José pide perdón a María. Fe, caridad y humildad para recibir a Dios.
Después de 53 días, la Madre reanuda sus manifestaciones con esta visión, y me dice que la escriba en este libro. La alegría me invade. Ver a María, en efecto, es poseer la Alegría.
Así, veo el huertecillo de Nazaret. María está hilando a la sombra de un tupidísimo manzano repleto de frutos, que ya empiezan a tomar color rojo y que parecen, con su redondez y color rosado, carrillos de niño.
Sin embargo, María no tiene, de ninguna manera, ese color. Le ha desaparecido la linda coloración que, en Hebrón, avivaba su cara. En la palidez de marfil de su rostro, sólo los labios trazan una curva de pálido coral. Bajo los párpados semicerrados hay dos sombras oscuras y los bordes de los ojos están hinchados como en quien ha llorado. No veo los ojos, porque Ella está con la cabeza más bien agachada, pendiente de su trabajo y, sobre todo, de un pensamiento suyo, que debe afligirla, pues la oigo suspirar como quien tuviera un pesar en el corazón.
Está toda vestida de blanco, de lino blanco; es que hace mucho calor, a pesar de que la frescura todavía intacta de las flores me dice que es por la mañana. Tiene la cabeza descubierta, y el Sol, que juega con las frondas del manzano movidas por un ligerísimo viento, y se filtra con agujas de luz hasta tocar la tierra oscura de los parterres, deposita en su cabeza rubia aritos de luz en que los cabellos parecen de oro cobrizo.
De la casa no viene ningún ruido, ni tampoco de los lugares cercanos. Se oye sólo el murmullo del regatillo que va a un pilón del fondo del huerto.
María se estremece al oír un golpe dado con resolución a la puerta de la casa. Apoya rueca y huso y se levanta para ir a abrir. A pesar de que el vestido sea suelto y amplio, no llega a ocultar completamente la rotundidad de su pelvis.
Se encuentra de frente a José. María palidece, hasta incluso en los labios. Ahora su rostro parece una hostia de lo pálido que está. María mira con ojos que escrutan tristemente; José, con ojos que parecen suplicar. Guardan silencio, mirándose. María rompe el silencio:
-¿A esta hora, José? ¿Necesitas algo? ¿Qué deseas decirme? Ven.
José entra y cierra la puerta. Todavía guarda silencio.
– Habla, José. ¿Qué deseas de mí?
– Tu perdón – José se curva como si quisiera arrodillarse. Pero María, siempre tan reservada al tocarlo, lo agarra con resolución por los hombros y se lo impide.
El color aparece y desaparece del rostro de María, ora completamente rojo, ora de nieve como antes.
-¿Mi perdón? No tengo nada que perdonarte, José. No debo sino agradecerte una vez más todo cuanto has hecho aquí dentro, en mi ausencia, y el amor que me tienes.
José la mira. Veo formarse dos gruesas gotas en la cavidad de sus ojos profundos, permanecer como en el borde de un recipiente, y luego deslizarse por las mejillas y por la barba.
– Perdóname, María. He desconfiado de ti. Ahora veo. Soy indigno de poseer tan gran tesoro. He faltado a la caridad, te he acusado en mi corazón, te he acusado injustamente porque no te había preguntado la verdad. He faltado contra la ley de Dios no amándote como yo me habría amado a mí mismo…
-¡Oh, no, no has faltado!
– Sí, María. Si yo hubiera sido acusado de un delito así, me habría defendido. Tú… No te concedía defenderte, porque ya iba a tomar decisiones sin preguntarte primero. He faltado contra ti ofendiéndote con una sospecha. El solo hecho de sospechar
ya es ofensa, María. El que sospecha no conoce. Yo no te he conocido como debía. Pero, por el dolor que he sufrido… tres días de suplicio… perdóname, María.
– No tengo nada que perdonarte. Es más, te pido yo perdón por el dolor que te he causado.
-¡Oh, dolor sí que fue! ¡Cuánto dolor! Fíjate, esta mañana me han dicho que tengo las sienes canosas y arrugas en la cara. ¡Estos días han significado más de diez años de vida! Pero, María, ¿por qué has sido tan humilde de celarme a mí, tu esposo, tu gloria, y permitirme que sospechara de ti?
José no está de rodillas, pero sí tan curvado que es como si lo estuviera. María le pone su mano en la cabeza, y sonríe. Parece como si lo absolviera. Dice:
– Si no lo hubiera sido de modo perfecto, no habría merecido concebir al Esperado, que viene a anular la culpa de soberbia que ha destruido al hombre. Y además no he hecho sino obedecer… Dios me pidió esta obediencia… Me ha costado mucho,. por ti, por el dolor que te produciría… pero, tenía que obedecer. Soy la Esclava de Dios, y los siervos no discuten las órdenes que reciben; las ejecutan, José, aunque provoquen lágrimas de sangre.
María, mientras dice esto, llora silenciosamente, tan silenciosamente que José, agachado como está, no lo advierte hasta que no cae una lágrima al suelo. Entonces, levanta la cabeza y — es la primera vez que le veo hacer este gesto — aprieta las manos de María entre las suyas, oscuras y fuertes, y besa la punta de sus rosados y delgados dedos, de esos dedos que sobresalen del anillo de sus manos como capullos de melocotonero.
– Ahora habrá que tomar las medidas necesarias para que… – José no sigue; mira al cuerpo de María, y Ella se pone como la púrpura, y se sienta de golpe para apartar sus formas de la mirada que la observa – Habrá que actuar rápidamente. Yo vendré aquí… Cumpliremos la ceremonia de la boda… La próxima semana. ¿Te parece bien?
– Todo lo que tú haces está bien, José. Tú eres el jefe de la casa; yo, tu sierva.
– No. Yo soy tu siervo. Yo soy el devoto siervo de mi Señor que crece en tu seno. Bendita tú entre todas las mujeres de Israel. Esta tarde aviso a los parientes. Y después… ya estando yo aquí, nos dedicaremos a preparar todo para recibir… ¡Oh, cómo podré recibir en mi casa a Dios; en mis brazos, a Dios? ¡Moriré de gozo!… ¡Jamás podré osar tocarle!
– Podrás, como yo, por gracia de Dios.
– Pero tú eres tú. ¡Yo soy un pobre hombre, el más pobre de los hijos de Dios!
– Jesús viene por nosotros, pobres, para hacernos ricos en Dios; viene a nosotros dos porque somos los más pobres y reconocemos que lo somos. Exulta, José. La estirpe de David tiene a su Rey esperado, y nuestra casa va a ser más fastuosa que el palacio de Salomón, porque aquí estará el Cielo y compartiremos con Dios el secreto de paz que después conocerán los hombres. Crecerá entre nosotros dos. Nuestros brazos le servirán de cuna al Redentor durante su crecimiento, y nuestras fatigas le procurarán el pan… ¡Oh, José! Oiremos la voz de Dios llamándonos «¡Padre y Madre!» ¡Oh !
María llora de alegría; ¡un llanto tan feliz…! Y José, arrodillado ahora, a sus pies, llora, con su cabeza casi oculta en el amplio vestido de María que cae, formando pliegues, sobre las pobres baldosas de la reducida estancia.
La visión termina en este momento.
Dice María:
– Que nadie interprete erróneamente mi palidez. No provenía de miedo humano. Humanamente no podía esperar sino la lapidación. Pero no temía por eso. Sufría por el dolor de José. Y, en cuanto al pensamiento de que me acusara, no me turbaba tampoco por mí; lo único que me contrariaba era que él, insistiendo en acusarme, hubiera podido faltar a la caridad. Cuando le vi, por este motivo, la sangre se me fue toda al corazón; era el momento en que un justo, ofendiendo a la Caridad, habría podido ofender a la Justicia. Y el hecho de que un justo hubiera cometido una falta — él, que no la cometía nunca — me hubiera producido un dolor supremo.
Si yo no hubiera sido humilde hasta el extremo límite — como he dicho a José — no habría merecido llevar en mí a Aquel que, para borrar la soberbia en la raza, siendo Dios, se anonadaba a sí mismo hasta la humillación de ser hombre.
Te he mostrado esta escena, no recogida por ningún Evangelio, porque quiero atraer la atención, demasiado extraviada, de los hombres hacia las condiciones esenciales para agradar a Dios y para recibir su continuo hacerse presente en los corazones.
Fe. José creyó ciegamente en las palabras del enviado celeste. No pedía otra cosa sino creer, porque tenía la convicción sincera de que Dios era bueno y de que el Señor no le depararía el dolor de ser un hombre traicionado, defraudado por su prójimo, un hombre de quien su prójimo se burlara, pues esperaba en el Señor. No pedía otra cosa sino creer en mí, porque, siendo honesto como era, sólo con dolor podía pensar que otro no lo fuera. Él vivía la Ley, y la Ley dice: ‘Ama a tu prójimo como a ti mismo». Nuestro amor hacia nosotros mismos es tanto que nos creemos perfectos aun cuando no lo somos; y, ¿por qué, entonces, vamos a desamar al prójimo pensándole imperfecto?
Caridad absoluta. Caridad que sabe perdonar, que quiere perdonar: perdonar de antemano, disculpando dentro del propio corazón las faltas del prójimo; perdonar en el momento, concediendo todos los atenuantes al culpable.
Humildad tan absoluta como la caridad. Saber reconocer que se ha cometido falta incluso con el simple pensamiento, y no tener ese orgullo, que es más nocivo que la culpa antecedente, de no querer decir: «He cometido un error». Menos Dios, todos cometen errores. ¿Quién podrá decir: «Yo nunca cometo errores»? Y esa humildad aún más difícil de saber callar las maravillas de Dios en nosotros— cuando el darle gloria no requiera proclamarlas — para que el prójimo, que no tiene esos dones especiales de Dios, no se sienta menos. ¡Oh, si quiere Dios, si quiere, se manifestará en su siervo! Isabel me «vio» como yo era cuando llegó la hora, y mi esposo supo lo que yo realmente era cuando le llegó la hora de saberlo.
Dejad que sea el Señor quien se preocupe de proclamaros siervos suyos. Él tiene amorosa prisa de hacerlo, porque toda criatura elevada a una misión especial es una nueva gloria que se añade a la suya, ya infinita, porque es testimonio de lo que el hombre es en el estado en que Dios lo quería: una perfección subordinada que refleja a su Autor. ¡Permaneced en la sombra y
en el silencio, oh vosotros, predilectos de la Gracia, para poder oír las únicas palabras de «vida» que existen, para poder merecer el tener sobre vosotros y en vosotros el Sol que, eterno, resplandece!
¡Oh, Luz beatísima que eres Dios, que eres la alegría de tus siervos, resplandece sobre estos siervos tuyos y así exulten en su humildad, alabándote a ti, sólo a ti, que dispersas a los soberbios y en cambio elevas a los esplendores de tu Reino a los humildes que te aman.