María anuncia a José la maternidad de Isabel y confía a Dios la justificación de la suya.
Ante mi vista la casita de Nazaret, y María dentro, jovencita, como cuando el Ángel de Dios se le apareció. El solo hecho de ver, ya me llena el alma del perfume virginal de esa morada; del perfume angélico aún presente en esa estancia en que el Ángel agitó sus alas de oro; del perfume divino, que se ha concentrado enteramente en María para hacer de Ella una Madre y que ahora de Ella revierte.
Las sombras empiezan a invadir la estancia a la que antes había descendido tanta luz de Cielo. Está anocheciendo.
María, de rodillas al lado de su lecho, ora con las manos cruzadas sobre el pecho y con el rostro muy inclinado hacia el suelo. Lleva el mismo vestido del momento del Anuncio. Todo está como entonces. La ramita florecida en su jarrón, los muebles en el mismo orden. La única variación es que la rueca y el huso están apoyados en un rincón: con su penacho de estambre, aquélla; con su brillante hilo envuelto en torno, éste.
María deja de rezar y se pone en pie, con el rostro encendido como por una llama. La boca sonríe, pero el llanto hace brillar sus ojos azules. Coge la lámpara de aceite y con una piedra de chispa la enciende. Mira si todo está ordenado en la habitación. Endereza la cobija de la cama, que se había torcido. Añade agua al jarrón de la ramita florecida y le saca de la habitación, al fresco de la noche. Luego entra otra vez. Coge el bordado que estaba doblado encima del mueble de anaqueles, y la lámpara encendida, y, cerrando la puerta, sale.
Da unos pasos por el huertecillo bordeando la casa, luego entra en la habitación donde vi que Jesús se despidió de María. La reconozco, a pesar de que falten ahora algunos objetos del mobiliario que entonces había. María se marcha a otra pequeña habitación cercana a ésta, llevando la lámpara consigo, y yo me quedo, me quedo con la sola compañía de su labor depositada en la esquina de la mesa. Oigo ir y venir el paso leve de María; le oigo agitar agua, como quien estuviera lavando algo. Luego, romper unas ramitas. Comprendo que se trata de leña rota por el sonido que hace. Oigo que enciende el fuego.
Vuelve. Sale al jardincito. Vuelve a entrar; trae unas manzanas y verdura. Deja las manzanas en la mesa, en una bandeja de metal grabado (creo que se trata de cobre burilado). Vuelve a la cocina (está claro que allí está la cocina). Ahora la llama de la lumbre se proyecta alegre desde la puerta abierta hasta aquí dentro, representando una danza de sombras en las paredes.
Pasa un rato y María regresa con un pan pequeño y oscuro y un cuenco de leche caliente. Se sienta. Moja unas rodajas de pan en la leche. Come tranquila y despacio. Luego, dejando la mitad del tazón de leche, entra de nuevo en la cocina y vuelve con las verduras, les echa un poco de aceite y se las come con el pan. Para la sed, bebe la leche. Luego coge una manzana y se la come. Una cena de niña.
María piensa mientras come, y sonríe ante un íntimo pensamiento. Levanta la mirada, recorre con ella las paredes; parece como si les comunicase un secreto suyo. De vez en cuando, sin embargo, se pone seria, casi triste; pero luego le torna la sonrisa.
Se oye llamar a la puerta. María se levanta y abre. Entra José. Se saludan. José se sienta en un taburete, de la otra parte de la mesa, frente a María.
José es un hombre apuesto, en la plenitud de la vida. Tendrá unos treinta y cinco años como mucho. Su pelo castaño oscuro y su barba del mismo color le enmarcan un rostro proporcionado con dos dulces ojos castaños casi negros. Su frente es amplia y lisa; su nariz, delgada, ligeramente arqueada; carrillos más bien llenos, de un moreno no aceitunado, incluso rosado en los pómulos. No es muy alto, sí de complexión fuerte y bien proporcionado.
Antes de sentarse se ha quitado el manto, que — es el primero que veo hecho de esa manera — es circular y se lleva sujeto al cuello con un ganchito o algo parecido, y tiene capucha. Es de color marrón claro y parece hecho de una tela impermeable de lana basta. Parece un manto de montañés, bueno para resguardar de las inclemencias del tiempo.
También antes de sentarse, le ha ofrecido a María dos huevos y un racimo de uvas, un poco arrugadas pero bien conservadas. Y sonríe diciendo:
– Me las han traído de Cana. Los huevos me los ha dado el Centurión por un trabajo que le hice a un carro suyo — se había roto una rueda y el que trabaja para ellos estaba enfermo… —. Son frescos. Los ha cogido de su gallinero. Bébetelos. Te vendrán bien.-
– Mañana, José. Acabo de comer.
– Las uvas sí te las puedes comer. Son buenas. Dulces como la miel. Las he traído despacio para no estropearlas. Cómetelas. Tengo más. Te las traigo mañana en una cesta. Esta noche no podía porque vengo directamente de casa del Centurión.
– Entonces, no has cenado todavía».
– No. Pero no importa.
María se levanta inmediatamente y va a la cocina. Vuelve con leche, aceitunas y queso.
– No tengo otra cosa- dice – Cómete un huevo.
José no quiere. Los huevos son para María. Come con gusto su pan con queso y se bebe la leche, que está todavía tibia. Luego acepta una manzana. La cena ha terminado.
María coge su bordado — primero ha despejado la mesa de las cosas de la cena con la ayuda de José, que se ha quedado en la cocina incluso cuando Ella vuelve aquí. Le oigo mover las cosas poniendo todo en su sitio. Atiza el fuego de nuevo porque la noche está fresca. Cuando vuelve, María le da las gracias.
Se ponen a hablar. José cuenta cómo ha pasado el día. Habla de sus sobrinitos. Se interesa por el trabajo de María y por sus flores. Le promete que le traerá unas flores muy bonitas que el Centurión le ha ofrecido. – Nosotros no tenemos esas flores. Las han traído de Roma. Me ha prometido que, apenas hayan germinado, me dará las plantas. Ahora, cuando la Luna sea propicia, te las planto. Tienen colores bonitos y un perfume muy bueno. Las he visto el verano pasado, porque florecen en verano. Perfumarán toda tu casa. Los árboles los podaré más tarde, con la Luna favorable. Es ése el momento.
María sonríe y de nuevo le da las gracias. Silencio. José fija su mirada en la rubia cabeza de María inclinada hacia su trabajo de bordado. Es una mirada de amor angelical. Sin duda alguna, si un ángel amara a una mujer con amor de esposo, la miraría así.
María, como quien hubiese tomado una decisión, pone en su regazo el bordado y dice:
– José, yo también tengo algo que decirte. Nunca recibo nada, pues tú sabes qué retirada vivo. Pero, hoy he recibido una noticia. He tenido noticia de que nuestra parienta Isabel, mujer de Zacarías, va a tener pronto un hijo…
José abre enormemente los ojos y dice:
-¿A su edad?
– A su edad – responde sonriendo María – El Señor todo lo puede, y ahora ha querido darle esta alegría a nuestra parienta.
-¿Cómo lo has sabido? ¿Es segura esta noticia?.
– Ha venido un mensajero; y es uno que no puede mentir. Yo quisiera ir donde Isabel, para servirla y decirle que exulto con ella. Si tú lo permites…
– María, tú eres mi señora y yo tu siervo. Todo lo que haces está bien hecho. ¿Cuándo quisieras partir? – Lo antes posible. Pero estaré fuera algunos meses.
– Y yo contaré los días esperándote. Ve tranquila. Me ocuparé de la casa y de tu huertecito. Cuando vuelvas encontrarás tus flores tan bonitas como si tú misma las hubieras estado cuidando. Sólo una cosa… Espera. Antes de la Pascua tengo que ir a Jerusalén, para comprar unas cosas para mi trabajo. Si esperas unos días, te acompaño hasta allí; no más lejos, porque debo volver rápidamente; pero hasta allí podemos ir juntos. Estoy más tranquilo si no pienso que vas sola por los caminos. Para la vuelta, házmelo saber, y así saldré a tu encuentro.
– Eres muy bueno, José. Que el Señor te recompense con sus bendiciones y mantenga lejos de ti el dolor. Le pido siempre por esto.
Los dos castos esposos se sonríen angelicalmente. Silencio de nuevo durante un tiempo.
Luego José se pone en pie. Se pone el manto, se pone la capucha, se despide de María, que también se ha levantado, y
sale.
María le sigue con la mirada y con un suspiro como de pena. Luego levanta los ojos al cielo. Está, sin duda, orando. Cierra la puerta con cuidado. Dobla el bordado. Va a la cocina. Apaga, o cubre, la lumbre. Mira a ver si todo está como debe. Coge la lámpara y sale, cerrando la puerta. Con su mano protege la llamita, temblorosa en el viento fresquito de la noche. Entra en su habitación y sigue orando.
La visión cesa así.
Dice María:
– Hija mía querida, cuando, terminado el éxtasis que me había henchido de inefable alegría, regresé a los sentidos de la Tierra, el primer pensamiento que, punzante como espina de rosas, hirió mi corazón envuelto en las rosas del Divino Amor, desposado conmigo unos instantes antes, fue José.
Yo ya amaba entonces a este santo y providente custodio mío. Desde el momento en que la voluntad de Dios, a través de la palabra de su Sacerdote, quiso que fuera esposa de José, pude ir conociendo y apreciando la santidad de este Justo. Unida a él, sentí cesar mi estado de desorientación por mi orfandad, y dejé de añorar el perdido amparo del Templo. Él era tan dulce como el padre que había perdido. Junto a él me sentía tan segura como junto al Sacerdote. Toda vacilación había cesado; es más, había quedado olvidada — efectivamente, mucho se habían alejado de mi corazón de virgen las vacilaciones, porque había
comprendido que no tenía motivo alguno de vacilar, que no tenía nada que temer respecto a José —. Mi virginidad, confiada a José, estaba más segura que un niño en brazos de su madre.
¿Cómo decirle ahora que era Madre? Trataba de encontrar las palabras con que anunciárselo. Difícil búsqueda. No quería yo, en efecto, alabarme por el don divino recibido, y no podía justificar mi maternidad en ningún modo sin decir: «El Señor me ha amado entre todas las mujeres y de mí, su sierva, ha hecho su Esposa». Tampoco quería engañarle, ocultándole mi estado.
Pero, mientras oraba, el Espíritu que me llenaba me había dicho: «Guarda silencio. Déjame a mí la tarea de justificarte ante tu esposo». ¿Cuándo? ¿Cómo? No lo había preguntado. Siempre me había abandonado en Dios, como una flor se abandona a la ola que la lleva. Jamás el Eterno me había dejado sin su ayuda. Su mano me había sujetado, protegido, guiado hasta aquí; esta vez, pues, también lo haría.
Hija mía, ¡qué hermosa y confortante es la fe en nuestro eterno y buen Dios! Nos pone entre sus brazos como si fueran una cuna; nos lleva, como una barca, al radiante puerto del Bien; da calor a nuestro corazón, nos consuela, nos nutre, nos proporciona descanso y júbilo, nos ilumina y nos guía. La confianza en Dios lo es todo, y Dios da todo a quien tiene confianza en Él: se da El mismo.
Aquella tarde llevé hasta la perfección mi confianza de criatura. Ahora podía hacerlo, porque Dios estaba en mí. Antes, mi confianza era la de una pobre criatura como era; siempre una nada, aunque fuera la Tan Amada que era la Sin Mancha. Pero ahora poseía la confianza divina porque Dios era mío: ¡mi Esposo, mi Hijo! ¡Oh, gran gozo! Ser Una con Dios. No para gloria mía, sino para amarle en una unión total y poderle decir: «Tú, Tú solo, que estás en mí, actúa con tu divina perfección en todas las cosas que yo haga».
Si Él no me hubiera dicho: «¡Calla!», quizás habría osado, con el rostro en tierra, decirle a José: «El Espíritu ha penetrado en mí y llevo la Semilla de Dios». Él me habría creído, porque me estimaba y además porque, como todos los que nunca mienten, no podía creer que otro mintiera. Sí, con tal de no causarle un dolor subsiguiente, yo habría vencido la reticencia a proporcionarme a mí misma esa alabanza. Mas, presté obediencia al mandato divino.
A partir de ese momento, y durante meses, sentí esa primera herida que me ensangrentaba el corazón. Ese fue el primer dolor de mi destino de Corredentora. Lo ofrecí y lo sufrí para expiar, y para daros una norma de vida en momentos análogos a éste, de sufrimiento por deber guardar silencio o por un hecho que da una mala imagen de vosotros a quien os ama.
Confiadle a Dios la tutela de vuestro buen nombre y de vuestros intereses afectivos. Mereced, con una vida santa, la tutela de Dios, y… caminad seguros. Podrá el mundo entero ponerse en contra de vosotros; Él os defenderá ante quien os ama, y hará brillar la verdad.