María, maestra de Jesús, Judas y Santiago.
Veo la habitación (ya en Nazaret) que habitualmente usan como comedor, la misma en que María teje o cose. Es la habitación contigua al taller de José, cuyo diligente trabajar se siente; aquí hay, por el contrario, silencio. María está cosiendo unas piezas de lana alargadas, ciertamente tejidas por Ella, que tienen aproximadamente medio metro de anchas y un poco más del doble de largas; creo entender que están destinadas a ser un manto para José.
Por la puerta abierta de la parte del huerto-jardín se ve el seto formado por unas matas de enredado ramaje de esas margaritas pequeñas de color azul-violeta que comúnmente se llaman «Marías» o «Cielo estrellado». Desconozco su exacto nombre botánico. Están florecidas. Por tanto, debe ser otoño. De todas formas, los árboles tienen todavía un follaje verde tupido y hermoso, y las abejas, desde dos colmenas adosadas a una pared soleada, vuelan zumbando, danzando y brillando al sol, de una higuera a la vid, de ésta a un granado lleno de redondos frutos, algunos de los cuales han estallado ya por exceso de vigor y muestran sus collares de jugosos rubíes, alineados en el interior de su verde-rojo cofre, de compartimentos amarillos.
Bajo los árboles. Jesús está jugando con otros dos niños de más o menos su misma edad. Son de pelo rizado, no rubios. Es más, uno de ellos es intensamente moreno: una cabecita de corderito negro que hace resaltar aún más la blancura de la piel de su carita redonda en que se abren dos ojazos de un azul tendente al violáceo; bellísimos. El otro es menos rizado y de un color castaño oscuro, tiene ojos castaños y coloración más morena, aunque con una tonalidad rosácea en los carrillos. Jesús, con su cabecita rubia, entre los otros dos, oscuros, parece ya aureolado de fulgor. Están jugando en concordia con unos pequeños carritos en los que hay… distintas mercancías:: piedrecitas, virutas, pedacitos de madera. Eran mercaderes, sin duda, y Jesús era el que compraba para su Mamá, a la que le lleva ora una cosa, ora otra; María, sonriendo, acepta los objetos comprados.
Pero después de un poco el juego cambia. Uno de los dos niños propone:
-¿Por qué no hacemos el Éxodo a través de Egipto? Jesús es Moisés; yo, Aarón; tú… María.
-¡Pero si yo soy chico!
-¡No importa! ¿Qué más da? Tú eres María y bailas ante el becerro de oro, que será aquella colmena. – Yo no bailo. Soy un hombre y no quiero ser una mujer; soy un fiel, y no quiero bailar ante el ídolo.
Jesús interviene diciendo:
– Pues no hacemos este pasaje. Podemos hacer ese otro de cuando le eligen a Josué sucesor de Moisés. Así no está ese feo pecado de idolatría y Judas estará contento de ser hombre y sucesor mío. ¿Verdad que estás contento?
– Sí, Jesús. Pero entonces Tú tienes que morir, porque Moisés muere después. No quiero que Tú mueras; Tú, que siempre me quieres tanto».
– Todos morimos… Pero Yo antes de morir bendeciré a Israel, y, dado que aquí sólo estáis vosotros, en vosotros bendeciré a todo Israel.
Es aceptada la propuesta. Pero luego surge una cuestión: si el pueblo de Israel, después de tanto caminar; llevaba o no los carros que tenía al salir de Egipto. Hay disparidad de ideas.
Se recurre a María.
– Mamá, Yo digo que los israelitas tenían todavía los carros. Santiago dice que no. Judas no sabe a quién de los dos dar la razón. ¿Tú sabes si los tenían?
– Sí, Hijo. El pueblo nómada tenía todavía sus carros. En los descansos los reparaban. Montaban en ellos los más débiles. Se cargaba en ellos aquellos víveres o cosas que un pueblo tan numeroso necesitaba. Todas las demás cosas iban en los carros, menos el Arca, que la llevaban a mano.
La cuestión está resuelta.
Los niños van al final del huerto y, desde allí, entonando salmos, vienen hacia la casa. Jesús viene delante cantando salmos con su vocecita de plata. Detrás de Él vienen Judas y Santiago portando un pequeño carrito elevado al rango de Tabernáculo. Pero, dado que además de a Aarón y a Josué tienen que representar también al pueblo, se han quitado los cinturones y se han atado al pie los otros carros en miniatura, y así caminan, serios como si fueran verdaderos actores.
Hacen el recorrido de la pérgola, pasan por delante de la puerta de la habitación donde está María, y Jesús dice: – Mamá, pasa el Arca, salúdala.
María se levanta sonriendo y se inclina ante su Hijo que, radiante, pasa, aureolado de sol.
Acto seguido Jesús trepa un poco por el lado del monte que limita la casa, o mejor, el huerto. Arriba de la gruta, erguido, dirige unas palabras a… Israel. Manifiesta los preceptos y las promesas de Dios, señala a Josué como caudillo, le llama a sí — Judas también sube arriba de la peña —, le anima y le bendice. Luego pide una… tabla (es la hoja ancha de una higuera) y escribe el cántico, y lo lee; no todo, pero sí una buena parte de él, y al hacerlo da la impresión de que realmente lo estuviera leyendo en la hoja. A continuación se despide de Josué, el cual le abraza llorando, y sube más arriba, justo hasta el borde de la peña. Allí bendice a todo Israel, es decir, a los dos niños que están prosternados en tierra, y luego se acuesta sobre la corta hierbecilla, cierra los ojos y… muere.
María se había quedado, sonriente, a la puerta, y, cuando lo ve echado en el suelo, rígido, grita:
-¡Jesús! ¡Jesús! ¡Levántate! ¡No estés así! ¡Mamá no quiere verte muerto!.
Jesús se levanta del suelo, sonríe, y va hacia Ella corriendo, y la besa. Se acercan lo mismo Santiago y Judas, y María los acaricia también.
-¿Cómo puede acordarse Jesús de ese cántico tan largo y difícil y de todas esas bendiciones? – pregunta Santiago. María sonríe y responde sencillamente:
– Tiene una memoria muy buena y está muy atento cuando yo leo.
– Yo, en la escuela, estoy atento, pero con tanta lamentación me viene el sueño… Entonces, ¿no voy a aprender nunca?. – Aprenderás. Tranquilo.
Llaman a la puerta. José atraviesa con paso rápido huerto y habitación, y abre.
-¡La paz sea con vosotros, Alfeo y María!
– Y con vosotros. Paz y bendición.
Es el hermano de José con su mujer. Un rústico carro tirado por un robusto burro está parado en la calle. -¿Habéis tenido buen viaje?
– Sí, bueno. ¿Y los niños?
– Están en el huerto con María.
Ya los niños venían corriendo a saludar a su mamá. También María está viniendo, trayendo a Jesús de la mano. Las dos cuñadas se besan.
-¿Se han portado bien?
– Sí, muy bien, y han sido muy cariñosos. ¿La familia está toda bien?
– Todos están bien. Nos han dado recuerdos para vosotros. De Caná os mandan muchos regalos: uvas, manzanas, queso, huevos, miel. Y… José, he encontrado exactamente lo que tú querías para Jesús. Está en el carro, en aquella cesta redonda.
La mujer de Alfeo, sonriendo, se curva hacia Jesús, que la está mirando con unos ojos maravillados, abiertísimos; y le besa en esos dos pedacitos de azul y dice:
-¿Sabes lo que he traído para ti? Adivina.
Jesús piensa, pero no adivina. Probablemente lo hace a propósito, para que José tenga la alegría de dar una sorpresa. En efecto, José entra trayendo consigo una cesta redonda. La deposita en el suelo a los pies de Jesús, desata la cuerda que está sujetando la tapadera, la levanta… y una ovejita toda blanca, un verdadero copo de espuma, aparece, dormida sobre un heno muy limpio.
-¡Oh! – exclama Jesús con estupor y beatitud, mientras hace ademán de echarse hacia el animalito, pero… no, se vuelve y corre a donde José, que aún está agachado, y lo abraza y lo besa dándole las gracias.
Los primitos miran con admiración al animalito, que ahora está despierto y alza su rosado morrito y bala buscando a su mamá. Sacan de la cesta a la ovejita y le ofrecen un manojo de tréboles. Ella come, mirando a su alrededor con sus mansos ojos. Jesús repite una y otra vez: -¡Para mí! ¡Para mí! ¡Padre, gracias!.
-¿Te gusta mucho?
-¡Oh, mucho! Blanca, limpia… una cordera… ¡oh! – y le echa sus bracitos al cuello a la ovejita, pone su cabeza rubia sobre la cabecita, y se queda así, satisfecho.
– También os he traído a vosotros otras dos – dice Alfeo a sus hijos – Pero son de color oscuro. Vosotros no sois ordenados como lo es Jesús y, si hubieran sido blancas, las tendríais mal. Serán vuestro rebaño, las tendréis juntas, y así vosotros dos, golfos, no estaréis ya más por ahí por las calles tirando piedras.
Los dos niños van corriendo al carro para ver a estas otras dos ovejas, más negras que blancas.
Jesús por su parte se ha quedado con la suya. La lleva al huerto, le da de beber, y el animalito le sigue como si lo conociera desde siempre. Jesús la llama. Le pone por nombre «Nieve». Ella responde balando jubilosa.
Los llegados ya están sentados a la mesa. María les sirve pan, aceitunas y queso. Trae también un ánfora de sidra o de agua de manzanas, no lo sé; veo que es de un color dorado muy claro.
Los niños juegan con los tres animales y ellos se ponen a conversar. Jesús quiere que estén las tres ovejas, para darles a las otras también agua y un nombre:
– La tuya, Judas, se llamará «Estrella», por el signo ese que tiene en la frente; y la tuya «Llama», porque tiene un color como el de ciertas llamas de brezo lánguido.
– De acuerdo.
– Espero haber resuelto así la historia de las peleas entre muchachos – dice Alfeo – Tu idea, José, ha sido la que me ha iluminado. Dije: «Mi hermano quiere una cordera para Jesús, para que juegue un poco. Yo me llevo dos para esos golfos, para
que estén un poco tranquilos y no tener siempre problemas con otros padres por cabezas o rodillas rotas. Un poco la escuela y un poco las ovejas, lograré tenerlos quietos. Por cierto, este año tendrás que mandar tú también a Jesús a la escuela. Ya es tiempo.
– Yo no voy a mandarlo jamás a Jesús a la escuela – dice María con tono resoluto. Resulta insólito oírla hablar así, y además antes que José (!).
-¿Por qué? El Niño tiene que aprender, para que a su debido tiempo sea capaz de afrontar el examen de la mayoría de
edad…».
– El Niño sabrá; pero no irá a la escuela. Está decidido.
– Pues serías la única que actuara así en Israel.
– Pues seré la única, pero actuaré así. ¿No es verdad, José?
– Así es; Jesús no tiene necesidad de ir a la escuela. María se ha formado en el Templo y es una verdadera doctora en el conocimiento de la Ley. Será su Maestra. Es también mi deseo.
– Le estáis mimando demasiado al muchacho.
– Eso no puedes decirlo. Es el mejor de Nazaret. ¿Lo has visto alguna vez llorar o cogerse alguna pataleta o negarse a obedecer o faltar al respeto?
– No. Pero un día será así si lo seguís mimando.
– Tener al lado a los hijos no es mimarlos; es quererlos, con mente cabal y buen corazón. Nosotros amamos así a nuestro Jesús, y, dado que María es una mujer más instruida que el maestro, será Ella la Maestra de Jesús.
– Y cuando sea hombre, tu Jesús será una mujercita temerosa hasta de las moscas.
– No lo será. María es una mujer fuerte y sabe educarle virilmente; y yo no soy ningún mezquino, y sé dar ejemplos viriles. Jesús es un niño sin defectos físicos ni morales. Por tanto se desarrollará recto y fuerte en el cuerpo y en el espíritu. Estate seguro de esto, Alfeo. No dejará mal a la familia. Y, además, ya lo he decidido y es suficiente.
– Lo habrá decidido María. Tú sólo….
-¿Y si así fuera? ¿No es acaso bonito que dos personas que se aman estén en la disposición de tener el mismo pensamiento y la misma voluntad, porque mutuamente abrazan el deseo del otro y lo hacen propio? Si María desease estupideces, yo le diría que no, pero lo que pide son cosas llenas de sabiduría, y yo las apruebo y hago mías. Nosotros nos amamos como el primer día… y lo seguiremos haciendo mientras vivamos, ¿verdad, María?
– Sí, José. Y aún en el caso — y ojalá no suceda jamás — de que uno de los dos muriese y el otro no, nos seguiríamos
amando.
José le acaricia a María la cabeza, como si fuera una hija pequeña, y Ella a su vez lo mira con ojos serenos y amorosos. La cuñada interviene diciendo:
– Tenéis realmente razón. ¡Si yo fuera capaz de enseñar!… En la escuela nuestros hijos aprenden el bien y el mal; en casa, sólo el bien. Pero yo no sé hacerlo… Si María…
-¿Qué quieres, cuñada? Habla libremente. Tú sabes que te quiero y que me siento contenta cada vez que puedo satisfacerte en algo.
– No, yo lo que pensaba… era… Santiago y Judas son sólo un poco mayores que Jesús. Ya van a la escuela… ¡pero, para lo que saben!… Por el contrario, Jesús ya sabe muy bien la Ley… Yo quisiera… bueno, ¿si te pidiera que los tuvieras también a ellos cuando enseñas a Jesús? Creo que ganarían en bondad y en conocimientos. Al fin y al cabo son primos y sería justo que se quisieran como hermanos.., ¡Qué feliz me sentiría!.
– Si José y tu marido quieren, yo por mí estoy dispuesta. Hablar para uno o para tres es igual. Repasar la Escritura es motivo de gozo. Que vengan.
Los tres niños, que habían entrado despacito, han oído estas palabras y están a la espera del veredicto. – Te harán desesperar, María – dice Alfeo.
-¡ No! Conmigo siempre se portan bien. ¿Verdad que os vais a portar bien si yo os enseño?
Los dos niños acuden a su lado corriendo, uno a la derecha, el otro a la izquierda. Le ponen los brazos en torno a los hombros apoyando en ellos sus cabecitas, y hacen promesas de todo el bien posible.
– Déjalos que prueben, Alfeo, y déjame probar también a mí. Yo creo que no quedarás descontento de la prueba. Que vengan todos los días desde la hora sexta hasta la tarde. Será suficiente, créelo. Conozco el arte de enseñar sin cansar. A los niños hay que tenerlos cautivados y distraídos al mismo tiempo. Hay que comprenderlos, amarlos y ser amados para conseguir de ellos. Y vosotros me queréis, ¿no?
La respuesta es dos fuertes besos.
-¿Lo ves?
– Ya lo veo. Sólo me queda decirte: «Gracias». Y Jesús ¿qué va a decir cuando vea a su mamá entretenida en otros? ¿Tú qué dices, Jesús?
– Yo digo: «Bienaventurados los que le prestan atención y levantan su morada junto a la de Ella». Como con la Sabiduría, dichoso aquel que es amigo de mi Madre. Me gozo viendo que aquéllos a quienes amo son sus amigos.
-¿Quién pone tales palabras en labios de este Niño? – pregunta Alfeo asombrado.
– Nadie, hermano, nadie de este mundo.
La visión cesa en este momento.
Dice Jesús:
-Y María fue Maestra mía, de Santiago y de Judas. Y éste es el motivo por el cual hubo entre nosotros amor fraternal, además de por el parentesco; por la ciencia y por haber crecido juntos, como tres sarmientos con un único palo como soporte: la Madre mía. Que en verdad mi dulce Madre era doctora como nadie en Israel. Sede de la Sabiduría, de la verdadera Sabiduría,
Ella nos instruyó para el mundo y para el Cielo. Digo que «nos instruyó», porque yo fui alumno suyo no en modo distinto de mis primos. Y el «sello» colocado sobre el misterio de Dios fue mantenido contra las pesquisas de Satanás, mantenido bajo la apariencia de una vida común.