La muerte de Joaquín y Ana fue dulce, después de una vida de sabia fidelidad a Dios en las pruebas.
Dice Jesús:
– Como un rápido crepúsculo de invierno en que un viento de nieve acumule nubes en el cielo, la vida de mis abuelos conoció rápida la noche, una vez que su Sol se había quedado fijo resplandeciendo ante la sagrada Cortina del Templo.
Pero, ¿acaso no fue dicho: «La Sabiduría inspira vida a sus hijos, toma bajo su protección a los que la buscan… Quien la ama ama la vida, y quien está en vela por ella gozará de su paz. Quien la posee heredará la vida… Quien la sirve rendirá obediencia al Santo, y a quien la ama Dios lo ama mucho… Si cree en ella la tendrá como herencia y le será como tal confirmada a su posteridad porque lo acompaña en la prueba. En primer lugar le elige, luego enviará sobre él temores, miedos y pruebas, le atormentará con el flagelo de su disciplina, hasta haberle probado en sus pensamientos y poder fiarse de él. Mas luego le dará estabilidad, volverá a él por recto camino y le alegrará. Le descubrirá sus arcanos, pondrá en él tesoros de ciencia y de inteligencia en la justicia»?
Sí, todo esto fue dicho. Los libros sapienciales son aplicables a todos los hombres, que en ellos tienen un espejo de sus comportamientos y una guía. Mas dichosos aquellos que puedan ser reconocidos como amantes espirituales de la Sabiduría.
Yo me circundé de una parentela mortal de sabios. Ana, Joaquín, José, Zacarías y, más aún, Isabel y luego el Bautista, ¿no son, acaso, verdaderos sabios? Y eso sin hablar de mi Madre, en la cual la Sabiduría había hecho morada.
Desde la juventud hasta la tumba, la Sabiduría había inspirado a mis abuelos la manera de vivir de forma grata a Dios; y, como un toldo que protege de la violencia de los elementos, los había protegido del peligro de pecar. El santo temor de Dios es base del árbol de la sabiduría, que, a partir de aquél, se desarrolla impetuoso con todas sus ramas para alcanzar con su copa el amor tranquilo en su paz, el amor pacífico en su seguridad, el amor seguro en su fidelidad, el amor fiel en su intensidad, el amor total, generoso, activo de los santos.
«Quien la ama ama la vida y recibirá en herencia la Vida» dice el Eclesiástico. Pues bien, esto se funde con mi: ‘Aquel que pierda la vida por amor mío, la salvará». Porque no se habla de la pobre vida de esta tierra, sino de la eterna; no de las alegrías de una hora, sino de las inmortales.
Joaquín y Ana la amaron en ese sentido. Y ella estuvo con ellos en las pruebas.
¡Cuántas, vosotros, que, pensando que no sois completamente malvados, querríais no tener que llorar ni sufrir nunca! ¡Cuántas pruebas sufrieron estos dos justos que merecieron tener por hija a María! La persecución política que los arrojó de la tierra de David, empobreciéndolos excesivamente. La tristeza de ver caer en la nada los años sin que una flor les dijese: «Yo os continuaré». Y luego la congoja por haberla tenido a una edad en que ciertamente no la iban a ver hacerse mujer. Y, más tarde, el tener que arrancarse de su corazón esta flor para depositarla sobre el altar de Dios. Y el vivir en un silencio más oprimente aún que el primero, ahora que se habían acostumbrado al gorjeo de su tortolita, al rumor de sus pasitos, a las sonrisas, a los besos de su criatura; y esperar en el recuerdo la hora de Dios. Y más, y más todavía: enfermedades, calamidades por la intemperie, abusos de los poderosos… muchos golpes de ariete contra el débil castillo de su modesta prosperidad. Y no acaba aquí todo: el dolor de esa criatura lejana, que se quedaba sola y pobre, y que, a pesar de todas las atenciones y todos los sacrificios, no tendría sino un resto del bien paterno. ¿Y cómo podía encontrarlo, si durante años todavía quedaría yermo, cerrado, esperándola? Temores, miedos, pruebas y tentaciones. Y fidelidad, fidelidad, fidelidad, siempre, a Dios.
La tentación más fuerte: no negarse el consuelo de su hija en torno a su vida ya declinante. Pero, los hijos son de Dios antes que de los padres. Todos los hijos pueden decir lo que Yo le dije a mi Madre: «¿No sabes que debo ocuparme de los intereses del Padre de los Cielos?». Y todas las madres y todos los padres deben aprender la actitud a guardar en estos casos, mirando a María y a José en el Templo, a Ana y a Joaquín en la casa de Nazaret, cada vez más vacía y triste, aunque, no obstante, en ella una cosa no disminuyese nunca, sino que, al contrario, crecía cada vez más: la santidad de dos corazones, la santidad de una unión matrimonial.
¿Qué luz le queda a Joaquín, enfermo; qué luz le queda a su dolorida esposa en las largas y silenciosas tardes propias de ancianos que se sienten morir? Los vestiditos, las primeras sandalitas, los pobres juguetitos de su criatura lejana, y los recuerdos, los recuerdos, los recuerdos. Y, con éstos, una paz que proviene del poder decir: «Sufro, pero he cumplido mi deber de amor hacia Dios».
Pues bien, he aquí que se produce una alegría sobrehumana de celestial brillo, no conocida por los hijos de este mundo, y que no se opaca por el hecho de que un grave párpado descienda sobre dos ojos que mueren, sino que en la postrera hora resplandece más, e ilumina verdades que habían estado dentro durante toda la vida, cerradas como mariposas en su capullo, que daban señales de estar dentro de ellos sólo por unos suaves movimientos de ligeros destellos, mientras que ahora abren sus alas de sol mostrando las palabras que las decoran. Y la vida se apaga en el conocimiento de un futuro beato para ellos y para su estirpe, bendiciendo a su Dios.
Así fue la muerte de mis abuelos, como era justo que fuera por su vida santa. Por la santidad merecieron ser los primeros depositarios de la Amada de Dios, y, sólo cuando un Sol mayor se mostró en su vital ocaso, ellos intuyeron la gracia que Dios les había concedido.
Por la santidad que tuvieron, Ana no padeció la tortura propia de la puérpera, sino que experimentó el éxtasis de quien llevó a la Sin Culpa. No sufrieron la angustia de la agonía, sino que fueron languidez que se apaga, como dulcemente se apaga
una estrella cuando el Sol sale con la aurora. Y, si bien no experimentaron el consuelo de tenerme como Encamada Sabiduría, como me tuvo José, Yo, no obstante, estaba allí, invisible Presencia que decía sublimes palabras, inclinado hacia su almohada para adormecerlos en la paz en espera del triunfo.
Hay quien dice: «¿Por qué no debieron sufrir al generar y al morir, puesto que eran hijos de Adán?». A éste le respondo: «Si el Bautista, hijo de Adán y concebido con la culpa de origen, fue presantificado en el seno de su madre porque Yo le visité, ¿ninguna gracia va a haber recibido la madre santa de la Santa sin Mancha, de la Preservada por Dios que llevó consigo a Dios en su espíritu casi divino y en el corazón embrional, y que no se separó nunca de Él desde que fue pensada por el Padre, desde que fue concebida en un seno, hasta que retornó a poseer a Dios plenamente en el Cielo para una eternidad gloriosa?». A éste le respondo: «La recta conciencia proporciona una muerte serena y las oraciones de los santos os obtienen tal muerte».
Joaquín y Ana tenían toda una vida de recta conciencia a sus espaldas, y ésta se alzaba como sosegado panorama y los guió hasta el Cielo; y tenían a la Santa en oración por ellos, sus padres lejanos, ante el Tabernáculo de Dios. Dios, Bien supremo, era antes que ellos, pero Ella amaba a sus padres, como querían la ley y el sentimiento, con un amor sobrenaturalmente perfecto.