Canción de cuna de la Virgen.
28 de Noviembre de 1944.
Esta mañana he tenido un suave despertar. Estando aún entre las nieblas del sopor, oía una voz purísima cantar
dulcemente una calma canción de cuna. Parecía, por lo lenta y arcaica que era, una pastoral navideña. Yo seguía ese motivo y
esa voz, gozándome en ella cada vez más, recobrando la lucidez bajo su onda. Y la he recobrado y he comprendido. He dicho:
-¡Te saludo, María, llena de Gracia! (porque quien cantaba era Mamá). Ella, por su parte, después de decirme: – Yo también te saludo. ¡Ven y alégrate! – ha alzado la voz.
Y la he visto, en la casa de Belén, en la habitación que ocupa Ella, acunando a Jesús para dormirlo. En la estancia estaba el telar de María y unas labores de costura. Parecía que María hubiera dejado el trabajo para darle la leche al Niño, cambiarle los fajos, mejor, la ropa, porque era ya un niño de algunos meses, yo diría que seis u ocho al máximo; y parecía que tuviera intención de seguir trabajando una vez que el Niño se hubiera dormido.
Caía la tarde. El ocaso, ya casi cumplido, había sembrado el cielo sereno de vedijas de oro. Había rebaños que, paciendo las últimas hierbas de un prado florido, regresaban al aprisco, y balaban alzando el morrito.
El Niño tenía dificultad en dormirse; parecía un poco inquieto, como si estuviera incómodo por los dientes o por otra de esas cositas que dan molestias a los niños pequeños.
Escribí, como pude, el canto, en la penumbra de esa hora del amanecer, sobre un pedazo de papel. Ahora lo transcribo
aquí.
Nubecitas todas de oro — cuales greyes del Señor.
En el prado florecido — un rebaño mira allá.
Aun teniendo los rebaños — todos los que hay sobre la tierra
tú serías el corderito — que siempre querría más…
Duerme, duerme, duerme, duerme… No llores más…
Mil estrellas relucientes — contemplando desde el cielo. Esas tus pupilas dulces — no las hagas más llorar.
Y tus ojos de zafiro — astros de mi pecho son.
¡Y tu llanto es mi dolor! — ¡Oh, no, no, no llores más!…
Duerme, duerme, duerme, duerme… No llores más…
Ángeles resplandecientes — todos los del Paraíso
cual corona en torno a ti — por ver tu rostro, sonrientes. Y tú lloras, inocente — porque quieres a tu lado
que te arrulle tu Mamá — Nana, nana, nana, na…
Duerme, duerme, duerme, duerme… No llores más…
Pintará el cielo de rosa — la alborada que retorna y Mamá aún no reposa — porque tú no llores más.
Dirás «¡Mamá!» en despertando — «¡Hijo!» Ella te dirá; beso, amor y vida juntos — con la leche te dará…
Duerme, duerme, duerme, duerme… No llores más…
¿Cómo estar sin tu Mamá? — aunque soñaras el Cielo. ¡Ven! ¡Ven! ¡Ven! Bajo este velo — que dormir Ella te hará. Y mí pecho por almohada — y mis brazos como cuna.
¡Y no temas cosa alguna — que contigo estoy aquí!…
Duerme, duerme, duerme, duerme… No llores más…
Yo contigo estaré siempre — vida de mi corazón…
Ya duerme… Como una flor — reclinada sobre el pecho…
Ya duerme… ¡Chist! ¡Despacio! — Quizás ve a su Padre Santo… Su visión enjuga el llanto — de mi Jesús dulce amado…
Duerme ya, ya duerme, duerme y su llanto enjugado está…
Describir la gracia de la escena es imposible. Se trata sólo de una madre acunando a un pequeñuelo; ¡pero son esa Madre y ese Pequeñuelo! Por tanto, puede hacerse una idea de qué gracia, qué amor, qué pureza, qué Cielo hay en esta pequeña, grande, delicada escena que me regocija con su recuerdo, del cual, como confirmación, queda la melodía que repito para mis adentros, para podérsela cantar a usted; aunque yo no tengo la voz de plata purísima de María, la voz virginal de la Virgen… y pareceré un organillo que pierde aire. No importa, haré lo que pueda. ¡Qué hermosa pastoral para cantarla alrededor de la Cuna de Navidad!
La Madre, primero, estaba meciendo suavemente la cuna de madera; mas luego, viendo que Jesús todavía rebullía, se lo ha puesto junto a su cuello, sentada cerca de la ventana abierta — al lado, la cunita — y, con un vaivén ligero al ritmo de la melodía, ha repetido dos veces la nana, hasta que el pequeño Jesús ha cerrado sus ojitos, ha vuelto la cabecita apoyándola sobre el pecho materno y se ha dormido así, con la carita aplastada contra el calorcito de ese pecho, con una manita apoyada sobre un seno de su Mamá junto a su carrillito rosado, y la otra cayendo sobre el regazo materno. El velo de María daba sombra a la Criaturita santa.
Luego María se levantó con infinito cuidado y puso a su Jesús en la cunita, lo tapó con las sábanas, extendió un velo para protegerlo de las moscas y del aire, y se quedó contemplando a su Tesoro durmiente. Tenía una mano en el corazón; la otra, apoyada todavía en la cuna, preparada para mecerla si hubiera habido posibilidad de que se hubiera vuelto a despertar; y sonreía, dichosa, un poco inclinada hacia la cuna, mientras las sombras y el silencio descendían sobre la tierra e invadían la habitación virginal.
¡Qué paz! ¡Qué belleza! ¡Y yo me siento dichosa!
No es una visión grandiosa. Quizás, en el conjunto general de las otras, será considerada inútil, porque no revela nada de especial. Lo sé. Pero para mí es una auténtica gracia, y tal la considero porque hace apacible a mi espíritu; lo hace puro, amoroso, como si le hubieran recreado las manos de nuestra Madre. Somos «niños»… ¡Mejor así! Somos gratos a Jesús. Que la
gente, las personas doctas y complicadas, piensen lo que quieran; que nos llamen incluso «pueriles». Nosotros no pensamos en eso, ¿verdad?