Llegada de los paganos y alusiones a otras apariciones.
La casa del Cenáculo está llena de gente. El vestíbulo, el patio, las habitaciones, menos el Cenáculo y la habitación donde está María Virgen, presentan ese aspecto festivo y agitado de un lugar donde muchos se vuelven a encontrar, después de un tiempo, para una fiesta. Están los apóstoles, menos Tomás; y también los pastores. Están las fieles mujeres, y, junto con Juana, Nique, Elisa, Sira, Marcela y Ana. Hablan todos, en voz baja pero con visible y festiva agitación. Toda la casa está bien cerrada, como por miedo; pero el miedo a lo de fuera no lesiona la alegría del interior. Marta va y viene junto con Marcela y Susana, preparando las cosas para la cena de los «siervos del Señor», como ella llama a los apóstoles. Las otras y los otros se hacen recíprocas preguntas, hacen partícipes unos a otros de sus impresiones, alegrías, miedos… cual niños que esperan algo que los emociona y que, también un poco, los asusta. Los apóstoles quisieran dar impresión de mayor serenidad que los demás, pero son los primeros en turbarse si un ruido parece una llamada a la puerta de la calle o el abrirse de una ventana de par en par. El hecho incluso de que llegue Susana presurosa con dos lámparas de varias boquillas para ayudar a Marta, que busca mantelerías, hace que Mateo retroceda bruscamente y grite: « ¡El Señor!». Y esto hace, a su vez, que Pedro -visiblemente más inquieto que los demás- caiga de rodillas. Una resuelta llamada a la puerta de la calle corta todas las palabras y pone en vilo los ánimos. Creo que todos los corazones laten a gran velocidad. Miran por el ventanillo y abren con un « ¡oh!» de estupor al ver al grupo, inesperado, de las damas romanas escoltadas por Longinos y por otro que, como Longinos, viene vestido de oscuro. También todas las mujeres vienen arropadas en mantos oscuros que les cubren incluso la cabeza; y se han quitado todas las joyas para llamar menos a atención. -¿Podemos entrar un momento para manifestar nuestra alegría a la Madre del Salvador? – dice la más reverenciada de todas, que es Plautina. -Pasad. Está allí. Entran en grupo, junto con Juana y María de Magdala, quien – esa es mi impresión- las conoce muy bien. Longinos y el otro romano se quedan aislados – y es que los miran con un poco de recelo- en un ángulo del vestíbulo. Las mujeres saludan con su: « ¡Ave, Dómina!». Luego se arrodillan y dicen: -Si antes admirábamos la Sabiduría, ahora queremos ser hijas del Cristo. Esto te lo decimos a ti. Sólo tú puedes vencer la desconfianza hebraica hacia nosotros. Vendremos a ti para ser instruidas mientras ellos (señalan a los apóstoles, que están parados, en grupo, en la puerta) nos permitan considerarnos de Jesús. Es Plautina la que ha hablado por todas. María sonríe beatífica y dice: -Pido al Señor que purifique mis labios como al Profeta (Isaías 6, 5-7) para poder dignamente hablar de mi Señor. ¡Benditas seáis, primicias de Roma! -También Longinos querría… y el astero, que sintió un fuego dentro de su corazón cuando… cuando se abrieron la tierra y el cielo al grito de Dios. Pero, si nosotras sabemos poco, ellos no saben nada aparte de que… que era el Santo de Dios y que no quieren seguir estando en el Error. -Les dirás a ellos que vayan a los apóstoles. -Están allí. Pero los apóstoles los miran con recelo. María se levanta y va hacia los soldados. Los apóstoles la ven ir hacia ellos y tratan de intuir su pensamiento. -¡Dios os conduzca a su Luz, hijos! ¡Venid! Para conocer a los siervos del Señor. Éste es Juan, ya lo conocéis. Y éste es Simón Pedro, el elegido por mi Hijo y Señor para ser cabeza de sus hermanos. Éste es Santiago y éste Judas, primos del Señor. Éste es Simón, y éste Andrés, hermano de Pedro. Y éste es Santiago, hermano de Juan. Y éstos son Felipe, Bartolomé y Mateo. Falta Tomás, todavía ausente pero lo nombro como si estuviera presente. Éstos son los que han sido elegidos para una misión especial. Pero éstos, que están en la sombra con ademán humilde, son los primeros en el heroísmo del amor. Desde hace más de seis lustros predican a Cristo. Ni persecuciones contra ellos, ni la condena contra el Inocente, han mellado su fe. Pescadores y pastores. Vosotros, patricios. Pero, en el nombre de Jesús no hay ya distinciones. El amor en Cristo a todos iguala y hermana. Y mi amor os llama hijos también a vosotros, que sois de otra nación. Es más, digo que os encuentro de nuevo tras haberos perdido, porque en el momento del dolor estabais junto al Moribundo. Y no olvido tu piedad, Longinos; ni tus palabras, soldado. Parecía que me hubieran quitado la vida. Pero lo veía todo. No tengo con qué recompensaros. La verdad es que para las cosas santas no hay moneda, sino sólo amor y oración. Esta os daré, rogando a nuestro Señor Jesús que Él os lo pague. -Ya hemos recibido la recompensa, Dómina. Por eso nos hemos atrevido a venir aquí todos juntos. Nos ha reunido un común impulso. Ya la fe ha tendido su vínculo entre los corazones – dice Longinos. Todos se acercan curiosos. Y hay quien, venciendo la reserva y quizás la repulsa del contacto pagano, dice: -¿Qué es lo que habéis recibido? -Yo una voz, la suya. Decía: «Ven a mí» – dice Longinos. -Y yo oí: «Si me crees santo, cree en mí» – dice el otro soldado. -Y nosotras – dice Plautina – mientras hablábamos de Él esta mañana, vimos una luz, ¡una luz! Tomó forma de rostro. ¡Oh, di tú cómo resplandecía! Era su rostro. Y nos sonrió con tanta dulzura que ya no tuvimos sino un deseo, el de venir a deciros: «No nos rechacéis». Se producen susurros y comentarios. Todos hablan, repitiendo cómo lo han visto. Los diez apóstoles guardan silencio, apesadumbrados. Buscando una compensación y no aparecer como los únicos que se hayan quedado sin su saludo, preguntan a las mujeres hebreas si no han recibido regalo pascual. Elisa dice: -Me ha quitado la espada del dolor de mi hijo muerto. Y Ana: -He oído su promesa sobre la eterna salvación de los míos. Y Sira: -Yo una caricia. Y Marcela: -Yo un resplandor y su Voz que decía: «Persevera». -¿Y tú, Nique? – preguntan, porque guarda silencio. -Ya había recibido – responden otros. -No. He visto su Rostro, y me ha dicho: «Para que se imprima éste en tu corazón». ¡Qué hermoso era! Marta va y viene, silenciosa y rápida, y calla. -¿Y tú, hermana? ¡Nada a ti? Callas y sonríes. Demasiado dulcemente sonríes como para no haber recibido tu gozo – dice la Magdalena. -Es verdad. Tienes bajos los párpados, tu lengua está muda, pero brillan tanto tus ojos tras el velo de las pestañas, que es como si cantaras una canción de amor. -¡Habla! ¡Habla! Madre, ¿a ti te lo ha dicho? La Madre sonríe y calla. Marta, que está colocando la vajilla en la mesa, quiere mantener echado el velo sobre su feliz secreto. Pero su hermana no le concede tregua. Entonces Marta, dichosa, dice ruborizándose: -Me ha citado para la hora de la muerte y del desposorio cumplido… – y se le enciende el rostro con una rojez más viva y una sonrisa de alma.