La circuncisión de Juan el Bautista. María es Fuente de Gracia para quien acoge la Luz.
Veo ambiente de fiesta en la casa. Es el día de la circuncisión.
María se ha preocupado de que todo esté lindo y en orden. Las habitaciones resplandecen de luz. Lucen por todas partes los más bellos paños, los más bellos atavíos. Hay mucha gente. María se mueve ágil entre los grupos, toda hermosa con su más bonito vestido blanco.
Isabel, reverenciada como una matrona, goza feliz su fiesta. El niño está en su regazo, saciado ya de leche. Llega la hora de la circuncisión.
– Zacarías le llamaremos. Tú eres anciano. Justo sería ponerle tu nombre al niño – dicen unos hombres.
-¡De ninguna manera! – exclama la madre – Su nombre es Juan. Su nombre debe dar testimonio de la potencia de Dios. -¿Pero se puede saber cuándo ha habido un Juan en nuestra parentela?.
– No importa. Tiene que llamarse Juan.
-¿Tú qué dices, Zacarías? ¿Quieres tu nombre, no es verdad?.
Zacarías dice que no, con gestos. Coge una tablilla y escribe: «Su nombre es Juan», y, nada más terminar de escribir, añade, ya su liberada lengua: «porque Dios nos ha hecho objeto de una gran gracia, a mí, su padre, y a su madre, como también a este nuevo siervo suyo, el cual consumirá su vida en aras de la gloria del Señor y será llamado grande por los siglos y ante los ojos de Dios, porque pasará convirtiendo a los corazones al Señor altísimo. Lo dijo el ángel y yo no lo creí. Mas ahora creo y entra la Luz en mí. La Luz está entre nosotros y vosotros no la veis. Su destino es el de no ser vista, pues el espíritu de los hombres está lleno de estorbos, y además es perezoso. Pero mi hijo sí que la verá y hablará de Ella y hará que a Ella se vuelvan los corazones de los justos de Israel. ¡Bienaventurados los que crean en Ella y crean siempre en la Palabra del Señor! Y bendito seas Tú, Señor eterno, Dios de Israel, porque has visitado y redimido a tu pueblo, suscitando en él un poderoso Salvador en la casa de su siervo David. Como prometiste por boca de los santos Profetas, ya desde los tiempos antiguos: librarnos de nuestros enemigos y de las manos de los que nos odian, para ejercitar tu misericordia hacia nuestros padres y mostrar que te acuerdas de tu santa alianza. Este es el juramento que hiciste a Abraham, nuestro padre: concedernos que, sin temor, de las manos de nuestros enemigos libres, te sirviéramos con santidad y justicia en presencia tuya toda la vida»
Los presentes se quedan estupefactos, tanto del nombre como del milagro, como de las palabras de Zacarías.
Isabel, que al oír la primera palabra de Zacarías ha gritado de alegría, ahora está llorando abrazada a María, que la acaricia contenta.
No veo la circuncisión. Veo sólo que traen a Juan y que chilla desesperado. No le calma ni siquiera la leche de su mamá. Tira patadas como un potrillo. Pero María le toma en sus brazos y le acuna, y él se calla y se queda tranquilo.
-¡Fijáos!- dice Sara – ¡sólo se calla cuando le coge en brazo ella!.
La gente se va marchando lentamente. En la habitación se quedan únicamente María, con el pequeñín en sus brazos, e Isabel, dichosa.
Entra Zacarías y cierra la puerta. Mira a María con lágrimas en los ojos. Hace ademán de hablar. Guarda silencio. Continúa adelante. Se arrodilla ante María y le dice:
– Bendice al mísero siervo del Señor. Bendícelo. Tú puedes hacerlo, tú que lo llevas en tu seno. La palabra de Dios me ha hablado cuando he reconocido mi error, cuando he creído en todo cuanto me había sido dicho. Yo te veo a ti y veo tu destino feliz. Adoro en ti al Dios de Jacob. Tú, mi primer Templo, donde el sacerdote, regresado, puede de nuevo orar al Eterno. Bendita tú, que has obtenido gracia para el mundo y le traes el Salvador. Perdona a tu siervo si no ha visto antes tu majestad. Con tu venida nos has traído todas las gracias. En efecto, doquiera que vas, ¡oh Llena de Gracia!, Dios obra sus prodigios; santas son las paredes en que tú entras, santos se hacen los oídos que oyen tu voz y la carne que tú tocas, santos los corazones, porque tú confieres Gracia, Madre del Altísimo, Virgen profetizada y esperada para darle al pueblo de Dios el Salvador.
María sonríe, encendida de humildad, y habla:
– Gloria al Señor, a Él sólo. De Él y no de mí viene toda gracia, y Él te la dona para que lo ames y sirvas con perfección en los años que te quedan, para merecer su Reino, que será abierto por mi Hijo a los Patriarcas, a los Profetas, a los justos del Señor. Y tú, ahora que puedes orar ante el Santo, ora por la sierva del Altísimo; que, si ser Madre del Hijo de Dios es destino dichoso, ser Madre del Redentor debe ser destino de atroz sufrimiento. Ora por mí, que hora a hora siento crecer mi peso de dolor, y durante toda una vida tendré que llevarlo; no lo veo en sus detalles particulares, pero sí siento que será un peso mayor que si sobre estos hombros míos de mujer se posase el mundo y tuviera que ofrecérsele al Cielo. ¡Yo, yo sola, una pobre mujer!
¡Mi Niño! ¡El Hijo mío! El tuyo no llora si yo le acuno; pero, ¿voy a poder acunar yo al mío para calmarle el dolor?… Ora por mí, sacerdote de Dios. Mi corazón tiembla como una flor en medio de un temporal. Miro a los hombres y los amo, pero detrás de sus rostros veo aparecer al Enemigo, y veo cómo los hace enemigos de Dios, de Jesús, de mi Hijo…
Y la visión cesa con la palidez de María y esas lágrimas suyas que hacen luciente su mirada.
Dice María:
– A quien reconoce su error arrepintiéndose y acusándose con humildad y corazón sincero, Dios lo perdona; no sólo lo perdona, sino que lo recompensa. ¡Oh, qué bueno es mi Señor con los humildes y sinceros, con los que creen en Él y en Él se abandonan!
Arrojad de vuestro espíritu todo lo que lo traba y lo hace perezoso. Disponedlo para que acoja la Luz, que es, cual faro en las tinieblas, guía y santo conforto.
¡Amistad con Dios, beatitud de sus fieles, riqueza no igualada por nada, quien te posee nunca está solo ni siente la amargura de la desesperación! No anulas el dolor, santa amistad, porque el dolor fue destino de un Dios encarnado y puede ser destino del hombre; eso sí, lo haces dulce en su amargura, y añades una luz y una caricia que, cuales celestes toques, alivian la cruz.
Y, cuando la Bondad divina os dé una gracia, usad el bien recibido para dar gloria a Dios. No seáis como esos insensatos que de un objeto bueno se hacen un arma dañosa, o como los derrochadores que de la abundancia acaban haciendo miseria.
Me causáis demasiado dolor, hijos tras cuyos rostros veo aparecer al Enemigo, a aquel que arremete contra mi Jesús. ¡Demasiado dolor! Yo quisiera ser para todos el Manantial de la Gracia, pero hay demasiados entre vosotros que no quieren la Gracia. Pedís «gracias», pero con el alma privada de Gracia. ¿Cómo podrá la Gracia socorreros si sois enemigos suyos?
El gran misterio del Viernes Santo se aproxima. Todo en los templos lo recuerda y lo celebra. Pero es necesario que lo celebréis y lo recordéis en vuestros corazones, y que os deis golpes de pecho, como los que bajaban del Gólgota, y que digáis: «Este es realmente el Hijo de Dios, el Salvador», y que digáis: ‘Jesús, por tu Nombre, sálvanos», y que digáis: «Padre, perdónanos», y, en fin, es necesario decir: «Señor, yo no soy digno; pero, si Tú me perdonas y vienes a mí, mi alma quedará curada. Yo no quiero, no, no quiero pecar ya más, para no volver a enfermarme y para no ser de nuevo detestado por ti».
Orad, hijos, con las palabras de mi Hijo. Decidle al Padre por vuestros enemigos: «Padre, perdónalos». Invocad al Padre, que se ha apartado indignado por vuestros errores: «Padre, Padre, ¿por qué me has abandonado? Yo soy pecador, pero, si me abandonas, moriré. Vuelve, Padre santo, que yo me salve». Poned vuestro eterno bien, vuestro espíritu, en manos del Único que lo puede conservar ileso del demonio: «Padre, en tus manos dejo mi espíritu». Si humilde y amorosamente cedéis vuestro espíritu a Dios, El ciertamente le guiará como hace un padre con su pequeñuelo; no permitirá que nada dañe vuestro espíritu.
Jesús, en sus agonías, oró para enseñaros a orar. Os lo recuerdo en estos días de Pasión.
Y tú, María, (se dirige la Virgen a María Valtorta) tú que ves mi gozo de Madre y te extasías con ello, piensa y recuerda que he poseído a Dios a través de un dolor progresivamente más intenso, que bajó a mí con la Semilla de Dios y, cual árbol gigante, fue creciendo hasta tocar el Cielo con su copa y el Infierno con sus raíces, cuando recibí en mi regazo el despojo exánime de la Carne de mi carne, y vi y conté sus laceraciones, y toqué su Corazón desgarrado, para apurar aquél hasta su última gota.