La mañana de la Resurrección. Oración de María.
Las mujeres reanudan sus labores con los ungüentos, que durante la noche, con el fresco del patio, se han solidificado para formar una manteca densa.
Juan y Pedro piensan que es conveniente ordenar el Cenáculo, limpiando las piezas de la vajilla y luego poniendo todo como si hubiera acabado de terminar la Cena.
-Él lo dijo – dice Juan.
-También había dicho: «¡No durmáis!». Había dicho: «No seas soberbio, Pedro. ¿No sabes que la hora de la prueba está a las puertas?». Y… y dijo: «Me negarás…» – Pedro llora de nuevo, mientras dice con desmesurado dolor:
-¡Y lo he negado!
-¡Basta, Pedro! A1 presente, eres de nuevo tú. ¡Basta de ese tormento!
-Jamás, jamás bastará. Aunque me hiciera tan viejo como los primeros patriarcas, aunque viviera los setecientos o los novecientos años de Adán y de sus primeros descendientes, jamás dejaría de tener este tormento.
-¿No esperas en su misericordia?
-Sí. Si no creyera en ello, sería como el Iscariote: un desesperado. Pero aunque Él de hecho me perdona desde el seno del Padre a donde ha vuelto, yo no me perdono. ¡Yo! ¡Yo! Yo que dije: “No lo conozco”, porque en ese momento era peligroso conocerlo, porque sentí vergüenza de ser discípulo suyo, porque tuve miedo a la tortura… Él iba a la muerte y yo… pensé en salvar mi vida. Y para salvarla lo rechacé, como una mujer en pecado rechaza el fruto de su seno, peligroso de tener al lado, después de darlo a luz y antes de que regrese su marido, desconocedor de los hechos. Soy peor que una adúltera… peor que…
Entra, atraída por los gritos, María Magdalena.
-No grites ese modo. María te oye. ¡Está verdaderamente agotada! No tiene fuerzas para nada. Todo le hace daño. Tus gritos inútiles y descomedidos le traen de nuevo el tormento de lo que fuisteis…
-¿Ves? ¿Ves, Juan? Una mujer puede imponerme silencio. Y tiene razón. Porque nosotros, los varones consagrados al Señor, hemos sabido sólo mentir o huir. Las mujeres se han comportado como es debido. Tú, poco más que una mujer por tu gran juventud y pureza, has sabido permanecer. Nosotros, nosotros, los fuertes, los varones, hemos huido. ¡Oh, cómo debe despreciarme el mundo! ¡Dímelo, dímelo, mujer! ¡Tienes razón! Pon tu pie en esta boca que ha mentido. En la suela de la sandalia hay quizás algo de su Sangre. Y sólo esa Sangre mezclada con el barro del camino, puede dar un poco de perdón, poco de paz a este hombre que abjuró. ¡Debo empezar a acostumbrarme al desprecio del mundo! ¿Qué soy yo? ¡Decidlo, venga: ¿qué soy?
-Una gran soberbia – responde tranquila la Magdalena – ¿Dolor? También dolor. Pero, créeme, de diez partes de tu dolor, cinco -por no ofenderte diciendo seis- son del dolor de ser un hombre que puede ser despreciado. ¡Y verdaderamente yo te voy a despreciar, si sigues sólo gimiendo y entregándote a histerias, justo como hace una mujer necia! Lo hecho, hecho está. Y no son los gritos descomedidos los que lo reparan y lo borran. Lo único que hacen es llamar la atención y mendigar una compasión no merecida. Sé viril en tu arrepentimiento. No grites. Haz. Yo… tú sabes quién era yo… Pero, cuando comprendí que era más despreciable que el vómito, no me entregué a convulsiones. Hice. Públicamente. Sin indulgencias conmigo misma y sin pedir indulgencia. ¿Que el mundo me despreciaba? Tenía razón. Me lo había merecido. ¿Que el mundo decía: «Un nuevo capricho de la prostituta»? ¿Que calificaba con nombre blasfemo mi seguimiento de Jesús? Tenía razón. El mundo se acordaba de mi conducta precedente, y esa conducta justificaba todo pensamiento. ¿Y bien? ¿Qué? El mundo tuvo que convencerse de que María la pecadora ya no existía. Con los hechos he convencido al mundo. Haz tú lo mismo, y calla.
-Eres severa, María – objeta Juan.
-Más conmigo que con los demás. Lo reconozco. No tengo la mano suave de la Madre. Ella es el Amor. Yo… ¡Oh, yo! He quebrantado mi carnalidad con el azote de mi voluntad. Y más que lo haré. ¿Tú crees que me he perdonado el haber sido la Lujuria? No. Pero sólo me lo digo a mí. Y me lo seguiré diciendo siempre. Consumida moriré en este secreto, doloroso recuerdo de haber sido la corruptora de mí misma, en este inconsolable dolor de haberme profanado y de no haberle podido dar a Él otra cosa sino un corazón pisoteado… ¿Ves?… he trabajado más que todas en los bálsamos… Y con más coraje que las otras le quitaré la mortaja… ¡Oh, Dios, cómo estará ya! (María de Magdala, sólo de pensarlo, se pone pálida). Y lo cubriré con nuevos bálsamos, quitando los que, sin duda, estarán completamente podridos en sus llagas sin número… Lo haré porque las otras parecerán convólvulos después de un aguacero… Pero siento el dolor de hacerlo con estas manos mías que tantas caricias lascivas han dado; de acercarme a su santidad con esta carne mía manchada… Quisiera… quisiera tener la mano de la Madre Virgen para llevar a cabo la última unción…
María ahora llora quedo, sin convulsiones. ¡Qué distinta de la Magdalena teatral que siempre nos presentan! Es el mismo llanto silencioso que tuvo el día de su perdón en la casa del fariseo.
-¿Dices que… las mujeres tendrán miedo? – le pregunta Pedro
-No miedo… Pero se turbarán ante su Cuerpo, que estará ya descompuesto… hinchado… negro. Y además, esto es seguro, tendrán miedo de los soldados que están de guardia.
-¿Quieres que vaya yo? ¿Yo con Juan?
-¡Eso no! Nosotras vamos todas. Porque, de la misma forma que estuvimos todas ahí arriba, justo es que todas estemos en torno a su lecho de muerte. Tú y Juan quedaos aquí. ¡Ella no se puede quedar sola!…
-¿No va Ella?
-¡No la dejamos ir¡
-Está convencida de que va a resucitar… ¿Y tú?
-Yo, después de María, soy la que más cree. Siempre he creído que pudiera ser. Él lo decía. Y Él no miente nunca… ¡Él¡… ¡Oh, antes lo llamaba Jesús, Maestro, Salvador, Señor… Ahora, ahora lo siento tan grande, que no sé, no me atrevo ya a darle un nombre… ¿Que diré cuando lo vea?…
-¿Pero crees firmemente que va a resucitar?…
-¡Vaya, otro¡ ¡Diciéndoos una y otra vez que creo y oyéndoos decir una y otra vez que no creéis, voy a acabar no creyendo tampoco yo¡ He creído y creo. He creído y le he preparado desde hace ya tiempo la túnica. Y para mañana, porque mañana es el tercer día, la traeré aquí ya lista…
-Pero si dices que estará negro, hinchado, feo…
-Feo nunca. Feo es el pecado. ¿Negro?… ¡Pues sí, estará negro¡ ¿Y qué? ¿Lázaro no estaba ya descompuesto? Y, no obstante, resucitó. Y recuperó la integridad de su carne. ¡Pero… sí, lo digo¡: ¡Callaos incrédulos¡ También mi razón humana me dice dentro: «Está muerto y no resucitará». Pero mi espíritu, «su» espíritu -porque he recibido de Él un nuevo espíritu- grita (y parecen toques de trompetas de plata): «¡Resucita¡ ¡Resucita¡ ¡Resucita¡». ¿Por qué me zarandeáis como a una barquichuela contra el arrecife de vuestras dudas? ¡Yo creo¡ ¡Creo, mi Señor¡ Lázaro, lleno de aflicción, ha obedecido al Maestro y se ha quedado en Betania… Yo, que sé quién es Lázaro de Teófilo, un fuerte, no un lebrato miedoso, puedo medir su sacrificio de permanecer en la sombra y no junto al Maestro. Pero ha obedecido. Más heroico en esta obediencia que si, con armas, hubiera arrancado a Jesús de las manos de los soldados. Yo he creído y creo. Y aquí estoy. En espera, como Ella. Pero, dejadme que me vaya. El día nace. En cuanto se vea lo mínimo indispensable, iremos al Sepulcro…
Y la Magdalena se va, con su rostro quemado por el llanto, pero siempre fuerte.
Entra de nuevo donde María.
-¿Qué le pasaba a Pedro?
-Una crisis de nervios. Pero se le ha pasado.
-No seas dura, María. Pedro sufre.
-También yo. Y ya ves que no te he pedido ni tan siquiera una caricia. A él ya lo has medicado tú… Yo, sin embargo, lo que pienso es que solamente tú, Madre mía, necesitas bálsamo. ¡Madre mía, santa, amada¡ Pero, ánimo… mañana es el tercer día. Estaremos aquí dentro, cerradas, nosotras dos: sus enamoradas: Tú, la Enamorada santa, yo, la pobre enamorada… Pero, como puedo, lo soy con todo mi ser. Y lo esperaremos… A ellos, a los que no creen, los dejaremos cerrados allí, con sus dudas. Y aquí voy a poner muchas rosas… Hoy mandaré que se lleven el arca… Ahora pasaré por el palacio y daré esta indicación a Leví. ¡Fuera todas estas cosas horribles¡ No debe verlas nuestro Resucitado… Muchas rosas… Y tú te pondrás una túnica nueva… No debe verte así. Te peinaré, te lavaré esta pobre cara que el llanto ha desfigurado. Eterna niña, yo te haré de madre… ¡Tendré, sí, la bienaventuranza de dispensar cuidados maternos a una criatura más inocente que un recién nacido¡ ¡Mi querida María¡ – y, con su exuberancia afectiva, la Magdalena estrecha contra su pecho la cabeza de María, que está sentada; y besa a María, la acaricia, le coloca detrás de las orejas los livianos mechones de pelo desordenados, la enjuga, con el lino de su túnica, las lágrimas, esas lágrimas que María sigue, sigue incesantemente vertiendo…
Entran las mujeres con lámparas y ánforas y recipientes de anchas bocas. María de Alfeo trae un mortero grande y
recio.
-No se puede estar fuera. Hace un poco de viento y apaga las lámparas – explica.
Se ponen en un lado. Encima de una mesa, estrecha pero larga, colocan todas sus cosas. Luego dan un último toque a sus bálsamos, mezclando en el mortero, en un polvo blanco que sacan a puñados de un saquito, la ya de por sí densa manteca de las esencias. Mezclan trabajando con ahínco. Luego llenan un recipiente de amplia boca. Lo ponen en el suelo. Repiten con otro la misma operación. Perfumes y lágrimas caen sobre las resinas.
María Magdalena dice:
-No era ésta la unción que esperaba poderte preparar.
Porque es la Magdalena la que, más experta que las otras, ha estado regulando y dirigiendo la composición del perfume (tan intenso que deciden abrir la puerta y entreabrir la ventana que da al jardín, que apenas empieza a vestirse de claridad). Todas, después de la observación que la Magdalena ha hecho en voz baja, lloran más fuerte.
Han terminado. Todos los recipientes están llenos.
Salen con las ánforas vacías, el mortero que ya no hace falta y muchas lámparas. En la pequeña habitación quedan sólo dos lámparas, temblorosas (parecen llorar también con el titileo de sus luces)…
Entran de nuevo las mujeres y cierran la ventana, porque el amanecer está fresco. Se ponen los mantos y toman consigo unos talegos grandes, donde colocan los recipientes del bálsamo.
María se levanta y busca su manto. Pero todas se arremolinan en torno a Ella convenciéndola de que no vaya. -No te tienes en pie, María. Hace dos días que no tomas alimento. Un poco de agua sólo.
-Sí, Madre. Lo haremos pronto y bien. Y volveremos enseguida.
-No temas. Lo embalsamaremos como a un rey. ¡Ya ves qué bálsamo tan valioso hemos hecho¡ ¡Y cuánto¡…
-Y no dejaremos parte o herida alguna sin ungir. Y con nuestras manos lo colocaremos en su lugar. Somos fuertes, y
somos madres. Lo pondremos como a un niño en su cuna. Los otros no tendrán que hacer nada más que cerrar su lugar. Pero María insiste:
-Es mi deber — dice – Siempre lo he cuidado yo. Sólo en estos tres años que ha estado en el mundo he cedido a otros la función de cuidarlo cuando estaba lejos de mí. Ahora que el mundo lo ha rechazado y negado, de nuevo es mío; y yo de nuevo soy su sierva.
Pedro, que con Juan se había acercado a la puerta, al oír estas palabras se aparta. Huye a algún rincón escondido para llorar por su pecado. Juan permanece junto a la jamba de la puerta. Pero no dice nada. Quisiera también ir él, pero hace el sacrificio de quedarse con la Madre.
María Magdalena lleva a María a su silla. Se arrodilla delante de Ella, abraza las rodillas de María, alza hacia Ella su rostro doliente y enamorado y le promete:
-Él, con su Espíritu, todo lo sabe y todo lo ve. Pero a su Cuerpo, con besos, le expresaré tu amor, tu deseo. Yo sé lo que es el amor. Sé qué aguijón, qué hambre significa amar, qué nostalgia de estar con quien para nosotros es nuestro amor. Y esto sucede también en los amores viles, que parecen oro y son en realidad fango. Si, además, la pecadora puede saber lo que es el amor santo a la Misericordia viviente, a quien los hombres no han sabido amar, entonces ella puede comprender mejor qué es tu amor, Madre. Tú sabes que sé amar. Y sabes que Él dijo, en aquel atardecer de mi verdadero nacimiento, en las orillas de nuestro lago sereno: “María sabe amar mucho”. Ahora este amor mío exuberante, como agua que rebosa de un pilón vencido, como rosal en flor que sobrepasa un muro y de él pende, como llama que, encontrando yesca, más se enciende y aumenta, se ha derramado en Él por entero, y de Él-Amor ha sacado nueva fuerza… ¡Oh, mi potencia de amar no ha podido sustituirlo en la Cruz!… Pero lo que por Él no he podido hacer y padecer y sangrar y morir en vez de Él, en medio de las burlas de todos, dichosa, dichosa, dichosa de sufrir en vez de Él; y, estoy segura de ello, el estambre de mi pobre vida habría sido consumido más por el amor triunfal que por el patíbulo infame, y de las cenizas habría germinado la nueva, cándida flor de la nueva vida pura, virginal, ignorante de todo lo que no es Dios-, todo esto que no he podido hacer por Él, por ti puedo hacerlo todavía…. Madre a la que amo con todo mi corazón. Confía en mí. Yo que supe acariciar tan dulcemente sus pies santos en la casa de Simón el fariseo, ahora, con esta alma que cada vez más se abre a la Gracia, sabré aún más dulcemente acariciar sus miembros santos, medicar las heridas, embalsamarlo, más con mi amor, más con el bálsamo sacado de mi corazón exprimido por el amor y el dolor, que no con el ungüento. Y la muerte no hincará su diente en esa carne que tanto amor ha dado y tanto amor recibe. Huirá la Muerte. Porque el Amor es más fuerte que ella. El Amor es invencible. Y yo, Madre, con amor, con tu perfecto amor, con mi total amor, embalsamaré a mi Rey de Amor.
María besa a esta apasionada que, por fin, ha sabido encontrar a quien tanta pasión merece. Y cede ante sus ruegos.
Las mujeres salen llevando consigo una lámpara, de forma que en la habitación queda sólo una. La última en salir es la Magdalena, después de un último beso a la Madre, que se queda.
La casa está del todo oscura y silenciosa, y el camino todavía oscuro y solitario.
Juan pregunta:
-¿Verdaderamente no queréis que vaya con vosotras?
-No. Puedes hacer falta aquí. Adiós.
Juan vuelve donde María.
-No han querido que fuera con ellas… – dice quedo.
-No te atormentes. Ellas donde Jesús. Tú, conmigo. Juan, vamos a orar un poco juntos. ¿Dónde está Pedro? -No lo sé. Por la casa. Pero no lo veo. Está… Lo creía más fuerte… También yo siento dolor, pero él…
-Él tiene dos dolores; Tú, uno sólo. Ven. Vamos a orar también por él.
Y María recita lentamente el Pater noster.
Luego acaricia a Juan:
-Ve donde Pedro. No lo dejes solo. Ha estado tanto en las tinieblas, durante estas horas, que no soporta quiera la leve luz del mundo. Sé el apóstol de tu hermano zozobrante y angustiado. Comienza por él tu predicación. En tu camino – y será largo- encontrarás siempre a hombres semejantes a él. Con tu compañero empieza el trabajo…
-¿Y qué diré?… No sé… Todo le hace llorar…
-Recuérdale el precepto de amor de Jesús. Dile que quien solamente teme no conoce todavía suficientemente a Dios, porque Dios es Amor. Y si te dice: «Yo he pecado», respóndele que Dios ha amado tanto a los pecadores, que por ellos ha enviado a su Unigénito. Dile que amor es la respuesta a tanto amor. Y el amor infunde confianza en el bonísimo Señor. Esta confianza aleja el temor a su juicio, porque con ella reconocemos la Sabiduría y Bondad divinas, y decimos: «Yo soy una pobre criatura. Pero Él lo sabe. Y me da a Cristo como garantía de perdón y columna en que apoyarme. Mi miseria queda vencida por mí unión con Cristo». Es en el nombre de Jesús en el que todo se perdona… Ve, Juan. Dile eso. Yo me quedo aquí, con Jesús…
Juan sale cerrando tras sí la puerta, mientras María acaricia el Sudario.
María se pone de rodillas, como la noche anterior, cara a Cara con el velo de la Verónica. Y ora, y habla con su Hijo. Fuerte para dar fuerza a los demás, cuando está sola se pliega bajo el peso de la quebrantadora cruz. Y, a pesar de ello, de cuando en cuando, como una llama liberada del estorbo del celemín, su alma se alza hacia una esperanza que en Ella no puede morir; es más, que con el paso de las horas va aumentando. Y manifiesta su esperanza también al Padre; su esperanza y su súplica:
-¡Jesús, Jesús! ¿No vuelves todavía? Tu pobre Mamá ya no resiste sabiendo que estás muerto allí. Hablaste y ninguno te comprendió. ¡Pero yo sí te he comprendido! «Destruid el Templo de Dios y lo reconstruiré en tres días.” Éste es el principio del tercer día. ¡Oh mi Jesús! No esperes al final del día para volver a la vida, a tu Mamá, que necesita verte vivo para no morir recordándote muerto; que necesita verte hermoso, sano, triunfante, para no morir recordándote en ese estado en que te dejaron.
¡Oh, Padre! ¡Padre! ¡Dame a mi Hijo! Que yo lo vea de nuevo Hombre y no cadáver, Rey y no condenado. Sé que después volverá contigo al Cielo. Pero yo lo habré visto curado de tanto mal; fuerte, después de tanta debilidad; triunfador, después de tanta lucha; Dios, después de tanta humanidad padecida por los hombres. Y me sentiré feliz aun perdiéndolo de mi lado. Sabré que está contigo, Padre santo, sabré que para siempre está fuera del Dolor. Pero ahora no puedo, no puedo olvidar
que está en un sepulcro, que está allí, matado por tanto dolor como le han causado, no puedo olvidar que Él, mi Hijo-Dios, esta agregado a la suerte de los hombres en la oscuridad de un sepulcro, Él, tu Viviente.
Padre, Padre, escucha a tu sierva. Por aquel «sí»… No te he pedido nunca nada por mi obediencia a tus designios; era tu Voluntad, y tu Voluntad era la mía; nada debía exigir por el sacrificio de la mía a Ti, Padre Santo. ¡Pero ahora, pero ahora, por aquel «sí» que dije al Ángel mensajero, oh Padre, escúchame!
Él está libre de las torturas, porque todo lo ha consumado con la agonía de tres horas después de las vejaciones de la mañana. Pero yo llevo tres días en esta agonía. Tú ves mi corazón y sientes sus latidos. Nuestro Jesús dijo que no caía una pluma de ave sin que Tú la vieras; que no moría una flor en el campo sin que Tú consolaras su agonía con tu sol y tu rocío. ¡Oh, Padre, yo muero de este dolor! Haz conmigo como con el ave al que recubres con nuevas plumas, como con la flor a la que calientas y das de beber compasivo. Yo muero de frío por el dolor. Ya no tengo sangre en las venas. En el pasado, toda se hizo leche para nutrir a tu Hijo e Hijo mío; ahora se ha hecho por entero llanto, porque ya no tengo Hijo. Me lo han matado, matado, Padre. ¡Y Tú sabes de qué manera!
¡Estoy exangüe! He derramado mi sangre con Él en la noche del Jueves, en el Viernes funesto. Tengo frío como una persona desangrada. Ni tengo ya Sol, porque Él ha muerto, mi Sol santo, el Sol mío bendito, el Sol nacido de mi seno para alegría de su Mamá, para salud del mundo. Ni siento refrigerio, porque ya no lo tengo a Él, la más dulce de las fuentes para su Madre, que bebía su palabra, que con la presencia de Él saciaba su sed. Soy como una flor en arena desecada.
Muero, muero, Padre santo. No me da miedo morir, porque Él también ha muerto. Pero… ¿y estos pequeñuelos?, ¿el pequeño rebaño de mi Hijo?, tan débiles, tan asustadizos, tan volubles… ¿qué será de ellos, si nadie los sostiene? No soy nada, Padre; pero, para los deseos de mi Hijo, soy como un cuerpo de ejército. Defiendo, defenderé su Doctrina y su herencia como una loba defiende a sus lobeznos. Yo, cordera, me haré loba para defender lo que pertenece a mi Hijo y, por tanto, lo que te pertenece a ti.
Tú lo has visto, Padre. Hace ocho días esta ciudad ha despojado sus olivos, sus casas, sus jardines, a los propios habitantes, y se ha quedado ronca gritando: «Hosanna al Hijo de David. Bendito el que viene en el nombre del Señor». Y, mientras Él pasaba sobre alfombras de ramas, de vestidos, de telas, de flores, los habitantes de la ciudad, unos a otros, se señalaban a Jesús y decían: «Es Jesús, el Profeta de Nazaret de Galilea. Es el Rey de Israel». Y, cuando aún no se habían ajado esas ramas y la voz estaba todavía ronca de tanto grito de alabanza, transformaron su grito en acusaciones y maldiciones y en peticiones de condena a muerte; de las ramas arrancadas para la exaltación hicieron palos para golpear a tu Cordero, y lo conducían a la muerte. Si todo esto han hecho mientras Él estaba en medio de ellos y les hablaba y les sonreía y los miraba con esa mirada suya que diluye el corazón y que hasta hace estremecerse a las piedras si en ellas recae, y los favorecía y adoctrinaba, ¿qué harán cuando Él haya vuelto a ti?
Sus discípulos -ya lo has visto-, uno lo ha traicionado, los otros han huido. Bastó que le golpearan para que huyeran como cobardes ovejas, y no han sabido estar a su lado mientras moría. Uno sólo, el más joven; ha permanecido. Ahora viene el anciano. Pero ya ha sabido abjurar una vez. Cuando Jesús no esté ya aquí mirándolo, ¿sabrá permanecer en la Fe?
Yo no soy nada, pero en mí hay un poco de mi Hijo, y mi amor cubre de plenitud mi flaqueza y la anula. Me hago así útil para la causa de tu Hijo, para su Iglesia, que no encontrará nunca paz y que necesita echar raíces profundas para no ser desarraigada por los vientos. Yo seré la que la cuide. Como hortelana diligente, velaré para que crezca fuerte y derecha en su amanecer. Luego no me preocupará morirme. Pero no puedo vivir si sigo más tiempo sin Jesús.
¡Oh, Padre que abandonaste al Hijo por el bien de los hombres, pero que luego lo confortaste, porque ciertamente lo has recibido en tu seno después de la muerte, no me dejes más tiempo en este abandono. Yo lo padezco y lo ofrezco por el bien de los hombres. Pero consuélame, ahora, Padre. ¡Padre, piedad! ¡Piedad, Hijo mío! ¡Piedad, divino Espíritu! ¡Acuérdate de tu Virgen!
Después, prosternada, María parece orar con su postura, además de con su corazón: es verdaderamente un pobre ser abatido: parece esa flor muerta de sed de que ha hablado.
No advierte tan siquiera la sacudida de un breve pero violento terremoto que hace gritar y huir al dueño y a la dueña de la casa, mientras Pedro y Juan, pálidos como muertos, arrastran sus pasos hasta la entrada de la habitación. Pero, al ver a María tan absorta en su oración, olvidada, lejana de todo lo que no es Dios, se retiran y cierran la puerta y vuelven, atemorizados, al Cenáculo.