Preparativos para la mayoría de edad de Jesús y salida de Nazaret.
Veo a María encorvada hacia una batea, o, mejor, un barreño de barro, mezclando algo que despide vapor en el aire frío y sereno que llena el huerto de Nazaret.
Debe ser pleno invierno. Lo deduzco del hecho de que, menos olivos, todos los árboles están deshojados y exhaustos. Arriba, un cielo tersísimo y un sol que aun siendo radiante no logra templar la tramontana que hay, que sopla y hace chocar unas con otras las desnudas ramas u ondular las ramitas entre grises y verdes de los olivos.
La Virgen María lleva un vestido tupido de color marrón casi negro, que la cubre enteramente. Se ha colocado delante una tela basta, a manera de mandil, para protegerlo. Saca de la tina el palo conque estaba removiendo el contenido. Veo que del palo caen gotas de un bonito color bermejo. María observa, se moja un dedo con las gotas que caen, y prueba el color en el mandil. Parece satisfecha.
Entra en la casa y vuelve a salir con muchas madejas de blanquísima lana, y las echa, una a una, en la tina, con paciencia y cautela.
Mientras está haciendo esto, entra su cuñada — que viene del taller de José — María de Alfeo. Se saludan. Se hablan. -¿Queda bien? – pregunta María de Alfeo.
– Espero que sí.
– Me aseguró esa gentil que se trata de la misma tinta y del mismo sistema de teñir que utilizan en Roma. Si me lo dio es porque se trataba de ti y por haber hecho aquellas labores. Ella dice que no hay quien borde como tú, ni siquiera en Roma. Debes haber perdido la vista haciéndolas…
María sonríe y hace un movimiento de cabeza como diciendo:
-¡Son cosas sin importancia!.
La cuñada mira las últimas madejas de lana antes de pasárselas a María, y exclama:
-¡Qué bien las has hilado! Son hilos tan finos y uniformes que parecen cabellos. Tú todo lo haces bien… y ¡qué rápida! ¿Estas últimas serán más claras?.
– Sí, para la túnica; el manto es más oscuro.
Las dos mujeres se ponen a trabajar juntas: primero, en la tina; luego sacan las madejas, ya de un lindo color purpúreo, y corren veloces a sumergirlas en el agua helada que llena el pilón, colocado bajo la fina vena que mana y cae produciendo notas de risitas apenas perceptibles. Aclaran una y otra vez y luego extienden las madejas sobre unas cañas aseguradas a los árboles de unas ramas a otras.
– Con este viento se secarán bien y rápido – dice la cuñada.
– Vamos donde José. Hay lumbre. Debes estar helada – dice María Stma. – Has sido buena conmigo ayudándome. He acabado pronto y con menos esfuerzo. Gracias.
-¡Oh! ¡María! ¿Qué no haría yo por ti! Estar a tu lado es motivo siempre de gozo. Además… todo este trabajo es por Jesús. Y, ¡es tan encantador tu Hijo!… Ayudándote a ti para la celebración de su mayoría de edad, me parecerá sentirme yo también madre suya.
Y las dos mujeres entran en el taller, lleno de ese olor a madera cepillada que es típico de los talleres de carpintero.
Y la visión sufre una interrupción… para continuar después, en el momento de la partida de Jesús para Jerusalén a los doce años.
Su figura es bellísima. Está tan desarrollado, que parece un hermano menor de su joven Madre (ya le llega a María a los hombros); su cabeza, rubia y ensortijada, de melena hasta más abajo de las orejas — ya no tiene el pelo corto, como en los primeros años de su vida — parece un casco de oro repleto de relucientes bucles laborados.
Va vestido de rojo, un bonito rojo de rubí claro: una túnica que le llega hasta los tobillos dejando ver sólo los pies, calzados con sandalias; es una túnica suelta, de mangas largas y amplias. En el cuello, en los bordes de las mangas y en la base, grecas tejidas con colores sobrepuestos, muy bonitas…
Veo el momento en que Jesús entra, acompañado de su Madre, en el — digámoslo así — comedor de la casa de
Nazaret.
Jesús tiene doce años. Es un muchacho alto, bien formado, fuerte, aunque no gordo; parece, por su complexión, más adulto de lo que realmente es; le llega ya a su Madre a la altura de los hombros. Su rostro es todavía redondeado y rosado, es todavía el rostro de Jesús niño, rostro que, con el paso del tiempo, con la edad juvenil y viril, se habrá de alargar, y tomará un cromatismo indefinido, una tonalidad como la de ciertos alabastros delicados que tienden apenas al amarillo- rosa.
Sus ojos — también sus ojos — son todavía ojos de niño. Son grandes y miran bien abiertos, con una chispa de alegría perdida en la seriedad de la mirada. Pasado el tiempo, ya no estarán tan abiertos… Los párpados descenderán hasta medio cerrar los ojos, para velarle al Puro y Santo el exceso de mal que hay en el mundo. Solamente en los momentos de los milagros,
o cuando ponga en fuga a los demonios o a la muerte, o para curar las enfermedades y los pecados; solamente entonces los abrirá, y centellearán, aún más que ahora. Pero, ni siquiera entonces tendrán esta chispa de alegría mezclada con la seriedad… La muerte y el pecado estarán cada vez más cerca y más presentes, y, con ambos, el conocimiento — con su faceta humana — de la inutilidad del sacrificio a causa de la voluntad contraria del hombre. Sólo en rarísimos momentos de alegría, por estar con los redimidos, y especialmente con los puros — generalmente niños — brillarán de júbilo estos ojos santos y buenos.
Ahora, estando con su Madre, en su casa, y con San José frente a Él, sonriéndole con amor, y con esos primitos suyos que le admiran, y con su tía, María de Alfeo, que le está acariciando, se siente feliz. Mi Jesús tiene necesidad de amor para sentirse feliz, y en este momento lo tiene.
Está vestido con una túnica suelta, de lana, de color rojo rubí claro, suave, perfectamente tejida, fina y compacta al mismo tiempo. En el cuello, por la parte de delante, en la base de las mangas largas y amplias, y en la base de la túnica, que llega hasta abajo dejando apenas ver los pies calzados con sandalias nuevas y bien hechas — no las usuales suelas sujetas al pie con unas correas —, tiene una greca, no bordada, sino tejida en un color más oscuro sobre el color rubí de la túnica. Deduzco que debe ser obra de su Madre, porque la cuñada la admira y alaba.
Su bonito pelo rubio tiene ya una tonalidad más cargada que cuando era un niño pequeño, con reflejos cobrizos en los aros de los bucles que terminan bajo las orejas; ya no son esos ricitos cortos y vaporosos de la infancia, pero tampoco es la melena de la edad adulta, ondulada, que termina a la altura de los hombros en delicada forma tubular; de todas maneras ya tiende a ésta, en color y forma.
– He aquí a nuestro Hijo – dice María levantando con su mano derecha la izquierda de Jesús. Parece como si se lo quisiera presentar a todos y confirmar la paternidad del Justo, que sonríe. Y añade: – Bendícelo, José, antes de partir para Jerusalén. No fue necesaria la bendición para su inicio en la escuela, primer paso en la vida; hazlo ahora que Él va al Templo para ser declarado mayor de edad. Y bendíceme también a mí. Tu bendición… (María contiene el llanto) lo fortalecerá a Él y me dará fuerza a mí para separarme de Él un poco más…
– María, Jesús será siempre tuyo. La fórmula no lesionará nuestras mutuas relaciones. Yo no te voy a disputar a este Hijo, amado nuestro. Ninguno merece como tú el guiarlo en la vida, ¡oh Santa mía!
María se inclina, toma la mano de José y la besa: es la esposa, y ¡qué respetuosa y amante de su consorte!
José acoge este signo de respeto y de amor con dignidad, mas luego alza esa misma mano y la deposita sobre la cabeza de su Esposa diciéndole:
-Sí. Te bendigo, Bendita, y a Jesús contigo. Venid, mis únicos tesoros, honor y finalidad míos – José se muestra solemne: con los brazos extendidos y las palmas vueltas hacia abajo sobre las dos cabezas inclinadas, igualmente rubias y santas, pronuncia la bendición: «El Señor os guarde y os bendiga, tenga misericordia de vosotros y os dé paz. El Señor os dé su bendición». Y luego dice: – En marcha. La hora es propicia para el viaje.
María coge un manto, amplio, de color granate oscuro, y en elegantes pliegues lo dispone sobre el cuerpo de su Hijo. ¡Y cómo lo acaricia al hacerlo!
Salen. Cierran. Se ponen en marcha. Otros peregrinos van en la misma dirección. Fuera del pueblo, las mujeres se separan de los hombres. Los niños van con quien quieren. Jesús se queda con su Madre.
Los peregrinos caminan — la mayoría entonando salmos — por las campiñas llenas de hermosura en el más jubiloso tiempo de primavera. Frescos prados, tiernos cereales, frescos follajes en los árboles poco ha florecidos; hombres cantando por los campos y por los caminos, cantos de pájaros en celo entre las frondas; límpidos arroyos, espejo de las flores de las orillas; corderitos saltarines al lado de sus madres… Paz y alegría bajo el más hermoso cielo de abril.
La visión cesa así.