La llegada a Belén.
Veo una vía de primer orden muy transitada. Jumentos que van cargados de todo tipo de cosas y de personas. Jumentos que regresan. La gente, azuza a sus cabalgaduras. Otros, los que van a pie, caminan deprisa porque hace frío.
Hay un aire terso y seco, el cielo está sereno; todo tiene, no obstante, ese filo neto de los días de pleno invierno. El campo, desnudo, parece más grande; está poco crecida y ya requemada por los vientos invernales la hierba de los pastos en que las ovejas buscan un poco de alimento, y también de sol, que está saliendo poco a poco. Están pegadas las unas a las otras, porque también ellas tienen frío; y balan, levantando el morro y mirando al Sol como diciendo: « ¡Ven pronto, que hace frío!». El terreno es ondoso. Las sinuosidades se hacen cada vez más netas; es propiamente una zona de colinas, con depresiones herbosas y laderas, con pequeños valles y cimas. El camino pasa por el medio en dirección sudeste.
María va montada en un borriquillo pardo, toda arropada en su grueso manto. En la parte de adelante de la albardilla está ese arnés ya visto en el viaje hacia Hebrón; encima, el baulillo con las cosas más necesarias.
José camina al lado llevando las riendas. De vez en cuando le pregunta a María si está cansada.
Ella lo mira sonriendo y le responde que no; pero a la tercera vez añade:
– Tú sí que estarás cansado, que vas a pie.
-¡Oh!, ¿yo? Para mí no es nada. Lo que pienso es que si hubiera encontrado otro asno podrías ir más cómoda y además llegaríamos antes. Pero, me ha sido imposible encontrarlo; ahora todos necesitan una cabalgadura. ¡Ánimo de todas formas! Pronto llegaremos a Belén. Al otro lado de aquel monte está Efratá.
Ahora guardan silencio. La Virgen cuando calla parece recogerse internamente en oración. Sonríe dulcemente por un pensamiento suyo, y, cuando mira a la gente, parece como si no viera en ella lo que es (un hombre, una mujer, un anciano, un pastor, un rico o un pobre), sino eso que sólo Ella ve.
-¿Tienes frío? – pregunta José, dado que empieza a levantarse viento.
– No, gracias».
Pero José no se fía. Le toca los pies, que penden por el lado del borriquillo, los pies calzados en las sandalias y que apenas si se ven sobresalir del largo vestido; debe sentirlos fríos porque menea la cabeza y se quita una manta que llevaba en bandolera y arropa con ella las piernas de María, y se la extiende también sobre el regazo, de forma que sus manos, bajo la cobija y el manto, estén bien calientes.
Encuentran a un pastor, que corta el camino con su rebaño, pasando de los pastos de la derecha a los de la izquierda. José se inclina hacia él para decirle algo. El pastor hace un gesto afirmativo. José toma el borriquillo y tira de él detrás del rebaño hasta el prado. El pastor saca de una alforja una tosca escudilla, ordeña a una gruesa oveja de ubres llenas, da la escudilla a José y éste a su vez se la ofrece a María.
-¡Que Dios os bendiga a los dos! — dice María —. A tí, por tu amor; y a tí por tu bondad. Oraré por ti. -¿Venís de lejos?.
– De Nazaret – responde José.
-¿Y vais hacia…?.
– A Belén.
– Largo viaje para esta mujer en este estado. ¿Es tu esposa?.
– Es mi esposa».
-¿Tenéis dónde ir?
– No.
-¡Mala cosa! Belén está llena de gente llegada de todas partes para inscribirse o para ir a otro lugar, No sé si encontraréis alojamiento. ¿Conoces bien este lugar?
– No mucho.
– Bueno, pues… yo te digo… por ella (y señala a María). Preguntad por la posada. Estará llena. Más que nada os lo digo como referencia. Está en una plaza, en la más grande. Se llega por este mismo camino, no hay pérdida posible. Delante hay una fuente. La posada es grande y baja y tiene un portal grande. Estará llena. De todas formas, si no encontráis nada en ella ni en las otras casas, id a la parte de atrás de la posada, hacia el campo. En el monte hay unos establos que algunas veces les sirven a los mercaderes que van a Jerusalén para meter a los animales que no tienen sitio en la posada. Son establos — ya sabéis — que están en el monte; por tanto, húmedos, fríos y sin puerta. Pero son al menos un refugio; esta mujer… no puede quedarse en la calle. Quizás allí encontréis un sitio… y heno para dormir y para el burro… ¡Y que Dios os acompañe!
-¡Y que alegre tus días! – responde María. José en cambio dice:
– La paz sea contigo.
Vuelven al camino. Salvan una prominencia del terreno desde la que se ve una depresión más vasta limitada por delicadas pendientes. En la cuenca y arriba y abajo por las laderas hay casas y más casas: es Belén.
– Estamos en la tierra de David, María. Ahora podrás descansar. Te veo muy cansada…
– No. Estaba pensando… estoy pensando…
María le coge la mano a José y, sonriendo con beatitud, le dice:
Tengo la firme impresión de que ha llegado el momento.
-¡Dios de misericordia! ¿Qué hacemos?
– No te preocupes, José. Permanece firme. ¿No ves lo tranquila que estoy yo».
– Pero estás sufriendo mucho.
-¡Oh! ¡No! Estoy llena de gozo. Siento un júbilo tal, tan fuerte, tan hermoso, tan incontenible, que mi corazón late fortísimamente y me dice: «¡Va a nacer! ¡Va a nacer!». Lo dice en cada latido. Es mi Niño, que llama a mi corazón y me dice: «Mamá, estoy aquí, vengo a darte el beso de Dios». ¡Oh, qué alegría, José mío!
José, sin embargo, no está jubiloso. Piensa más bien en la urgencia de encontrar un lugar donde ampararse, y acelera el paso. Puerta por puerta lo solicita… Nada. Todo lleno. Llegan a la posada… Está llena, incluso con gente prácticamente al raso bajo el rústico pórtico que rodea el vasto patio interior.
José deja a María montada en su burrito, dentro del patio, y sale para buscar en las otras casas. Vuelve desconsolado. No hay ningún sitio. El rápido crepúsculo invernal comienza a extender sus velos. José le suplica al posadero, suplica a los que han venido de fuera: ellos son hombres, y están sanos; aquí hay una mujer que está para dar a luz a un hijo; que tengan piedad… Nada.
Un rico fariseo, que los está mirando con desprecio manifiesto, cuando María se acerca, se separa como si hubiera sido una leprosa la que se hubiera acercado. José le mira, y se le enciende de indignación el rostro. María le pone una mano en su muñeca, para calmarlo y le dice:
– No insistas. Vamos. Dios proveerá,
Salen. Siguen el muro de la posada. Tuercen por una callejuela encajonada entre aquélla y unas casas pobres. Giran hacia la parte de atrás de la posada. Buscan. Hay una especie de grutas. Por lo bajas que son y lo húmedas que están, diría que más que establos son bodegas. Las más lindas ya están ocupadas. José siente caérsele el alma a los pies.
-¡ Eh! ¡Galileo! – le grita por detrás un viejo – Allí, en el fondo, bajo aquellas ruinas, hay una guarida. Quizás todavía no se ha metido nadie.
Se apresuran hacia esa «guarida». Es realmente una guarida. Entre las ruinas de lo que sería un edificio, hay una abertura; dentro, una gruta, más que una gruta una cavidad excavada en el monte.
Diríase que son los cimientos de la antigua construcción, cuyos restos derrumbados, apuntalados con troncos de árbol casi sin desbastar, hacen de techo.
Para ver mejor, puesto que hay poquísima luz, José trae yesca y piedra de chispa, y enciende una lamparita que ha sacado del talego que lleva cruzado al pecho. Entra. Un mugido le saluda.
– Ven, María; está vacía, sólo hay un buey – José sonríe – ¡Mejor que nada !.
María baja del burrito y entra.
José ha colgado la lamparita de un clavo que está hincado en uno de los troncos de sostén. Se ve la techumbre llena de telas de araña, y pajas esparcidas por todo el suelo (que es de tierra batida y su superficie es completamente irregular; con hoyos, guijarros, detritos y excrementos). En la parte del fondo, un buey, con heno colgándole de la boca, se vuelve y mira con ojos tranquilos. Hay un tosco taburete y dos piedras en un ángulo ennegrecido — señal de que en ese lugar se enciende fuego — que está junto a una tronera.
María se acerca al buey. Tiene frío. Le pone las manos sobre el cuello para sentir su calorcillo. El buey muge; se deja. Parece como si hubiera comprendido. Se deja también cuando José lo separa un poco para coger abundante heno del pesebre para hacerle a María una yacija—el pesebre es doble: está el en que come el buey, y, encima, una especie de estante con heno de reserva; éste es el que coge José. Y le hace sitio al burrito, que, cansado y hambriento, enseguida se pone a comer.
José encuentra también un cubo volcado y todo abollado. Sale — porque fuera había visto un regato — y vuelve con agua para el borriquillo. Luego se hace con un haz de ramajes que estaba en un rincón y trata de barrer un poco el suelo. Después extiende el heno, hace con él una yacija, junto al buey, en el ángulo más seco y resguardado; pero siente que este mísero heno está húmedo, y suspira. Enciende el fuego y, con una paciencia de cartujo, lo seca a manojos cerca del calor.
María, sentada en el taburete, cansada, mira sonriente. Ya está. María se dispone mejor sobre el mullido heno, con los hombros apoyados en un tronco. José termina de… aparejar la estancia extendiendo su manto como si fuera una cortina en la apertura que hace de puerta. Una protección muy relativa. Luego le ofrece a la Virgen pan y queso, y le da a beber agua de un boto.
– Duerme ahora – le dice – Yo velaré, para que la lumbre no se apague. Menos mal que hay leña. Esperemos que dure y que arda. Así podré ahorrar aceite de la lámpara.
María se echa obedientemente. José, con la manta que tenía en los pies y con el manto de la misma María, la tapa. -¿Y tú?… Vas a pasar frío.
– No, María. Estoy junto al fuego. Trata de descansar. Mañana irá mejor.
María cierra los ojos sin insistir más. José se pone en su rinconcillo, sentado en el taburete, con unas — pocas — ramillas secas al lado; no creo que duren mucho.
Están colocados así: María a la derecha, dando la espalda a la… puerta, semioculta por el tronco y por el cuerpo del buey, que está recostado ahora en la cama de paja; José a la izquierda y de cara a la puerta, en diagonal por tanto; estando frente al fuego, da la espalda a María, pero, de vez en cuando, se vuelve a mirarla, y la ve tranquila, como si durmiera. Rompe lentamente sus ramitas, y las va echando, una a una, en el débil fuego para que no se apague, para que dé luz, para que la poca leña dure. La única luz, ora más viva, ora mortecina, es la del fuego; la lámpara está ya apagada; en la penumbra resalta sólo el blancor del buey y del rostro y manos de José. Todo el resto es una masa que se confunde en la penumbra densa.
– No hay dictado – dice María – La visión habla por sí sola. Tarea vuestra es entender la lección de caridad, humildad y pureza que de ella emana.