Joaquín y Ana hacen voto al Señor
Veo un interior de una casa. Sentada a un telar hay una mujer ya de cierta edad. Viéndola con su pelo ahora entrecano, antes ciertamente negro, y su rostro sin arrugas pero lleno de esa seriedad que viene con los años, yo diría que puede tener de cincuenta a cincuenta y cinco años, no más.
Al indicar estas edades femeninas tomo como base el rostro de mi madre, cuya efigie tengo, más que nunca, presente estos días que me recuerdan los últimos suyos cerca de mi cama… Pasado mañana hará un año que ya no la veo… Mi madre era de rostro muy fresco bajo unos cabellos precozmente encanecidos. A los cincuenta años era blanca y negra como al final de la vida. Pero, aparte de la madurez de la mirada, nada denunciaba sus años. Por eso, pudiera ser que me equivocase al dar un cierto número de años a las mujeres ya mayores.
Ésta, a la que veo tejer, está en una habitación llena de claridad. La luz penetra por la puerta, abierta de par en par, que da a un espacioso huerto – jardín. Yo diría que es una pequeña finca rústica, porque se prolonga onduladamente sobre un suave columpiarse de verdes pendientes. Ella es hermosa, de rasgos sin duda hebreos. Ojos negros y profundos que, no sé por que, me recuerdan al del Bautista. Sin embargo, estos ojos, además de tener gallardía de reina, son dulces, como si su centelleo de águila estuviera velado de azul Ojos dulces, con un trazo de tristeza, como de quien pensara nostálgicamente en cosas perdidas. El color del rostro es moreno, aunque no excesivamente. La boca, ligeramente ancha, está bien proporcionada, detenida en un gesto austero pero no duro. La nariz es larga y delgada, ligeramente combada hacia abajo: una nariz aguileña que va bien con esos ojos. Es fuerte, mas no obesa. Bien proporcionada. A juzgar por su estatura estando sentada, creo que es alta.
Me parece que está tejiendo una cortina o una alfombra. Las canillas multicolores recorren, rápidas, la trama marrón oscura. Lo ya hecho muestra una vaga entretejedura de grecas y flores en que el verde, el amarillo, el rojo y el azul oscuro se intersecan y funden como en un mosaico. La mujer lleva un vestido sencillísimo y muy oscuro: un morado – rojo que parece copiado de ciertas trinitarias.
Oye llamar a la puerta y se levanta. Es alta realmente. Abre.
Una mujer le dice:
– Ana, ¿me dejas tu ánfora? Te la lleno.
La mujer trae consigo a un rapacillo de cinco años, que se agarra inmediatamente al vestido de Ana. Ésta le acaricia mientras se dirige hacia otra habitación, de donde vuelve con una bonita ánfora de cobre. Se la da a la mujer diciendo:
– Tú siempre eres buena con la vieja Ana. Dios te lo pague, en éste y en los otros hijos que tienes y que tendrás. ¡Dichosa tú!.
Ana suspira.
La mujer la mira y no sabe qué decir ante ese suspiro. Para apartar la pena, que se ve que existe, dice: – Te dejo a Alfeo, si no te causa molestias; así podré ir más deprisa y llenarte muchos cántaros.
Alfeo está muy contento de quedarse, y se ve el porqué una vez que se ha ido la madre: Ana le coge en brazos y lo lleva al huerto, lo aupa hasta una pérgola de uva de color oro como el topacio y dice:
– Come, come, que es buena» – y le besa en la carita embadurnada del zumo de las uvas que está desgranando ávidamente.
Luego, cuando el niño, mirándola con dos ojazos de un gris azul oscuro todo abiertos, dice:
-¿Y ahora qué me das? – se echa a reír con ganas, y, al punto, parece más joven, borrados los años por la bonita dentadura y el gozo que viste su rostro. Y ríe y juega, metiendo su cabeza entre las rodillas y diciendo:
-¿Qué me das si te doy… si te doy?… ¡Adivina! – Y el niño, dando palmadas con sus manecitas, todo sonriente, dice: -¡Besos, te doy besos, Ana guapa, Ana buena, Ana mamá!
Ana, al sentirse llamar «Ana mamá», emite un grito de afecto jubiloso y abraza estrechamente al pequeñuelo, diciendo: – ¡0h, tesoro! ¡Amor! ¡Amor! ¡Amor! – Y por cada «amor» un beso va a posarse sobre las mejillitas rosadas.
Luego van a un bazar y de un plato bajan tortitas de miel.
– Las he hecho para ti, hermosura de la pobre Ana, para ti que me quieres. Dime, ¿cuánto me quieres? Y el niño, pensando en la cosa que más le ha impresionado, dice:
– Como al Templo del Señor.
Ana le da más besos: en los ojitos avispados, en la boquita roja. Y el niño se restriega contra ella como un gatito.
La madre va y viene con un jarro colmado y ríe sin decir nada. Les deja con sus efusiones de afecto.
Entra en el huerto un hombre anciano, un poco más bajo que Ana, de tupida cabellera completamente cana, rostro claro, barba cortada en cuadrado, dos ojos azules como turquesas, entre pestañas de un castaño claro casi rubio. Está vestido de un marrón oscuro.
Ana no lo ve porque da la espalda a la puerta. El hombre se acerca a ella por detrás diciendo:
– ¿Y a mí nada?
Ana se vuelve y dice:
-¡Oh, Joaquín! ¿Has terminado tu trabajo?
Mientras tanto el pequeño Alfeo ha corrido a sus rodillas diciendo:
– También a ti, también a ti- y cuando el anciano se agacha y le besa, el niño se le ciñe estrechamente al cuello despeinándole la barba con las manecitas y los besos.
También Joaquín trae su regalo: saca de detrás la mano izquierda y presenta una manzana tan hermosa que parece de cerámica, y, sonriendo, al niño que tiende ávidamente sus manecitas le dice:
– Espera, que te la parto en trozos. Así no puedes. Es más grande que tú – y con un pequeño cuchillo que tiene en el cinturón (un cuchillo de podador) parte la manzana en rodajas, que divide a su vez en otras más delgadas; y parece como si estuviera dando de comer en la boca a un pajarillo que no ha dejado todavía el nido, por el gran cuidado con que mete los trozos de manzana en esa boquita que muele incesantemente.
-¡Te has fijado qué ojos, Joaquín! ¿No parecen dos porcioncitas del Mar de Galilea cuando el viento de la tarde empuja un velo de nubes bajo el cielo?.
Ana ha hablado teniendo apoyada una mano en el hombro de su marido y apoyándose a su vez ligeramente en ella: gesto éste que revela un profundo amor de esposa, un amor intacto tras muchos años de vínculo conyugal.
Joaquín la mira con amor, y asiente diciendo:
-¡Bellísimos! ¿Y esos ricitos? ¿No tienen el color de la mies secada por el sol? Mira, en su interior hay mezcla de oro y
cobre.
-¡Ah, si hubiéramos tenido un hijo, lo habría querido así, con estos ojos y este pelo! – Ana se ha curvado, es más, se
ha arrodillado, y, con un fuerte suspiro, besa esos dos ojazos azul – grises.
También suspira Joaquín, y, queriéndola consolar, le pone la mano sobre el pelo rizado y canoso, y le dice:
– Todavía hay que esperar. Dios todo lo puede. Mientras se vive, el milagro puede producirse, especialmente cuando se le ama y cuando nos amamos». Joaquín recalca mucho estas últimas palabras.
Mas Ana guarda silencio, descorazonada, con la cabeza agachada, para que no se vean dos lágrimas que están deslizándose y que advierte sólo el pequeño Alfeo, el cual, asombrado y apenado de que su gran amiga llore como hace él alguna vez, levanta la manita y enjuga su llanto.
-¡No llores, Ana! Somos felices de todas formas. Yo por lo menos lo soy, porque te tengo a ti.
– Yo también por ti. Pero no te he dado un hijo… Pienso que he entristecido al Señor porque ha hecho infecundas mis entrañas…
-¡Oh, esposa mía! ¿En qué crees tú, santa, que has podido entristecerlo? Mira, vamos una vez más al Templo y por esto, no sólo por los Tabernáculos, hacemos una larga oración… Quizás te suceda como a Sara… o como a Ana de Elcana: esperaron mucho y se creían reprobadas por ser estériles, y, sin embargo, en el Cielo de Dios, estaba madurando para ellas un hijo santo. Sonríe, esposa mía. Tu llanto significa para mí más dolor que el no tener prole… Llevaremos a Alfeo con nosotros. Le diremos que rece. Él es inocente… Dios tomará juntas nuestra oración y la suya y se mostrará propicio.
– Sí. Hagamos un voto al Señor. Suyo será el hijo; si es que nos lo concede… ¡Oh, sentirme llamar «mamá»!. Y Alfeo, espectador asombrado e inocente, dice:
-¡Yo te llamo «mamá»!.
– Sí, tesoro amado… pero tú ya tienes mamá, y yo… yo no tengo niño….
La visión cesa aquí.