María niña con Ana y Joaquín. En sus labios ya está la Sabiduría del Hijo.
Sigo viendo todavía a Ana. Desde ayer por la tarde la veo así: sentada donde empieza la pérgola umbrosa; dedicada a un trabajo de costura. Está vestida de un solo color gris arena; es un vestido muy sencillo y suelto, quizás por el mucho calor que parece que hace.
En el otro extremo de la pérgola se ve a los dalladores segando el heno; heno que no debe ser de mayo. Efectivamente, la uva ya está detrás coloreándose de oro, y un grueso manzano muestra entre sus oscuras hojas sus frutos, que están tomando un color de lúcida cera amarilla y roja; y además el campo de trigo es ya sólo un rastrojal en que ondean ligeras las llamitas de las amapolas y los lirios se elevan, rígidos y serenos, radiados como una estrella, azules como el cielo de oriente.
De la pérgola umbrosa sale caminando una María pequeñita, que, no obstante, es ya ágil e independiente. Su breve paso es seguro y sus sandalitas blancas no tropiezan en los cantos. Tiene ya esbozado su dulce paso ligeramente ondulante de paloma, y está toda blanca, como una palomita, con su vestidito de lino que le llega a los tobillos, amplio, fruncido en torno al cuello con un cordoncito de color celeste, y con unas manguitas cortas que dejan ver los antebrazos regordetes. Con su pelito sérico y rubio-miel, no muy rizado pero sí todo él formando suaves ondas que en el extremo terminan en un leve ensortijado, con sus ojos de cielo y su dulce carita tenuemente sonrosada y sonriente, parece un pequeño ángel. El vientecillo que le entra por las anchas mangas y le hincha por detrás el vestidito de lino contribuye también a darle aspecto de un pequeño ángel cuando despliega las alas para el vuelo.
Lleva en sus manitas amapolas y lirios y otras florecillas que crecen entre los trigos y cuyo nombre desconozco. Se dirige hacia su madre. Cuando está ya cerca, inicia una breve carrera, emitiendo una vocecita festiva, y va, como una tortolita, a detener su vuelo contra las rodillas maternas, abiertas un poco para recibirla. Ana ha depositado al lado el trabajo que estaba haciendo para que Ella no se pinche, y ha extendido los brazos para ceñirla.
Hasta este punto, ayer por la tarde; hoy por la mañana se ha vuelto a presentar y continúa así:
-¡Mamá! ¡Mamá!.
La tortolita blanca está toda en el nido de las rodillas maternas, apoyando sus piececitos sobre la hierba corta, y la carita en el regazo materno. Sólo se ve el oro pálido de su pelito sobre la sutil nuca que Ana se inclina a besar con amor.
Luego la tortolita levanta su pequeña cabeza y entrega sus florecillas: todas para su mamá. Y de cada flor cuenta una historia creada por Ella.
Ésta, tan azul y tan grande, es una estrella que ha caído del cielo para traerle a su mamá el beso del Señor… ¡Que bese en el corazón, en el corazón, a esta florecilla celeste, y percibirá que tiene sabor a Dios!…
Y esta otra, de color azul más pálido, como los ojos de su papá, lleva escrito en las hojas que el Señor quiere mucho a su papá porque es bueno.
Y esta tan pequeñita, la única encontrada de ese tipo (una miosota), es la que el Señor ha hecho para decirle a María que la quiere.
Y estas rojas, ¿sabe su mamá qué son? Son trozos de la vestidura del rey David, empapados de sangre de los enemigos de Israel, y esparcidos por los campos de batalla y de victoria. Proceden de esos limbos de regia vestidura hecha jirones en la lucha por el Señor.
En cambio ésta, blanca y delicada, que parece hecha con siete copas de seda que miran al cielo, llenas de perfumes, y que ha nacido allí, junto al fontanar, se la ha cogido su papá de entre las espinas, está hecha con la vestidura que llevaba el rey Salomón cuando, el mismo mes en que nació esta Niña descendiente suya, muchos años, ¡oh, cuántos, cuántos antes; muchos años antes, él, con la pompa cándida de sus vestiduras, caminó entre la multitud de Israel ante el Arca y ante el Tabernáculo, y se regocijó por la nube que volvía a circundar su gloria, y cantó el cántico y la oración de su gozo.
– Yo quiero ser siempre como esta flor, y, como el rey sabio, quiero cantar toda la vida cánticos y oraciones ante el Tabernáculo» termina así la boquita de María.
-¡Tesoro mío! ¿Cómo sabes estas cosas santas? ¿Quién te las dice? ¿Tu padre?
– No. No sé quién es. Es como si las hubiera sabido siempre. Pero quizás me las dice alguien, alguien a quien no veo. Quizás uno de los ángeles que Dios envía a hablarles a los hombres buenos. Mamá, ¿me sigues contando alguna otra historia?…. -¡Oh, hija mía! ¿Cuál quieres saber?.
María se queda pensando; seria y recogida como está, habría que pintarla para eternizar su expresión. En su carita infantil se reflejan las sombras de sus pensamientos. Sonrisas y suspiros, rayos de sol y sombras de nubes pensando en la historia de Israel. Luego elige:
– Otra vez la de Gabriel y Daniel, en que está la promesa del Cristo.
Y escucha con los ojos cerrados, repitiendo en voz baja las palabras que su madre le dice, como para recordarlas mejor. Cuando Ana termina, pregunta:
-¿Cuánto falta todavía para tener con nosotros al Emmanuel?
– Treinta años aproximadamente, querida mía.
-¡Cuánto todavía! Y yo estaré en el Templo… Dime, si rezase mucho, mucho, mucho, día y noche, noche y día, y deseara ser sólo de Dios, toda la vida, con esta finalidad, ¿el Eterno me concedería la gracia de dar antes el Mesías a su pueblo?.
– No lo sé, querida mía. El Profeta dice: «Setenta semanas». Yo creo que la profecía no se equivoca. Pero el Señor es tan bueno — se apresura a añadir Ana, al ver que las pestañas de oro de su niña se perlan de llanto — que creo que si rezas mucho, mucho, mucho, se te mostrará propicio.
La sonrisa aparece de nuevo en esa carita ligeramente alzada hacia la madre, y un ojalito de sol que pasa entre dos pámpanas hace brillar las lágrimas del ya cesado llanto, cual gotitas de rocío colgando de los tallitos sutilísimos del musgo alpino. – Entonces rezaré y me consagraré virgen para esto.
– Pero, ¿sabes lo que quiere decir eso?
– Quiere decir no conocer amor de hombre, sino sólo de Dios. Quiere decir no tener ningún pensamiento que no sea para el Señor. Quiere decir ser siempre niña en la carne y ángel en el corazón. Quiere decir no tener ojos sino para mirar a Dios, oídos para oírle, boca para alabarle, manos para ofrecerse como hostias, pies para seguirle velozmente, corazón y vida para dárselos a El.
-¡Bendita tú! Pero entonces no tendrás nunca niños, ¿sabes? ; y a ti te gustan mucho los niños y los corderitos y las tortolitas. Un niño para una mujer es como un corderito blanco y crespo, como una palomita de plumas de seda y boca de coral: se le puede amar, besar; se puede oír que nos llama «mamá».
– No importa. Seré de Dios. En el Templo rezaré. Y quizás un día vea al Emmanuel. La Virgen que debe ser Madre suya, como dice el gran Profeta, ya debe haber nacido y estar en el Templo… Yo seré compañera suya… y sierva suya. ¡Oh, sí! Si pudiera conocer, por luz de Dios, a esa mujer bienaventurada, querría servirla. Luego Ella me traería a su Hijo, me conduciría hacia su Hijo y así le serviría también a Él. ¡Fíjate, mamá!… ¡¡Servir al Mesías!!… – María se siente sobrepujada por este pensamiento que la sublima y la deja anonadada al mismo tiempo. Con las manitas cruzadas sobre su pecho y la cabecita un poco inclinada hacia adelante, y encendida de emoción, parece una infantil reproducción de la Virgen de la Anunciación que yo vi. Y sigue diciendo:
-¿Pero, el Rey de Israel, el Ungido de Dios, me permitirá servirle?.
– No lo dudes. ¿No dice el rey Salomón: «Sesenta son las reinas y ochenta las otras esposas y sin número las doncellas» En ello puedes ver que en el palacio del Rey serán sin número las doncellas vírgenes que servirán a su Señor.
-¡Oh! ¿Lo ves como debo ser virgen? Debo serlo. Si Él por madre quiere una virgen, es señal de que estima la virginidad por encima de todas las cosas. Yo quiero que me ame a mí, su sierva, por esa virginidad que me hará un poco similar a su dilecta Madre… Esto es lo que quiero… Querría también ser pecadora, muy pecadora, si no temiera ofender al Señor… Dime, mamá, ¿puede una ser pecadora por amor a Dios?.
– Pero, ¿qué dices, tesoro? No entiendo.
– Quiero decir: pecar para poder ser amada por Dios hecho Salvador. Se salva a quien está perdido, ¿no es verdad? Yo querría ser salvada por el Salvador para recibir su mirada de amor. Para esto querría pecar, pero no cometer un pecado que le disgustase. ¿Cómo puede salvarme si no me pierdo?
Ana está atónita. No sabe ya qué decir.
Viene en su ayuda Joaquín, el cual, caminando sobre la hierba, se ha ido acercando, sin hacer ruido, por detrás del seto de sarmientos bajos.
– Te ha salvado antes porque sabe que le amas y quieres amarle sólo a Él. Por ello tú ya estás redimida y puedes ser virgen como quieres – dice Joaquín.
-¿Sí, padre mío?- María se abraza a sus rodillas y le mira con las claras estrellas de sus ojos, muy semejantes a los paternos, y muy dichosos por esta esperanza que su padre le da.
– Verdaderamente, pequeño amor. Mira, yo te traía este pequeño gorrión que en su primer vuelo había ido a posarse junto a la fuente. Habría podido dejarlo, pero sus débiles alas no tenían fuerza para elevarlo en nuevo vuelo, ni sus patitas de seda para fijarlo a las musgosas piedras, que resbalaban. Se habría caído en la fuente. No he esperado a que esto sucediera. Lo he cogido y ahora te lo regalo. Haz lo que quieras con él. El hecho es que ha sido salvado antes de caer en el peligro. Lo mismo ha hecho Dios contigo. Ahora, dime, María: ¿he amado más al gorrión salvándolo antes, o lo habría amado más salvándolo después?
– Ahora lo has amado, porque no has permitido que se hiciera daño con el agua helada.
– Y Dios te ha amado más, porque te ha salvado antes de que tú pecaras.
– Pues entonces yo le amaré completamente, completamente. Gorrioncito bonito, yo soy como tú. El Señor nos ha amado de la misma manera, salvándonos… Ahora voy a criarte y luego te dejaré suelto. Tú cantarás en el bosque y yo en el Templo las alabanzas del Señor, y diremos: «Envía a tu Prometido, envíaselo a quien espera». ¡Oh, papá mío! ¿Cuándo me vas a llevar al Templo?
– Pronto, perla mía. Pero, ¿no te duele dejar a tu padre?
-¡Mucho! Pero tú vendrás… y, además, si no doliese, ¿qué sacrificio sería?
-¿Y te vas a acordar de nosotros? – Siempre. Después de
la oración por el Emmanuel rezaré por vosotros. Para que Dios os haga dichosos y os dé una larga vida… hasta el día en que Él sea Salvador. Luego diré que os tome para llevaros a la Jerusalén del Cielo.
La visión me cesa con María estrechada en el lazo de los brazos de su padre…
Dice Jesús:
– Llegan ya a mis oídos los comentarios de los doctores de los tiquismiquis: «¿Cómo puede hablar así una niña que no ha cumplido aún tres años? Es una exageración». Pero no piensan que ellos, alterando mi infancia con actos propios de adultos, dan de mí una imagen monstruosa.
La inteligencia no llega a todos de la misma manera y al mismo tiempo. La Iglesia ha establecido los seis años como la edad de responsabilidad de las acciones, porque esa es la edad en que incluso un niño retrasado puede distinguir, al menos rudi menta ria mente, el bien y el mal. Pero hay niños que mucho antes son capaces de discernir, entender y querer, con una razón ya suficientemente desarrollada. Que las pequeñas Imelda Lambertini, Rosa de Viterbo, Nellie Organ, Nennolina os proporcionen una base para creer, ¡oh, doctores difíciles!, que mi Madre podía pensar y hablar así. Sólo he considerado cuatro nombres al azar entre los millares de niños santos que, después de haber razonado como adultos en la tierra durante más o menos años, han venido a poblar mí Paraíso.
¿Qué es la razón? Un don de Dios. Él, por tanto, puede darla con la medida que quiera, a quien quiera y cuando quiera. Es, además, una de las cosas que más os asemejan a Dios, Espíritu inteligente y que razona. La razón y la inteligencia fueron
gracias otorgadas por Dios al Hombre en el Paraíso Terrenal. ¡Y qué vivas estaban cuando la Gracia moraba, aún intacta y operante, en el espíritu de los dos Primeros!
En el libro de Jesús Bar Sirac está escrito: «Toda sabiduría viene del Señor Dios y con Él ha estado siempre, incluso antes de los siglos». ¿Qué sabiduría, pues, habrían tenido los hombres si hubieran conservado su filiación para con Dios?
Vuestras lagunas de inteligencia son el fruto natural de haber venido a menos en la Gracia y en la honestidad. Perdiendo la Gracia, habéis alejado de vosotros, durante siglos, la Sabiduría. Cual estrella fugaz que se oculta tras nebulosidades de kilómetros, la Sabiduría no ha seguido llegándoos con sus netos destellos, sino sólo a través de neblinas cada vez más oprimentes a causa de vuestras prevaricaciones.
Luego ha venido el Cristo y os ha vuelto a dar la Gracia, don supremo del amor de Dios. Pero ¿sabéis custodiar limpia y pura esta gema? No. Cuando no la rompéis con la voluntad individual de pecar, la ensuciáis con continuas culpas menores, con debilidades, o gravitando hacia el vicio (y ello, a pesar de no significar una verdadera unión con el septiforme vicio, debilita la luz de la Gracia y su actividad). Luego, además, siglos y siglos de corrupciones, que, deletéreas, repercuten en lo físico y en la mente, han ido debilitando la magnífica luz de la inteligencia que Dios había dado a los Primeros.
Pero María era no sólo la Pura, la nueva Eva recreada para alegría de Dios, era la super-Eva, era la Obra Maestra del Altísimo, era la Llena de Gracia, era la Madre del Verbo en la mente de Dios.
«Fuente de la Sabiduría» dice Jesús Bar Sirac «es el Verbo». ¿Y el Hijo no va a haber puesto su sabiduría en los labios de su Madre?
Si a un Profeta que debía decir las palabras que el Verbo, la Sabiduría, le confiaba para transmitírselas a los hombres, le fue purificada la boca con carbones encendidos, ¿no va a haber depurado y elevado el Amor el habla de esa su Esposa niña que debía llevar en sí la Palabra, a fin de que no hablase primero como niña y luego como mujer, sino sólo y siempre como criatura celeste fundida con la gran luz y sabiduría de Dios?
El milagro no está en el hecho de que María, como luego Yo, mostrara en edad infantil una inteligencia superior. El milagro está en el hecho de contener a la Inteligencia infinita, que en Ella moraba, en los diques convenientes para no pasmar a las multitudes y para no despertar la atención satánica.
En otra ocasión seguiré hablando de esto, que está en relación con ese «recordarse» que los santos tienen de Dios.