La muerte de José. Jesús es la paz de quien sufre y de quien muere.
Veo un interior de taller de carpintero; dos de sus paredes parecen estar formadas de roca (como si se hubieran aprovechado grutas naturales para hacer habitaciones). En este caso, para mayor detalle, son de roca los lados norte y oeste; las otras dos paredes, sin embargo, la sur y la este, están enlucidas, como las nuestras.
En el lado norte, un entrante de la roca ha sido adaptado para fogón rudimentario; en él hay una cazuelita con barniz o cola, no lo distingo bien. La leña quemada desde hace años en ese lugar ha ennegrecido tanto la pared, que parece alquitranada. ¿Y como chimenea para aspirar el humo de la combustión?… Un agujero en la pared con una especie de teja grande y cóncava en su parte alta. Pero esta chimenea ha debido cumplir mal su función; en efecto, no sólo esta pared sino también las otras están muy ennegrecidas a causa del humo; en este momento, incluso, por toda la habitación hay una niebla de humo. Jesús está trabajando en un banco de carpintero. Está alisando unas tablas, y las va apoyando en la pared que está a sus espaldas. Luego va a donde tiene una especie de taburete apretado por dos lados en una mordaza; lo saca, mira si el trabajo está perfectamente hecho, observa el objeto desde todos los puntos, luego se acerca al fogón, coge la cazuelita y remueve dentro con un palito, o quizás un pincel, no lo sé; yo sólo veo la parte que sobresale y que parece un palo.
Jesús está vestido de color castaño oscuro, la túnica es más bien corta, está remangado hasta más arriba del codo, y, delante, puesto una especie de delantal, en el cual se restriega los dedos que han tocado la cazuelita.
Está solo. Trabaja sin pausas, pero con sosiego. No hay en él ningún movimiento desordenado o impaciente. Trabaja con continuidad y precisión. No pierde la paciencia por nada: ni por un nudo en la madera, que no se deja alisar; ni por un destornillador – eso al menos me parece – que dos veces se le ha caído del banco; ni por el humo del ambiente, que debe estarle entrando en los ojos.
De vez en cuando levanta la cabeza para mirar hacia la pared sur, donde hay una puerta que está cerrada, como queriendo escuchar. Después hay un momento en que abre una puerta que está en la pared este y que da a la calle, y se asoma. Veo un trecho de una callejuela polvorienta. Parece como si estuviera esperando a alguien. Luego vuelve a su labor. No está triste, pero sí serio. Cierra de nuevo la puerta y reanuda su trabajo.
Y, mientras está ocupado en fabricar unos componentes – al menos eso me parece – del aro de una rueda, entra su Madre. Entra por una puerta de la pared situada al sur. Entra con prisa y corre hacia Jesús. Está vestida de azul oscuro y lleva la cabeza descubierta. Su vestido es una túnica sencilla ceñida a la cintura con un cordón del mismo color. Acongojada, apoyada con las dos manos en un brazo de su Hijo, lo llama con un gesto de súplica y dolor. Jesús la acaricia, le pasa un brazo por encima de los hombros y la consuela. Luego, dejando inmediatamente el trabajo y quitándose el mandil, va con Ella.
-¡Oh! ¡Jesús! – dice María – ¡Ven! ¡Estás mal!
Han sido pronunciadas estas palabras por labios temblorosos, y con un brillo de llanto en sus enrojecidos y cansados ojos. Jesús únicamente dice: « ¡Mamá!», mas todo está incluido en esa palabra.
Pasan a la habitación de al lado; el sol, que entra por una puerta que da a un huertecillo lleno de luz y de verdor en que revolotean unas palomas por entre el ondear de ropa tendida, hace encantadora esta habitación, que es pobre, sí, pero está ordenada. Hay en ella un lecho bajo, cubierto de colchoncitos (digo colchoncitos porque son unas cosas altas y mullidas, pero no es una cama como las nuestras). Sobre él, recostado sobre muchos almohadones, está José. Agoniza. Lo refleja claramente la palidez cárdena de su rostro, la mirada apagada, el pecho jadeante, y el completo decaimiento de todo el cuerpo.
María se pone a su izquierda. Le coge la mano rugosa, cárdena en las uñas, y la frota, la acaricia y la besa. Luego, con un paño de lino, le seca el sudor, que crea surcos brillantes en las sienes hundidas; y la lágrima, que en el lagrimal se vuelve vítrea. Y le humedece los labios con un paño mojado en un líquido que parece vino blanco.
Jesús se pone a la derecha. Alza levemente, ligero pero con cuidado, este cuerpo que se está hundiendo, le incorpora apoyándolo sobre los almohadones, y, junto con María, pone en orden éstos. Acaricia la frente del moribundo, trata de reanimarlo.
María llora quedo; sin hacer ruido, pero llora. Los lagrimones ruedan hacia abajo por las pálidas mejillas y caen sobre el vestido azul oscuro; parecen zafiros resplandecientes.
José se reanima bastante y mira fijamente a Jesús, le da la mano como para decirle algo y para recibir, con el contacto divino, fuerza en la última prueba. Jesús inclina su cabeza hacia esta mano y la besa. José sonríe; luego se vuelve buscando a María con la mirada, y le sonríe también a Ella. María se arrodilla al lado de la cama tratando de sonreír. No le sale la sonrisa, y entonces agacha la cabeza. José le pone la mano encima de ella con una casta caricia que parece una bendición.
Sólo se oye el revoloteo y el arrullo de las palomas, el frufrú de las hojas, un gorgoritear de agua, y, en la habitación, el respiro del moribundo.
Jesús pasa al otro lado de la cama, toma un taburete y se lo ofrece a María para que se siente en él, llamándola una vez más, y solamente, «Mamá». Luego vuelve a donde estaba y coge de nuevo entre sus manos la mano de José. La escena es tan real, que me echo a llorar a causa del dolor de María.
Y Jesús, inclinándose hacia el moribundo, le susurra un salmo.
Sé que es un salmo, pero ahora no sé decirle cuál de ellos. Empieza así:
«»Protégeme, Señor, porque en ti he puesto mi esperanza…
En pro de los santos que en la tierra de él están, ha dado cumplimiento admirablemente a todos mis deseos… Bendeciré al Señor, que me aconseja…
Tengo siempre la presencia del Señor. Él está a mi derecha para que no vacile.
Por ello se alegra mi corazón y exulta mi lengua, y mi cuerpo también descansará en la esperanza.
Porque Tú no abandonarás a mi alma en su estancia entre los muertos, y no permitirás que tu santo vea la corrupción. Me darás a conocer los caminos de la vida, me colmarás de alegría mostrándome tu rostro»».
José se reanima mucho, sonríe a Jesús con una mirada más viva y le aprieta los dedos.
Jesús responde a la sonrisa con otra sonrisa, y al gesto de la mano con una caricia; y continúa, dulcemente, inclinado hacia su padre putativo:
«»¡Cuán grande es el encanto de tus Tabernáculos, Señor!
Mi alma se consume en el deseo de los atrios del Señor.
El gorrión encuentra una casa, la tortolita un nido para sus criaturas. Yo deseo tus altares, Señor.
¡Dichosos los que habitan en tu casa!… ¡Dichoso el hombre que encuentra en ti su fuerza! Él tiene en su corazón las veredas para subir del valle de las lágrimas al lugar electo.
¡Oh, Señor, escucha mi oración…!
¡Oh, Dios, vuelve tus ojos y mira el rostro de tu Cristo…!»».
José, visiblemente conmovido, mira a Jesús, y hace ademán de querer hablar, como para bendecirlo, pero no puede; se ve que entiende, pero no puede hablar. No obstante, está feliz y mira con vivacidad y confianza a su Jesús.
«»¡Oh, Señor – continúa Jesús -, Tú has sido propicio a tu tierra, has liberado de la esclavitud a Jacob … ! Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu Salvador.
Quiero oír lo que dice dentro de mí el Señor Dios. Él, sin duda, hablará de paz a su pueblo para sus santos y para quien de corazón vuelve a Él.
Sí, tu salvación está cercana… y la gloria habitará sobre la tierra… Se han dado encuentro la bondad y la verdad; la justicia y la paz se han besado. La verdad ha germinado de la tierra, la justicia ha mirado desde el Cielo.
Sí, el Señor se mostrará benigno y nuestra tierra dará su fruto. La justicia caminará en su presencia y dejará imprimidas en el camino sus huellas».
Tú has visto esta hora, padre, y por ella has trabajado fatigosamente. Has colaborado en el cumplimiento de esta hora y el Señor te premiará por ello. Yo te lo digo» añade Jesús, enjugando una lágrima de alegría que desciende lentamente por la mejilla de José.
Y sigue: «»¡Oh, Señor, acuérdate de David y de toda su benignidad.
Acuérdate de que juró al Señor: ‘Yo no entraré en mi casa, no me echaré en el lecho de mi reposo, no concederé sueño a mis ojos ni descanso a mis párpados ni quietud a mis sienes, mientras no encuentre un lugar para el Señor, una morada para el Dios de Jacob…’.
¡Levántate, Señor, y ven a tu reposo, Tú y el Arca de tu santidad! (María comprende la alusión y rompe a llorar). Revístanse de justicia tus sacerdotes, regocíjense tus santos.
Por amor de David, tu siervo, no nos niegues el rostro de tu Cristo.
El Señor ha jurado a David la promesa y la mantendrá: ‘Pondré en tu trono al fruto de tu seno’.
El Señor la ha elegido como morada…
Yo haré florecer la potencia de David preparando una antorcha encendida para mi Cristo».
Gracias, padre mío, por mí y por mi Madre. Tú has sido para mí un padre justo, y el Eterno te ha puesto como custodio de su Cristo y de su Arca. Tú fuiste la antorcha encendida para Él. Para con el Fruto del seno santo has tenido entrañas de caridad. Ve en paz, padre. La Viuda no quedará desamparada. El Señor ya ha provisto a que no se quede sola. Ve sereno a tu reposo. Yo te lo digo».
María llora con su rostro apoyado contra las cobijas (parecen mantos) que cubren este cuerpo de José que se está enfriando. Jesús se prodiga aún más en confortarle, pues la respiración se ha hecho más fatigosa y la mirada ha vuelto a velarse. «»¡Dichoso el hombre que teme al Señor y sólo se complace en sus mandamientos!…
Su justicia permanecerá por los siglos de los siglos.
En medio de los hombres rectos, se alza luminoso en las tinieblas el misericordioso, el benigno, el justo… El justo será recordado eternamente… Su justicia es eterna, su potencia se elevará hasta la gloria…».
Y tú tendrás esta gloria, padre. Pronto iré a llevarte, junto con los Patriarcas que te han precedido, a la gloria que te
espera. Exulte tu espíritu con estas palabras mías.
«Quien confía en la ayuda del Altísimo vive bajo la protección del Dios del Cielo».
Ésa es tu morada, padre mío.
«Él me libró del lazo de los cazadores y de las palabras duras.
Te cubrirá con sus alas; bajo sus plumas encontrarás amparo.
Su verdad te protegerá como un escudo; no temerás miedos nocturnos…
No se acercará a ti el mal… porque ha dado orden a sus ángeles de protegerte en todos tus caminos. Te llevarán en sus palmas, para que tu pie no tropiece en las piedras.
Caminarás sobre el áspid y el basilisco; hollarás al dragón y al león.
Porque has esperado en el Señor, Él te dice, padre, que te librará y te protegerá.
Puesto que has elevado a Él tu voz, te escuchará; estará contigo en la última tribulación; te glorificará después de esta vida, haciéndote ver ya desde ésta su Salvación», y en la otra haciéndote entrar, por la Salvación que ahora te conforta y que pronto, ¡oh…, pronto irá, te lo repito, a ceñirte con un abrazo divino y a llevarte consigo, a la cabeza de todos los Patriarcas, al lugar preparado para morada del Justo de Dios que fue el padre mío bendito!
Precédeme para decirles a los Patriarcas que la Salvación está en el mundo y que el Reino de los Cielos pronto les será abierto. Ve, padre. Que mi bendición te acompañe».
Ahora la voz de Jesús es más alta, para que pueda llegar a la mente de José, que está abismándose en las nieblas de la muerte. El final es inminente. El anciano respira a duras penas. María le acaricia. Jesús se sienta en el borde de la cama y abraza y atrae hacia sí al moribundo, el cual, exhausto, se apaga sin convulsión alguna.
Es una escena llena de paz solemne. Jesús coloca de nuevo al Patriarca y abraza a María, que, al final, angustiada de dolor; se había acercado a Él.
Dice Jesús:
«Mi lección para todas las mujeres casadas que sienten una pena acongojante es ésta: imitar a María de viuda; y lo que Ella hizo fue unirse a Jesús.
Se equivocan los que piensan que las penas del corazón no hicieran sufrir a María. Mi Madre sufrió, sabedlo. Sufrió, sí, santamente – todo en Ella era santo -, mas no por ello no sufrió intensamente.
Igualmente se equivocan aquellos que piensan que María amó tibiamente a su esposo, fundándose en que José era su esposo de espíritu no de carne. No. María amaba intensamente a su José, al cual le había dedicado seis lustros de vida fiel. Y José había sido para Ella un padre, un esposo, un hermano, un amigo, un protector.
Y Ella ahora se sentía sola, como un sarmiento si le talan el árbol que le servía de apoyo. Su casa estaba como si la hubiera asestado su golpe el rayo; se dividía. Primero era una unidad cuyos miembros se sostenían mutuamente; ahora venía a faltar el muro maestro. Éste fue el primer golpe asestado a esa Familia, y fue símbolo del otro abandono, que ya estaba próximo: el de su amado Jesús.
La voluntad del Eterno había querido que fuera esposa y Madre; ahora, por ésta misma voluntad, habría de experimentar la viudez y el que su Hijo la dejara. Y María responde, entre lágrimas, con uno de esos «síes» sublimes suyos: «Sí, Señor, hágase en mí según tu palabra». Y ¿qué hace, en esa hora, para tener la necesaria fuerza?: se abraza a Jesús.
María, siempre, en las horas más graves de su vida, se había abrazado a Dios. Así lo hizo en el Templo, cuando recibió la llamada al matrimonio; como en Nazaret, cuando fue llamada a la Maternidad, o llorando al verse viuda, o, en Nazaret también, cuando tuvo que pasar por el suplicio de verse separada de su Hijo; como en el Calvario, bajo la tortura que le supuso el verme morir.
Aprended, vosotros, los que lloráis. Aprended vosotros, que morís. Vosotros, que para morir vivís, aprendedlo. Tratad de merecer las mismas palabras que Yo dije a José. Ellas serán vuestra paz en medio de la batalla de la muerte. Aprended, vosotros, que morís, a merecer que Jesús esté a vuestro lado para confortaros. Mas, aunque no lo hubierais merecido, tened la osadía, de todas formas, de llamarme para que vaya a vuestro lado. Yo iré, llenas mis manos de gracias y consuelo, lleno mi corazón de perdón y de amor, llenos mis labios de palabras de absolución y de palabras de aliento.
La muerte, vivida entre mis brazos, pierde toda su parte cruda; creedlo. Yo no puedo abolir la muerte, pero sí puedo hacérsela dulce a aquel que muere confiando en mí.
Ya dijo Cristo, en su Cruz, por todos vosotros: «Señor, te confío mi espíritu». Lo dijo en su agonía pensando en la de cada uno de vosotros, pensando en vuestros sentimientos de terror, en vuestros errores, en vuestros temores, en vuestros deseos de perdón. Lo dijo con el corazón quebrado más que por la lanzada por la congoja, por una congoja más espiritual que física; para que la agonía de aquellos que mueren pensando en Él fuera dulcificada por el Señor, y para que el espíritu pasara de la muerte a la Vida, del dolor al gozo, para siempre.