Esponsales de la Virgen y José, que fue instruido por la Sabiduría para ser custodio del Misterio.
¡Qué guapa está María, rodeada de sus amigas y sus maestras jubilosas, vestida para los esponsales! Entre aquéllas está también Isabel.
Va toda vestida de blanquísimo lino, tan seríceo y fino que parece de preciosa seda. Ciñe su grácil cintura un cinturón burilado de oro y plata, hecho todo de medallones unidos por delgadas cadenas — cada uno de los medallones es una filigrana engastada en la pesada plata bruñida por el tiempo — y, quizás porque es demasiado largo para Ella, que todavía es una delicada jovencita, le pende por delante con los tres últimos medallones, cayendo entre los pliegues del vestido amplísimo, que a su vez termina en una pequeña cola debido a su largura. Calzan sus piececitos unas sandalias de piel blanquísima con hebillas de plata.
El vestido está sujeto al cuello por una cadenita de rosetas de oro y de filigrana de plata, que presentan en pequeño el mismo motivo del cinturón. La cadenita pasa a través de los anchos ojales del amplio cuello del vestido, acortándolo, por tanto, en frunces que forman como una pequeña puntilla. El cuello de María sobresale entre ese candor fruncido, con la gracia de un tierno tallo fajado con una gasa preciada, y así parece aún más grácil y blanco: un tallito de azucena culminado por su rostro de lirio, el cual, por la emoción, se ve aún más pálido y más puro: un rostro de hostia purísima.
El pelo ya no le pende sobre los hombros. Está graciosamente dispuesto en nudo de trenzas. Unas valiosas horquillas de plata bruñida, con un trabajo de filigrana que cubre enteramente la parte superior del arco, sujetan las trenzas. El velo materno se apoya sobre ellas y desciende, formando lindos pliegues, por debajo del estrecho aro que lleva ajustado a la frente blanquísima; desciende hasta las caderas, porque María no tiene la altura de su madre y el velo le llega más abajo de ellas, mientras que a Ana le llegaba sólo a la cintura.
No lleva anillos en las manos; en las muñecas, unas pulseras. Pero estas muñecas son tan delgadas, que las pesadas pulseras maternas se apoyan sobre el dorso de las manos y quizás, si sacudiera las manos, se caerían al suelo.
Las compañeras la miran absortas desde todos los puntos, y con maravilla. Con sus preguntas y con sus frases de admiración crean un festivo trinar de gorrioncillos.
-¿Son de tu madre?
– Antiguas, ¿verdad?
-¡Qué bonito, Sara, ese cinturón!
-¿Y este velo, Susana? ¡Mira que finura! ¡Fíjate estas azucenas tejidas en el velo!
– ¡Déjame ver las pulseras, María! ¿Eran de tu madre?
– Las llevó ella, pero son de la madre de Joaquín, mi padre.
-¡Oh, mira! Tienen el sigilo de Salomón entrelazado con sutiles ramitas de palma y olivo, y entre ellas hay azucenas y rosas. ¡Oh! ¿Quién habrá realizado un trabajo tan perfecto y minucioso?
– Son de la casa de David – explica María – Hace ya siglos que las llevan las mujeres de esta estirpe cuando se van a casar, y van pasando a las herederas.
-¡Ah, ya! Tú eres hija heredera…
-¿Te han traído todo de Nazaret?
– No. Cuando murió mi madre, mi prima se llevó a su casa el ajuar para conservarlo sin que se dañase. Ahora me lo ha
traído.
-¿Dónde está? ¿Dónde está? Enséñanoslo a las amigas.
María no sabe qué hacer… Quisiera ser amable, pero no querría remover todas las cosas, que están ordenadas en tres pesados baúles.
Vienen en su ayuda las maestras:
– El novio está para llegar. No es el momento de crear confusión. Dejadla. Que la cansáis. Id a prepararos».
El gárrulo enjambre se aleja un poco enfadado. María puede así gozar en paz de la compañía de sus maestras, las cuales le dirigen palabras de alabanza y bendición.
Isabel también se ha acercado, y, dado que María, emocionada, llora porque Ana de Fanuel la llama hija y la besa con un afecto verdaderamente maternal, le dice:
– María, tu madre no está presente, pero sí está presente. Su espíritu se regocija junto al tuyo, y, mira, las cosas que llevas te traen de nuevo su caricia. En ellas sientes aún el sabor de sus besos. Un día ya lejano, el día en que viniste al Templo, me dijo: «Le he preparado los vestidos y el ajuar para cuando se case, porque quiero ser yo la que le haya hilado las telas y le haya hecho los vestidos, para no estar ausente en el día de su alegría». Mira, al final, cuando yo la asistía, ella quería todas las noches acariciar tus primeros vestidos y este que llevas ahora, y decía: «Aquí siento el olor de jazmín de mi pequeñuela, aquí quiero que Ella sienta el beso de su mamá». ¡Cuántos besos dio a este velo que cubre tu frente! ¡Más besos que hilos tiene!… Y, cuando uses estas telas hiladas por ella, piensa que más que la estambre los ha hecho el amor de tu madre. Y estas joyas… Tu padre las salvó para ti incluso en los momentos difíciles, para que te embellecieran, como corresponde a una princesa de David, en este momento. Alégrate, María. No estás huérfana; los tuyos están contigo, y quien va a ser tu marido es tan perfecto, que es para ti padre y madre…
-¡Oh, sí! ¡Eso es verdad! No puedo quejarme de él, ciertamente. En menos de dos meses ha venido dos veces, y hoy viene por tercera vez, desafiando a las lluvias y al tiempo ventoso, declarándose sujeto a mí… Fíjate: ¡sujeto a mí! ¡Yo, que soy una pobre mujer, y mucho más joven que él! Y no me ha negado nada. Es más, ni siquiera espera a que yo pida. Parece como si un ángel le dijera lo que deseo, y me lo dice él antes de que yo hable. La última vez me dijo: «María, creo que preferirás estar en tu casa paterna. Dado que eres hija heredera, lo puedes hacer, si lo ves oportuno. Yo iré a tu casa. Solamente para observar el rito, tú vas durante una semana a casa de Alfeo, mi hermano. María te quiere ya mucho. De allí partirá la tarde de la boda el cortejo que te llevará a casa». ¿No es amable por su parte? No le ha importado ni siquiera el dar pie a la gente para decir que él
no tiene una casa que me guste… A mí me hubiera gustado en todo caso, por estar él, que es tan bueno, en ella. Pero sin duda prefiero la mía… por los recuerdos… ¡Oh, José es bueno!
-¿Qué dijo del voto? Todavía no me has comentado nada.
– No puso ninguna objeción. Es más, conocidas las razones del mismo, dijo: «Uniré mi sacrificio al tuyo». -¡Es un joven santo!- dice Ana de Fanuel.
E1 «joven santo» entra en este momento, acompañado de Zacarías.
Su figura es, literalmente hablando, espléndida. Todo de amarillo oro, parece un soberano oriental. Bolsa y puñal penden de un espléndido cinturón: aquélla, de tafilete bordado en oro; el puñal, en una vaina con guarniciones bordadas en oro, también de tafilete. Cubre su cabeza un turbante, la típica faja de tela como la llevan todavía ciertos pueblos de África, los beduinos por ejemplo; lo sujeta en torno un valioso arito de oro, delgado, que ciñe unos ramitos de mirto. Viste majestuosamente un manto completamente nuevo con muchas franjas. Está radiante de alegría. En las manos lleva unos ramitos de mirto en flor.
Saluda diciendo:
-¡A ti la paz, mi prometida! Paz a todos.
Recibido el saludo de respuesta, dice:
– Vi tu alegría el día en que te di la ramita de tu huerto. He pensado traerte este mirto que procede de la gruta que tanto estimas. Quería haberte traído las rosas que están enfrente de tu casa, las primeras que están floreciendo ahora; pero las rosas no duran varios días de viaje… Habría llegado trayendo sólo espinas, y yo a ti, dilecta mía, te quiero ofrecer sólo rosas, y quiero sembrar tu camino de flores blandas y perfumadas, para que apoyes tu pie sobre ellas y no encuentres ni inmundicias ni asperezas.
-¡Oh, gracias, hombre de corazón bueno! ¿Cómo has logrado que llegara fresco?.
– He atado a la silla un recipiente y he metido dentro estas ramitas con las flores todavía en capullo. Durante el viaje han florecido. Tómalas, María. Que tu frente se enguirnalde de pureza, símbolo de la mujer prometida; aunque siempre será mucho menor que la pureza que hay en tu corazón.
Isabel y las maestras engalanan a María con la florida guirnaldita que se forma al fijar en el precioso aro los ramitos cándidos del mirto, e intercalan unas pequeñas, cándidas rosas, que había en un jarrón encima de un arca.
María hace ademán de coger su amplio manto cándido para colocárselo prendido a los hombros. Pero su prometido le precede en el gesto y le ayuda a fijar con dos hebillas de plata, en los hombros, este amplio manto suyo. Las maestras disponen los pliegues con amor y gracia.
Todo está preparado. Mientras esperan a no sé qué, José dice (lo dice apartándose un poco con María):
– He pensado este tiempo en tu voto. Ya te dije que lo comparto. Pero, cuanto más pienso en ello, más me doy cuenta de que no es suficiente el nazireato temporal, aunque se vaya renovando. Yo te he comprendido, María. No merezco todavía la palabra de la Luz, pero sí me llega un murmullo de su voz, y ello me pone en condiciones de leer tu secreto, al menos en sus líneas maestras. Soy un pobre ignorante, María. Soy un pobre obrero. Ni sé de letras ni tengo tesoros, mas a tus pies pongo mi tesoro, para siempre. Mi castidad absoluta, para ser digno de estar a tu lado, Virgen de Dios, «hermana mía, novia, cerrado huerto, fuente sellada», como dice el Antepasado nuestro, que quizás escribió el Cantar viéndote a ti… Yo seré el guardián de este huerto de perfumes en que se dan las más preciadas frutas, donde mana una vena de agua viva con ímpetu suave: ¡tu dulzura, prometida mía, que con tu candor — ¡oh, llena de hermosura! — me has conquistado el espíritu! ¡Oh, tú, más hermosa que una aurora; Sol, que resplandeces porque te resplandece el corazón; oh, toda amor para con tu Dios y para con el mundo al que quieres dar el Salvador con tu sacrificio de mujer! ¡Ven, mi amada!
Y coge delicadamente su mano para guiarla hacia la puerta.
Los siguen todos los demás. Afuera se añaden las joviales compañeras, enteramente de blanco todas ellas y con velos.
Van por patios y pórticos, entre la muchedumbre observadora, hasta llegar a un punto que ya no pertenece al Templo; parece, más bien, una sala dada para el culto, como se deduce de la existencia en ella de lámparas y rollos de pergaminos como en las sinagogas. Los novios caminan hasta llegar frente a un alto atril (casi una cátedra), y esperan. Los demás, perfectamente en orden, se ponen detrás de ellos. Otros sacerdotes y gente simplemente curiosa se agolpan en el fondo de la sala.
Entra, solemne, el Sumo Sacerdote. Rumor de los curiosos:
-¿Es él el que los casa?
– Sí, porque es de casta real y sacerdotal. La novia es flor de David y Aarón, y virgen del Templo; el novio, de la tribu de
David.
El Pontífice pone la mano derecha de la novia en la del novio y los bendice solemnemente:
– El Dios de Abraham, Isaac y Jacob esté con vosotros. Que El os una y se cumpla en vosotros su bendición, dándoos su paz y una numerosa descendencia con larga vida y muerte beata en el seno de Abraham.
Luego se retira, solemne como había entrado.
Se lleva a cabo la promesa recíproca. María es la prometida-esposa de José.
Todos salen y, en perfecto orden, van a una sala, en la cual se redacta el contrato de matrimonio, donde se dice que María, hija heredera de Joaquín de David y Ana de Aarón, da como dote a su prometido-esposo su casa y bienes anejos y su ajuar personal así como cualquier otro bien heredado de su padre.
Todo queda cumplido.
Los esposos salen al patio, lo atraviesan, van hacia la salida, que está cerca de la sección de las mujeres dedicadas al Templo. Los está esperando un carro cómodo y voluminoso. Va provisto de una cortina protectora. En él ya están colocados los pesados baúles de María.
Despedidas, besos y lágrimas, bendiciones, consejos, recomendaciones… María sube con Isabel y se pone en el interior del carro; en la parte de delante se ponen José y Zacarías. Se han quitado los mantos de fiesta y se han arrollado en unas capas oscuras.
El carro se pone en marcha, al trote pesado de un caballazo oscuro. Los muros del Templo se alejan, y luego los de la ciudad. Ya se ve el campo, nuevo, fresco, florido bajo los primeros soles de la primavera, con los trigos ya alzados un buen palmo del suelo, que parecen esmeraldas transformadas en hojitas ondulantes bajo una brisa ligera con sabor a flores de melocotonero y manzano, con sabor a tréboles en flor y a hierbabuenas silvestres.
María llora en voz baja, al amparo de su velo, y, de vez en cuando, corre un poco la cortina y mira una vez más al Templo lejano, a la ciudad dejada…
La visión cesa así.
Dice Jesús:
-¿Qué dice el libro de la Sabiduría al cantar sus alabanzas?: «En la sabiduría está presente, efectivamente, el espíritu de inteligencia, santo, único, múltiple, sutil». Y continúa enumerando sus dotes, para terminar el período con estas palabras: «… que todo lo puede, todo lo prevé; que comprende a todos los espíritus, inteligente, puro, sutil. La sabiduría penetra con su pureza, es vapor de la virtud de Dios… por ello en ella no hay nada impuro… imagen de la bondad de Dios. Es única y, no obstante, lo puede todo; es inmutable y da vida nueva a todas las cosas; se comunica a las almas santas; forma a los amigos de Dios y a los profetas».
Ya has visto cómo José, no por cultura humana, sino por instrucción sobrenatural, sabe leer en el libro sellado de la Virgen sin mancha; y cómo se acerca extremamente a las verdades proféticas con ese su «ver» un misterio sobrehumano donde los demás veían únicamente una gran virtud. Impregnado de esta sabiduría, que es vapor de la virtud de Dios y emanación cierta del Omnipotente, se conduce con espíritu seguro por el mar de este misterio de gracia que es María, se armoniza con Ella con espirituales contactos — en que se hablan, más que los labios, los dos espíritus en el sagrado silencio de las almas — donde sólo Dios oye voces que perciben también los que le son gratos por servirle con fidelidad y por estar llenos de Él.
La sabiduría del Justo, que aumenta por la unión con la Toda Gracia y por la cercanía a Ella, le prepara a penetrar en los secretos más altos de Dios y a poderlos tutelar y defender de insidias humanas y demoníacas. Y contemporáneamente lo va renovando. Del justo hace un santo; del santo, el custodio de la Esposa y del Hijo de Dios.
Sin quitar el sello de Dios, él, el casto, que ahora lleva su castidad a heroísmo angélico, puede leer la palabra de fuego escrita sobre el diamante virginal por el dedo de Dios, y en él lee aquello que su prudencia no dice, y que es mucho más grande que lo que leyó Moisés en las tablas de piedra. Y a fin de que ningún ojo profano alcance este Misterio, él se pone, como sello sobre el sello, como arcángel de fuego, a la entrada del Paraíso, dentro del cual el Eterno encuentra sus delicias «paseando al fresco del atardecer» y hablando con Aquella que es su amor, bosque de azucena en flor, aura perfumada de aromas, viento suave de frescura matutina, hermosa estrella, delicia de Dios. La nueva Eva está allí, en su presencia. No es hueso de sus huesos ni carne de su carne; sí, compañera de su vida, Arca viva de Dios. Él la recibe para tutelarla, y a Dios debe restituírsela, pura como la ha recibido.
«Desposada con Dios» estaba escrito en ese libro místico de inmaculadas páginas… Y cuando la duda, sibilante, en la hora de la prueba, le sugirió su tormento, él, como hombre y como siervo de Dios, sufrió, como ninguno, por causa del temido sacrilegio. Pero ésta fue la prueba futura. Ahora, en este tiempo de gracia, él ve y se pone a sí mismo al servicio más auténtico de Dios. Luego vendrá la tempestad de la prueba, como para todos los santos, para ser probados y venir así a ser ayudantes de Dios.
¿Qué se lee en el Levítico? «Di a Aarón, tu hermano, que no entre en cualquier tiempo en el santuario que está detrás del Velo, ante el Propiciatorio que cubre al Arca, para no morir — pues Yo apareceré en la nube sobre el oráculo —, si no hace antes estas cosas: ofrecerá un novillo por el pecado y un carnero como holocausto; llevará la túnica de lino y con calzones de lino cubrirá su desnudez».
Y verdaderamente José entra, cuando Dios quiere y cuanto Dios quiere, en el santuario de Dios; y traspasa el velo que cela el Arca sobre la cual está suspendido el Espíritu de Dios; y se ofrece a sí mismo y ofrecerá al Cordero, holocausto por el pecado del mundo, expiación de tal pecado? Y esto lo hace, vestido de lino, mortificados los miembros viriles para abolir su sensualidad, la cual, una vez, al inicio de los tiempos, triunfó, lesionando el derecho de Dios sobre el hombre; mas ahora será conculcada en el Hijo, en la Madre y en el padre adoptivo, para restituir a los hombres a la Gracia y devolverle a Dios su derecho sobre el hombre. Esto lo hace con su castidad perpetua.
¿No estaba José en el Gólgota? ¿Os parece que no está en el número de los corredentores? En verdad os digo que fue el primero de ellos, y que grande es, por tanto, ante los ojos de Dios. Grande por el sacrificio, la paciencia, la constancia y la fe. ¿Qué fe será mayor que ésta, que creyó sin haber visto los milagros del Mesías?
Sea alabado mi padre adoptivo, ejemplo para vosotros de aquello que en vosotros más falta: pureza, fidelidad y perfecto amor. Gloria al magnífico lector del Libro sellado, que fue instruido por la Sabiduría para saber comprender los misterios de la Gracia y que fue elegido para tutelar la Salvación del mundo contra las insidias de todos los enemigos.