Adoración de los Magos. Es «evangelio de la fe».
28 de Febrero de 1944.
Mi interno consejero me dice:
«A estas contemplaciones que vas a tener, que Yo te voy a manifestar, llámalas «evangelios de la fe», porque vendrán a ilustrarte a tí y a los demás el poder de la fe y de sus frutos, así como a confirmaros en la fe en Dios».
Veo Belén, pequeña y blanca, recogida como una parvada bajo la claridad de las estrellas. Dos calles principales la cortan en cruz: una, que llega desde fuera, y es la vía principal, que luego prosigue más allá del pueblo; la segunda va de un extremo a otro de éste, y ahí termina. Hay otras callecitas que dividen a este pueblecillo, pero sin la más mínima norma de planificación urbana como nosotros concebimos, sino adaptándose más bien al terreno sinuoso y a las casas que han ido surgiendo aquí o allá, según el capricho del suelo o del constructor. Estando unas hacia la derecha, otras hacia la izquierda, algunas formando arista con la calle que pasa por ellas, estas casas obligan a las calles a ser como una cinta que se desenrede tortuosamente, en vez de algo rectilíneo que vaya de una a otra parte sin desviarse. Una placita de vez en cuando, o bien por un mercado, o bien por una fuente, o porque se ha construido arbitrariamente sin criterio: restos de suelo al sesgo en que no es posible ya construir nada.
En el punto en que de forma particular me parece estar, hay precisamente una de estas placitas irregulares. Debería haber sido cuadrada, o, al menos, rectangular; sin embargo ha resultado un trapecio tan extraño que parece un triángulo acutángulo con el vértice truncado. En el lado más largo — la base del triángulo — hay una construcción ancha y baja, la más grande del pueblo. La rodea un muro liso y desnudo, abierto sólo en dos puntos: dos puertas, que ahora están perfectamente cerradas. Al otro lado del muro, sin embargo, en su vasto cuadrado, se abren en el primer piso muchas ventanas; en la planta baja hay unos pórticos que rodean a unos patios que tienen paja y detritos en el suelo y sus correspondientes pilones para abrevar a los caballos o a otros animales. En las toscas columnas de las arcadas hay unas argollas para atar a los animales, y, en uno de los lados, existe un vasto cobertizo para cobijar a rebaños y cabalgaduras. Comprendo que se trata de la posada de Belén.
En los otros dos lados iguales de la placita hay casas más o menos grandes, unas con un poco de huerto delante, otras no; efectivamente, algunas de ellas tienen la fachada hacia la plaza, mientras que otras, por el contrario, la parte de atrás. Finalmente, en el lado más corto, de frente a la posada, hay una única casita con una escalerita externa que introduce a mitad de la fachada en las habitaciones del piso habitado. Todas las casas están cerradas porque es de noche. No hay nadie por las calles, dada la hora.
Veo intensificarse la luz nocturna que llueve del cielo lleno de estrellas, hermosísimas en el cielo oriental, tan vivas y grandes que parecen cercanas y se ve fácil llegarse a donde esas flores resplandecientes que están en el terciopelo del firmamento, y tocarlas. Levanto la mirada para tratar de comprender el origen de este aumento de luz… Una estrella, cuyo insólito tamaño le hace asemejarse a una pequeña Luna, avanza por el cielo de Belén. Las otras parecen eclipsarse y apartarse, cual siervas al paso de su reina, pues el resplandor es tan grande que las sumerge y las anula. Su globo, que parece un enorme zafiro pálido encendido internamente por un Sol, va dejando una estela en la que con el predominante color del zafiro claro se funden los amarillos de los topacios, los verdes de las esmeraldas, los opalescentes de los ópalos, los sanguíneos destellos de los rubíes y el delicado titilar de las amatistas. Todas las piedras preciosas de la Tierra están presentes en esa estela que barre el cielo con un movimiento veloz y ondulante, como si estuviera viva. El color que predomina, no obstante, es el que emana del globo de la estrella: el paradisíaco color de pálido zafiro que desciende a colorar de plata azul las casas, las calles, el suelo de Belén, cuna del Salvador. No es ya esa pobre villa que para nosotros no sería ni siquiera un pueblo; es una villa fantástica de fábula, en que todo es de plata, y el agua de las fuentes y de los pilones es de diamante líquido.
El efluvio de resplandor se hace más vivo. La estrella se detiene encima de la casita que está situada en el lado más corto de la plazuela. Ni los que en aquélla habitan ni los betlemitas la ven, pues están durmiendo en sus casas cerradas. Pero la estrella acelera sus latidos de luz; su cola vibra y ondula más intensamente trazando ca-
si semicírculos en el cielo, que se ilumina todo por la red de astros que la estrella arrastra, por esta red llena de joyas resplandecientes que tiñen de los más hermosos colores a las otras estrellas, casi como si les transmitieran una palabra de alegría.
La casita ahora está toda bañada de este fuego líquido de gemas. El techo de la breve terraza, la escalerita de piedra oscura, la pequeña puerta… todo es como un bloque de pura plata sembrado todo de polvo de diamantes y perlas. Ningún palacio de la Tierra ha tenido jamás, ni la tendrá, una escalera como ésta, hecha para recibir el paso de los ángeles, para ser usada por la Madre que es Madre de Dios; sus pequeños pies de Virgen Inmaculada pueden apoyarse sobre ese cándido esplendor, esos sus pequeños pies destinados a descansar sobre los escalones del trono de Dios. Y, sin embargo, la Virgen está ajena de ello; Ella vela orante junto a la cuna de su Hijo. En su alma tiene resplandores que superan a éstos con que la estrella embellece las cosas.
Por la calle principal avanza una caravana. Caballos enjaezados, caballos guiados de las riendas, dromedarios y camellos montados o que transportan su carga. El sonido de los cascos produce un rumor como el del agua de un torrente cuando roza las piedras y choca contra ellas. Llegados a la plaza, todos se detienen. La caravana, bajo la luz radiante de la estrella, tiene un
esplendor fantástico. Los jaeces de las riquísimas cabalgaduras, los indumentos de sus jinetes, las caras, los equipajes… todo resplandece, uniendo y avivando su brillo de metal, de cuero, de seda, de piedras preciosas, de pelaje… con el brillo estelar. Y los ojos relucen, y ríen las bocas, porque en los corazones se ha encendido otro fulgor: el de una alegría sobrenatural.
Mientras los siervos se encaminan hacia la posada con los animales, tres de la caravana se bajan de sus respectivas cabalgaduras; un siervo las conduce inmediatamente a otra parte, y ellos, a pie, se dirigen hacia la casa. Se postran, rostro en tierra, para besar el suelo. Son tres potentados, a juzgar por sus riquísimas vestiduras. Uno de ellos, de piel muy oscura, que se ha bajado de un camello, se arropa con una toga de cándida seda esplendente; ciñen su frente y su cintura preciosos aros; del de la cintura pende un puñal o una espada, cuya empuñadura está cuajada de gemas. Los otros dos, que montaban espléndidos caballos, están vestidos así: uno, de paño de rayas bellísimo en que predomina el color amarillo, elaborado a manera de dominó, largo, ornado con capucha y cordón, tan recamados que parecen una única labor de filigrana de oro; el otro lleva una camisa sedeña, que, formando bolsas, sobresale del pantalón amplio y largo ceñido a los pies, y va envuelto en un finísimo chal, tan ornado todo él de flores y tan vivas éstas, que asemeja a un jardín florido, y lleva en la cabeza un turbante sujetado por una cadenita, toda ella con engastes de diamantes.
Tras haber venerado la casa en que está el Salvador, se ponen de nuevo en pie y se dirigen a la posada, ya abierta a los pajes que se habían adelantado para llamar a la puerta.
Y aquí cesa la visión. «Tres horas después vuelve: es la escena de la adoración de los Magos a Jesús.
Ahora es de día. Un hermoso sol resplandece en el cielo de la tarde. Un paje de los tres Magos cruza la plaza y sube la escalerita de la casa. Entra. Vuelve a salir. Regresa a la posada.
Salen los tres Sabios, cada uno seguido de su propio paje. Atraviesan la plaza. Los escasos transeúntes se vuelven a mirar a estos pomposos personajes que pasan muy lentamente, con solemnidad. Entre cuando el paje ha entrado y la entrada de éstos, ha transcurrido ampliamente un cuarto de hora; los habitantes de la casita así han podido prepararse para recibir a los que llegan.
Los tres están vestidos aún más ricamente que la noche precedente. Las sedas resplandecen, las gemas brillan, un gran penacho de preciosas plumas, sembrado de escamas aún más preciosas, ondula trémulo e irradia destellos sobre la cabeza del que lleva el turbante.
Los pajes llevan: uno, un cofre todo taraceado, cuyos refuerzos metálicos son de oro burilado; el segundo, una labradísima copa, cubierta por una aún más labrada tapa, toda de oro; el tercero, una especie de ánfora ancha y baja, también de oro, cubierta con una tapa en forma de pirámide en cuyo vértice hay un brillante. Debe pesar, pues los pajes lo llevan con esfuerzo, especialmente el del cofre.
Suben por la escalera y entran. Entran en una habitación que va de la parte de la calle al dorso de la casa. Por una ventana abierta al sol, se ve el huertecillo posterior. Hay puertas en las otras dos paredes; desde ellas los propietarios curiosean. Éstos son: un hombre, una mujer y, entre jovencitos y niños, tres o cuatro.
María está sentada con José, en pie, a su lado. Tiene al Niño en su regazo. No obstante, cuando ve entrar a los tres Magos, se levanta y hace una reverencia. Está toda vestida de blanco. ¡Qué hermosa, con su sencillo vestido blanco que la cubre desde la base del cuello hasta los pies, desde los hombros hasta sus delgadas muñecas; qué hermosa, con su cabeza pequeña coronada de trenzas rubias, con ese rostro suyo más vivamente rosado por la emoción, con esos ojos que sonríen dulcemente, con esa su boca que se abre para saludar diciendo: «Dios sea con vosotros»! Tanto es así, que los tres Magos, impresionados, se detienen un instante. Pero luego caminan otro poco y se postran a sus pies. Y le ruegan que se siente.
Ellos no, no se sientan, a pesar de los ruegos de Ella; permanecen de rodillas, relajados sobre los talones. Detrás, también de rodillas, los tres pajes; se han detenido apenas traspasado el umbral de la puerta, han depositado delante de ellos los tres objetos que llevaban y están esperando.
Los tres Sabios contemplan al Niño, que creo que puede tener de nueve meses a un año, pues su aspecto es muy vivaz y pujante; está sentado sobre el regazo de su Mamá, y sonríe y balbucea con una vocecita de pajarillo. Está vestido todo de blanco como su Mamá; en sus diminutos piececitos, unas pequeñas sandalias. Es un vestidito muy sencillo: una tuniquita de la que sobresalen los bonitos piececitos inquietos y las manitas gorditas que querrían agarrar todas las cosas, y, sobre todo, la lindísima carita en que brillan los ojos azul oscuros y la boca hace hoyitos a los lados riendo y descubriendo los primeros dientecitos diminutos. Los ricitos de Jesús son tan lúcidos y vaporosos, que parecen polvo de oro.
El más anciano de los Sabios toma la palabra en nombre de los tres, para explicarle a María que durante una noche del pasado diciembre vieron encenderse una nueva estrella en el cielo, de inusitado esplendor. Jamás las cartas del cielo habían registrado ese astro, jamás lo habían mencionado. No se conocía su nombre, porque no lo tenía. Nacida, entonces, del seno de Dios, esa estrella había brillado para manifestar a los hombres una bendita verdad, un secreto de Dios. Pero los hombres no le habían prestado atención, porque tenían hundida el alma en el fango; no alzaban la mirada hacia Dios y no sabían leer las palabras que Él escribe — alabado sea eternamente por ello — con astros de fuego en la bóveda del cielo.
Ellos la habían visto y se habían esforzado por entender su voz. Y, perdiendo contentos el poco sueño que concedían a sus miembros, y aun olvidándose del alimento, se habían sumido en el estudio del zodiaco; las conjunciones de los astros, el tiempo, la estación, el cálculo de las horas pasadas y de las combinaciones astronómicas les habían dicho el nombre y el secreto de la estrella. Su nombre: «Mesías»; su secreto: «ser el Mesías venido al mundo». Y se habían puesto en camino para adorarlo. Cada uno de ellos sin que los otros lo supieran. Por montes y desiertos, por valles y ríos, viajando incluso durante la noche, habían venido hacia Palestina, porque la estrella se movía en esa dirección. Para cada uno de ellos, desde tres puntos distintos de la tierra, se movía en esa dirección. Se habían encontrado después del Mar Muerto. La voluntad de Dios los había reunido allí, y juntos habían continuado, comprendiéndose a pesar de que cada uno hablaba su propia lengua, y comprendiendo y pudiendo hablar la lengua del país por un milagro del Eterno.
Juntos se habían dirigido a Jerusalén, dado que el Mesías debía ser el Rey de esta ciudad, el Rey de los judíos; pero en el cielo de esa ciudad la estrella se había ocultado, sintiendo ellos rompérseles de dolor el corazón, y se habían examinado para saber si quizás se hubieran hecho indignos de Dios. Pero, habiéndolos tranquilizado su conciencia, fueron a donde el rey Herodes para preguntarle en qué palacio había nacido el Rey de los judíos que ellos habían venido a adorar. El rey, convocados los príncipes de los sacerdotes y los escribas, había interrogado acerca del lugar en que podía nacer el Mesías, a lo que éstos habían respondido: «En Belén de Judá».
Y habían venido hacia Belén. La estrella, dejada ya la Ciudad santa, había aparecido de nuevo ante sus ojos, y, de noche, el día anterior había aumentado sus resplandores: el cielo todo era un fuego; luego se había parado sobre esta casa, reuniendo toda la luz de las otras estrellas en su haz luminoso. Así, habían comprendido que ahí estaba el Nacido divino. Y ahora lo estaban adorando, ofreciendo sus pobres presentes y, sobre todo, su propio corazón, el cual jamás cesaría de bendecir a Dios por la gracia concedida y de amar a su Hijo, cuya santa Humanidad estaban viendo. Luego volverían a informar al rey Herodes, pues también él deseaba adorarlo.
-Este es el oro que a todo rey corresponde poseer; esto, el incienso, como corresponde a Dios; y esto, ¡oh Madre!, esto es la mirra, porque tu Hijo es, además de Dios, Hombre, y habrá de conocer, de la carne y de la vida humana, la amargura y la inevitable ley de la muerte. Nuestro amor quisiera no pronunciar estas palabras y concebirlo eterno también en la carne como eterno es su Espíritu. Pero, ¡oh Mujer!, si nuestros mapas, y, sobre todo, nuestras almas, no yerran, Él es, este Hijo tuyo, el Salvador, el Cristo de Dios, y, por tanto, deberá, para salvar a la Tierra, cargar sobre sí mismo el peso del mal de la Tierra, uno de cuyos castigos es la muerte. Esta resina es para esa hora, para que la carne santa no conozca la podredumbre de la corrupción y conserve la integridad hasta su resurrección. ¡Y que por este presente nuestro Él se acuerde de nosotros y salve a sus siervos dándoles su Reino! – De momento — añade — Ella, la Madre, para ser santificados por Él, dé su Niño a nuestro amor, para que, besando sus pies, descienda sobre nosotros la bendición celeste.
María, que ha superado la turbación suscitada por las palabras del Sabio y ha celado la tristeza de la fúnebre evocación bajo una sonrisa, ofrece el Niño. Lo deposita en los brazos del más anciano, que lo besa — y Jesús lo acaricia — y luego lo pasa a los otros dos.
Jesús sonríe y juguetea con las cadenitas y las cintas de los indumentos de los tres, y mira con curiosidad el cofre abierto, lleno de una cosa amarilla que brilla, y ríe al ver que el sol hace un arco iris al herir el brillante de la tapa de la mirra.
Los tres Magos devuelven el Niño a María y se levantan. También se pone en pie María. Inclinan mutuamente la cabeza en gesto de reverencia. Antes el más joven había dado una orden al siervo y éste había salido. Los tres siguen hablando todavía un poco. No saben decidirse a separarse de esa casa. Lágrimas de emoción en sus ojos… Al final se dirigen hacia la salida acompañados por María y José.
El Niño ha querido bajar y darle la manita al más anciano de los tres, y anda así, de la mano de María y del Sabio, los cuales se inclinan para tenerlo de la mano. Jesús, con su pasito todavía inseguro; de infante, ríe, golpeando con sus piececitos sobre la franja que el sol dibuja en el suelo.
Llegados al umbral de la puerta — téngase presente que la habitación tenía la misma largura de la casa — los tres se despiden arrodillándose una vez más y besando los piececitos de Jesús. María, inclinada hacía el Pequeñuelo, le toma la manita y la guía y hace así ésta un gesto de bendición sobre la cabeza de cada uno de los Magos. Es éste ya un signo de cruz trazado por los pequeños dedos de Jesús, guiados por María.
Tras ello, los tres bajan la escalera. La caravana ya está ahí esperando preparada. Los bullones de las cabalgaduras reflejan el Sol del ocaso. La gente se ha agolpado en la placita para ver este insólito espectáculo.
Jesús ríe dando palmadas con sus manitas. Su Mamá lo ha alzado y lo ha apoyado en el ancho parapeto que limita el descansillo, y lo tiene con un brazo sujeto contra su pecho para que no se caiga. José, que ha bajado con los tres Magos, sujeta a cada uno de ellos el estribo al subirse éstos a los caballos o al camello.
Ya todos, siervos y señores, están a caballo. Se da orden de marcha. Los tres, como último saludo, se inclinan hasta tocar el cuello de la cabalgadura. José hace una reverencia. María también, volviendo a guiar la manita de Jesús en un gesto de adiós y bendición.
Dice Jesús:
-¿Y ahora? ¿Qué deciros ahora, almas que sentís morir la fe? Estos Sabios de Oriente no disponían de nada que los confirmara en la verdad; nada sobrenatural. Sólo tenían el cálculo astronómico y la propia reflexión perfeccionada por una vida íntegra. Y, con todo, tuvieron fe. Fe en todo: fe en la ciencia, fe en la conciencia, fe en la bondad divina.
En la ciencia, en cuanto que creyeron en el signo de la estrella nueva, que no podía sino ser «ésa», la que la humanidad desde hacía siglos estaba esperando: el Mesías. En la conciencia, en cuanto que tuvieron fe en la voz de la misma, la cual, recibiendo «voces» celestes, les decía: «Esa estrella es la que signa la venida del Mesías». En la bondad, en cuanto que tuvieron fe en que Dios no los engañaría, y en que, dado que su intención era recta, los ayudaría en todos los modos para alcanzar el objetivo.
Y lo lograron. Sólo ellos, entre tantos otros estudiosos de los signos, comprendieron ese signo, porque sólo ellos tenían en el alma el ansia de conocer las palabras de Dios con un fin recto, cuyo principal pensamiento consistía en dar enseguida a Dios honor y gloria.
No buscaban el provecho personal. Antes bien, les esperaban dificultades y gastos, y no piden compensación humana alguna. Piden solamente que Dios se acuerde de ellos y los salve para la eternidad.
De la misma forma que su pensamiento no está puesto en ninguna compensación humana posterior, tampoco tienen, cuando deciden el viaje, ninguna preocupación humana. Vosotros habríais hecho mil cavilaciones: «¿Cómo me las voy a arreglar para hacer un viaje tan largo por países y entre gentes de lenguas distintas? ¿Me van a creer, o, por el contrario, me encarcelarán por espía? ¿Qué ayuda me van a ofrecer cuando tenga que pasar desiertos, ríos, montes? ¿Y el calor? ¿Y el viento
de los altiplanos? ¿Y las fiebres pantanosas de las zonas palúdicas? ¿Y las riadas dilatadas por las lluvias? ¿Y las comidas distintas? ¿Y el lenguaje distinto? Y… y.. y». Así razonáis vosotros. Ellos no razonan así. Dicen, con sincera y santa audacia: «Tú, ¡oh Dios!, lees nuestro corazón y ves qué fin perseguimos. Nos ponemos en tus manos. Concédenos la sobrehumana alegría de adorar a tu Segunda Persona hecha Carne para la salud del mundo».
Ello es suficiente. Se ponen en camino desde las lejanas Indias. (Jesús me dice luego que con ‘Indias» quiere decir Asia meridional, donde ahora están Turquestán, Afganistán y Persia). Se ponen en camino desde las cadenas montañosas mongólicas, en cuyo espacio se mueven, libérrimos, sólo águilas y buitres, donde Dios habla con el fragor de los vientos y de los torrentes y escribe palabras de misterio en las inmensas páginas de los neveros. Se ponen en camino desde las tierras en que nace el Nilo, y discurre, vena verde-azul, hacia el corazón azul del Mediterráneo. Ni picos, ni zonas selvosas, ni arenas — océanos secos y más peligrosos que los marinos — detienen su paso. Y la estrella brilla sobre sus noches, negándoles el sueño. Cuando se busca a Dios, los hábitos animales deben ceder ante los anhelos impacientes y las necesidades suprahumanas.
Reciben la estrella desde septentrión, desde oriente y desde meridión, y, por un milagro de Dios, avanza para los tres hacia un punto; como también, por otro milagro, los reúne tras muchas millas en ese punto; y, por otro, les da, anticipando la sabiduría pentecostal, el don de entenderse y de hacerse entender como en el Paraíso, donde se habla una sola lengua: la de Dios.
Sólo un momento de turbación los sobrecoge: cuando la estrella desaparece. Ellos — humildes porque eran realmente grandes — no piensan que ello sea debido a la maldad de los demás — no habiendo merecido ver la estrella de Dios los hombres corrompidos de Jerusalén —, sino que piensan que ellos son los que se han hecho indignos de Dios, y se examinan con temblor y con contrición ya preparada para pedir perdón.
Mas su conciencia los tranquiliza. Habituadas sus almas a la meditación, tenían una conciencia sensibilísima, afinada por una atención constante, por una aguda introspección, que había hecho de su interior un espejo en que se reflejaban las más ligeras sombras de los hechos cotidianos. Habían hecho de su conciencia una maestra, una voz que los advertía y les gritaba ante la más pequeña, no digo falta, sino mirada a la falta, a lo que es humano, a la complacencia de lo que es yo. Y por eso, cuando se ponen frente a esta maestra, frente a este espejo severo y nítido, saben que no les mentirá. Los tranquiliza y recobran el vigor.
«¡Oh, qué dulce el sentir que en nosotros no hay nada que sea contrario a Dios; sentir que Él mira con complacencia al corazón del hijo fiel y lo bendice! Este sentir produce aumento de fe y confianza, y esperanza y fortaleza y paciencia. Es momento de tempestad, mas ésta pasará, porque Dios me ama y sabe que le amo, y me seguirá ayudando»: esto dicen quienes poseen esa paz que procede de una conciencia recta, reina de todas sus acciones.
He dicho que eran «humildes porque eran realmente grandes». ¿En vuestras vidas, sin embargo, qué sucede? Que uno, no porque sea grande, sino por su mayor despotismo — y se hace poderoso por su despotismo y por vuestra necia idolatría —, no es jamás humilde. Existen pobres desgraciados que, por el solo hecho de ser mayordomos de un déspota, conserjes en algún organismo, funcionarios de un arrabal — a fin de cuentas al servicio de quien los ha hecho lo que son — se dan aires de semidioses. ¡Bueno, pues dan pena!…
Ellos, los tres Sabios, eran realmente grandes, en primer lugar por virtudes sobrenaturales, en segundo lugar, por ciencia, y, por último, por riqueza. Y no obstante se sienten nada: polvo sobre el polvo de la tierra, respecto al Dios altísimo, que crea los mundos con una sonrisa suya, y los esparce como granos de trigo para saciar los ojos de los ángeles con collares hechos de estrellas.
Se sienten nada respecto al Dios altísimo que ha creado el planeta en que viven, y que lo ha hecho variado, colocando, cual Escultor infinito de obras inmensas, aquí, con un toque de su pulgar, una corona de suaves colinas, allá una cadena de cumbres y de picos semejantes a vértebras de la tierra; de este cuerpo desmesurado cuyas venas son los ríos; pelvis, los lagos; corazones, los océanos; vestiduras, los bosques; velos, las nubes; ornatos, los glaciares de cristal; gemas, las turquesas y las esmeraldas, los ópalos y los berilos de todas las aguas que cantan, con las selvas y los vientos, el gran coro de alabanzas a su Señor.
Se sienten nada en su sabiduría respecto al Dios altísimo de quien les viene y que les ha dado ojos más potentes que esas dos pupilas por las que ven las cosas: ojos del alma que saben leer en las cosas esa palabra no escrita por mano humana, sino grabada por el pensamiento de Dios.
Se sienten nada en su riqueza: átomo respecto a la riqueza del Posesor del universo, que disemina metales y gemas en los astros y planetas, y riquezas sobrenaturales, inagotables riquezas, en el corazón de aquel que le ama.
Y, llegados ante una pobre casa de la más mísera de las ciudades de Judá, no menean la cabeza diciendo: «Imposible», sino que se inclinan reverentes, se arrodillan, sobre todo con el corazón, y adoran. Ahí, detrás de esas paredes, está Dios; ese Dios que siempre invocaron, sin atreverse, ni por asomo, a esperar que podrían verlo. Le invocaron, más bien, por el bien de toda la humanidad, por «su propio» bien eterno. ¡Ah, sólo esto soñaban para ellos: poder verlo, conocer, poseerlo en la vida que no conocerá ni alboradas ni ocasos!
Él está ahí, tras esas pobres paredes. ¿Quién sabe si, quizás, su corazón de Niño, que es el corazón de un Dios, no siente estos tres corazones que vueltos hacia el polvo del camino tintinean: «Santo, Santo, Santo. Bendito el Señor, Dios nuestro. Gloria a Él en los Cielos altísimos, y paz a sus siervos. Gloria, gloria, gloria y bendición»? Ellos se lo preguntan con temblor de amor. Y, durante toda la noche y la mañana siguiente preparan, con la más viva oración, su espíritu para la comunión con el Dios-Niño.
No se dirigen a este altar — regazo virginal sobre el que está la Hostia divina — como hacéis vosotros, o sea, con el alma llena de preocupaciones humanas. Se olvidan del sueño y de la comida, toman las vestiduras más bellas — no por humana ostentación, sino por honrar al Rey de los reyes —. En los palacios de los soberanos, los dignatarios entran con las vestiduras más bellas; ¿no debían, acaso, ellos ir a donde este Rey con sus indumentos de fiesta? ¿Y qué fiesta mayor que ésta para ellos?
En sus lejanas patrias, muchas veces tuvieron que ataviarse elegantemente por otros hombres de su mismo rango; para festejarlos u honrarlos. Era justo, pues, humillar ante los pies del Rey supremo púrpuras y joyas, sedas y plumas preciosas. Era justo poner a sus pies, ante sus delicados piececitos, las telas de la Tierra, las gemas de la Tierra, plumajes, metales de la Tierra, para que estas cosas de la Tierra — son obras suyas — adorasen también a su Creador. Y se hubieran sentido felices si la Criaturita les hubiera ordenado que se extendieran en el suelo haciendo una alfombra viva para sus pasitos de Niño, y los hubiera pisado, Él, que había dejado las estrellas por ellos, que sólo eran polvo, polvo, polvo…
Eran humildes y generosos, y obedientes a las «voces» que venían de lo Alto. Tales «voces» ordenan llevar presentes al Rey recién nacido. Y ellos llevan los presentes. No dicen: «Es rico y por tanto no lo necesita. Es Dios y por tanto no conocerá la muerte». Obedecen. Y son ellos los primeros en ayudar al Salvador en su pobreza. Y ¡qué providente era ese oro para quien en un futuro próximo sería un fugitivo!, ¡cuánto significado tenía esa resina para quien a no tardar sería matado!, ¡qué pío ese incienso para quien había de sentir el hedor de las lujurias humanas en ebullición en torno a su pureza infinita!
Humildes, generosos, obedientes, respetuosos unos con otros. Las virtudes engendran siempre otras virtudes. De las virtudes orientadas a Dios proceden las virtudes orientadas al prójimo. Respeto, que a fin de cuentas es caridad. Defieren al más anciano hablar por los tres, y ser el primero en recibir el beso del Salvador y en llevarlo de la mano. Los otros podrán volverlo a ver, pero él no. Es viejo. Cercano está ya su día de regreso a Dios. A este Cristo lo verá, tras su espantosa muerte, y lo seguirá por la estela de los salvados en el regreso al Cielo, mas no lo volverá a ver en esta Tierra. Quédele, pues, como viático, el calorcito de esta diminuta mano que se abandona en la suya ya rugosa.
Y los demás no tuvieron ninguna envidia del sabio anciano; antes bien, aumentó su veneración por él: en efecto, había merecido más que ellos y durante más tiempo. El Dios-Infante esto lo sabía. La Palabra del Padre todavía no hablaba, pero su acto era ya palabra. ¡Bendita sea esta palabra suya, inocente, que designa a éste como su predilecto!
Mas hay, todavía, hijos, otras dos enseñanzas en esta visión.
Cómo José sabe estar dignamente en «su» puesto. Está presente como custodio y tutor de la Pureza y de la Santidad, pero sin usurpar sus derechos. María, con su Jesús, es quien recibe dones y palabras; José exulta por Ella y no se siente herido de ser una figura secundaria. José es un justo, es el Justo, y es justo siempre, y en este momento también lo es. No se embriaga con los vapores de la fiesta.
Permanece humilde, justo.
Se alegra de esos regalos. No por él mismo, sino pensando que con ellos va a poder hacerles más cómoda la vida a su Esposa y a su dulce Niño. En José no hay avaricia. Es un trabajador y va a seguir trabajando; pero otra cosa es que «Ellos», sus dos amores, puedan vivir con desahogo y comodidad. Ni él ni los Magos saben que esos regalos van a ser útiles para una fuga, para una vida en el exilio (en las que los haberes se disipan como una nube bajo la acción del viento), y para regresar a la patria, tras haber perdido todo: clientes, mobiliario, enseres; sólo con las paredes de la casa, que Dios la protegería porque en ese lugar Él se había unido a la Virgen y se había hecho Carne.
José es humilde — él, que es custodio de Dios y de la Madre de Dios y Esposa del Altísimo — hasta el punto de sujetar el estribo a estos vasallos de Dios. Es un pobre carpintero, debido a que el despotismo humano ha despojado a los herederos de David de sus regios haberes, pero sigue siendo de estirpe real y posee rasgos de rey. De él hay que decir también: «Era humilde porque era realmente grande».
Ultima, delicada, indicativa enseñanza.
Es María quien toma la mano de Jesús, que todavía no sabe bendecir, y la guía en el gesto santo.
Es siempre María la que toma la mano de Jesús y la guía. Y ahora sucede lo mismo. Ahora Jesús sabe bendecir, pero a veces su mano traspasada cae cansada y desesperanzada porque sabe que es inútil bendecir. Vosotros destruís mi bendición. Cae también indignada, porque vosotros me maldecís. Y entonces es María la que retira el desdén de esta mano besándola. ¡Oh, el beso de mi Madre! ¿Quién podría resistir a ese beso? Luego toma con sus finos dedos — finos, pero ¡cuan amorosamente imperiosos! — mi muñeca, y me fuerza a bendecir.
No puedo decir que no a mi Madre. Pero tenéis que ir a Ella para hacerla Abogada vuestra. Ella es mi Reina antes de ser vuestra Reina, y su amor por vosotros guarda indulgencias que ni siquiera el mío conoce. Y Ella, incluso sin palabras, sólo con las perlas de su llanto y con el recuerdo de mi Cruz — cuyo signo me hace trazar en el aire — toma la defensa de vuestra causa recordándome: «Eres el Salvador. Salva».
He aquí, hijos, el «evangelio de la fe» en la aparición de la escena de los Magos. Meditad e imitad, para bien vuestro.