La desobediencia de Eva y la obediencia de María.
Dice Jesús:
-¿No se lee en el Génesis que Dios hizo al hombre dominador de todo lo que había sobre la tierra, es decir, de todo excepto de Dios y de sus ángeles ministros? ¿No se lee que hizo a la mujer como compañera del hombre en la alegría y en el dominio sobre todos los seres vivos? ¿No se lee que de todo podían comer excepto del árbol de la ciencia del Bien y del Mal? ¿Por qué? ¿Cuál es el sentido que subyace en las palabras «para que domine»; cuál, en el árbol de la ciencia del Bien y del Mal? ¿Os habéis preguntado alguna vez esto, vosotros, que os hacéis tantas preguntas inútiles y que no sabéis preguntarle nunca a vuestra alma acerca de las celestes verdades?
Vuestra alma, si estuviera viva, os las manifestaría. Esa alma que, cuando está en gracia, es como una flor entre las manos de vuestro ángel; esa alma que, cuando está en gracia, es como una flor besada por el sol y asperjada por el rocío, besada y asperjada por el Espíritu Santo, que le da calor y la ilumina, que la riega y la adorna de celestes luces. ¡Cuántas verdades os manifestaría vuestra alma, si supierais conversar con ella, si la amarais como a quien os proporciona la semejanza con Dios, que es Espíritu, como espíritu es vuestra alma! ¡Qué gran amiga tendríais, si amarais a vuestra alma en vez de odiarla hasta matarla; qué grande, sublime amiga con quien hablar de cosas celestes; vosotros que tenéis tanta avidez de hablar y os destruís los unos a los otros con amistades que, aun no siendo indignas (alguna vez lo son), sí son casi siempre inútiles, y se os transforman en un bullicio vano o nocivo de palabras y sólo palabras, todas terrenas!
¿No dije Yo: «Quien me ama observará mi palabra y el Padre mío le amará e iremos a él y haremos morada en él»? El alma que está en gracia posee el amor y, poseyéndolo, posee a Dios, o sea, al Padre que la conserva, al Hijo que la instruye, al Espíritu que la ilumina. Posee, por tanto, el Conocimiento, la Ciencia, la Sabiduría. Posee la Luz. Imaginaos, pues, qué conversaciones más sublimes podría establecer con vosotros vuestra alma, que son las conversaciones que han llenado los silencios de las cárceles, los silencios de las celdas, los silencios del yermo, los silencios de las habitaciones de los enfermos santos; las que han confortado a los presos que en la cárcel esperaban el martirio, a los cenobitas, que habían elegido el claustro en pos de la Verdad, a los eremitas, que anhelaban conocer anticipadamente a Dios, a los enfermos, para que soportaran o, mejor dicho, amaran su cruz.
Si supierais preguntar a vuestra alma, ella os diría que el significado verdadero, exacto, vasto cuanto la creación, de la palabra «domine» es éste: «Para que el hombre domine todo: sus tres estratos (el inferior, animal; el estrato intermedio, moral; el estrato superior, espiritual), y oriente los tres hacia un único fin: poseer a Dios». Poseerlo mereciéndolo con este férreo dominio que tiene sujetas todas las fuerzas del yo haciéndolas esclavas de esta única finalidad: merecer poseer a Dios. Vuestra alma os diría que Dios había prohibido el conocimiento del Bien y del Mal, porque el Bien lo había donado con generosidad y gratuitamente a sus criaturas, y el Mal no quería que lo conocierais, porque es un fruto dulce al paladar, pero que, una vez que baja con su jugo a la sangre, ocasiona una fiebre que mata y produce ardiente sequedad en la garganta, por lo cual, cuanto más se bebe de su jugo traidor, más sed de él se tiene.
Vuestra objeción será: «¿Y por qué lo ha puesto?». ¿Por qué! El Mal es una fuerza que ha nacido sola, como ciertos males monstruosos en el más sano de los cuerpos.
Lucifer era un ángel, el más hermoso de los ángeles. Espíritu perfecto. Sólo Dios era superior a él. Pues bien, con todo, en su ser luminoso nació un vapor de soberbia, y Lucifer no lo dispersó, sino que, por el contrario, lo condensó dándole vida en su interior. De esta incubación nació el Mal. Este ya existía antes del hombre. Dios había arrojado fuera del Paraíso al Incubador maldito del Mal, al que ensuciaba el Paraíso. Pero ha seguido siendo y es el eterno Incubador del Mal, y, no pudiendo seguir ensuciando el Paraíso, ha ensuciado la Tierra.
Ese metafórico árbol pone en evidencia esta verdad. Dios había dicho al hombre y a la mujer: «Conoced todas las leyes y los misterios de la creación. Pero no pretendáis usurparme el derecho de ser el Creador del hombre. Para propagar la estirpe humana bastará el amor mío que circulará por vosotros, y, sin libídine sensual, sólo por latido de caridad, dará vida a los nuevos hombres como Adán de la estirpe. Todo os lo doy; sólo me reservo este misterio de la formación del hombre».
Satanás quiso quitarle al hombre esta virginidad intelectual y, con su lengua serpentina, hechizó y halagó miembros y ojos de Eva, suscitando en ellos reflejos y sutilezas que antes no tenían porque no estaban intoxicados de Malicia.
Ella «vio», y, viendo, quiso probar. Había sido despertada la carne. ¡Ah, si hubiera llamado a Dios¡ Si hubiera corrido a decirle: «¡Padre, estoy enferma; la serpiente me ha halagado y me siento turbada!». El Padre la habría purificado, la habría curado con su aliento, pues lo mismo que le había infundido la vida podía infundirle de nuevo la inocencia, quitándole el recuerdo del tóxico serpentino, es más, introduciendo en ella una repugnancia hacia la Serpiente (como les sucede a los que han sufrido una enfermedad, que, una vez curados, sienten hacia ella una instintiva repugnancia). Pero no, Eva no va al Padre, Eva vuelve donde la Serpiente. Esa sensación le es dulce. «Viendo que el fruto del árbol se podía comer y que era bonito y de aspecto agradable, lo cogió y comió de él».
Y «comprendió». Ya la malicia había penetrado y le mordía las entrañas. Vio con ojos nuevos y oyó con oídos nuevos los usos y la voz de las bestias; y los deseó febrilmente.
Inició sola el pecado. Lo consumó con su compañero. Por eso sobre la mujer pesa una condena mayor. Por ella el hombre se hizo rebelde a Dios, y por ella conoció la lujuria y la muerte. Por ella perdió el dominio sobre sus tres reinos: el del espíritu, porque permitió que el espíritu desobedeciera a Dios; el de lo moral, porque permitió que las pasiones le sometieran a su señorío; el de la carne, porque la rebajó a las leyes instintivas de las bestias. «La Serpiente me ha seducido» dice Eva. «La mujer me ha ofrecido el fruto y yo he comido de él» dice Adán. Y el triple, desenfrenado apetito, desde entonces, tiene entre sus garras los tres reinos del hombre.
Sólo la Gracia logra aflojar la presa de este monstruo despiadado; y, si vive, si está vivísima, si la voluntad del hijo fiel la mantiene cada vez más viva, llega incluso a estrangular al monstruo. Ya no habrá nada que temer: ni a los tiranos internos (o sea, la carne y las pasiones), ni a los tiranos externos (el mundo y los que en el mundo tienen poder), ni a las persecuciones, ni a la muerte. Es como dice el apóstol Pablo: «Nada de esto yo temo, y no considero ya mía mi vida, con tal de cumplir mi misión y llevar a cabo el ministerio recibido del Señor Jesús para dar testimonio del Evangelio de la Gracia de Dios»».
Dice María (la Virgen):
– Gozoso — pues, efectivamente, cuando comprendí la misión a que Dios me llamaba, mi corazón se llenó de gozo — mi corazón se abrió como una azucena en capullo y vertió la sangre que habría de ser terreno para la Semilla del Señor.
Alegría de ser madre.
Me había consagrado a Dios desde mi más tierna edad, porque la luz del Altísimo me había iluminado acerca de la causa del mal del mundo; yo deseé, por lo que de mí dependía, borrar de mí la huella de Satanás.
No sabía que no tenía mancha. No podía pensarlo. El solo hecho de pensarlo habría sido presunción y soberbia porque, habiendo nacido de padre y madre humanos, no me era lícito pensar que justamente yo era la Elegida para ser la Sin Mancha.
El Espíritu de Dios me había instruido acerca del dolor del Padre ante la corrupción de Eva, que había aceptado degradarse — siendo una criatura de gracia — a un nivel de criatura inferior. Yo tenía la intención de suavizar ese dolor, poniendo de nuevo mi carne en la situación de pureza angélica, conservándome intacta de pensamientos, deseos y contactos humanos. Sólo para Él sería mi latido de amor; sólo para El, mi ser. No había en mí sed camal, pero sí sentía el sacrificio de no ser madre.
La maternidad, exenta de lo que ahora la humilla, le había sido concedida por el Padre creador también a Eva. ¡Dulce y pura maternidad sin el peso del sentido! ¡Yo la experimenté! ¡Cuán grande la pérdida de Eva, renunciando a esta riqueza! Mayor que la pérdida de la inmortalidad. No, no creáis que es una exageración. Mi Jesús, y con Él yo, su Madre, conocimos la languidez de la muerte. Yo, el dulce languidecer de quien, cansado, se duerme; Él, ese languidecer atroz de quien muere por haber sido condenado. A nosotros, pues, también nos vino la muerte. Sin embargo, la maternidad exenta de cualquier tipo de violación me vino solamente a mí, la nueva Eva, para que yo pudiera manifestarle al mundo cuan dulce era el destino de la mujer, llamada a ser madre sin el dolor de la carne. El deseo de esta pura maternidad, siendo, como es, la gloria de la mujer, podía estar, y estaba, en la Virgen toda de Dios. Añadid a vuestra consideración el honor en que era tenida la mujer madre en el pueblo israelita, y comprenderéis mejor la naturaleza del sacrificio cumplido al consagrarme a esta privación.
Ahora a su sierva el eterno Bueno le ofrecía este don, sin privarme del candor de que yo me había vestido para ser flor en su trono. Por ello exultaba, con el doble gozo de ser madre de un hombre y de ser Madre de Dios.
Alegría porque a través de mí se restablecía la paz entre el Cielo y la Tierra.
¡Oh… haber deseado esta paz por amor a Dios y por amor al prójimo, y saber que por medio de mí, pobre esclava del Poderoso, aquélla venía al mundo! ¡Decir: «Hombres, no lloréis más. Yo traigo conmigo el secreto que os hará felices. No os lo puedo manifestar, porque está sellado en mí, en mi corazón, de la misma forma que el Hijo dentro del intacto seno. Ya os lo traigo, ya cada hora que pasa está más cercano el momento en que le veréis y sabréis su Nombre santo»!
Alegría de haber hecho feliz a Dios: alegría del creyente que ve feliz a su Dios.
¡Oh… haber quitado del corazón de Dios la amargura de la desobediencia de Eva, de la soberbia de Eva, de su incredulidad!
Mi Jesús ha explicado con qué culpa se manchó la Pareja primera. Yo he anulado esa culpa recorriendo en sentido inverso, para ascender, las etapas de su descenso.
El principio de la culpa estuvo en la desobediencia: «No comáis y no toquéis de ese árbol», había dicho Dios. Pero el hombre y la mujer, los reyes de la creación, que podían tocar todo y comer todo excepto aquello — porque Dios quería hacerlos sólo inferiores a los ángeles — no tomaron en consideración ese veto.
El árbol: el medio para probar la obediencia de los hijos.
¿Qué es la obediencia al mandato divino? Es un bien porque Dios no ordena sino el bien. ¿Qué es la desobediencia? Es un mal porque pone al corazón en las disposiciones de rebelión sobre las cuales Satanás puede obrar.
Eva va al árbol, a ese árbol del que vendría: alejándose, su bien; acercándose, su mal. La arrastra a él la curiosidad ingenua de ver qué es lo que podía tener en sí de especial; la arrastra la imprudencia, que hace que le parezca inútil el mandato divino, dado que ella es fuerte y pura, reina del Edén, donde todo le presta obediencia, donde nada podrá causarle mal alguno. Su presunción la pierde. La presunción es ya levadura de soberbia.
En el árbol encuentra al Seductor, el cual, a su inexperiencia, a su tan hermosa y virgen inexperiencia, a esa inexperiencia que no supo tutelar, le canta la canción de la mentira: «¿Tú crees que aquí hay mal? No. Dios te lo ha dicho porque quiere teneros bajo la esclavitud de su poder. ¿Creéis que sois reyes? No tenéis ni siquiera la libertad de las fieras. Ellas tienen concedido el amarse con amor verdadero, vosotros no. A las fieras se les ha concedido el ser creadoras como Dios. Ellas engendrarán hijos y verán a su gusto crecer la familia, vosotros no. A vosotros os ha sido negado este contento. ¿En razón de qué, pues, que seáis hombre y mujer, para tener que vivir de ese modo? Sed dioses. ¿No sabéis qué alegría supone el ser dos en
una sola carne creadora de una tercera, de muchas otras terceras! No creáis en las promesas de Dios acerca del gozo de una descendencia viendo a vuestros hijos crearse nuevas familias, dejando por ellas padre y madre. Os ha dado un simulacro de vida. La verdadera vida está en conocer las leyes de la vida. Entonces seréis como dioses y podréis decirle a Dios: ‘Somos tus iguales'».
Y la seducción continuó, porque no hubo voluntad de interrumpirla, sino, más bien, de continuarla, y de conocer aquello que no le pertenecía al hombre. He aquí pues que el árbol prohibido vino a ser, para la raza, realmente mortal, porque de sus ramos pendía el fruto del amargo saber que venía de Satanás; y la mujer vino a ser hembra, y, con la levadura del conocimiento satánico en el corazón, fue a Adán a corromperlo. Humillada así la carne, corrompida la parte moral, degradado el espíritu, conocieron el dolor y la muerte: del espíritu privado de la Gracia; de la carne privada de la inmortalidad. Y la herida de Eva engendró el sufrimiento, que no se calmará hasta la extinción de la última pareja de la tierra.
Yo recorrí en sentido inverso el camino de los dos pecadores. Obedecí. Obedecí en todos los modos. Dios me había pedido ser virgen. Obedecí. Habiendo amado la virginidad, que me hacía pura como la primera de las mujeres antes de conocer a Satanás, Dios me pidió ser esposa. Obedecí, llevando al matrimonio a la pureza que tuvo, a ese grado de pureza que Dios tenía en su pensamiento cuando creó a los dos Primeros. Convencida de mi destino de soledad en el matrimonio y de desprecio del prójimo por mi esterilidad santa, ahora Dios me pedía ser Madre. Obedecí. Creí que ello era posible y que esa palabra venía de Dios, porque la paz iba entrando en mí al oírla. No pensé: «Lo he merecido». No me dije a mí misma: «Ahora el mundo me admirará, porque soy semejante a Dios dando ser a la carne de Dios». No. Me anonadé en la humildad.
La alegría brotó de mi corazón como un tallo de rosa florecida. Pero enseguida se adornó de punzantes espinas y quedó abrazada por la maraña del dolor, como esas ramas envueltas en campanillas de enredadera. El dolor del dolor de mi esposo: ésta era la angustia dentro de mi gozo. El dolor del dolor de mi Hijo: éstas eran las espinas de mi gozo.
Eva quiso el disfrute, el triunfo, la libertad: yo acepté el dolor, el anonadamiento, la esclavitud. Renuncié a mi vida tranquila, a la estima de mi esposo, a la propia libertad. No me quedé con nada. Me hice la Esclava de Dios en la carne, en la parte moral, en el espíritu, confíándome a Él, no sólo respecto a la concepción virginal, sino también a la defensa de mi honor, a la consolación de mi esposo, al medio con que conducirlo a él también a la sublimación del matrimonio, de manera que los dos fuéramos quienes devolvieran al hombre y a la mujer la dignidad perdida.
Abracé la voluntad del Señor por mí, por mi esposo, por mi Hijo. Dije «sí» por los tres, segura como estaba de que Dios no faltaría a su promesa de socorrerme en mi dolor de esposa que se ve juzgada culpable, en mi dolor de madre que ve que engendra para entregar a su Hijo al dolor.
«Sí» dije. Sí, y basta. Ese «sí» ha anulado el «no» que Eva opuso al mandato divino. «Sí, Señor, como Tú quieras. Conoceré lo que Tú quieras. Viviré como Tú quieras. Estaré gozosa si Tú lo quieres. Sufriré por lo que Tú quieras. Sí, siempre sí, mi Señor, desde el momento en que tu rayo me hizo Madre hasta el momento en que me llamaste a ti. Sí, siempre sí. Todas las voces de la carne, todas las pasiones de lo moral, bajo el peso de este sí mío perpetuo. Y encima, como encima de un pedestal de diamante, mi espíritu, al cual le faltan las alas para volar a ti, pero es señor de todo el yo, domado y siervo tuyo, siervo en la alegría, siervo en el dolor. ¡Sonríe, oh Dios! ¡Alégrate! La culpa ha sido vencida, cancelada, destruida; yace bajo mi talón, ha sido lavada en mi llanto, destruida por mi obediencia. De mi seno nacerá el Árbol nuevo que dará el Fruto que conocerá todo el Mal por haberlo padecido en sí y dará todo el Bien. A éste sí podrán acercarse los hombres, y yo me sentiré feliz de que cojan de él, aunque no piensen que de mí nace. Con tal de que el hombre se salve y Dios sea amado, hágase de su esclava lo mismo que de la base de terreno en que un árbol crece: escalón para subir».
María, hay que saber ser siempre escalón para que los demás suban a Dios. Si nos pisan, no importa, con tal de que logren ir a la Cruz. Es el nuevo árbol que posee el fruto del conocimiento del Bien y del Mal, porque le dice al hombre lo que está mal y lo que está bien, para que sepa elegir y vivir; y sabe, al mismo tiempo, hacer de sí elixir para curar a los que se han intoxicado con el mal que quisieron gustar. Nuestro corazón bajo los pies de los hombres, con tal de que el número de los redimidos crezca y que la Sangre de mi Jesús no sea derramada sin fruto. Este es el destino de las esclavas de Dios. Mas luego mereceremos recibir en nuestro seno la Hostia santa, y, a los pies de la Cruz, embebida en su Sangre y en nuestro llanto, decir: «He aquí, oh Padre, la Hostia inmaculada que te ofrecemos para salud del mundo. Míranos, oh Padre, fundidas con Ella, y por sus méritos infinitos danos tu bendición».
Y yo te doy una caricia. Descansa, hija (María Valtorta). El Señor está contigo.
Dice Jesús:
– Las palabras de mi Madre deberían disolver cualquier vacilación de pensamiento, incluso en los más atrapados por las fórmulas.
Había dicho: «metafórico árbol»; ahora diré: «simbólico árbol». Quizás así entenderéis mejor. Su símbolo es claro: de cómo los dos hijos de Dios actuasen respecto a él, se comprendería la medida de su tendencia al Bien y al Mal. Cual agua regia que prueba el oro, cual balanza del orfebre que pesa los quilates del oro, ese árbol; que vino a ser una «misión» a causa del mandato divino respecto a él, dio la medida de la pureza del metal de Adán y de Eva.
Llega ya a mis oídos vuestra objeción: «¿No fue excesiva la condena y pueril el medio que condujo a ella?».
No lo fue. Una desobediencia actualmente en vosotros, que sois sus herederos, es menos grave de lo que lo fue en ellos. Vosotros estáis redimidos por Mí, pero el veneno de Satanás, como ciertos morbos que no desaparecen nunca totalmente de la sangre, está siempre pronto para reactivarse. Ellos, los dos progenitores, eran posesores de la Gracia sin haber tenido nunca el más mínimo contacto con la Desgracia. Por tanto, eran más fuertes, estaban más respaldados por esa Gracia que generaba inocencia y amor. Infinito era el don que Dios les había dado; mucho más grave, por tanto, su caída poseyendo ese don.
También el fruto ofrecido, y comido, era simbólico. Era el fruto de una experiencia voluntariamente llevada a cabo por instigación satánica contra el imperativo de Dios. Yo no les había prohibido a los hombres el amor. Quería únicamente que se
amaran sin malicia; de la misma forma que Yo los amaba con mi santidad, ellos habrían de amarse en santidad de afectos, de afectos limpios de toda libídine.
No se debe olvidar que la Gracia es foco de luz, y, que quien la posee conoce aquello que es útil y bueno conocer. La Llena de Gracia conoció todo, porque la Sabiduría la instruía (la Sabiduría, que es Gracia), y supo guiarse a sí misma santamente. Eva conocía, por tanto, aquello que le era bueno conocer; no más de eso. Porque es inútil conocer lo que no es bueno. No tuvo fe en las palabras de Dios y no fue fiel a su promesa de obediencia. Prestó fe a Satanás, infringió la promesa, quiso conocer lo no bueno, lo amó sin remordimiento, transformó en cosa corrompida, envilecida, ese amor que Yo había otorgado tan santo. Ángel caído, se revolcó en barro y paja, mientras que podía haber corrido dichosa entre las flores del Paraíso Terrenal y ver florecer a su alrededor la prole, de la misma forma que un árbol se cubre de flores sin combar su copa y meterla en el pantano.
No seáis como esos niños estúpidos de que hablo en el Evangelio, los cuales oían cantar y se tapaban los oídos, oían tocar y no bailaban, oían llorar y querían reír. No seáis mezquinos ni negadores. Aceptad la Luz, aceptadla sin malicia, sin testarudez, sin ironía o incredulidad. Y ya basta sobre esto.
Para que entendáis cuánto debéis sentiros agradecidos a Aquel qué murió para levantaros y orientaros de nuevo al Cielo y para vencer la concupiscencia de Satanás, he querido hablaros, en este tiempo de preparación a la Pascua, de este primer eslabón de la cadena con que el Verbo del Padre, el Cordero Divino, fue llevado a la muerte, al matadero. Os he querido hablar de ello porque al presente el noventa por ciento de vosotros está, como Eva, intoxicado por el hálito y por la palabra de Lucifer, y no vivís para amaros sino para saciaros de sensualidad, no vivís para el Cielo sino para el barro; ya no sois criaturas dotadas de alma y razón, sino perros sin alma y sin razón. Habéis matado el alma, habéis depravado la razón. En verdad os digo que las bestias, en sus amores, son más honestas que vosotros.