Los Esposos llegan a Nazaret.
El más azul de los cielos de un apacible febrero se extiende sobre las colinas de Galilea. Las suaves colinas que no he visto nunca en este ciclo de la Virgen niña, y que me son ya tan familiares al ojo como si hubiera nacido entre ellas.
La calzada principal, refrescada por lluvia reciente, caída quizás la noche anterior, no tiene polvo, mas tampoco barro. Presenta aspecto compacto y limpio, como si fuera una calle de ciudad, y avanza, sinuosa, entre dos hileras de espino albar en flor: una nevada con sabor amargoso y a bosque, interrumpida una y otra vez por las monstruosas aglomeraciones de los cactus, con sus hojas carnosas en forma de paleta, erizadas de pinchos y decoradas con los enormes granates de sus originales frutos, crecidos sin tallo sobre las hojas, las cuales, por su color y forma, evocan siempre en mí profundidades marinas y bosques de corales y medusas, u otros animales de los mares profundos.
Las hileras de espino sirven como cercas de las propiedades privadas, por lo cual se extienden en todas las direcciones formando un caprichoso trazado geométrico de curvas y de ángulos, de rombos, cuadrados, semicírculos, triángulos con las más inverosímiles formas agudas u obtusas; es un trazado enteramente asperjado de blanco: como una cinta llena de fantasía que hubieran extendido así, por diversión, a lo largo de los campos; sobre ella vuelan, pían, cantan, a centenares, pajaritos de toda especie, sintiendo la alegría del amor y dedicados a rehacer sus nidos. Al otro lado de las hileras de espino están los campos, con los trigos todavía verdes, pero aquí ya más altos que en los campos de Judea, y prados llenos de flores, y en ellos — como contrapunto de las ligeras nubecillas del cielo, que el ocaso tiñe de rosa o de un lila tenue o violeta o de un opalino colorado de azul o de un naranja-coral —, a centenares, las nubes vegetales de los árboles frutales, blancas, rosadas, rojas, en todas las tonalidades del blanco, rosa y rojo.
Con el suave viento de la tarde, caen revoloteando de los árboles florecidos los primeros pétalos: parecen bandadas de mariposas buscando polen en las flores del campo. Entre árbol y árbol, festones de vid aún desnuda: sólo en la parte alta de los festones, en la parte donde más da el sol, las primeras hojitas se abren, inocentes, extrañadas, palpitantes.
El Sol se pone, sereno, en el cielo — ¡qué apacible con ese azul suyo que la luz hace aún más claro! — y a lo lejos titilan, reflejándolo, las nieves del Hermón y de otras cumbres lejanas.
Un carro avanza por la calzada, el carro que lleva a José y a María y a los primos de Ella; el viaje está tocando a su fin.
María mira con el ojo ansioso de quien quiere conocer, o mejor, reconocer, aquello que ya un día vio, pero no lo recuerda, y sonríe cuando una sombra de recuerdo vuelve y se posa, como una luz, en esta o aquella cosa, en este o aquel punto. Isabel le ayuda a recordar, y también Zacarías y José, señalando esta o aquella cumbre, esta o aquella casa.
Casas, sí. Porque Nazaret ya aparece extendida sobre la ondulación de su colina. Recibiendo por la izquierda el Sol ya ocultándose, muestra, con pinceladas de rosa, el color blanco de sus casitas, anchas y bajas, culminadas por una terraza. Algunas de ellas, al darles el sol de lleno, parecen, de lo rojas que se han puesto las fachadas, estar al lado de un fuego. Y el sol enciende también el agua de los bajos pozos, que no tienen casi brocal, de donde suben, chirriando, los cubos para la casa o los odres para la huerta.
Niños y mujeres se acercan al borde de la calzada, queriendo ver el interior del carro, y saludan a José, que es muy conocido en el lugar. Pero luego se muestran titubeantes y tímidos ante las otras tres personas.
Sin embargo, dentro ya de la pequeña ciudad, no hay titubeos ni temor. Mucha, mucha gente de todas las edades está a la entrada del pueblo bajo un rústico arco hecho con flores y ramas, y nada más que el carro aparece por detrás del recodo de la última casa de campo, que está colocada oblicuamente, se produce un verdadero gorjeo de voces agudas y un agitarse de ramas y flores. Son las mujeres, las chiquillas y los niños de Nazaret que saludan a la novia. Los hombres, más contenidos, están detrás de este seto agitado y gorjeante, y saludan con gravedad.
María, ahora que la cortina ha sido quitada, dejando al descubierto el carro — lo habían hecho ya antes de llegar al pueblo, porque el sol ya no molestaba, y para permitirle a María el ver bien su tierra natal — aparece en su belleza de flor. Blanca y rubia como un ángel, sonríe con bondad a los niños, que le echan flores y besos, a las jóvenes de su edad, que la llaman por el nombre, a las mujeres casadas, a las madres, a las ancianas, que la bendicen con sus voces cantadoras. Inclina su cabeza ante los hombres, y especialmente ante uno de ellos, que quizás es el rabino o la personalidad principal del pueblo.
El carro prosigue por la calle principal a paso lento, seguido de la muchedumbre por un buen trecho, muchedumbre para la que esta llegada es un acontecimiento.
– Esa es tu casa, María- dice José señalando con el látigo una casita que está justo en la base de una ondulación de la colina, y que tiene en la parte de atrás un hermoso y amplio huerto, exuberante, que termina en un pequeño olivar. Más allá, la consabida cerca de espino albar y cácteas señala el límite de la propiedad. Las tierras, que fueron de Joaquín, están al otro lado…
– Te ha quedado poco, ¿ves?- dice Zacarías – La enfermedad de tu padre fue larga y económicamente cara. Y caros fueron también los gastos para reparar el daño que hizo Roma. ¿Lo ves? La calle le ha cortado a la casa sus tres principales habitaciones. Se ha quedado más pequeña. Para ampliarla sin gastos excesivos, se cogió una parte del monte que forma una gruta; Joaquín tenía en ese lugar las provisiones y Ana sus telares. Haz con esto lo que creas más oportuno.
-¡Que sea poco no importa! Siempre me será suficiente. Me pondré a trabajar…
– No, María — es José quien habla — Yo seré quien trabaje. Tú sólo tejerás y coserás las cosas de la casa. Soy joven y fuerte, y soy tu esposo. No me atormentes viéndote trabajar.
– Haré como tú quieras.
– Sí, en esto yo quiero. Para todas las demás cosas tu deseo es ley, pero en esto no.
Ya han llegado. El carro se detiene.
Dos mujeres y dos hombres, respectivamente de unos cuarenta y cincuenta años, están a la puerta, y muchos niños y jovencitos están con ellos.
– Dios te dé paz, María – dice el hombre más anciano. Una de las mujeres se acerca a María, la abraza y la besa.
– Es mi hermano Alfeo, y María, su mujer, y éstos son sus hijos. Han venido expresamente para recibirte y felicitarte y decirte que su casa es tuya, si así lo deseas – dice José.
– Sí, ven, María, si te resulta penoso vivir sola. El campo es bonito en primavera y nuestra casa está en medio de campos floridos. Tú serás su más hermosa flor – dice María de Alfeo.
– Gracias, María. Yo iría con mucho gusto, y alguna vez iré; iré, sin duda, para la boda… Pero, deseo vivamente ver, reconocer mi casa. La dejé siendo muy pequeña y se me ha desdibujado su imagen… Ahora esta imagen la encuentro de nuevo… y me parece como si encontrara de nuevo a mi madre perdida, a mi padre amado, el eco de las palabras de ellos… y el aroma de su último respiro. Siento como si ya no fuera huérfana, porque me abrazan de nuevo estas paredes… Compréndeme, María – Aparece un poco el llanto en la voz de María, y también en sus pestañas.
María de Alfeo responde:
– Querida mía, como tú quieras. Quiero que me sientas hermana y amiga y un poco madre incluso, porque soy mucho más mayor que tú.
La otra mujer, que se ha acercado entretanto, dice:
– María, quiero saludarte. Soy Lía, la amiga de tu madre. Te vi nacer. Este es Alfeo, sobrino de Alfeo y muy amigo de tu madre. Lo que hice por tu madre, si quieres, lo haré por ti. Mira, mi casa es la que está más cerca de la tuya y tus parcelas de terreno son ahora nuestras. Pero, si quieres venir hazlo cuando te apetezca, en cualquier momento. Abrimos un paso en el cercado y así estaremos juntas, sin dejar de estar cada una en su casa. Este es mi marido.
– Os doy las gracias a todos y por todo; por todo el amor que habéis tenido a los míos, y por todo el amor que me tenéis a mí. Que Dios todopoderoso os bendiga por ello.
Descargan los pesados baúles y los meten en la casa. Entran. Reconozco ahora que es la casita de Nazaret, como será luego, durante la vida de Jesús.
José toma de la mano — un gesto habitual en él — a María, y entra así. Pero en el umbral de la puerta le dice:
– Ahora, aquí, en el umbral de esta puerta, quiero de ti una promesa: que cualquier cosa que te suceda, o cualquier cosa que necesites, tu único amigo, la única persona en quien pienses para solicitar ayuda, sea yo, y que, bajo ningún motivo, debas sufrir sola ninguna pena. Yo estoy a tu entera disposición, y para mí será una satisfacción el hacerte feliz el camino, y, dado que la felicidad no siempre está en nuestra mano, al menos, hacértelo tranquilo y seguro.
– Te lo prometo, José.
La siguiente cosa es abrir puertas y ventanas… El último sol entra curioso.
María se ha quitado el manto y el velo. Menos las flores de mirto, todavía va vestida como en los esponsales. Sale al huerto, que presenta un aspecto exuberante. Mira, sonríe, y, todavía de la mano de José, da un paseo. Se la ve como quien volviera a tomar posesión de un lugar perdido.
José le muestra el resultado de sus trabajos:
– Mira, aquí he cavado para recoger el agua de la lluvia, porque estas cepas están siempre sedientas. A este olivo le he vuelto a cortar las ramas más viejas para darle vigor; y he plantado estos manzanos, porque dos estaban muertos; y luego, allí he plantado unas higueras. Cuando crezcan resguardarán a la casa del sol excesivo y de las miradas curiosas. La pérgola es la misma que había; lo único que he hecho ha sido cambiar los palos que estaban deteriorados, y también una labor de poda. Espero que dé muchas uvas. Y aquí, mira – y la lleva, orgulloso, hacia el terreno en pendiente que resguarda la casa por detrás y que es límite del huerto por el lado de tramontana – y. aquí he excavado una pequeña gruta, y la he reforzado, y, cuando agarren estas plantas, será casi igual que la que tenías. Falta el manantial… pero, espero hacer llegar aquí desde el manantial un regatillo. Pienso trabajar durante las largas tardes de verano cuando venga a verte…
-¿Cómo es eso? – dice Alfeo. « ¿No vais a celebrar la boda este verano?
– No. María quiere tejer los paños de lana, que es lo único que le falta a su ajuar. Y a mí eso me satisface. María es tan joven, que el esperar un año o más no es nada. Entretanto se ambienta a la casa…
-¡Bueno! Tú siempre has sido un poco distinto de los demás, y lo sigues siendo. No sé quién pudiera no tener prisa en tener por esposa a una flor como María, ¡y tú metes meses por medio!…
– Alegría muy esperada, alegría más intensamente gustada – responde José con una sonrisa sutil.
El hermano se encoge de hombros y dice:
-¿Y entonces? Según tus planes, ¿cuándo vas a pensar en la boda?
– Cuando María cumpla dieciséis años. Después de la fiesta de los Tabernáculos. ¡Dulces serán las tardes de invierno para los recién casados!… – Y sigue sonriendo mirando a María: una sonrisa que conlleva un pacto secreto y delicado; de una castidad fraterna consoladora.
Luego continúa caminando y explicando:
– Ésta es la habitación grande que había en el monte. Si te parece bien, cuando venga, instalaré en ella mi taller. Está unida, pero no forma parte de la casa. Así no molestaré con los ruidos, o creando otros trastornos. No obstante, si no quieres que sea así…
– No, José; así está muy bien.
Vuelven a entrar en la casa. Encienden las lámparas.
– María está cansada – dice José – Dejémosla tranquila con sus primos.
Saludos de todos los que se marchan… José se queda todavía unos minutos y habla con Zacarías en voz baja.
– Tu primo te deja a Isabel durante un poco. ¿Contenta? Yo sí, porque te ayudará a… ser una perfecta ama de casa; con ella podrás colocar como quieras tus cosas y tu ajuar, y yo vendré todas las tardes a ayudarte; con ella podrás conseguir lana y todo lo que necesites, y yo me encargaré de los gastos. Acuérdate de que has prometido que recurrirías a mí para todo. Adiós, María. Duerme el primer sueño de señora en esta casa tuya, y que el ángel de Dios te lo haga sereno. Que el Señor sea siempre contigo.
– Adiós, José. Queda tú también bajo las alas del ángel de Dios.
– Gracias, José, por todo. En la medida en que pueda, te pagaré por tu amor, con el mío. José saluda a los primos y sale.
Y con él cesa la visión.