María y José camino de Jerusalén.
Asisto al momento de la partida para ir donde Sta. Isabel. José ha venido a recoger a María con dos borriquillos grises: uno para él, el otro para María. Los dos animalitos llevan la acostumbrada albardilla; una de ellas agrandada, por un arnés, que sólo luego comprendo que ha sido hecho para llevar la carga (es una especie de portaequipajes), sobre el cual José asegura una pequeña arca de madera — un pequeño baúl, diríamos ahora — que le ha traído a María para que pueda colocar en ella sus indumentos sin peligro de que el agua los moje.
Le oigo a María agradecer mucho a José este regalo providente, donde ordena todo lo que llevaba en un talego que había preparado antes.
Cierran la puerta de casa y se ponen en camino. Está naciendo el día; efectivamente, veo que la aurora tenuemente empieza a rosear a Oriente. Nazaret duerme todavía. Los dos viajeros madrugadores encuentran en su camino únicamente a un pastor, el cual va arreando a las ovejas para que avancen; y las ovejas van trotando, chocándose unas contra otras balando. Los corderitos son los que más balan, con sonido agudo y ligero; quisieran buscar, incluso mientras caminan, la mama materna. Pero las madres van deprisa al pasto y los invitan con su balido, más fuerte, a que también troten.
María mira y sonríe. Se ha detenido para dejar pasar al rebaño, y se inclina desde su albardilla y acaricia a estos mansos animalitos que pasan rozando al borriquillo. Cuando llega el pastor, con un corderillo recién nacido en sus brazos, y se para saludar, María ríe acariciando en el morrito rosado al corderito, que bala como un desesperado, y dice:
– Está buscando a su mamá. Ésta es la mamá, aquí está. No te abandona, no, pequeñuelo. Efectivamente, la oveja madre se restriega contra el pastor y se pone de manos para lamer en el morrito a su hijo.
Pasa el rebaño con rumor de agua entre frondas, dejando tras sí el polvo que han levantado las veloces pezuñitas, y todo un bordado de pisadas sobre la tierra del camino.
José y María reanudan la marcha. José lleva su capa; María va arropada con una especie de toquilla de rayas porque la mañana está muy fresca.
Ya están en el campo y van el uno al lado del otro. Hablan raras veces. José piensa en sus asuntos y María sigue sus propios pensamientos, y, recogida en sí, sonríe ante éstos y ante las cosas cuando, saliendo de su concentración, dirige la mirada hacia lo que la rodea. De vez en cuando mira a José, y un velo de seriedad triste le nubla la cara; luego le torna la sonrisa, incluso al mirar a este esposo suyo providente, que habla poco pero que si lo hace es para preguntarle si va cómoda y si no necesita nada.
Ahora ya han afluido otras personas a los caminos, especialmente en las cercanías de algún pueblo o dentro de él. Pero ninguno de los dos hace mucho caso de las personas que se cruzan con ellos. Van en sus burritos trotadores en medio de un gran rumor de cascabeles. Se detienen sólo una vez, a la sombra de un bosquecillo, para comer un poco de pan y aceitunas y beber en una fuente que baja de una cuevecilla, y, otra vez, para protegerse de un chaparrón violento que rompe al improviso de un nubarrón oscurísimo.
Están al amparo del monte, contra un saliente de una roca que los protege de lo más intenso del agua. Pero José quiere a toda costa que María se ponga su capa de lana impermeable, por la que el agua resbala sin mojar. María se ve obligada a ceder ante la premurosa insistencia de su esposo, el cual para tranquilizarla en lo que toca a su propia inmunidad, se pone sobre la cabeza y sobre los hombros una mantita parda que cubría la albardilla. La manta del burro probablemente. Ahora María, enmarcada su cara con la capucha y cubierta por entero con la capa marrón que lleva sujeta al cuello, parece un frailecito.
El chaparrón amaina, aunque se transforma en una lluvia fastidiosa y fina. Los dos reanudan la marcha por el camino todo lleno de barro. De todas formas, es primavera, y, pasado un poco de tiempo, torna el sol a hacer más cómoda la marcha. Los dos burritos trotan de mejor gana por el camino.
No veo nada más porque la visión cesa aquí.