Las jornadas en Hebrón. Los frutos de la caridad de María hacia Isabel.
Veo a María cosiendo sentada en la sala de la planta baja. Parece que es por la mañana. Isabel va y viene, ocupándose
de la casa. Cada vez que entra, se acerca a depositar una caricia en la rubia cabeza de María, más rubia aún ahora por el
contraste con las paredes; más bien oscuras, y bajo el rayo del luminoso sol que entra por la puerta abierta que da al jardín. Isabel se inclina a mirar el trabajo de María — es el bordado que tenía en Nazaret — y alaba su belleza.
– Tengo también lino para hilar – dice María.
-¿Para tu Niño?
– No. Lo tenía ya cuando todavía no pensaba que… – María no acaba la frase, pero yo entiendo: «… cuando todavía no pensaba que iba a ser Madre de Dios.
– Pero ahora tendrás que usarlo para Él. ¿Es bonito? ¿Es fino? Ya sabes que los niños necesitan una tela suavísima. – Sí, lo sé.
– Yo había empezado… Tarde, porque quería estar segura de que no era un engaño del Maligno; a pesar de que… sentía en mí una alegría, tal, que, no, no podía provenir de Satanás. Luego… he sufrido mucho. Soy vieja, María, para encontrarme en este estado. «He sufrido mucho. Tú no sufres…
– Yo no. Nunca me he sentido tan bien.
-¡Ya! ¡Claro! En ti no hay mancha, si Dios te ha elegido para ser Madre suya. Por tanto, no estás sujeta a los sufrimientos de Eva. El Fruto concebido en ti es santo.
– Es como si tuviera un ala en el corazón y no un peso; es como llevar dentro todas las flores y todas las avecillas que cantan en primavera, y toda la miel y todo el sol… ¡Oh, me siento dichosa!.
-¡Bendita eres! Yo también, desde que te he visto, he dejado de sentir peso, cansancio y dolor. Me siento nueva, joven, liberada de las miserias de mi carne de mujer. Mi hijo saltó primero dichoso ante el sonido de tu voz, luego se tranquilizó gozoso. Y me parece como si lo llevase dentro en una cuna viva, y como si le viera dormir completamente satisfecho y dichoso, y respirar como un pajarito feliz bajo el ala de su madre… Ahora me voy a poner manos a la obra. No sentiré ya el peso. Veo poco, pero…
-¡Deja, Isabel! Me encargo yo de hilar y tejer para ti y para tu niño. Yo soy rápida y veo bien.
– Pero tendrás que ocuparte del tuyo….
-¡Bueno, hay tiempo de sobra!… Primero me ocuparé de ti, que ya vas a tener pronto al pequeñuelo; luego de mi Jesús.
Decirle lo dulce de la expresión y voz de María, decirle cómo se adornaran sus ojos de un suave, dichoso llanto, cómo Ella sonríe al pronunciar este Nombre, mirando al cielo luminoso y azul, es superior a las posibilidades humanas. Parece como si el éxtasis la arrobara por el solo hecho de pronunciar «Jesús».
Isabel dice:
-¡Qué nombre más hermoso! ¡El Nombre del Hijo de Dios, Salvador nuestro!.
-¡Oh…, Isabel! – María revela una expresión tristísima y ha aferrado las manos que su parienta tenía cruzadas sobre el vientre abultado – Dime, tú que, cuando yo llegué, fuiste investida del Espíritu del Señor y que profetizaste lo que el mundo ignora. Dime, ¿qué tendrá que hacer para salvar al mundo mi Criatura? Los Profetas… ¡Oh!… ¡Los Profetas que hablan del Salvador!… Isaías… ¿recuerdas Isaías! «Él es el Varón de los dolores. Por sus moretones recibimos la salud. Él ha sido traspasado y está llagado por nuestras iniquidades… Plugo al Señor quebrantarlo con dolores… Tras la condena fue levantado…» ¿De qué elevación habla? Le llaman Cordero, y yo pienso… yo pienso en el cordero pascual, el cordero mosaico, y concateno esto con la serpiente que Moisés levantó en una cruz. ¡Isabel!… ¡Isabel! ¿Qué le harán a mi Criatura? ¿Qué tendrá que sufrir para salvar al mundo? – María se echa a llorar.
Isabel la quiere consolar diciendo:
– María, no llores. Es tu Hijo, pero también es Hijo de Dios. Dios se preocupará de su Hijo y de ti, que eres su Madre. Si bien es cierto que muchos lo tratarán cruelmente, también lo es que otros muchos lo amarán. ¡Muchos!… Por los siglos de los siglos. El mundo dirigirá su mirada al que de ti nacerá y, junto con El, te bendecirá a ti, que eres Manantial de redención. ¡La suerte de tu Hijo! Proclamado Rey de toda la creación. Piensa en esto, María. Rey, por haber rescatado toda la creación; como tal, será su Rey universal. Y también en la tierra, en el tiempo, será amado. El que nacerá de mí precederá al tuyo y lo amará. Se lo dijo el ángel a Zacarías. Él me lo escribió… ¡Qué dolor ver mudo a mi Zacarías! De todas formas, espero que cuando nazca el niño el padre sea liberado de este castigo. Pide tú por ello, tú que eres la Sede de la Potencia de Dios y la Causa de la alegría del mundo. Yo, para obtener esto, como puedo hago ofrenda de mi criatura al Señor, porque es suya, pues Él se la ha prestado a su sierva para proporcionarle la alegría de ser llamada «madre». Es el testimonio de cuanto Dios me ha hecho. Quiero que se llame Juan. ¿No es él, mi niño, acaso, una gracia? Y ¿no es Dios quien me la ha dado?.
– Y Dios — yo también estoy convencida de ello — te concederá esa gracia. Yo oraré… contigo.
-¡Siento tanto dolor viéndolo mudo!… – Isabel llora – Cuando escribe, pues ya no puede hablarme, es como si montes y mares estuvieran entre mí y mi Zacarías. Después de tantos años de dulces palabras, ahora sólo silencio de su boca… sobre todo ahora, que sería verdaderamente hermoso hablar del que ha de venir. Incluso yo misma evito hablar para no verlo cómo se fatiga respondiéndome con gestos. ¡He llorado tanto… ! ¡Cuánto te he echado de menos! El pueblo mira, chismorrea y critica. El mundo es así. Cuando se padece una pena o se tiene una alegría, tenemos necesidad de alguien capaz de comprender, no de criticar. Ahora es como si toda la vida fuera mejor. Estoy alegre desde que llegaste; siento que mi prueba pronto quedará superada y que pronto mi dicha será completa. Será así, ¿no es verdad? Yo me resigno a todo, pero… ¡si Dios perdonara a mi marido! ¡Oh, poder oírle orar de nuevo!…
María la acaricia y la anima, y le propone, para distraerla, salir un poco al soleado jardín.
Caminan bajo una pérgola bien cuidada, hasta una torrecilla rural, en cuyos agujeros hacen sus nidos las palomas.
María les echa comida sonriendo, pues se le han echado encima arrullando intensamente. Su revoloteo dibuja en torno a Ella círculos iridiscentes. Se le posan sobre la cabeza, sobre los hombros, en los brazos y en las manos, alargando los picos rosados para arrebatarle los granitos de la concavidad de las manos, picoteando con gracia los róseos labios de la Virgen, y los dientes, que le brillan con el sol. María saca de un saquito el blondo trigo, y ríe en medio de ese carrusel de avidez impetuosa.
-¡Cuánto te quieren! – dice Isabel – Pocos días llevas con nosotros y ya te quieren más que a mí, que las he cuidado
siempre.
El paseo continúa hasta llegar a un recinto cerrado en el fondo del huerto. Hay unas veinte cabritas con sus cabritillos. -¿Has vuelto del pasto? – pregunta María a un pastorcillo acariciándolo.
– Sí, porque mi padre me ha dicho: «Vete a casa, que dentro de poco va a llover y hay ovejas que pronto van a parir. Preocúpate de que tengan hierba seca y cama de paja preparada». Viene por allí – Y señala hacia más allá del bosque, de donde llega un trémulo balitar.
María acaricia a un cabritillo que se restriega en ella, rubio como un niño. Y ella e Isabel beben la leche recién ordeñada que el pastorcillo les ofrece.
Llegan las ovejas con un pastor hirsuto como un oso. Debe ser, no obstante, un buen hombre porque lleva sobre sus hombros una oveja quejumbrosa. La deja en el suelo despacio; explica que está para dar a luz un cordero, que no podía caminar sino con dificultad, que se la ha puesto sobre los hombros y que se ha dado una buena carrera para llegar a tiempo. Y el niño conduce al redil a la oveja, que va cojeando a causa de los dolores.
María se ha sentado en una piedra y juega con los cabritillos y los corderos, ofreciendo a sus rosados morritos flores de trébol. Un cabritillo blanco y negro le pone las patitas sobre un hombro y le olisquea los cabellos. «No es pan» dice María riendo. «Mañana te traigo una corteza. Ahora tranquilo».
También Isabel, ya sosegada, ríe.
«Veo a María hilando premurosamente bajo la pérgola en que la uva aumenta de volumen. Debe haber pasado ya un poco de tiempo, pues las manzanas comienzan a tomar color rojo en los árboles, y las abejas zumban cerca de las flores de la higuera ya formadas.
Isabel está verdaderamente gruesa y camina pesadamente. María la mira con atención y amor. También a María, que se ha levantado para recoger el huso, que se le ha caído lejos, se la ve más llena a la altura de los costados, y su expresión ha cambiado. Ahora es más madura. Antes era niña, ahora es mujer.
Está anocheciendo y las mujeres entran en casa; en la habitación se encienden las lámparas. En espera de la cena, María teje.
-¿No te cansa nunca? – pregunta Isabel señalando el telar.
– No, tenlo por seguro.
– A mí este calor me deja sin fuerzas. No he vuelto a tener dolores, pero ahora el peso es grande para mis riñones, que ya son viejos».
-¡Ánimo! Pronto serás liberada de ese peso. ¡Qué feliz te sentirás entonces! Yo ardo en deseos de ser madre. ¡Mi Niño, mi Jesús! ¿Cómo será?
– Tan guapo como tú, María.
-¡Oh, no! ¡Más guapo! Él es Dios, yo soy su sierva. Me refería a si será rubio o moreno, si tendrá los ojos como el cielo sereno o como los de los ciervos de las montañas. Yo me le imagino más hermoso que un querubín, de cabellos rizados y color oro; los ojos del color de nuestro mar de Galilea cuando las estrellas empiezan a asomarse al confín del cielo; una boquita pequeñina y roja como el corte de una granada apenas abierta por el sol que la madura; sus mejillas, un rosáceo como éste de esta pálida rosa; dos manitas que, de lo pequeñitas y lindas que serán, podrán estar dentro de la corola de una azucena; dos piececitos que podrían caberme en el hueco de la mano, más delicados y lisos que un pétalo de flor. Mira, yo pongo en la idea que me he hecho de El todo lo que de hermoso me sugiere la tierra. Ya oigo su voz. Cuando llore — un poco llorará por hambre o por sueño mi Niño, y ello causará siempre un gran dolor a su Mamá, que no podrá, no, no podrá oírle llorar sin sentirse traspasar el corazón cuando llore, su voz será como ese balido que ahora oímos, de corderito de pocas horas que está buscando la mama y el calor de la lana materna para dormir. En la risa, en esa risa que llenará de cielo mi corazón, enamorado de mi Criatura — puedo estar enamorada de Él porque es mi Dios, y amarle con amor de enamorada no es contravenir a mi consagrada virginidad —, en la risa, su voz será como el zurear jubiloso de este pichoncito, contento porque ha comido, satisfecho en el nido calentito. Pienso en Él dando sus primeros pasos… un pajarillo saltando en un prado florido. El prado será el corazón de su Mamá, que estará bajo sus piececitos de rosa con todo su amor para que no encuentre nada que le produzca dolor. ¡Cuánto le voy a querer a mi Niño, a mi Hijo! ¡Y también José lo amará!
– Sí, pero tendrás que decírselo también a José.
Se le nubla el rostro a María, que suspira.
– Tendré que decírselo… Yo habría querido que se lo dijera el Cielo, porque es muy difícil de decir.
-¿Quieres que se lo diga yo? Lo llamamos para la circuncisión de Juan…
– No. Mira, he dejado en manos de Dios la tarea de instruirle, y lo hará, acerca del feliz destino de nutricio del Hijo de Dios. El Espíritu me dijo aquella tarde: «Guarda silencio. Déjame a mí la tarea de justificarte». Y lo hará. Dios no miente nunca. Es una gran prueba, pero con la ayuda del Eterno será superada. De mi boca, ninguno, aparte de ti, a quien el Espíritu se lo ha revelado, debe saber lo que la benevolencia del Señor ha hecho a su sierva.
– He guardado silencio siempre, incluso con Zacarías, que hubiera exultado de gozo si lo hubiera sabido. Él cree que eres madre según la naturaleza.
– Sí, lo sé. Así lo he querido por prudencia. Los secretos de Dios son santos. El ángel del Señor no le ha revelado a Zacarías mi maternidad divina. Habría podido hacerlo, si Dios hubiese querido, porque Dios sabía que ya era inminente el momento de la Encarnación de su Verbo en mí. Pero Dios le ha tenido escondida esta luz de gozo a Zacarías, que no aceptaba, por considerarlo imposible, vuestra paternidad y maternidad tardías. Me he puesto en sintonía con la voluntad de Dios, y, ya ves, tú has sentido el secreto que vive en mí, y él no ha advertido nada. Hasta que no se desprenda el diafragma de su incredulidad ante la potencia de Dios, se verá separado de las luces sobrenaturales.
Isabel suspira y guarda silencio.
Entra Zacarías. Ofrece unos rollos a María. Es la hora de la oración de la cena. María reza en voz alta en vez de Zacarías. Luego se sientan a la mesa.
– Cuando te marches, ¡cómo echaremos de menos el no tener quien ore en lugar de nosotros! – dice Isabel mirando a su
mudo.
– Tú rezarás para ese entonces, Zacarías – dice María.
Él menea la cabeza y escribe: «No podré volver a orar en representación de otros. Me he hecho indigno de ello desde que dudé de Dios».
– Zacarías, tú rezarás. Dios perdona.
El anciano se enjuga una lágrima y suspira.
Terminada la cena, María vuelve al telar.
-¡Vale ya! – dice Isabel – Es demasiado cansancio.
– Está próxima la hora, Isabel. Quiero hacerle a tu niño un equipo digno del predecesor del Rey de la estirpe de David. Zacarías escribe: « ¿De quién nacerá Él, y dónde?».
María responde:
– Donde han dicho los Profetas, y de quien elija el Eterno. Todo lo que nuestro Señor altísimo hace está bien hecho.
Zacarías escribe: « ¡Entonces, en Belén! En Judea. Mujer, iremos a venerarlo. Tú también vendrás con José a Belén». Y María, inclinando hacia su telar la cabeza, dice:
– Iré.
La visión cesa así.
Dice María:
– El primer acto de caridad para con el prójimo ha de ejercitarse con el prójimo. No veas en esto un juego de palabras. La caridad se tiene hacia Dios y hacia el prójimo. En la caridad hacia el prójimo está comprendida también la que tiene por objeto nosotros mismos. Pero, si nos amamos más que a los demás, ya no somos caritativos, somos egoístas. Incluso en las cosas lícitas debemos ser tan santos, que demos siempre prioridad a las necesidades de nuestro prójimo. Estad seguros, hijos, de que Dios completa la deficiencia de los generosos con medios de su potencia y bondad.
Esta certeza me impulsó a ir a Hebrón para ayudar en su estado a mi parienta. Pues bien, a este detalle mío de ayuda humana, Dios, dando sin medida como El hace, añadió un inesperado don de ayuda sobrenatural. Yo había ido para aportar ayuda material; Dios santificó mi recta intención haciendo, de la misma, santificación del fruto del vientre de Isabel y anulando, a través de esta santificación, por la cual el Bautista fue presantificado, el sufrimiento físico de esta madura hija de Eva que había concebido a una edad inusitada.
Isabel, mujer de fe intrépida y de confiado abandono a la voluntad de Dios, mereció comprender el misterio encerrado en mí. El Espíritu le habló a través de ese vuelco de su vientre. El Bautista pronunció su primer discurso de Anunciador del Verbo a través de los velos y los diafragmas de venas y de carne que lo separaban de su santa madre, y que a la vez la unían a ella.
No oculté mi condición de Madre del Señor a esta mujer que merecía saberlo, a quien además la Luz se había manifestado. Ocultarla habría sido negarle a Dios la alabanza que era justo darle, el sentimiento de alabanza que yo llevaba en mí y que, no pudiéndolo manifestar a nadie, lo manifestaba a la hierba, a las flores, a las estrellas, al sol, a los canoros pájaros, a las pacientes ovejas, a las aguas cantarinas y a la luz de oro que me besaba descendiendo del cielo. Pero, orar dos juntos es más dulce que decir uno solo su oración. Yo hubiera querido que el mundo entero hubiera conocido mi destino; no por mí, sino porque todos se hubiesen unido a mí para alabar a mi Señor.
La prudencia me prohibió revelarle a Zacarías la verdad. Habría significado ir más allá de la obra de Dios, y, si bien era cierto que yo era su Esposa y Madre, seguía siendo su Sierva y no debía — porque Él me había amado sin medida — permitirme colocarme en su lugar y sobrepasar un decreto suyo.
Isabel, en su santidad, comprendió y guardó silencio, porque el que es santo es siempre sumiso y humilde.
El don de Dios debe hacernos cada vez mejores. Cuanto más recibimos de Él, más debemos dar, porque cuanto más recibimos, más es signo de que Él está en nosotros y con nosotros, y cuanto más está en nosotros y con nosotros, más debemos esforzarnos en alcanzar su perfección.
Ello explica por qué yo, posponiendo mi labor, trabajé para Isabel. No me dejé llevar del miedo de la falta de tiempo. Dios es dueño del tiempo, y provee a las necesidades de quien en El espera, incluso en las cosas ordinarias. El egoísmo no acelera, retarda; la caridad no retarda, acelera: tenedlo siempre en cuenta.
¡Cuánta paz en la casa de Isabel! Si no hubiera tenido la preocupación de José y esa, esa, esa preocupación de que mi Niño era el Redentor del mundo, me habría sentido feliz. Pero ya la Cruz extendía su sombra sobre mi vida, ya me era sonido fúnebre la voz de los Profetas…
Yo me llamaba María. La amargura siempre se mezclaba con las dulzuras que Dios vertía en mi corazón, amargura que fue cada vez más en aumento, hasta la muerte de mi Hijo. Y, no obstante, cuando Dios nos destina a ser víctimas por su honor, ¡oh, qué dulce es ser trituradas en el molino, como el trigo, para hacer de nuestro dolor el pan que consolide a los débiles y los haga capaces de obtener el Cielo!