María Stma. y Juan en los lugares de la Pasión.
Rompe el alba. Es una clara alba de verano. María, junto con el fiel Juan, sale de la casita del Getsemaní y camina con paso diligente por el olivar silencioso y desierto. Sólo algún canto de pájaro y el piar de los polluelos en los nidos rompen el gran silencio del lugar. María se dirige, con paso seguro, hacia la roca de la Agonía. Se arrodilla contra ella, pone su beso en los lugares donde algunas estrechas fisuras de la roca muestran todavía huellas de color rojo-óxido, vestigios de la Sangre de Jesús que penetró en las fisuras y allí se coaguló; las acaricia como si acariciara todavía a su Hijo o a una parte de Él. Juan, detrás de Ella, en pie, la observa y llora en silencio, secándose rápidamente los ojos cuando María hace ademán de alzarse; es más, la ayuda a levantarse, y lo hace con gran amor, veneración y piedad. María ahora baja hacia la explanada donde fue apresado Jesús. También ahí se arrodilla, y se agacha para besar la tierra. Pero antes le ha preguntado a Juan: -¿Es justo éste el sitio del beso horrendo e infame que contaminó este lugar más que lo que ensució el Paraíso terrenal el coloquio sucio y corruptor de la serpiente con Eva? Luego se levanta y dice: -Pero yo no soy Eva. Yo soy la Mujer del Ave. He trocado las cosas. Eva arrojó al sucio barro lo que era cosa del Cielo; yo he aceptado todo: incomprensiones, críticas, sospechas, dolores -¡cuántos dolores y de cuántas clases antes del dolor supremo!- para sacar del sucio barro aquello que Eva y Adán a él habían arrojado, y levantarlo de nuevo hacia el Cielo. A mí no me ha podido hablar el demonio, aunque lo haya intentado, como lo intentó con el Hijo mío para destruir definitivamente el plan redentor. Conmigo no pudo hablar porque cerré los oídos a su voz y los ojos a su vista, y, sobre todo, cerré mi corazón y mi espíritu contra todo asalto de lo que no era santo y puro. Mi yo límpido, pero resistente a toda melladura, como puro diamante, se abrió sólo al Ángel anunciador. Mis oídos escucharon sólo esa voz espiritual, y así he reparado, reedificado aquello que Eva había lesionado y destruido. Soy la Mujer del Ave y del Fiat. He restablecido el orden que Eva había trastornado. Y ahora puedo borrar y lavar con mi beso y mi llanto la huella de ese beso maldito y de ese emponzoñamiento, el mayor de todos, porque no fue obra de una criatura hacia otra, sino de una criatura hacia su Maestro y Amigo, hacia su Creador y Dios. Luego se dirige a la cancilla. Juan abre. Salen juntos del Getsemaní. Bajan al Cedrón, cruzan el puentecillo, y también allí María se arrodilla para besar el rústico guardalado del puente, en el punto en que contra él cayó su Hijo. Dice: -Me es sagrado todo lugar donde Él padeció los supremos dolores y ultrajes. Quisiera tener todo en mi casa. ¡Pero no todo se puede tener! Suspira. Luego añade: -Vamos rápidamente. Antes de que la gente se ponga en movimiento. Y, junto con Juan, reanuda el camino. No entra en la ciudad. Bordea el Valle de Hinnón y las cavernas donde viven los leprosos. Alza los ojos hacia esos antros de dolor. Hace una seña a Juan, quien inmediatamente dispone encima de una piedra unos alimentos que llevaba en una bolsa mientras lanza un grito de llamada. Algunos leprosos se asoman y se acercan a la piedra. Dan las gracias, pero ninguno pide curación. María observa esto y dice: -Saben que Él ya no está, y, como están profundamente perturbados por su horrenda Muerte, ya no saben tener fe en Él y en sus discípulos. ¡Dos veces desdichados! ¡Dos veces leprosos! ¿Dos? No, totalmente desdichados, leprosos, muertos. En la Tierra y en el otro mundo. -¿Quieres que intente hablar con ellos, Madre? -¡Es inútil! Lo intentaron Pedro, Judas de Alfeo, Simón Zelote… Y se burlaron de ellos. Vino María de Lázaro, que siempre los socorre en memoria de Jesús, y también se rieron de ella. También vino Lázaro, con José y Nicodemo, para, hablándoles de su resurrección por obra de Jesús después de cuatro días de sepulcro, y de la del Hombre Dios por su propio poder, y de la Ascensión de Jesús, convencerlos de que Él era el Cristo. Fue todo inútil. Respondieron: «Son mentiras. Los que saben la verdad dicen que son mentiras». -Y estos últimos son los fariseos y los sacerdotes, seguro. Son ellos los que trabajan para destruir la fe en Él. ¡Estoy seguro de que son ellos! -Puede ser, Juan. Lo cierto es que los leprosos que no se convirtieron antes, ni siquiera ante los milagros de Jesús, ya no se convertirán. Nunca. Son signo y símbolo de todos los que, a lo largo de los siglos, no se convertirán al Cristo y serán, por libre voluntad, leprosos de pecado y estarán muertos a la Gracia que es Vida; símbolo de todos aquellos por los que Él inútilmente murió… ¡y de esa manera!… – y llora, serenamente, sin sollozos, pero con verdadero caudal de lágrimas. Juan, cuando María, para esconder su llanto a unas personas que pasan y que la observan, se cubre el rostro con su velo, la toma de un brazo, y, mientras amorosamente la guía, le dice: -Tu llanto, tu oración, tu… vuestro… amor por todos los hombres (vuestro, porque tu amor es activo como lo es – perfectamente activo- el de Jesús glorioso en el Cielo), vuestro dolor (el tuyo, por la sordera de los hombres; el suyo, por la obstinación de demasiados en pecar), no puede no dar fruto. ¡Mantén la esperanza, Madre! Mucho dolor te han dado y te darán todavía los hombres, pero también amor y alegría. ¿Quién no te querrá cuando sepa de ti? Ahora estás aquí, ignorada por el mundo, desconocida. Pero cuando la Tierra sepa, porque se haya hecho cristiana, ¡cuánto amor recibirás! Estoy seguro de ello, Madre santa. Ya está cerca el Gólgota, y más cerca todavía el huerto de José. Llegan a éste, pero María no entra. Va primero al Gólgota. Y en los puntos que presenciaron especiales episodios durante la Pasión, o sea, en los lugares de las caídas, del encuentro con Nique y con Ella misma, se arrodilla y besa el suelo. Llegada a la cima, sus besos se hacen más numerosos en el lugar de la Crucifixión. Besos y lágrimas -los primeros, casi convulsos; las lágrimas, serenas, pero cuantiosas como cerrada lluvia- caen en la tierra amarillenta (mojada ahora, más nítido ahora su color amarilloso). Una plantita ha nacido justo donde la tierra fue removida para hincar la Cruz; una humilde plantita de prado, de hojas en forma de corazón y florecillas rojas como rubíes. María la mira, piensa, luego la saca delicadamente del suelo, junto con un poco de tierra, y la pone en el vuelo de su manto, y dice a Juan: -La voy a poner en un tiesto. Parece sangre de Él y ha nacido en la tierra teñida de rojo por su Sangre. Es una semilla traída, sin duda, por el torbellino de aquel día, una semilla venida aquí -a saber de dónde- y que cayó aquí – a saber por qué- y echó raíces en la tierra fecundada por esa Sangre. ¡Ah, si esto sucediera con todas las almas! ¿Por qué la mayor parte de ellas es más reticente que la árida y maldita tierra del Gólgota, lugar de suplicio para ladrones y homicidas? ¿Maldita? No. Él ha santificado esta tierra. Los que están bajo la maldición de Dios son aquellos que hicieron de este collado el lugar del más horrendo, injusto, sacrílego delito que jamás tendrá la Tierra. Ahora los sollozos se unen a las lágrimas. Juan ciñe con un brazo sus hombros para hacerle sentir todo su amor, y la convence para que se marche de ese lugar demasiado doloroso para Ella. Bajan de nuevo hasta el pie del collado. Entran en el huerto de José. El Sepulcro muestra su interior por la amplia boca, que ya no está cerrada por la piedra, yacente ahora, volcada en el suelo, entre la hierba. El interior está vacío. Ausente toda huella del Depósito y de la Resurrección. Parece un sepulcro nunca usado. María besa la piedra de la Unción, acaricia con la mirada las paredes. Luego solicita de Juan: -Repíteme otra vez cómo encontraste las cosas aquí, cuando, con Pedro, viniste a este lugar durante el alba de la Resurrección. Y Juan vuelve a describir -moviéndose a un lado o a otro, saliendo del Sepulcro y entrando en él- cómo estaban las cosas, y qué hicieron él y Pedro; y concluye: -Hubiéramos debido retirar los paños. Pero estábamos tan impresionados por todos los acontecimientos de esos días, que no recapacitamos. Cuando volvimos aquí, ya no estaban. -Los cogerían los del Templo para profanarlos – le interrumpe, llorando, María, que concluye: -Tampoco María Magdalena pensó que convenía retirarlos para dármelos. Ella también estaba demasiado turbada. -¿El Templo? No. Pienso que quizás los cogería José. -Me lo habría dicho… ¡Oh, para un último desprecio los habrán cogido los enemigos de Jesús! – gime María. -No llores, no sufras ya más. Jesús ya está en la gloria, en el amor perfecto e infinito; el odio y los desprecios ya no le pueden alcanzar. -Es verdad. Pero esos paños… -Te causarían dolor, como te lo causa el primer lienzo, que no te atreves a abrir porque además de los vestigios de su Sangre contiene también los de las cosas inmundas que arrojaron contra su Cuerpo Santísimo. -Ése, sí. Pero estos, no: absorbieron todo lo que rezumó de É1 cuando ya no sufría… ¡Oh, no puedes comprender! -Comprendo, Madre. Pero no creía que tú -que, sin duda, no estás separada de Él-Dios como nosotros, y menos aún como los que simplemente creen en Él- sintieras tan fuerte el deseo, es más: la necesidad, de tener algo de Él como Hombre torturado. Perdona mi necedad. Ven… Volveremos otras veces. Ahora vámonos, porque el sol se va alzando y cada vez es más fuerte, y el camino es largo para nosotros, que tenemos que evitar la ciudad. Salen del Sepulcro y del huerto; luego, por el mismo camino recorrido para ir allí, regresan al Getsemaní. María anda a buen paso y silenciosa, recogida toda en su manto. Sólo una reacción, de repulsa y horror: cuando pasa cerca del olivo donde se ahorcó Judas y cerca de la casa de campo de Caifás, y susurra: -Aquí llevó a cabo su condenación de impenitente desesperado, y allí perpetró la horrenda transacción.