Nacimiento de la Virgen María. Su virginidad en el eterno pensamiento del Padre.
Veo a Ana saliendo al huerto – jardín. Va apoyándose en el brazo de una pariente (se ve porque se parecen). Está muy gruesa y parece cansada, quizás también porque hace bochorno, un bochorno muy parecido al que a mí me hace sentirme abatida.
A pesar de que el huerto sea umbroso, el ambiente es abrasador y agobiante. Bajo un despiadado cielo, de un azul ligeramente enturbiado por el polvo suspendido en el espacio, el aire es tan denso, que podría cortarse como una masa blanda y
caliente. Debe persistir ya mucho la sequía, pues la tierra, en los lugares en que no está regada, ha quedado literalmente reducida a un polvo finísimo y casi blanco. Un blanco ligeramente tendente a un rosa sucio. Sin embargo, por estar humedecida, es marrón oscura al pie de los árboles, como también a lo largo de los cortos cuadros donde crecen hileras de hortalizas, .y en torno a los rosales, a los jazmines o a otras flores de mayor o menor tamaño (que están especialmente a lo largo de todo el frente de una hermosa pérgola que divide en dos al huerto hasta donde empiezan las tierras, ya despojadas de sus mieses). La hierba del prado, que señala el final de la propiedad, está requemada; se ve rala. Sólo permanece la hierba más verde y tupida en los márgenes del prado, donde hay un seto de espino blanco silvestre, ya todo adornado de los rubíes de los pequeños frutos; en ese lugar, en busca de pastos y de sombra, hay unas ovejas con su zagalillo.
Joaquín, con otros dos hombres como ayuda, está dedicado a las hortalizas y a los olivos. A pesar de ser anciano, es rápido y trabaja con gusto. Están abriendo unas pequeñas protecciones de las lindes de una parcela para proporcionar agua a las sedientas plantas. Y el agua se abre camino borboteando entre la hierba y la tierra quemada, y se extiende en anillos que, en un primer momento, parecen como de cristal amarillento para luego ser anillos oscuros de tierra húmeda en torno a los sarmientos y a los olivos colmados de frutos.
Lentamente, Ana, por la umbría pérgola, bajo la cual abejas de oro zumban ávidas del azúcar de los dorados granos de las uvas, se dirige hacia Joaquín, el cual, cuando la ve, se apresura a ir a su encuentro.
-¿Has llegado hasta aquí?.
– La casa está caliente como un horno».
– Y te hace sufrir».
– Es mi único sufrimiento en este último período mío de embarazo. Es el sufrimiento de todos, de hombres y de animales. No te sofoques demasiado, Joaquín.
– El agua que hace tanto que esperamos, y que hace tres días que parece realmente cercana, no ha llegado todavía. Las tierras arden. Menos mal que nosotros tenemos el manantial cercano, y muy rico en agua. He abierto los canales. Poco alivio para estas plantas cuyas hojas ya languidecen cubiertas de polvo. No obstante, supone ese mínimo que las mantiene en vida. ¡Si lloviera!…
Joaquín, con el ansia de todos los agricultores, escudriña el cielo, mientras Ana, cansada, se da aire con un abanico (parece hecho con una hoja seca de palma traspasada por hilos multicolores que la mantienen rígida).
La pariente dice:
– Allí, al otro lado del Gran Hermón, están formándose nubes que avanzan velozmente. Viento del norte. Bajará la temperatura y dará agua.
– Hace tres días que se levanta y luego cesa cuando sale la Luna. Sucederá lo mismo esta vez – Joaquín está desalentado. – Vamos a casa. Aquí tampoco se respira; además, creo que conviene volver – dice Ana, que ahora se le ha puesto de improviso pálida la cara.
-¿Sientes dolor?
– No. Siento la misma gran paz que experimenté en el Templo cuando se me otorgó la gracia, y que luego volví a sentir otra vez al saber que era madre. Es como un éxtasis. Es un dulce dormir del cuerpo, mientras el espíritu exulta y se aplaca con una paz sin parangón humano. Yo te he amado, Joaquín, y, cuando entré en tu casa y me dije: «Soy esposa de un justo», sentí paz, como todas las otras veces que tu próvido amor se prodigaba en mí. Pero esta paz es distinta. Creo que es una paz como la que debió invadir, como una deleitosa unción de aceite, el espíritu de Jacob, nuestro padre, después de su sueño de ángeles. O semejante, más bien, a la gozosa paz de los Tobías tras habérseles manifestado Rafael. Si me sumerjo en ella, al saborearla, crece cada vez más. Es como si yo ascendiera por los espacios azules del cielo… y, no sé por qué, pero, desde que tengo en mí esta alegría pacífica, hay un cántico en mi corazón: el del anciano Tobit. Me parece como si hubiera sido compuesto para esta hora… para esta alegría… para la tierra de Israel que es su destinataria… para Jerusalén, pecadora, mas ahora perdonada… bueno… no os riáis de los delirios de una madre… pero, cuando digo: «Da gracias al Señor por tus bienes y bendice al Dios de los siglos para que vuelva a edificar en ti su Tabernáculo», yo pienso que aquel que reedificará en Jerusalén el Tabernáculo del Dios verdadero, será este que está para nacer… y pienso también que, cuando el cántico dice: «Brillarás con una luz espléndida, todos los pueblos de la tierra se postrarán ante ti, las naciones irán a ti llevando dones, adorarán en ti al Señor y considerarán santa tu tierra, porque dentro de ti invocarán el Gran Nombre. Serás feliz en tus hijos porque todos serán bendecidos y se reunirán ante el Señor. ¡Bienaventurados aquellos que te aman y se alegran de tu paz!…», cuando dice esto, pienso que es profecía no ya de la Ciudad Santa, sino del destino de mi criatura, y la primera que se alegra de su paz soy yo, su madre feliz…
El rostro de Ana, al decir estas palabras, palidece y se enciende, como una cosa que pasase de luz lunar a vivo fuego, y viceversa. Dulces lágrimas le descienden por las mejillas, y no se da cuenta, y sonríe a causa de su alegría. Y va yendo hacia casa entre su esposo y su pariente, que escuchan conmovidos en silencio.
Se apresuran, porque las nubes, impulsadas por un viento alto, galopan y aumentan en el cielo mientras la llanura se oscurece y tirita por efectos de la tormenta que se está acercando. Llegando al fibra! de la puerta, un primer relámpago lívido surca el cielo. El ruido del primer trueno se asemeja al redoble de un enorme bombo ritmado con el arpegio de las primeras gotas sobre las abrasadas hojas.
Entran todos. Ana se retira. Joaquín se queda en la puerta con unos peones que le han alcanzado, hablando de esta agua tan esperada, bendición para la sedienta tierra. Pero la alegría se transforma en temor, porque viene una tormenta violentísima con rayos y nubes cargadas de granizo.
– Si rompe la nube, la uva y las aceitunas quedarán trituradas como por rueda de molino. ¡Pobres de nosotros!».
Joaquín tiene además otro motivo de angustia: su esposa, a la que le ha llegado la hora de dar a luz al hijo. La pariente le dice que Ana no sufre en absoluto. Él está, de todas formas, muy inquieto, y, cada vez que la pariente u otras mujeres (entre las cuales está la madre de Alfeo) salen de la habitación de Ana para luego volver con agua caliente, barreños y paños secados a
la lumbre, que, jovial, brilla en el hogar central en una espaciosa cocina, él va y pregunta, y no le calman las explicaciones tranquilizadoras de las mujeres. También le preocupa la ausencia de gritos por parte de Ana. Dice:
– Yo soy hombre. Nunca he visto dar a luz. Pero recuerdo haber oído decir que la ausencia de dolores es fatal….
Declina el día antes de tiempo por la furia de la tormenta, que es violentísima. Agua torrencial, viento, rayos… de todo, menos el granizo, que ha ido a caer a otro lugar.
Uno de los peones, sintiendo esta violencia, dice:
– Parece como si Satanás hubiera salido de la Gehena con sus demonios. ¡Mira qué nubes tan negras! ¡Mira qué exhalación de azufre hay en el ambiente, y silbidos y voces de lamento y maldición! Si es él, ¡está enfurecido esta noche!.
El otro peón se echa a reír y dice:
– Se le habrá escapado una importante presa, o quizás Miguel de nuevo le habrá lanzado el rayo de
Dios, y tendrá cuernos y cola cortados y quemados.
Pasa corriendo una mujer y grita:
-¡Joaquín! ¡Va a nacer de un momento a otro! ¡Todo ha ido rápido y bien!
Y desaparece con una pequeña ánfora en las manos.
Se produce un último rayo; tan violento, que lanza contra las paredes a los tres hombres. En la parte delantera de la casa, en el suelo del huerto, queda como recuerdo un agujero negro y humeante. Luego, de repente, cesa la tormenta. De detrás de la puerta de Ana viene un vagido (parece el lamento de una tortolita en su primer arrullo). Mientras, un enorme arco iris extiende su faja semicircular por toda la amplitud del cielo. Surge, o por lo menos lo parece, de la cima del Hermón (la cual, besada por un filo de sol, parece de alabastro de un blanco – rosa delicadísimo), se eleva hasta el más terso cielo septembrino y, salvando espacios limpios de toda impureza, deja debajo las colinas de Galilea y un terreno llano que aparece entre dos higueras, que está al Sur, y luego otro monte, y parece posar su punta extrema en el extremo horizonte, donde una abrupta cadena de montañas detiene la vista.
-¡Qué cosa más insólita!
-¡Mirad, mirad!
– Parece como si reuniera en un círculo a toda la tierra de Israel, y… ya… ¡fijaos!, ya hay una estrella y el Sol no se ha puesto todavía. ¡Qué estrella! ¡Reluce como un enorme diamante!…
-¡Y la Luna, allí, ya llena y aún faltaban tres días para que lo fuera! ¡Fijaos cómo resplandece!.
Las mujeres irrumpen, alborozadas, con un «ovillejo» rosado entre cándidos paños.
¡Es María, la Mamá! Una María pequeñita, que podría dormir en el círculo de los brazos de un niño; una María que al máximo tiene la longitud de un brazo, una cabecita de marfil teñido de rosa tenue, y unos labiecillos de carmín que ya no lloran sino que instintivamente quieren mamar (tan pequeñitos, que no se ve cómo van a poder coger un pezón), y una naricita diminuta entre dos carrillitos redondetes. Si la estimulan abre los ojitos: dos pedacitos de cielo, dos puntitos inocentes y azules que miran, y no ven, entre sutiles pestañas de un rubio tan tenue que es casi rosa. También el vello de su cabeza redondita tiene una veladura entre rosada y rubia como ciertas mieles casi blancas.
Tiene por orejas dos conchitas rosadas y transparentes, perfectas; y por manitas… ¿qué son esas dos cositas que gesticulan y buscan la boca? Cerradas, como están, son dos capullos de rosa de musgo que hubieran hendido el verde de los sépalos y asomaran su seda rosa tenue; abiertas, como están ahora, dos joyeles de marfil apenas rosa, de alabastro apenas rosa, con cinco pálidos granates por uñitas. ¿Cómo podrán ser capaces de secar tanto llanto esas manitas?
¿Y los piececitos? ¿Dónde están? Por ahora son sólo pataditas escondidas entre los lienzos. Pero, he aquí que la pariente se sienta y la destapa… ¡Oh, los piececitos! De la largura aproximada de cuatro centímetros, tienen por planta una concha coralina; por dorso, una concha de nieve veteada de azul; sus deditos son obras maestras de escultura liliputiense, coronados también por pequeñas esquirlas de granate pálido. Me pregunto cómo podrán encontrarse sandalias tan pequeñas que valgan para esos piececitos de muñeca cuando den sus primeros pasos, y cómo podrán esos piececitos recorrer tan áspero camino y soportar tanto dolor bajo una cruz. Pero esto ahora no se sabe. Se ríe o se sonríe de cómo menea los brazos y las piernas, de sus lindas piernecitas bien perfiladas, de los diminutos muslos, que, de tan gorditos como son, forman hoyuelos y aritos, de su barriguita (un cuenco invertido), de su pequeño tórax, perfecto, bajo cuya seda cándida se ve el movimiento de la respiración y se oye ciertamente, si, como hace el padre feliz ahora, en él se apoya la boca para dar un beso, latir un corazoncito… Un corazoncito que es el más bello que ha tenido, tiene y tendrá la tierra, el único corazón inmaculado de hombre. ¿Y la espalda? Ahora la giran y se ve el surco lumbar y luego los hombros, llenitos, y la nuca rosada, tan fuerte, que la cabecita se yergue sobre el arco de las vértebras diminutas, como la de un ave escrutadora en torno a sí del nuevo mundo que ve, y emite un gritito de protesta por ser mostrada en ese modo; Ella, la Pura y Casta, ante los ojos de tantos, Ella, que jamás volverá a ser vista desnuda por hombre alguno, la Toda Virgen, la Santa e Inmaculada. Tapad, tapad a este Capullo de azucena que nunca se abrirá en la tierra, y que dará, más hermosa aún que Ella, su Flor, sin dejar de ser capullo. Sólo en el Cielo la Azucena del Trino Señor abrirá todos sus pétalos. Porque allí arriba no existe vestigio de culpa que pudiera involuntariamente profanar ese candor. Porque allí arriba se trata de acoger, a la vista de todo el Empíreo, al Trino Dios – Padre, Hijo, Esposo – que ahora, dentro de pocos años, celado en un corazón sin mancha, vendrá a Ella.
De nuevo está envuelta en los lienzos y en los brazos de su padre terreno, al que asemeja. No ahora, que es un bosquejo de ser humano. Digo que le asemeja una vez hecha mujer. De la madre no refleja nada; del padre, el color de la piel y de los ojos, y, sin duda, también del pelo, que, si ahora son blancos, de joven eran ciertamente rubios a juzgar por las cejas. Del padre son las facciones — más perfectas y delicadas en Ella por ser mujer, ¡y qué Mujer!; también del padre es la sonrisa y la mirada y el modo de moverse y la estatura. Pensando en Jesús como lo veo, considero que ha sido Ana la que ha dado su estatura a su Nieto, así como el color marfil más cargado de la piel; mientras que María no tiene esa presencia de Ana (que es
como una palma alta y flexible), sino la finura del padre. También las mujeres, mientras entran con Joaquín donde se encuentra la madre feliz para devolverle a su hijita, hablan de la tormenta y del prodigio de la Luna, de la estrella, del enorme arco iris.
Ana sonríe ante un pensamiento propio:
– Es la estrella – dice Su signo está en el cielo. ¡María, arco de paz! ¡María, estrella mía! ¡María, Luna pura! ¡María, perla nuestra!.
– ¿María la llamas?.
– Sí. María, estrella y perla y luz y paz…
– Pero también quiere decir amargura… ¿No temes acarrearle alguna desventura?
– Dios está con Ella. Es suya desde antes de que existiera. El la conducirá por sus vías y toda amargura se transformará en paradisíaca miel. Ahora sé de tu mamá… todavía un poco, antes de ser toda de Dios….
Y la visión termina en el primer sueño de Ana madre y de María recién nacida.
Dice Jesús:
– Levántate y apresúrate, pequeña amiga. Siento ardiente deseo de llevarte conmigo al azul paradisíaco de la contemplación de la Virginidad de María. Saldrás de él con el alma fresca como si tú también hubieras sido recientemente creada por el Padre, una pequeña Eva antes de conocer carne; saldrás con el espíritu lleno de luz, pues te habrás abismado en la contemplación de la obra maestra de Dios; con todo tu ser repleto de amor, pues habrás comprendido cómo sabe amar Dios. Hablar de la concepción de María, la Sin Mancha, significa sumergirse en lo azul, en la luz, en el amor.
Ven y lee sus glorias en el Libro del Antepasado: «Dios me poseyó al inicio de sus obras, desde el principio, antes de la creación. Ab aeterno fui erigida, al principio, antes de que la tierra fuera hecha; aún no existían los abismos, y yo ya había sido concebida. Aún no manaba agua de los manantiales, aún no se elevaban con su pesada mole los montes, aún las colinas no eran para el Sol collares… y yo ya había nacido. Dios no había hecho todavía la tierra ni los ríos ni las columnas del mundo, y yo ya existía. Cuando preparaba los cielos, yo estaba presente, cuando con ley inmutable clausuró el abismo bajo la bóveda, cuando fijó arriba la bóveda celeste y colgó de ella las fuentes de las aguas, cuando al mar le establecía sus confines y daba leyes a las aguas, cuando daba leyes a las aguas de no sobrepasar su límite, cuando echaba los fundamentos de la tierra, yo estaba con Él ordenando todas las cosas. Siempre alegre jugueteaba ante Él continuamente, jugueteaba en el universo…». Las habéis aplicado a la Sabiduría, pero hablan de Ella: la hermosa Madre, la santa Madre, la Virgen Madre de la Sabiduría, que soy Yo, el que te habla.
He querido que escribieras, como encabezamiento del libro que habla de Ella, el primer verso de este himno, para que fuera confesado y conocido el consuelo y la alegría de Dios; la razón de la constante, perfecta, íntima alegría de este Dios Uno y Trino que os sostiene y ama y que del hombre recibió tantos motivos de tristeza; la razón de que perpetuara la raza aun cuando ésta, con la primera prueba, había merecido la destrucción; la razón del perdón que habéis recibido.
Que María le amara… ¡Oh, bien merecía la pena crear al hombre y dejarlo vivir y decretar perdonarlo, para tener a la Virgen bella, a la Virgen santa, a la Virgen inmaculada, a la Virgen enamorada, a la Hija dilecta, a la Madre purísima, a la Esposa amorosa! Mucho os ha dado, y más aún os habría dado, Dios, con tal de poseer a la Criatura de sus delicias, al Sol de su sol y Flor de su jardín. Y mucho os sigue dando por Ella, a petición de Ella, para alegría de Ella, porque su alegría se vierte en la alegría de Dios y la aumenta con destellos que llenan de resplandores la luz, la gran luz del Paraíso, y cada resplandor es una gracia para el universo, para la raza del hombre, para los mismos bienaventurados, que responden con un esplendoroso grito de aleluya a cada milagro que sale de Dios, creado por el deseo del Dios Trino de ver la esplendorosa sonrisa de alegría de la Virgen.
Dios quiso poner un rey en ese universo que había creado de la nada. Un rey que, por naturaleza material, fuera el primero entre todas las criaturas creadas con materia y dotadas de materia. Un rey que, por naturaleza espiritual, fuera poco menos que divino, fundido con la Gracia, como en su inocente primer día. Pero la Mente suprema, que conoce la totalidad de los hechos más lejanos en el tiempo, la Mente cuya vista ve incesantemente todo cuanto era, es y será, y que, mientras contempla el pasado y observa el presente, hunde su mirada en el extremo futuro, no ignorando cómo será el morir del último hombre, sin confusión ni discontinuidad, esa Mente no ignoró nunca que ese rey, creado para ser semidivino a su lado en el Cielo, heredero del Padre, cuando llegara como adulto a su Reino después de haber vivido en la casa de su madre — la tierra con la que fue hecho —, durante su niñez de párvulo del Eterno en su jornada sobre la tierra, cometería hacia sí mismo el delito de matarse en la Gracia y el latrocinio de despojarse del cielo.
¿Por qué lo creó entonces? Sin duda muchos se hacen esta pregunta. ¿Habríais preferido no existir? ¿No merece ser vivida esta jornada incluso por sí misma, a pesar de ser tan pobre y desnuda, y tan severa a causa de vuestra maldad, para conocer y admirar la Belleza infinita que la mano de Dios ha sembrado en el universo?
¿Para quién, si no, habría hecho estos astros y planetas que pasan como saetas, como flechas, rayando la bóveda del firmamento, o van — y parecen lentos —, van majestuosos con su paso veloz de bólidos, regalándoos luces y estaciones, y dándoos, eternos, inmutables aunque siempre mutables, a leer en el cielo una nueva página, cada noche, cada mes, cada año, como queriendo deciros: «Olvidaos de la cárcel, abandonad esa imagen vuestra llena de cosas oscuras, podridas, sucias, venenosas, mentirosas, blasfemas, corruptoras, y elevaos, al menos con la mirada, a la ilimitada libertad de los firmamentos; haceos un alma azul mirando tanta limpidez de cielo, haceos con una reserva de luz que podáis llevar a vuestra oscura cárcel; leed la palabra que escribimos cantando en coro nuestra melodía sideral, más armoniosa que si proviniera de un órgano de catedral, la palabra que escribimos resplandeciendo, la palabra que escribimos amando, porque siempre tenemos presente a Aquel que nos dio la alegría de existir, y le amamos por habernos dado este existir, este resplandecer, este movemos, este ser libres y bellos en medio de este cielo delicado allende el cual vemos un cielo aún más sublime, el Paraíso; a Aquel cuyo precepto de amor en su segunda parte cumplimos al amaros a vosotros, prójimo universal nuestro, al amaros proporcionándoos guía y luz, calor y belleza. Leed la palabra que decimos, la palabra a la que ajustamos nuestro canto, nuestro resplandecer, nuestro reír: Dios»?
¿Para quién habría hecho ese líquido azul: para el cielo, espejo; para la tierra, camino; sonrisa de aguas; voz de olas; palabra, también, que, con frufrú de roce de seda, con risitas de muchachas serenas, con suspiros de ancianos que recuerdan y lloran, con bofetadas de violentos, y con envites y bramidos y estruendos, siempre habla y dice: «Dios»? El mar es para vosotros, como lo son el cielo y los astros. Y con el mar los lagos y los ríos, los estanques y los arroyos, y los manantiales puros, que sirven, todos, para transportaros, para nutriros, para apagar vuestra sed y limpiaros, y que os sirven, sirviendo al Creador, sin salir a sumergiros, como merecéis.
¿Para quién habría hecho las innumerables familias de los animales, que son flores que vuelan cantando, que son siervos que trabajan, que corren, que os alimentan, que os recrean a vosotros, los reyes?
¿Para quién habría hecho las innumerables familias de las plantas y de las flores, que parecen mariposas, que parecen gemas e inmóviles avecillas; de los frutos, que parecen collares de oro y piedras preciosas o cofres de gemas? Son alfombra para vuestros pies, protección para vuestras cabezas, recreo, beneficio, alegría para la mente, para los miembros del cuerpo, para la vista y el olfato.
¿Para quién, si no, habría hecho los minerales en las entrañas de la Tierra y las sales disueltas en manantiales de álgidas aguas o de agua hirviendo: los azufres, los yodos, los bromos?… Ciertamente, para que los gozara uno que no fuera Dios, sino hijo de Dios. Uno: el hombre.
Nada le faltaba a la alegría de Dios, nada necesitaba Dios. El se basta a sí mismo. No tiene sino que contemplarse para deleitarse, nutrirse, vivir y descansar. Toda la creación no ha aumentado ni en un átomo su infinidad de alegría, de belleza, de vida, de potencia. He aquí que todo lo ha hecho para la criatura a la que ha querido poner como rey de la obra de sus manos: para el hombre.
Aunque sólo fuera por ver una obra divina de tal magnitud y por manifestarle reconocimiento a Dios, que os la otorga, merecería la pena vivir. Y debéis sentir gratitud por el hecho de vivir. Gratitud que deberíais haber tenido aunque no hubierais sido redimidos sino al final de los siglos, porque, a pesar de que hayáis sido, en los Primeros, y ahora aun individualmente, prevaricadores, soberbios, lujuriosos, homicidas, Dios os concede todavía gozar de lo bello del universo, de lo bueno del universo, y os trata como si fuerais personas buenas, hijos buenos a los cuales todo se enseña y todo se concede para hacerles más suave y sana la vida. Cuanto sabéis, lo sabéis por luz de Dios. Cuanto descubrís, lo descubrís porque Dios os lo señala. Esto, en el Bien. Los otros conocimientos y descubrimientos que llevan el signo del mal vienen del Mal supremo: Satanás.
La Mente suprema, que nada ignora, antes de que el hombre fuese, sabía que sería ladrón y homicida de sí mismo. Y, dado que la Bondad eterna no conoce límites en su ser buena, antes de que la Culpa fuera, pensó el medio para anular la Culpa. El medio, Yo; el instrumento para hacer del medio un instrumento operante, María. Y la Virgen fue creada en el pensamiento sublime de Dios.
Todas las cosas han sido creadas para mí, Hijo dilecto del Padre. Yo-Rey habría debido tener bajo mi pie de Rey divino alfombras y joyas como palacio alguno jamás tuviera, y cantos y voces, y tantos siervos y ministros en torno a Mí como soberano alguno jamás tuviera, y flores y gemas, y todo lo sublime, lo grandioso, lo fino, lo delicado que es posible extraer del pensamiento de todo un Dios. Mas Yo debía ser Carne además de Espíritu. Carne para salvar a la carne. Carne para sublimar la carne, llevándola al Cielo muchos siglos antes de la hora. Porque la carne habitada por el espíritu es la obra maestra de Dios, y para ella había sido hecho el Cielo. Para ser Carne tenía necesidad de una Madre. Para ser Dios tenía necesidad de que el Padre fuese Dios.
He aquí que entonces Dios se crea a su Esposa y le dice: «Ven conmigo. Junto a mí ve cuanto Yo hago para el Hijo nuestro. Mira y regocíjate, eterna Virgen, Doncella eterna, y tu risa llene este empíreo y dé a los ángeles la nota inicial y al Paraíso le enseñe la armonía celeste. Yo te miro, y te veo como serás, ¡oh, Mujer inmaculada que ahora eres sólo espíritu: el espíritu en que Yo me deleito¡ Yo te miro y doy al mar y al firmamento el azul de tu mirada; el color de tus cabellos, al trigo santo; el candor, a la azucena; el color rosa como tu epidermis de seda, a la rosa; de tus dientes delicados copio las perlas; hago las dulces fresas mirando tu boca; a los ruiseñores les pongo en la garganta tus notas y a las tórtolas tu llanto. Leyendo tus futuros pensamientos, oyendo los latidos de tu corazón, tengo el motivo guía para crear. Ven, Alegría mía, séante los mundos juguete hasta que me seas luz danzarina en el pensamiento, sean los mundos para reír tuyo. Tente las guirnaldas de estrellas y los collares de astros, ponte la luna bajo tus nobles pies, adórnate con el chal estelar de Galatea. Son para ti las estrellas y los planetas. Ven y goza viendo las flores que le servirán a tu Niño como juego y de almohada al Hijo de tu vientre. Ven y ve crear las ovejas y los corderos, las águilas y las palomas. Estate a mi lado mientras hago las cuencas de los mares y de los ríos, y alzo las montañas y las pinto de nieve y de bosques; mientras siembro los cereales y los árboles y las vides, y hago el olivo para ti, Pacífica mía, y la vid para ti, Sarmiento mío que llevarás el Racimo eucarístico. Camina, vuela, regocíjate, ¡oh, Hermosa mía¡, y que el mundo universo, que en diversas fases voy creando, aprenda de ti a amarme, Amorosa, y que tu risa le haga más bello, Madre de mi Hijo, Reina de mi Paraíso, Amor de tu Dios». Y, viendo a quien es el Error y mirando a la Sin Error, dice: «Ven a mí, tú que cancelas la amargura de la desobediencia humana, de la fornicación humana con Satanás y de la humana ingratitud. Contigo me tomaré la revancha contra Satanás».
Dios, Padre Creador, había creado al hombre y a la mujer con una ley de amor tan perfecta, que vosotros no podéis ni siquiera comprender sus perfecciones; vuestra mente se pierde pensando en cómo habría venido la especie si el hombre no la hubiera obtenido con la enseñanza de Satanás.
Observad las plantas de fruto y de grano. ¿Obtienen la semilla o el fruto mediante fornicación, mediante una fecundación por cada cien uniones? No. De la flor masculina sale el polen y, guiado por un complejo de leyes meteóricas y magnéticas, va hacia el ovario de la flor femenina. Éste se abre y lo recibe y produce; no como hacéis vosotros, para experimentar al día siguiente la misma sensación, se mancha y luego lo rechaza. Produce, y hasta la nueva estación no florece, y cuando florece es para reproducirse
Observad a los animales. Todos. ¿Habéis visto alguna vez a un macho y a una hembra ir el uno hacia el otro para estéril abrazo y lascivo comercio? No. Desde cerca o desde lejos, volando, arrastrándose, saltando o corriendo, van, llegada la hora, al rito fecundativo, y no se substraen a él deteniéndose en el goce, sino que van más allá de éste, van a las consecuencias serias y santas de la prole, única finalidad que en el hombre, semidiós por el origen de gracia, de esa Gracia que Yo he devuelto completa, debería hacer aceptar la animalidad del acto, necesario desde que descendisteis un grado hacia los brutos.
Vosotros no hacéis como las plantas y los animales. Vosotros habéis tenido como maestro a Satanás, lo habéis querido y lo queréis como maestro. Y las obras que realizáis son dignas del maestro que habéis querido. Mas si hubieseis sido fieles a Dios, habríais recibido la alegría de los hijos santamente, sin dolor, sin extenuaros en cópulas obscenas, indignas, ignoradas incluso por las bestias, las bestias sin alma racional y espiritual.
Dios quiso oponer, frente al hombre y a la mujer pervertidos por Satanás, al Hombre nacido de una Mujer suprasublimada por Dios hasta el punto de generar sin haber conocido varón: Flor que genera Flor sin necesidad de semilla; sólo por el beso del Sol en el cáliz inviolado de la Azucena-María.
¡La revancha de Dios!…
Echa resoplidos de odio, Satanás, mientras Ella nace. ¡Esta Párvula te ha vencido! Antes de que fueras el Rebelde, el Tortuoso, el Corruptor, eras ya el Vencido, y Ella es tu Vencedora. Mil ejércitos en formación nada pueden contra tu potencia, ceden las armas de los hombres contra tus escamas, ¡oh, Perenne!, y no hay viento capaz de llevarse el hedor de tu hálito. Y sin embargo este calcañar de recién nacida, tan rosa que parece el interior de una camelia rosada, tan liso y suave que comparada con él la seda es áspera, tan pequeño que podría caber en el cáliz de un tulipán y hacerse un zapatito de ese raso vegetal, he aquí que te comprime sin miedo, te confina en tu caverna. Y su vagido te pone en fuga, a ti que no tienes miedo de los ejércitos; y su aliento libera al mundo de tu hedor. Estás derrotado. Su nombre, su mirada, su pureza son lanza, rayo, losa que te traspasan, que te abaten, que te encierran en tu madriguera de Infierno, ¡oh, Maldito, que le has arrebatado a Dios la alegría de ser Padre de todos los hombres creados!
Se demuestra inútil ahora el haber corrompido a quienes habían sido creados inocentes, conduciéndolos a conocer y a concebir por caminos sinuosos de lujuria, privándole a Dios, en su criatura dilecta, de ser Él quien distribuyera magnánimamente los hijos según reglas que, si hubieran sido respetadas, habrían mantenido en la tierra un equilibrio entre los sexos y las razas que hubiera podido evitar guerras entre los hombres y desgracias en las familias.
Obedeciendo, habrían conocido también el amor. Es más, sólo obedeciendo lo habrían conocido y lo habrían poseído. Una posesión llena y tranquila de esta emanación de Dios, que de lo sobrenatural desciende hacia lo inferior, para que la carne también se goce santamente en ella, la carne que está unida al espíritu y que ha sido creada por el Mismo que le creó el espíritu.
¿Ahora, ¡oh, hombres!, vuestro amor, vuestros amores, qué son? O libídine vestida de amor o miedo incurable de perder el amor del cónyuge por libídine suya y de otros. Desde que la libídine está en el mundo, ya nunca os sentís seguros de la posesión del corazón del esposo o de la esposa; y tembláis y lloráis y enloquecéis de celos, asesináis a veces para vengar una traición, os desesperáis otras veces u os volvéis abúlicos o dementes.
Eso es lo que has hecho, Satanás, a los hijos de Dios. Estos que tú has corrompido habrían conocido la dicha de tener hijos sin padecer dolor, la dicha de nacer y no tener miedo a morir. Mas ahora has sido derrotado en una Mujer y por la Mujer. De ahora en adelante quien la ame volverá a ser de Dios, venciendo a tus tentaciones para poder mirar a su inmaculada pureza. De ahora en adelante, no pudiendo concebir sin dolor, las madres la tendrán a Ella como consuelo. De ahora en adelante será guía para las esposas y madre para los moribundos, por lo que dulce será el morir sobre ese seno que es escudo contra ti, Maldito, y contra el juicio de Dios.
María, (se dirige aquí a María Valtorta) pequeña voz, has visto el nacimiento del Hijo de la Virgen y el nacimiento de la Virgen al Cielo. Has visto, por tanto, que los sin culpa desconocen la pena del dar a luz y la pena del morir. Y, si a la superinocente Madre de Dios le fue reservada la perfección de los dones celestes, igualmente, si todos hubieran conservado la inocencia y hubieran permanecido como hijos de Dios en los Primeros, habrían recibido el generar sin dolores (como era justo por haber sabido unirse y concebir sin lujuria) y el morir sin aflicción.
La sublime revancha de Dios contra la venganza de Satanás ha consistido en llevar la perfección de la dilecta criatura a una superperfección que anulara, al menos en una, cualquier vestigio de humanidad susceptible de recibir el veneno de Satanás, por lo cual el Hijo vendría no de casto abrazo de hombre sino de un abrazo divino que, en el éxtasis del Fuego, arrebola el espíritu.
¡La Virginidad de la Virgen!…
Ven. Medita en esta virginidad profunda que produce al contemplarla vértigos de abismo! ¿Qué es, comparada con ella, la pobre virginidad forzada de la mujer con la que ningún hombre se ha desposado? Menos que nada. ¿Y la virginidad de la mujer que quiso ser virgen para ser de Dios, pero sabe serlo sólo en el cuerpo y no en el espíritu, en el cual deja entrar muchos pensamientos de otro tipo, y acaricia y acepta caricias de pensamientos humanos? Empieza a ser una sombra de virginidad. Pero bien poco aún. ¿Qué es la virginidad de una religiosa de clausura que vive sólo de Dios? Mucho. Pero nunca es perfecta virginidad comparada con la de mi Madre.
Hasta en el más santo ha habido al menos un contubernio: el de origen, entre el espíritu y la Culpa, esa unión que sólo el Bautismo disuelve. La disuelve, sí, pero, como en el caso de una mujer separada de su marido por la muerte, no devuelve la virginidad total como era la de los Primeros antes del pecado. Una cicatriz queda, y duele, recordando así su presencia, cicatriz que puede siempre en cualquier momento traducirse de nuevo en una llaga, como ciertas enfermedades agudizadas periódicamente por sus virus. En la Virgen no existe esta señal de un disuelto ligamen con la Culpa. Su alma aparece bella e intacta como cuando el Padre la pensó reuniendo en Ella todas las gracias.
Es la Virgen. Es la Única. Es la Perfecta. Es la Completa. Pensada así. Engendrada así. Que ha permanecido así. Coronada así. Eternamente así. Es la Virgen. Es el abismo de la intangibilidad, de la pureza, de la gracia que se pierde en el Abismo de que procede, es decir, en Dios, Intangibilidad, Pureza, Gracia perfectísimas.
Así se ha desquitado el Dios Trino y Uno: Él ha alzado contra la profanación de las criaturas esta Estrella de perfección; contra la curiosidad malsana, esta Mujer Reservada que sólo se siente satisfecha amando a Dios; contra la ciencia del mal, esta Sublime Ignorante. Ignorante no sólo en lo que toca al amor degradado, o al amor que Dios había dado a los cónyuges, sino más todavía: en Ella se trata de ignorancia del fomes, herencia del Pecado. En Ella sólo se da la gélida e incandescente sabiduría del Amor divino. Fuego que encoraza de hielo la carne para que sea espejo transparente en el altar en que un Dios se desposa con una Virgen, y no por ello se rebaja, porque su perfección envuelve a Aquella que, como conviene a una esposa, es sólo inferior en un grado al Esposo, sujeta a Él por ser Mujer, pero, como Él, sin mancha».