La Sagrada Familia en Egipto. Una lección para las familias.
25 de Enero de 1944 (12 de la noche).
La suave visión de la Sagrada Familia. El lugar está en Egipto. No tengo dudas de ello porque veo el desierto y una pirámide.
Veo una casucha de un solo piso, el bajo, toda blanca. Una pobre casa de una muy pobre gente. Las paredes están apenas revocadas y cubiertas de una mano de cal. La casita tiene dos puertas, una junto a la otra, que introducen en sus dos únicas habitaciones, en las que, por ahora, no entro. La casita está en medio de un pedazo de tierra arenosa rodeada por una protección de cañas hincadas en el suelo: una protección muy débil contra los ladrones; puede servir sólo como defensa contra algún perro o gato vagabundo. Claro, ¿a quién le van a venir ganas de robar donde se ve que no hay ni sombra de riqueza?
Esta poca tierra que el seto de cañas limita ha sido cultivada pacientemente como una pequeña huerta, a pesar de ser árida y poco fértil. Para hacer más tupido y menos escuálido el seto, han traído unas plantas trepadoras, que me parecen modestos convólvulos. Sólo en uno de los lados, hay un arbusto de jazmines en flor y una mata de rosas de las más comunes. En la huertecilla, en los pocos cuadros del centro, noto que hay unas modestísimas verduras, bajo un árbol dejado crecer libremente, que no sé qué clase de árbol es, y que da un poco de sombra al terreno soleado y a la casita. A este árbol está atada una cabrita blanca y negra, que está comiendo y rumiando las hojas de algunas ramas dejadas caer al suelo.
Allí cerca, sobre una estera extendida en el suelo, está el Niño Jesús. Me da la impresión de que tiene unos dos años, o dos años y medio como mucho. Está jugando con unos pedacitos de madera tallados, que parecen ovejitas o caballitos, y con unas virutas de madera de color claro, menos rizadas que sus bucles de oro. Con sus manitas regordetas está tratando de poner estos collares de madera en el cuello de sus animalitos.
Está tranquilo y sonriente. Muy guapo. Una cabecita toda de bucles de oro muy tupidos; piel clara y delicadamente rosácea; ojitos vivos, brillantes, de color azul intenso. La expresión, naturalmente, es distinta, pero reconozco el color de los ojos de mi Jesús (dos zafiros oscuros y bellísimos).
Viste una especie de larga camisita blanca, que será, sin duda, su túnica; con las mangas hasta el codo. Los pies, en este momento, al desnudo. Las diminutas sandalias están sobre la estera y juega también con ellas el Niño: mete en la suela sus animalitos, y tira de la correa de la sandalia, como si fuera un carrito. Son unas sandalias muy sencillas: una suela y dos correas, que salen: una, de la puntera; otra, del talón; la de la puntera tiene un punto en que se bifurca y una parte pasa por el ojo de la correa del talón para anudarse luego con la otra parte, formando un anillo en la garganta del pie.
Un poco separada — también a la sombra del árbol — está la Virgen. Está tejiendo en un tosco telar; mientras, vigila al Niño. Veo que las finas y blancas manos van y vienen entramando, y el pie, calzado con sandalia, mueve el pedal. La viste una túnica de color flor de malva, un violeta rosáceo, como el de ciertas amatistas. Tiene la cabeza descubierta, con lo cual puedo ver cómo sus cabellos rubios están separados en dos en la cabeza y peinados sencillamente con dos trenzas que a la altura de la nuca le forman un bonito moño. Las mangas de la túnica son largas y más bien estrechas. No lleva ningún adorno, aparte de su belleza y de su expresión dulcísima. El color del rostro, del pelo y de los ojos, la forma de la cara, son como siempre que la veo. Aquí parece jovencísima. Aparenta apenas veinte años.
En un momento dado se levanta; se inclina hacia el Niño y, cuidadosamente, le pone otra vez las sandalias y se las ata; lo acaricia y lo besa en la cabecita y en los ojitos. El Niño farfulla unas palabras y Ella responde, pero no entiendo las palabras. Luego vuelve a su telar, extiende sobre la tela y sobre la trama un paño, coge la banqueta en que estaba sentada y se la lleva a la casa. El Niño la sigue con la mirada, sin importunarla cuando Ella lo deja solo.
Se ve que el trabajo ha terminado y que empieza a caer la tarde. En efecto, el Sol baja hacia las arenas desnudas y un verdadero fuego invade el cielo detrás de la pirámide lejana.
María vuelve. Coge de la mano a Jesús para que se levante de la esterilla. El Niño obedece sin resistencia. Mientras su Mamá está re- cogiendo los juguetes y la estera y llevando esas cosas a casa, Él corre hacia la cabrita con un trotecillo de sus bien torneadas piernecitas, y le echa los bracitos al cuello. La cabrita bala y frota su morrito en los hombros de Jesús.
María vuelve. Tiene ahora un largo velo sobre la cabeza y una ánfora en la mano. Coge a Jesús de la manita y se encaminan los dos, rodeando la casa, hacia la otra fachada.
Yo los sigo, admirando la gracia de la escena: la ‘Virgen conformando su paso al del Niño, y el Niño a su lado dando saltitos o pasitos rápidos. Veo cómo se alzan y se posan los rosados talones, con la gracia propia de los pasos de los niños, sobre la arena del senderillo. Me doy cuenta de que su túnica no le llega a los pies, sino sólo hasta la mitad del muslo. Es primorosa, sencillísima, y está sujeta a la cintura por un cordoncito también blanco.
Veo que en la parte delantera de la casa el seto está interrumpido por una tosca cancilla; María la abre para salir al camino (un mísero camino al extremo de una ciudad — o pueblo —, donde el centro habitado termina en el campo abierto, que aquí está constituido de arena y alguna que otra casita, pobre como ésta, con alguna que otra mísera huerta).
No veo a nadie. María mira hacia el centro, no hacia el campo, como si esperara a alguien, luego se dirige a un pilón — o pozo — que está a unos cuantos metros más arriba, sombreado en círculo por palmeras. Y veo que el terreno en ese lugar tiene hierba verde.
Veo que se acerca por el camino un hombre; no demasiado alto, pero robusto. Reconozco en él a José. Viene sonriente. Es más joven que cuando lo vi en la visión del Paraíso. Aparenta como mucho cuarenta años. Su pelo y barba son tupidos y negros; la piel, más bien tostada; los ojos, oscuros. Un rostro honesto y agradable, un rostro que inspira confianza.
Al ver a Jesús y a María acelera el paso. Trae sobre el hombro izquierdo una especie de sierra y una especie de cepillo de carpintero, y en la mano otras herramientas del oficio, no iguales que las de ahora, pero sí muy parecidas. Parece como si estuviera regresando de haber hecho algún trabajo en casa de alguno. Su vestido es de un color entre avellana y marrón; no muy largo — le llega sólo hasta un buen trozo por encima del tobillo —, con las mangas cortas, hasta el codo. Lleva a la cintura una correa de cuero — me parece —. Se trata de un vestido típicamente de trabajo. Calzan sus pies unas sandalias cruzadas a la altura del tobillo.
María sonríe y el Niño emite unos grititos de alegría mientras tiende hacia adelante su bracito libre. Cuando se encuentran los tres, José se inclina para ofrecerle al Niño un fruto — por el color y la forma, creo que es una manzana —. Luego le tiende los brazos y el Niño deja a su Mamá y se acurruca entre los brazos de José, e inclina su cabecita para apoyarla en la cavidad que forma el cuello de él. José besa a Jesús y Jesús besa a José. Una acción llena de afectuosa gracia.
Me he olvidado de decir que María, diligentemente, había cogido las herramientas de trabajo de José para que pudiera abrazar al Niño sin ningún estorbo.
Luego José, que se había acuclillado para ponerse a la altura de Jesús, se alza de nuevo. Coge sus herramientas con la mano izquierda y mantiene al pequeño Jesús estrechado contra su robusto pecho con la derecha; así, se encamina hacia la casa mientras María va a la fuente a llenar su ánfora.
Entrado en el recinto de la casa, José baja al suelo al Niño, coge el telar de María y lo lleva a casa; luego ordeña a la cabrita. Jesús observa atentamente estas operaciones, como también la de encerrar a la cabrita en un cuartito hecho en uno de los lados de la casa.
Se pone la tarde. Veo el rojo del ocaso hacerse violáceo sobre la arena que parece temblar por el calor; y la pirámide parece más oscura.
José entra en la casa, en una habitación que debe ser taller, cocina y comedor al mismo tiempo. Se ve que el otro cuarto es el destinado al descanso; pero en él yo no entro. Hay una tenue lumbre encendida. Hay un banco de carpintero, una pequeña mesa, unas banquetas, unas repisas donde están los pocos platos y vasos que tienen y también dos lámparas de aceite. En uno de los rincones, el telar de María. Y… mucho, mucho orden y limpieza; es una morada pobrísima, pero está limpísima.
Quisiera hacer esta observación: en todas las visiones que tienen por objeto la vida humana de Jesús, he notado que, tanto El, como María, como José, como Juan, tienen siempre en orden y limpios el vestido y la cabeza; vestidos modestos, peinados sencillos pero de una limpieza que les hace aparecer señoriales.
María vuelve con el ánfora. Ha llegado rápido el crepúsculo. Cierran la puerta. Una lamparita, que José ha encendido y colocado sobre su banco, da claridad a la habitación; encorvado hacia éste, él sigue trabajando, en unas pequeñas tablas. Mientras tanto María prepara la cena. También la lumbre da claridad a la habitación. Jesús, con sus manitas apoyadas en el banco y con la cabecita mirando hacia arriba, observa lo que hace José.
Luego se sientan a la mesa después de haber rezado. No se hacen — es natural — el signo de la cruz, pero rezan; José dirige la oración, María responde. No entiendo las palabras. Debe ser un salmo. Lo dicen en una lengua que me es totalmente desconocida.
Se sientan a cenar. Ahora la lamparita está encima de la mesa. María tiene a Jesús en su regazo y le da a beber la leche de la cabrita y moja en la leche unas rebanadas de un pan pequeño y de forma redondeada, de corteza y miga duras. Parece un pan hecho con centeno y cebada. Tiene mucho salvado, claro, porque es pan moreno. Entre tanto, José come pan y queso: una raja delgada de queso y mucho pan. Luego María sienta a Jesús en una banquetita que está a su lado y trae a la mesa unas verduras cocidas — creo que están hervidas y condimentadas en la forma en que normalmente hacemos nosotros — y, después de servirse José, también las come Ella. Jesús mordisquea tranquilo su manzana, y descubre sonriendo sus dientecitos blancos. La cena termina con unas aceitunas o dátiles. No sé bien, porque, para ser aceitunas, son demasiado claras, pero, para ser dátiles, son demasiado duros. Vino, nada. Es una cena de gente pobre.
Pero tanta es la paz que se respira en esta habitación, que no podría dármela igual la visión de ningún pomposo palacio. ¡Y cuánta armonía!
Dice Jesús:
– La lección, para ti y para los demás, está en las cosas que has visto. Es una lección de humildad, de resignación y de armonía. Sirva de ejemplo a todas las familias cristianas, y, de forma particular, a las que viven en este peculiar y doloroso momento.
Has visto una casa pobre; una casa pobre — y esto es lo doloroso — en un país extranjero.
Muchos, sólo por el hecho de ser unos fieles «pasables», que rezan y me reciben a mí bajo las especies eucarísticas, que rezan y comulgan por «sus» necesidades, no por las necesidades de las almas y para la gloria de Dios — porque es muy raro el que al orar no sea egoísta —, muchos, sólo por este hecho, esperan poder disfrutar de una vida material fácil al amparo del más mínimo dolor, de una vida próspera y feliz.
José y María me tenían a mí, Dios verdadero, como Hijo suyo, y, no obstante, no tuvieron ni siquiera ese mínimo bien de ser pobres en su patria, en el país donde se los conocía; donde, por lo menos, tenían una casita «suya» y al menos la preocupación del alojamiento no añadía angustia a las muchas otras, en el país en que, por ser conocidos, habría sido más fácil encontrar trabajo y proveer a las necesidades de la vida. Son dos expatriados precisamente por tenerme a mí. Un clima distinto, un país distinto — ¡y tan triste respecto a los dulces campos de Galilea! —, lengua distinta, costumbres distintas, allí, entre una gente que no los conocía y que, como es normal entre los pueblos, desconfiaban de expatriados y desconocidos.
Les faltaban los queridos y cómodos muebles de «su» casita, y esas otras muchas cosas, humildes pero necesarias, que allí había y que entonces no parecían tan necesarias, mientras que aquí, rodeados de esta nada, habrían parecido incluso bonitas (como lo superfluo que hace deliciosas las casas de los ricos). Sentían la nostalgia de la tierra y de la casa, y la preocupación de esas pobres cosas dejadas allí, de la huertecita que quizás ninguno cuidaría, de la vid y de la higuera y de las otras plantas útiles. Les apremiaba la necesidad de conseguir el alimento cotidiano, el vestido, el fuego todos los días; y la necesidad de atenderme a mí, un Niño, al cual no se le podía dar la comida que a sí mismo uno puede darse. Y tenían el corazón lleno de pesares: por las nostalgias, la incógnita del mañana, la desconfianza de la gente, reacia como es, especialmente en los primeros momentos, a acoger ofertas de trabajo de dos desconocidos.
Y a pesar de todo, ya has visto cómo en esta morada se respira serenidad, sonrisa, concordia; y cómo, de común acuerdo, se trata de embellecerla — incluso la mísera huertecita — para que se asemeje más a la que han dejado y para hacerla más confortable. Y cómo en ellos hay un solo pensamiento: hacerme esa tierra menos hostil, a mí, Santo; hacerme esa tierra menos mísera, a mí, que vengo de Dios. Es un amor de creyentes y de padres, que se manifiesta en mil cuidados, que van desde la cabrita — comprada con muchas horas extra de trabajo — hasta los juguetitos tallados en la madera que sobraba, o hasta esa fruta cogida sólo para mí, negándose a sí mismos un bocado.
¡Oh, amado padre mío de la Tierra, cuánto te ha querido Dios, Dios Padre en las Alturas; Dios Hijo, que se ha hecho Salvador, en la Tierra!
En esta casa no hay nerviosismos, caras largas o sombrías, como no hay tampoco el echarse en cara recíprocamente nada, y mucho menos a Dios, que no los ha colmado de bienestar material. José no acusa a María de ser causa de su incomodidad, como tampoco María acusa a José de no saberle dar un mayor bienestar. Se aman santamente, eso es todo, y, por tanto, su preocupación no es el propio bienestar, sino el del cónyuge. El verdadero amor no conoce egoísmo. El verdadero amor es siempre casto, aunque no sea perfecto en la castidad como el de los dos esposos vírgenes. La castidad unida a la caridad conlleva todo un bagaje de otras virtudes y, por tanto, hace, de dos que se aman castamente, dos cónyuges perfectos.
El amor de mi Madre y de José era perfecto. Por tanto era impulso de todas las virtudes, especialmente de la caridad para con Dios, que en todo momento era bendecido, a pesar de que su santa voluntad resultase penosa para la carne y para el corazón; era bendecido porque por encima de la carne y del corazón, en estos dos santos, vivía y dominaba más intensamente el espíritu, el cual magnificaba agradecido al Señor por haberlos elegido para ser los custodios de su eterno Hijo.
En aquella casa se hacía oración. Demasiado poco se reza en las casas ahora. Se levanta el día y desciende la noche, empezáis a trabajar y os sentáis a la mesa… sin un pensamiento para el Señor, que os ha permitido ver un nuevo día, que os ha permitido llegar a una nueva noche, que ha bendecido vuestros esfuerzos y ha concedido que éstos os fueran medio para obtener ese alimento, ese fuego, esos vestidos, ese techo que, sí, también le son necesarios a vuestra condición humana.
Siempre es «bueno» lo que viene de Dios, que es bueno. Aunque ello sea pobre y escaso, el amor le da sabor y sustancia; ese amor que os hace ver en el eterno Creador al Padre que os ama.
En aquella casa había frugalidad. La habría habido aunque el dinero no hubiera faltado. Se comía para vivir, no para gozo de la gula con la insaciabilidad de los comilones y los caprichos de los glotones, que se llenan hasta rebosar o desperdician dinero en alimentos caros sin pensar siquiera en quien escasea de comida o no la tiene, sin reflexionar en que si fueran moderados ellos muchos podrían ser aliviados de las dentelladas del hambre.
En aquella casa había amor por el trabajo. Este amor hubiera existido aunque el dinero hubiera abundado; porque, trabajando, el hombre obedece al mandato de Dios y se libera del vicio que, cual tenaz hiedra, aprieta y ahoga a los ociosos, que son como bloques de piedra inmóviles. Bueno es el alimento, sereno es el descanso, contento se siente el corazón, cuando uno ha trabajado bien y disfruta de su tiempo de reposo entre un trabajo y otro. El vicio, con sus múltiples facetas, no arraiga ni en la casa ni en la mente de quien ama el trabajo; al no arraigar el vicio, prospera el afecto, la estima, el respeto mutuo, y crecen los tiernos vástagos en un ambiente puro, viniendo a ser así a su vez origen de futuras familias santas.
En aquella casa reinaba la humildad. ¡Cuán vasta lección de humildad para vosotros, soberbios! María habría tenido, humanamente, miles de motivos para ensoberbecerse y para obtener que el cónyuge la adorase. Muchas mujeres lo hacen, y sólo por ser un poco más cultas, o de ascendencia más noble, o más acaudaladas que el marido. María es Esposa y Madre de Dios, y, sin embargo, sirve — no se hace servir — al cónyuge, y es toda amor para con él. José es la cabeza en esa casa; ha sido juzgado por Dios digno de ser cabeza de familia, de recibir de Dios al Verbo encarnado y a la Esposa del Espíritu Santo para custodiarlos. Y, con todo, se muestra solícito en aligerar a María de esfuerzos y labores, y se ocupa de los más humildes quehaceres que puede haber en una casa, para que María no se fatigue; y no sólo esto, sino que, como puede, en la medida de sus posibilidades, la alivia y se las ingenia para hacerle cómoda la casa y alegre de flores la pequeña huerta.
En aquella casa se respetaba el orden: sobrenatural, moral y material. Dios, como Señor supremo que es, recibe culto y amor: éste es el orden sobrenatural. José es el cabeza de familia, y recibe afecto, respeto y obediencia: orden moral. La casa es un don de Dios, como también el vestido y los enseres; en todas las cosas se manifiesta la Providencia de Dios, de ese Dios que proporciona la lana a las ovejas, plumas a los pájaros, hierba a los prados, heno a los animales, semillas y ramas a las aves; de ese Dios que teje el vestido del lirio de los valles. Casa, vestido, enseres: estas cosas hay que recibirlas con gratitud, bendiciendo la mano divina que las otorga, tratándolas con respeto, como don del Señor; no mirándolas, porque sean pobres, con enfado; y sin maltratarlas abusando de la Providencia: éste es el orden material.
No has comprendido la conversación en dialecto nazareno, ni tampoco las palabras de la oración, pero las cosas que has visto han servido de gran lección. ¡Meditadla, vosotros, los que tanto sufrís ahora por haber faltado en tantas cosas a Dios, incluso en aquellas en que jamás faltaron los santos Esposos que me fueron Madre y padre!
Y tú regocíjate con el recuerdo del pequeño Jesús; sonríe pensando en sus pasitos infantiles. Dentro de poco le verás caminar bajo una cruz; entonces será una visión de llanto.