ya se ha despertado y que observa toda esa blancura con esos inocentes y atónitos ojos suyos, y todo ese oro que el sol enciende.
La ceremonia debe haber terminado. No he visto ningún rito especial para el ofrecimiento de María. Quizás era suficiente con decírselo al sacerdote, y sobre todo a Dios, en el lugar santo.
– Querría dar mi ofrenda al Templo e ir al lugar en que el año pasado vi la luz – dice Ana.
Ana de Fanuel va con ellos. No entran en el Templo propiamente dicho. Es natural que, siendo mujeres y tratándose de una niña, no vayan ni siquiera a donde fue María para ofrecer a su Hijo. Pero, eso sí, desde muy cerquita de la puerta, que está abierta de par en par, miran hacia el semioscuro interior del que vienen dulces cantos de niñas y en el que brillan ricas lámparas, que expanden luz de oro sobre dos cuadros de flores de cabecitas veladas de blanco, dos verdaderos cuadros de azucenas.
– Dentro de tres años estarás ahí, Azucena mía – le promete Ana a María, que mira como embelesada hacia el interior y sonríe al oír el lento canto.
– Parece como si entendiera – dice Ana de Fanuel – ¡Es una niña muy bonita! La querré como si fuera fruto de mis entrañas. Te lo prometo, madre. Si la edad me lo concede.
– Te lo concederá, mujer – dice Zacarías – La recibirás entre las niñas consagradas. Yo también estaré presente. Quiero estar ese día para decirle que pida por nosotros desde el primer momento… – y mira a su mujer, la cual, habiendo comprendido, suspira.
La ceremonia ha concluido. Ana de Fanuel se retira, mientras los otros, hablando entre sí, salen del Templo. Oigo a Joaquín que dice:
-¡No sólo dos, y los mejores, sino que habría dado todos mis corderos por este gozo y para alabar a Dios! No veo nada más.
Dice Jesús:
– Salomón pone en boca de la Sabiduría estas palabras: «Quien sea niño venga a mí». Y verdaderamente, desde la roca, desde los muros de su ciudad, la eterna Sabiduría le decía a la eterna Niña: «Ven a mí». Se consumía por tenerla. Pasado un tiempo, el Hijo de la Doncella purísima dirá: «Dejad que los niños vengan a mí, porque el Reino de los Cielos es de ellos, y quien no se haga como ellos no tendrá parte en mi Reino». Las voces se buscan recíprocamente y, mientras la voz proveniente del Cielo grita a la pequeñuela María: «Ven a mí», la voz del Hombre dice: «Venid a mí si sabéis ser niños», y al decirlo piensa en su Madre.
Os doy el modelo en mi Madre.
Ella es la perfecta Niña con corazón de paloma sencillo y puro, Aquélla a quien ni los años ni el contacto con el mundo enrudecen bárbaramente, corrompiendo su espíritu o haciéndole tortuoso o mentiroso. Porque Ella no lo quiere. Venid a mí mirando a María.
Tú, que la ves, dime: ¿su mirada de infante es muy distinta de la que viste al pie de la Cruz; o en el júbilo de Pentecostés; o en la hora en que los párpados cubrieron su ojo de gacela para el último sueño? No. Aquí se trata de la mirada incierta y atónita del infante; luego se tratará de esa mirada atónita y ruborosa de la Virgen de la Anunciación, o beata como la de la Madre de Belén, o adoradora, como la de mi primera, sublime Discípula; luego será la mirada lastimera de la Torturada del Gólgota, o radiante, como en la Resurrección y en Pentecostés; luego será esa mirada velada: la del extático sueño de la última visión. Pero, ya se abra para ver por primera vez, ya se cierre, cansado, con la última luz, habiendo visto tanto gozo y tanto horror, este ojo es ese apacible, puro, sosegado trocito de cielo que resplandece siempre igual bajo la frente de María. Ira, mentira, soberbia, lujuria, odio, curiosidad, no lo ensucian jamás con sus fumosas nubes.
Es la mirada que mira a Dios con amor, ya llore, ya ría, y que por amor a Dios acaricia y perdona, y todo lo soporta; el amor a su Dios le ha hecho inmune a los asaltos del Mal, que muchas veces se sirve del ojo para penetrar en el corazón; es el ojo puro, tranquilizante, bendecidor que tienen los puros, los santos, los enamorados de Dios.
Ya lo dije: «El ojo es luz de tu cuerpo. Si el ojo es puro, todo tu cuerpo estará iluminado; mas si el ojo es túrbido, toda tu persona estará en las tinieblas». Los santos han tenido estos ojos, que son luz para el espíritu y salvación para la carne, porque, como María, durante toda su vida sólo han mirado a Dios; o, más aún, han tenido recuerdo de Dios.
Ya te explicaré, pequeña voz, el sentido de estas palabras mías.